DESDE EL INFIERNO COTIDIANO 2
Por Juan Camilo Herrera Castro*
Tres.
Batman y yo somos muy distintos. Mientras que él es un yuppie misógino, yo he dedicado todos mis esfuerzos y escasos recursos a proteger las mujeres de esta ciudad. La diferencia está en las motivaciones, en todo aquello que nos llevó a querer corregir la injusticia hacer de este mundo un lugar mejor. Batman es un huérfano millonario motivado por la venganza. Yo soy un tipo cualquiera, tratando de darle orden a este universo salvaje y vivo con mi madre y mi abuela en un apartamento en el centro de la ciudad.
No soy ostentoso. Prefiero mantener el perfil bajo y por eso mi disfraz es solo una gabardina, un par de guantes negros de cuero y un pasamontañas. Eso sí, soy consciente de mi misión y por eso no escatimo en gastos cuando se trata de artilugios: Una pistola que dispara dardos cargados de tranquilizante, varios pares de esposas, cuchillos para distintas funciones (Un cuchillo grande de chef, un fileteador, un cuchillo de sierra, una hachuela para carne y varias hojillas desechables de acero quirúrgico). Las bombas de humo son de confección casera: Sal de nitro, azúcar y carbón pulverizado finamente en un tamiz. Solía cargar conmigo una pequeña máquina de humo operada a pilas, pero era poco práctica y se calentaba demasiado. Nunca pude explicarle al médico cómo me quemé los costados. Traté de llevarla al lado derecho, luego al izquierdo. Luego me di por vencido.
Nunca me interesó Batman cuando era niño. Estaba demasiado ocupado en otras cosas como para leer cómics. Adam West me parecía un poco maricón y tenía panza. Los cómics de los setentas eran como ver una pecera llena de mierda moviéndose. Todo era marrón, cetrino, lento, amorfo. Las películas de Tim Burton no estaban mal, pero no soportaba a Michael Keaton y su gesto constante de andar soplando velas. Kim Bassinger estaba bien.
Hace un par de años concluí que podría hacer un mejor trabajo que Batman. Esta ciudad olvidada de la mano de Dios necesitaba su propio justiciero enmascarado, alguien que infundiera temor en el corazón de los criminales.
Los periódicos insisten en llamarme por varios nombres. Mi identidad secreta… mi alter ego… mi… YO SOY Lex Talion, el justiciero nocturno. Existo como existen las leyendas urbanas, existo en el aire tenso que transporta los rumores, existo en el miedo que ha sacudido estas calles. Nadie sabe quién soy ni de dónde vengo ni por qué hago lo que hago. Soy Lex Talion, el guardian al acecho y me molesta que nadie entienda que mi misión es más grande que yo, que solo soy una herramienta del Orden.
Hace poco encontraron a una prostituta vieja flotando en un caño. Su cara parecía una pizza y las facciones eran irreconocibles. En el periódico aparece un reporte de Medicina Legal, en el que los médicos acusan señales de violación. Unos días antes, una profesora de ciencias naturales en un colegio fue encontrada en su carro. Sus dedos fueron cercenados e introducidos dentro de sus orificios. De nuevo, otro reporte de violación.
Ya ni siquiera me sorprende. Todo el mundo está enfermo, todo está corrupto. No digo que sea necesario convivir en perfecta armonía con nuestros prójimos, pero… ¿es mucho pedir que la gente se guarde sus enfermedades mentales para sí mismos?
El mensaje es claro: Lex Talion es más violento que los más violentos. No puedo dormir. Sus caras, su terror, el olor a miedo y a esfínteres flojos, el sonido de la carne cuando sus fibras se separan… ese sonido húmedo… Dios…
Soy el vehículo del Orden. Solo cumplo con mi deber. He hecho cosas terribles y ya ni siquiera tengo la calma ilusoria del día a día. He renunciado a mi trabajo diurno, a mi fe, a mi vida… pero el mensaje es claro: el miedo siempre anuncia un nuevo orden.
Quizá en el fondo estoy tan enfermo como ellos.
No sé cómo explicar que, para mí, este sueño recurrente es una pesadilla. He hablado con algunos amigos sobre esto, pero la respuesta siempre es la misma: una sonrisita maricona que no quiere decir nada más que “viejo, necesitas bajarle al estrés”.
Me rehúso a creer que mi juicio se está echando a perder por el tumor que está creciendo en mi cabeza. Los doctores siguen insistiendo en que estoy bien, que se trata solo de un quiste benigno y que ni siquiera necesita ser operado. Muy bien, respetadísimos doctores, muy bien: cuando el tumor haya crecido lo suficiente para ocupar el espacio que antes yo ocupaba y no quede más que una cáscara vacía habitada por el cáncer va a ser demasiado tarde. Igual, estaré esperando sus disculpas. No las podré leer (se entiende que voy a estar muerto), pero me gustaría creer que ese pequeño trámite burocrático es una buena patada en el culo para sus estudiadísimos egos.
