SIN TÍTULO (JULIA)
Por Rodrigo Campos*
Julia sonrió, todavía mirándome muy de cerca:
—No te voy a ayudar.
—Estás loca. Son demasiados botones. Seguro que sabes cómo hacer esto rápido.
Su camisa tenía cuello redondo, parado sobre la nuca, como de vestido oriental o de militar, y era blanca y de algodón delgado. No estaba en la sección de ropa transparente de la tienda cuando ella la compró, pero debía haber estado. Era fácil verle los poros alerta.
—Seguro que hay una forma de quitarte esta camisa sin deshacer los 75 botones, insistí.
Ella seguía callada, mirándome, sonriendo. El calor y los besos le habían puesto los labios más rojos y gruesos. Las pecas le brillaban bajo los ojos, también brillantes. Era la primera vez que nos besábamos y la primera vez que nos veíamos en muchos meses.
Cuando nos encontramos en la calle, ella salía de una reunión en una oficina que no era la suya, donde le dijeron que iban a publicar su primer libro. Creí verla entre los árboles del parque que queda frente a mi edificio, pero iba sin mis lentes y decidí acercarme más en vez de gritar su nombre. Cuando la tuve cerca, ella ya me había reconocido y corrió hacia mí. Me abrazó. Ahora sé que la emoción era más por su contrato que por verme, pero en el momento me hizo olvidar el mal día que tuve en el archivo. Me contó lo de su libro.
—Vamos a un restaurante —le dije. Nos tomamos una botella de vino y después vamos a mi casa y nos fumamos algo. Qué dices.
—Digo que no al restaurante y al vino. Pero vamos a tu casa por un porro.
Tomamos un camino largo para pasar por la pizzería que queda medio cerca a mi casa. Mitad con peperoni y mitad con champiñones y cebolla. En la tienda de la esquina compramos seis cervezas y un paquete de chicles. Caminamos rápido hasta mi edificio y subimos en silencio hasta el cuarto piso.
El tour de mi apartamento duró unos tres minutos. Ella dijo que mi habitación estaba bien para comer pizza y a mí me pareció perfecto porque no me gusta fumar en el living.
Cuando salí del baño eran las 8:58 en mi reloj–despertador de números rojos y Julia estaba sentada en el piso, sin zapatos, y se había quitado la chaqueta. Puso un trozo y medio de pizza en cada uno de los platos que sacamos de la cocina y destapó dos cervezas.
—Salud, dijo mientras me entregaba una.
«Por mi amiga la escritora», respondí. La cerveza no estaba muy fría.
Me contó que el libro que va a publicar es una obra de teatro sobre el feminismo en los sesentas y que la idea le llegó un domingo por la tarde almorzando con sus tías. Yo casi no entendí porque ella habla muy rápido y se come las eses. Y también porque me distraía mirándole la camisa y tratando de contar todos esos botones. Llegué a 41 antes de perder la cuenta.
La pizza no sabía mal y la segunda cerveza sí estaba fría. Julia roló un porro y yo lo prendí. Cinco minutos después estábamos hablando de cualquier cosa, muertos de risa. Cuando nos empezamos a besar yo ya había perdido la noción del tiempo, entonces no sé cuánto pasó antes de que ella sonriera, mirándome muy de cerca, y me dijera que no me iba a ayudar a quitarle la camisa.
—Te puedo hacer el amor con la camisa puesta.
—¿Te parece que esa es la forma de hacer el amor por primera vez con una escritora? ¿Con la ropa puesta?
—No, pero ahora me parece que lo que pasa es que no quieres acostarte conmigo.
—Tal vez tienes razón.
Yo me callé un rato que debió durar como 15 segundos, y sé más o menos cuánto duró porque su falta de ganas me hizo recuperar el sentido del tiempo.
Julia me volvió a besar, sin dejar de sonreír ni un momento, y me dijo: «Tal vez no me quiero acostar contigo hoy». Y se fue al baño.
Cuando volvió yo ya había armado otro porro y se lo pasé encendido. Se acostó a mi lado en la cama y luego me abrazó durante un rato que pareció largo. Fumamos mirando una telenovela y nos reíamos a ratos.
«Qué bueno que te encontré», dijo mientras se alistaba para irse.
—Entonces voy a volver a verte —pregunté, esperando saber la respuesta.
