CINCUENTA PASOS
Por Jessica L. Umansky*
Taro Saga visitaba, cada primavera la ciudad imperial como si fuera un ciclo que, como las estaciones, se repetía desde sus trece años. La familia Saga había nacido con una sola misión: la de ofrecer al emperador, cada primavera, un haiku que delinearía cada año del imperio. Para esto, el primogénito varón de cada dözoku, a quien se le atribuía esta función por decreto del emperador, debía recorrer el mundo observándolo, y volver justo un año después de su salida de la ciudad imperial. Contaba con exactamente trescientos sesenta y cinco días para encontrar el haiku y retornar frente al emperador. Debía ser muy preciso en el control del tiempo y de los pasos, porque el no cumplimiento de esta premisa, significaba indefectiblemente dejar su lugar a quien lo seguía en la línea de sucesión. Cada viaje era un nuevo desafío para encontrar aquel poema que le fuera realmente útil al emperador.
Taro había cumplido al pie de la letra, durante cincuenta años, con la misión que se le había encomendado. Recorría templos, ciudades y bibliotecas buscando los poemas. Jamás, en todo ese tiempo que había servido al emperador, había llegado tarde a la cita. Pero tres primaveras antes de su muerte, supo que aquellas serían las últimas veces que visitaría al emperador, y estos encuentros no podrían ser en vano. Sabía que debería dejarle los mejores haikus que encontrara pues pasarían algunos años hasta que su sucesor lograra entrenarse en estas artes, y mientras eso ocurriera el emperador sabía que debería cultivar su paciencia.
La antepenúltima de las visitas transcurrió al regreso de los diecisiete mil pasos que había dado Taro hacía exactamente un año. Igual que siempre, el emperador lo esperaba vestido con sus mejores ropas, sentado en su trono, luego de haber pasado el día preparándose para recibir las palabras que el aedo traía. Taro entró en el salón, erguido, y portando aquel poderoso tesoro en su mente clara y precisa. Con la voz del poeta sabio, recitó, al oído de todos las siguientes palabras:
«Admirable
aquel que ante el relámpago
no dice: la vida huye»
Se produjo un enorme silencio. Tan enorme como aquellos versos. Taro permaneció de pie, exhausto, esperando la señal. Le pareció una eternidad, pero notó que aquel niño a quién había servido los últimos años, se había convertido en un verdadero hombre de bien. Entonces se alivió al saber que había elegido el haiku exacto, aquel que encerraba en sus diecisiete sílabas, la síntesis de lo que no es efímero.
El emperador se puso de pie, y junto con él toda su comitiva; ordenó que alimentaran y vistieran a Taro y se retiró del recinto, perdiéndose en los pasillos del palacio. Cuando finalmente se encontró solo en sus aposentos, repitió aquel haiku y decidió que nunca más volvería a ordenar nada que no se instituyese como ley. Todas sus palabras, deberían permanecer, al igual que la luz del relámpago, que aparenta apagarse pero que le sirve al caminante para reconocer el rumbo.
Mientras tanto, Taro se preparaba para emprender su anteúltimo viaje. Se alimentó, se vistió y comenzó a contar nuevamente sus pasos, como lo había hecho los últimos cincuenta años. Al cabo de un año, regresó y trajo el siguiente poema:
«La vieja mano
sigue trazando versos
para el recuerdo»
Otra vez, Taro reconoció aquel silencio, y se sintió aliviado porque vio, en los ojos del emperador que había comprendido su mensaje, y que eran las palabras exactas que le daban al gobernante, el aviso de que aquellas visitas se estaban acabando.
En la soledad de su habitación, el monarca, comenzó a llorar la muerte del poeta, y a valorar con cada lágrima a los que son capaces de guardar y respetar las tradiciones. En el año que siguió, a la espera de Taro, todo el reino se abocó a los funerales. Fueron programados personalmente bajo la mirada del emperador y cuando Taro llegó, justo un año después, y habiendo recorrido sus últimos veinte mil pasos, todo estaba listo.
Taro Saga traía el último hálito de sus versos. Entró a la ciudad imperial portando cincuenta años de travesías para conseguir palabras. Caminó lentamente hacia el salón del trono y se tomó su tiempo para guardar en sus ojos eso que había sido la razón de su vida. Caminó firmemente los cincuenta últimos pasos que lo separaban de su rey, y lo hizo afirmando cada pisada y recitando para sus adentros cada haiku que le había regalado al monarca en los últimos cincuenta años. Se asombró al darse cuenta de que recordaba cada palabra, cada pausa, cada universo que había traído desde algún lugar y que resumía en diecisiete sílabas cada año ante la mirada del emperador.
Se paró frente a él, y con las últimas fuerzas que le quedaban para sostener su humanidad, recitó:
«Este camino
nadie ya lo recorre,
salvo el crepúsculo»
Pero esta vez no hubo silencio. Sin perder tiempo y con la certeza de que Taro Saga se moría, el emperador corrió hacia él y gritó, para que todo el imperio oyera:
«Hecho de aire
entre pinos y rocas
brota el poema».
Taro se desplomó en brazos del monarca y supo que en aquel imperio jamás anochecería. Su rey había sintetizado en diecisiete sílabas la esencia más clara de la Naturaleza, aquella que dice que cada ciclo que culmina, da comienzo indefectiblemente a otro. Podía morir en paz.
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* Jessica L. Umansky nació en Buenos Aires, Argentina en 1971. Es Profesora de Lengua, Literatura y Latín y ejerce la docencia en Escuelas de Nivel Secundario desde hace 20 años. Se siente cómoda en el «cuento». Este texto ganó el Primer Premio en el Concurso Nacional de Cuentos de la Ciudad de Chivilcoy, Prov. de Buenos Aires, en el 2008.
Un cuento sobre la vida y sus metáforas. Bello!
…y lindo final:
«Hecho de aire
entre pinos y rocas
brota el poema».