CINCUENTA ESPEJOS
Por Laura Quiceno Soto*
Antes de ver a la mujer con manchas amarillas recordó que había vuelto a soñar con su rostro dibujado en el lavamanos y con una gota que iba desdibujando cada línea, hasta terminar siendo unas cenizas negras que se iban por la rendija. Ese día se sentía extraño. Los pies los sentía más grandes, los ojos hundidos, con ojeras. Sentía lo mismo cada mañana, pero al mirarse al espejo, sus ojos seguían siendo vivaces, azules, y sus pies no estaban hinchados. Mirarse al espejo era la parte favorita del día, sentirse de una forma y parecer de otra.
Esa noche había tenido que soportar a una de sus amantes. Nunca dormía con ellas, siempre las despachaba en un taxi. Ella parecía muerta, más que dormida. Intentó despertarla, hablarle al odio, pero nada. Después del sexo ella se durmió y le rompió la rutina de despertarse solo en las mañanas. Tal vez por eso sentía los pies hinchados y las ojeras, porque no logró dormir nada con otro cuerpo a su lado. Eso de dormir, confesaba entre copas a sus amigos: «Es un placer tan íntimo, tan solitario». La noche pasada lo habían hecho mirándose al espejo, pero esta mañana al verla, descubrió que su piel estaba llena de manchas amarillas. Intentó despertarla: «oye, tú…» —no recordaba el nombre—, «oye tú… bájate de mi cama ya».
Su casa estaba llena de espejos, espejos heredados de los abuelos, espejos con decoraciones egipcias y griegas, espejos con marcos dorados, espejos de mano, de esos que se llevan en los bolsillos, espejos de corredor, espejos de pasillo, espejos de techo. Le encantaba limpiarlos, le encantaba el reflejo que hacían con la luz por la noche, confirmar asombrado que no había pasado el tiempo por su piel. «La piel tiene memoria», decía su abuela.
Él pensaba firmemente que eso era un asunto de las mujeres, el amor, el desamor, parir, llorar, ver morir a los hijos, tener contento al esposo, ¿cómo su piel no iba a tener memoria? Pero la de los hombres no; por lo menos él nunca recordaba una sensación física, nunca podía sentir lo que sintió en un beso o cuando tocó la noche pasada una gaseosa fría.
Las sensaciones físicas no se recuerdan y en su piel no pasaba el tiempo, así lo confirmaban los cincuenta espejos que estaban en su casa. Su abuela también le pedía que cuando ella muriera, corriera a tapar todos los espejos porque ahí se queda atrapada el alma. Alguna vez la vio hablando con uno de ellos, pensó que eso era un asunto normal, de mujeres, pero no, él mismo descubría día a día el placer de hablar frente al espejo.
Pero… volvamos a la mujer, volvamos a aquella mañana. Él se tenía que ir y siguió con su rutina, se levantó, se miró en el espejo de su cuarto, fue al baño, luego a la cocina y diez espejos de lado a lado lo acompañaban en su paso por el corredor, a veces intentaba ignorarlos, pero siempre, al llegar al final del pasillo, daba un vistazo a su pelo. Llegaba a la cocina y un espejo en el techo, que según su decorador ampliaba los espacios, le daba los buenos días. Mientras hacia el desayuno y esperaba que la mujer no bajara, miraba al techo y se veía desde otra perspectiva. Eso le encantaba: los juegos con las imágenes, ver su perfil, su cabeza, su torso desde arriba. Pensaba a veces que detrás del espejo del techo había un mundo invertido, un mundo en el que sus habitantes podían ver todas las cosas menos sus rostros. Alguna vez intentó vivir con alguien que pensaba exactamente igual sobre el espejo del techo, pero no funcionó.
Ella terminó quebrando la mitad de la herencia familiar, rompió el espejo con marco del siglo XIX y no le importó prestar para sus sesiones de fotos los espejos más caros y romperlos si el fotógrafo le pedía que los rompiera. «Todo por la imagen», decía ella. Él pensó que iba a funcionar, las modelos aman sus rostros y sus cuerpos, no le temen a su desnudez, los espejos no la atemorizarían, antes bien, fortalecerían esa relación de piel y de imágenes. Pero no fue así, porque si no, no estaría en su pieza la mujer de piel desteñida.
Cada espejo tenía una historia, sin embargo su imagen no cambiaba en ellos, cuando salía de su casa prefería no mirarse. Una vez se encontró con una imagen tan desagradable en un baño público del centro, que decidió nunca más mirarse en otros espejos. Le parecía el colmo que la municipalidad pública no limpiara los espejos, los dejara quebrados, con manchas, distorsionando la imagen de la gente. Con razón la gente hablaba así, caminaba así, sin mirar a los ojos: se avergonzaban. La imagen que se veía en los espejos públicos era una farsa, todo un montaje del estado. Para él no había mayor placer que llegar a su casa y ver su imagen nítida.
Volviendo a la chica, la que decidió quedarse dormida en la casa inundada de espejos, desde ese día no la volvió a ver. Él salió a la calle y le dejó una nota: «Espero no volver a verte en el espejo de mi habitación». Creía que con eso era suficiente para dejarle claro que no le gustaba su imagen y que fue un absoluto atrevimiento que se quedara dormida en su pieza. Otra vez en su casa, recordaba las imágenes proyectadas en cada espejo, el pelo rubio de la una, las caderas de la otra, los senos grandes y firmes de la número treinta. Todas eran perfectas, por lo menos en sus espejos.
Mirando las fotos de su abuela veía los cambios, las arrugas, las marcas, de ser un rostro expresivo, pasaba a unos ojos hundidos y unas mejillas caídas. Su pelo no tenía ni una pista del color café natural, ahora era todo blanco. Hacía mucho no se tomaba una foto, pensaba. Tenía la impresión de que al igual que los espejos públicos, las fotos no daban la imagen real de las personas, era una imagen figurada, un momento de espontaneidad falso, tener un flash en frente y un idiota diciendo: «sonríe y córrete». Eso ya quitaba cualquier momento de espontaneidad. Cada vez que veía la última foto de la abuela, cuando ya tenía 83 años, se miraba en el espejo de la sala. Las luces del televisor hacían que su imagen se viera iluminada, en penumbra, en semipenumbra y luego oscuridad. Se levantó, se desnudó, decidió prender todas las luces, recorrió los cincuenta espejos de la casa, se tocaba el rostro, se volteaba y confirmaba que a pesar de sentirse cansado, de tener los pies hinchados y la sensación de unas ojeras más verdes que moradas su imagen seguía intacta, como en el momento en que cumplió los 31.
Han pasado 10 años, es imposible que su piel, a diferencia de la de la abuela no tenga memoria. Mañana saldría a la calle y se tomaría una fotografía. No sea que sin darse cuenta, su rostro se haya ido por la rendija del lavamanos en todos estos años o que tal vez esté viviendo del otro lado de los espejos.
__________________
* Laura Quiceno Soto es politóloga de la Universidad Nacional de Colombia. Actualmente labora en la Secretaría de Cultura Ciudadana de la Alcaldía de Medellín.