Ella no creyó que fuera una pregunta.
—Tal vez tienes razón— dijo.
* * *
La siguiente vez que la vi no fue por casualidad ni en la calle, sino en su casa y después de ponernos una cita. Julia Fox… Julia… ya. 2F .
Me entraron los nervios de estar muy preparado para algo sin realmente saber si va a pasar. Pero no me duraron mucho. Subí la escalera un piso, y ella estaba esperando en la puerta, al final de un corredor. No tenía zapatos, y le pregunté si me los debía quitar también. Ella dijo «como quieras» entonces no me los quité.
—Pensé cocinar pero llegué tarde y cansada, así que vamos a pedir algo.
—Bueno, pero tú decides qué. Es tu barrio.
—Vale.
Cuando dijo qué íbamos a comer la miré con cara de no-puede-ser-que-vayamos-a-comer-lo-mismo pero no dije nada. La pizza llegó y ella no me dejó pagarla. Era una de esas delgadas, con la corteza medio quemada, la mitad de prosciutto y alcachofas y la otra mitad de manzanas y brie.
—¿Ves cómo no tiene nada que ver con la de la otra noche?, dijo, para responder a la pregunta que no le hice.
Abrí una botella de vino que llevé desde mi casa, me quité los zapatos, y pretendí saber de lo que hablaba cuando dije que el malbec argentino es el mejor del mundo.
—Creí que sólo los argentinos hacían malbec, dijo ella.
Yo no quise hacer más el ridículo y en silencio le pasé una copa servida hasta la mitad.
—Por la escritora, dije levantando la mía.
—Por habernos encontrado en la calle, respondió.
Comimos en la sala, sobre el sofá, sentados frente a frente. La botella se acabó antes que la pizza y Julia trajo otra de la cocina, un ‘pinot noir’ del que nadie dijo nada. Cuando se acercó me dio un beso lento, sus labios sobre los míos. Nada más.
«Sólo quería estar segura de que al final de la noche nos vamos a ver sin ropa», dijo sin alterar la voz. Yo no contesté nada. Igual creo que no era una pregunta.
Se volvió a ir, esa vez hacia su cuarto, y cuando pensé que la tenía que seguir me dijo «ya vuelvo». Me acomodé en el sofá y revisé que no tuviera pedazos de pizza entre los dientes. Parece que no tenía.
La sala y el comedor estaban en el mismo espacio y tenían piso de madera vieja y brillante, y en el medio había una chimenea abierta que parecía haber estado prendida hace poco. La mesa del comedor estaba ocupada por planos, papel, balso y una cantidad increíble de tipos de pegante. En las paredes había grabados originales y casi ninguno me gustaba. Una lámpara que parecía una caja de embolador flotaba sobre el comedor, y encima mío había otra, que semejaba un pulpo de acero, pegada al techo.
Busqué entre los discos algo que pareciera apropiado. Julia volvió con un porro encendido y los ojos fijos en el acetato que tenía entre mis manos:
—Perfecto. Esto me encanta cuando fumo.
«A mí me gusta siempre», contesté. Era verdad.
Nos besamos, esta vez más largo, parados junto a la mesa de centro que estaba forrada con revistas de literatura que yo no conocía. Yo fumé otro poco, le pasé el humo entre la boca y nos besamos un rato que no sé cuanto duró.
Volvimos al sofá y ella me contó que Ana, la amiga con la que vive, se casaría el mes siguiente con un arquitecto. Que todo el arte original que hay en su casa es hecho por su hermano que vive en Barcelona y que a ella no lo tendría en sus paredes si no fuera de él. Mentí que me gustaba y que quería ver más cosas, y ella dijo que todo lo bueno está en Barcelona. Ahora que lo leo, no sé si se refería al arte de su hermano, o a la vida.
¿Cuántas veces te has enamorado?, preguntó Julia de la nada. No dije nada, y ella insistió. «Está bien. Cuántas veces te han roto el corazón.» Me hice el que pensaba antes de preguntarle si en verdad quería hablar de eso en vez de darme más besos.
«Una de las pocas cosas que aprendí de mi matrimonio, mejor dicho de mi divorcio, es que mientras menos besos te dé antes de que me cuentes, más detalles me puedes contar», dijo.