Puedo sentir cómo el vino agrio de ese tumor se esparce por mi cerebro y lo inunda de pesadillas. Todas las noches es lo mismo:
Estoy en un cuarto, algo así como un camerino, repasando unas notas que, cuando despierto, nunca logro recordar. Alguien golpea la puerta. Toc, toc, toc. “Faltan dos minutos. Es hora de ir saliendo”.
Me llamo Daniel Horowitz. Tengo 48 años y, hasta hace un tiempo, Me dedicaba a la publicidad y a ver películas de Buster Keaton en mis escasos momentos de ocio. Creo que la gente hablaba menos antes y, a pesar de las guerras, era un poco más feliz (si lo sabré bien… mi madre no se cansa de recordarme las historias de mis abuelos en Treblinka cuando claramente ellos ya vivían en Argentina, varios años antes del Holocausto…).
Ahora doy lástima. No es una carrera especialmente prometedora, pero es lo único que me permite comer en este estado. Mi hija se siente demasiado culpable, como buena sicóloga, y por eso me permite quedarme en su apartamento. Sus hijos, mis nietos, me aceptan como parte de los muebles.
“Falta un minuto. Buena suerte”. Camino a través de un corredor estrecho donde apenas se divisa una luz.
Llego al podio tras andar por lo que sentí como treinta y cinco años. No distingo las siluetas, pero veo los flashes chocar contra el aire y destrozarse en segundos como pequeñas colisiones automovilísticas. Alguien me ayuda a subir. El micrófono chilla y comienzo a hablar:
“Señoras y señores: No puedo acabar de agradecer la oportunidad que me brindan. Los rumores de la prensa y la irresponsabilidad de quienes estaban a cargo de mi imagen han agrandado lo que, para mí, es una campaña tan sencilla como honesta. En ningún momento he querido ofender susceptibilidades. Está claro que nunca lograremos contar con el apoyo de las distintas facciones fundamentalistas, empecinadas en creer lo que se ha promulgado por siglos. ¿En qué nos ha beneficiado este apego irracional a las tradiciones?” Nadie habla. Solo se escucha el zumbido de algunas cámaras digitales y algunas personas tomando nota.
“No es mi intención crear una nueva teología. La que tenemos funciona bastante bien. No es mi intención convencer a nadie de que yo, Daniel Horowitz, soy el Dios de quién sabe qué oscura secta. Soy el gerente de una agencia de mercadeo, un tipo de origen judío que vive medianamente bien. No me interesa presumir de linajes que no tengo ni de poderes con los que todos soñamos. Mi campaña es otra.
No soy Dios, pero quiero serlo.”
¿Lo mío es un problema de megalomanía? Le pido que me mire dos segundos. Parezco algo sacado, si no de un bosque, de la calle más miserable de Calcuta. Me doy demasiado asco como para alimentar fantasías mesiánicas.
Nadie dice nada. Me siento increíblemente estúpido, pero no puedo parar de hablar:
“Han creído en idioteces toda la vida. Fábulas que solo han causado guerras, hegemonías malsanas. ¿Por qué no creer en mí? Sé que hablando no vamos a llegar a un consenso, por lo que propongo un referendo. Son útiles para tomar decisiones que pueden llegar a ser un poco arbitrarias.
No soy Dios, pero sé que con su apoyo puedo llegar a serlo. Creímos en la Era Espacial y ahora los satélites nos quitan la luz del sol. No sé por dónde empezar ni qué hacer, pero sé que puedo hacer un mejor trabajo que una figura imaginaria.” Se escuchan unos cuantos aplausos tímidos y me alejo del podio para caminar otros treinta y cinco años hasta el día de mi Bar Mitzvá. Despierto sudando frío, con un sabor a sacrilegio y a saliva seca en la boca. Mi hija, desde que vivo acá, no tiene ningún licor en la casa, así que voy al baño y bebo de una botella de jarabe para la tos. Sabe horrible pero, al menos, me calma un poco.
Es ese maldito tumor, es el susurro nocturno del cáncer que repite ese guión una y otra vez. Hay noches en las que, por un segundo, creo ver los resultados del referendo. Nunca recuerdo si la idea pasó a una segunda vuelta.
A veces creo que tengo una oportunidad y eso es lo que me duele.
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* Juan Camilo Herrera Castro, víctima de un síndrome incurable que lo hace ser bogotano, nació un 15 de noviembre de 1981. Tras años de éxitos y fracasos tan académicos como profesionales, ha dedicado su vida a construir puentes para que sus recuerdos visiten el presente de vez en cuando. Tristemente, solo quedan los planos. Afortunadamente, los planos parecen cuentos.