NICALEDÓN: EL VUELO DEL TIEMPO
Por: Said Chaime*
Había aterrizado de manera intempestiva cerca a la cancha de fútbol de mi colegio, allá por los noventas. Tenía una hélice tan enorme que amenazaba con cortar de raíz los árboles aledaños a la pista. Cuando su base tocó el tapizado prado sentí como si un elefante adulto hubiera dejado su último aliento, cayendo estrepitosamente y para siempre. Yo metí los guayos en mi mochila, me sequé la cabeza con la toalla y salí de los lavabos.
Mi corazón se detuvo por un tiempo en el que mis ojos detallaron la colosal nave voladora. La atisbé de abajo a arriba, sus estructuras metálicas se incrustaron en el suelo mullido con la sutileza de un alfiler en un flan; eran poderosas y compuestas de una aleación de diamantina y acero que se dejaba envolver por una enredadera de nomeolvides asiéndose como un collar de hierba y vida; de inmediato oí cómo la hélice mermaba sus esfuerzos y poco a poco vi sus aspas con mayor nitidez, parecían pétalos enormes que mostraban sus caras a esa tarde que oscurecía; de repente, el sonido coloidal de la hélice fue superado por voces ininteligibles pero de naturaleza humana que hacían sus ruidos al interior de lo que parecía una concha marina inmersa en un universo selvático.
Yo pasé saliva y aclaré mi garganta, mientras sentía el corazón retumbar como un tambor poderoso entre truenos y pasos de animal gigante. Oí el crujir de las compuertas metálicas abriéndose a la luctuosa noche, y vi con estos ojos absortos cómo lentamente salía a la luz de los faros encendidos, una comunidad tan atípica como maravillosa. Había hombres y mujeres de todas las edades del mundo, toda la evolución de nuestra especie representada en razas y tiempos, homínidos primates de toda época: australopitecos, prusianos, neandertales, negros, sumarios, orientales, atlantes, indios, lémures, arios, homosapiens sapiens que con curiosidad y paciencia desfilaban sin querer por la extensa ala que hacía las veces de plataforma.
Noté con mucha suspicacia que atrás de ellos había plantas, árboles y raíces, millares de especies que aplaudían con sus ramajes al viento tibio, como un enorme herbario que contrastaba con la piel rugosa del metal, tan parecido a un parque de diversiones en medio de una jungla espesa; un suspiró profundo exhorté al instante. Y entonces, poco a poco la cancha de fútbol fue visitada por decenas de naves que arribaban de la misma manera que esa primera, y un humo que más parecía niebla se apoderó del entorno. De repente vi algunos de los hombres correr por la plataforma y lanzarse con ímpetu al vacío; impresionado oteé cómo sus formas cambiaban y se hacían águilas gigantes, y sus vuelos largos se alimentaban de brisas nuevas en los cielos de la noche.
Caminé nervioso entre el pasto, y mis pies palparon el temblor que producía el estremecimiento de las vidas que deambulaban en la estructura, y noté que los seres me seguían con la mirada, y sus gestos se hacían más adustos; entre el barullo de voces entendí un español castizo de un hombre que vestía atavíos coloniales, su frase sentenciadora salió de una clara y sonora voz que yo interpreté como un bramido dentro de un pozo, “es él”. Dijo, mientras me señalaba. Entonces un ascensor primitivo descendió de lo alto de la embarcación y yo sentí el estado de abducción al momento mismo del señalamiento, y en ese momento las ramas aplaudieron más fuerte, los hombres saltaron más alto y las águilas nacieron en mayor cantidad.
Yo subí por el elevador mientras veía cómo los ascensores de las demás naves eran cargados con tierra, pasto, piedra y aire que introducían en pequeños frascos trasparentes.
Desde ese entonces he estado subido en éste enorme elefante adulto, he cruzado el tiempo y penetrado en sus umbrales, mi nombre es Salomón Brie, capitán del Nicaledón.
Con el transcurrir de los días, siendo habitante de este mundo a destiempo, comprendí que la vegetación del Nicaledón se alimentaba de raíces, ramas y tallos de los lugares que visitaban en cada tiempo. Que los metales se nutrían de las aleaciones que encontraban en los minerales de este mundo cambiante, y que los hombres que se convertían en águilas eran corolarios que habían llegado a instancias superiores. Ya es hora de ceder mi timón, es por ello que hoy, después de 19 años comandando el Nicaledón, haré mi primer salto al espacio y mi trasformación en águila dará un nuevo sentido a mis sentidos.
Entonces enfilo mi vista al intangible, respiro profundo recordando lo que mis ojos han visto y me dejo llevar por una paz mágica que es mezcla de tiempo, espacio y memoria; ahora, movido por una furia milenaria que impulsa mis piernas, extiendo mis brazos y salto con los ojos abiertos mientras siento que el vacío me pertenece.
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*Said Chamie, escritor de medios, actualmente sacó al mercado el e-book El Libro Azul. Chamie se desempeña en la creación de contenidos para todas las plataformas de comunicación.
Estremecedor y cautivante. Ahora con mas razón tendré que leer el libro Azul.
Gracias!
Excelente, mezcla de fantasía y realidad, muy elocuente!!!
Que buen cuento, excelente escritor !!