Ahí empecé a quererla un poco.
Le hablé de Antonia, la antropóloga, y de otra Julia que tuve, que me tuvo, la que más roto me dejó el corazón. Le dije que Antonia tenía los ojos grises y grandes y que era mi novia cuando conocí Buenos Aires. Le hablé de Puerto Madero y de cómo las parejas recién casadas van a un puente blanco que parece hecho por Calatrava y se toman fotos ahí, en sus vestidos blancos y negros, antes de irse de fiesta. Le hablé también de una banda de veinteañeros que nos encontramos en el mercado de las pulgas, tocaban tangos que parecían de Piazzola y después pasaban un maniquí sin cabeza para recoger dinero; pocos años después los vimos tocando en el Colón. En el de Bogotá.
También le conté que Antonia y yo casi tuvimos una hija pero decidimos abortar, y que si lo tuviera que volver a hacer lo volvería a hacer. Y no quise hablar mucho más de eso. (Pasó mucho tiempo antes de contarle a alguien más, y para cuando lo hice ya era claro que todos, o casi todos mis conocidos, habían abortado al menos una vez). Julia me miraba casi sin respirar, para no interrumpir mi relato, y la emoción con la que lo hacía me hacía quererla un poquito más cada vez, aunque no la besara. La besé. Y ahí me di cuenta de que no habría podido contarle todo con tanta emoción si antes nos hubiéramos besado mucho.
Terminé hablando de un día cuando Antonia estaba brava y rompió el espejo que colgaba detrás de la puerta de su armario. Yo no la quería dejar sola pero ella me gritaba lárgate y yo me iba pero no del todo, y de pronto ella me empezó a pegar, y yo la abrazaba y ella no podía mover los brazos y me gritaba hasta que se cansó y la solté y ella me pidió perdón, perdón, perdón… y me besaba y sus lágrimas me mojaban la cara e hicimos el amor y después recogimos los pedazos de espejo que había sobre el tapete y hacía frío cuando llegué a casa, tarde para el cumpleaños de mi papá.
Me pareció que duré hablando toda la noche y tuve que parar para ir al baño. Me miré al espejo y tenía los ojos rojos.
Julia luego me contó de su novio Jose —así, sin tilde—, uno que le decía que era gorda y que nadie la iba a querer tanto como él. Estuvieron juntos dos años y ella perdió contra él la virginidad pero lo que más se acuerda es que perdió la cuenta de las veces que él se acostó con otras.
Me contó de todas las veces que soñaba con ser mafiosa, mafiosa y millonaria, y que cuando en esos sueños se ponía brava sacaba una pistola y le disparaba al televisor y lo volvía mierda, no le disparaba una vez sino muchas, hasta que quedaba casi irreconocible entre tantos pedazos de cable y plástico. «En los sueños, como en algunas películas, a las pistolas nunca se les acaban las balas».
Le pregunté si en algún sueño no le disparaba a su ex novio Jose.
—No, claro que no. Si uno va a matar al novio, lo mata de ganas.
La risa me salió forzada y ella lo notó. La miré un rato con algo que todavía no sabía si era admiración o miedo. Me paré del sofá con la idea fija de ponerme los zapatos y salir corriendo.
Pero acá sigo.
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* Rodrigo Campos escribe para una agencia global de noticias y ha sido publicado entre otros en The New York Times, International Herald Tribune y los web sites del Washington Post y del Guardian de Londres, además de la revista cultual Picnic, de México DF. Estudió historia en Bogotá, donde también escribió sobre artes plásticas y un poco de música, literatura y cine para un periódico nacional. En el 2005 viajó a Nueva York a hacer una maestría en Columbia University y hace más de cuatro años vive en Brooklyn.
Rodrigo’s writing is like a melody, almost poetic. He brings to his story an understated sensualism and left me at the end with more questions than answers… in other words it left me thinking. I liked that, rather than a story neatly tied up.
Congratulations. Lets hear more from you!
Yanni me mostró el cuento. Pienso que es una historia urbana que al estar inmersa en la cotidianidad de la ciudad permite que los lectores, de una u otra forma, se sientan identificados con ella. El párrafo final trasmite perfectamente el sentimiento ambigüo de miedo y admiración que luego describes. Pocos escritores logran hacer eso. Felicitaciones.
Amazing!