DETENERSE
Por Catalina Franco Restrepo*
Aparte de la muerte, la vida se detiene solo cuando asumimos que lo ha hecho. Tantas veces, solo porque creemos equivocadamente que en la quietud no se avanza. Hace cerca de cuatro años tomé un tren nocturno en Kalambaka, en el norte de Grecia, para regresar a Atenas. Se suponía que el recorrido duraría algo más de cinco horas —igual que el trayecto para llegar allí unos días atrás— y que estaríamos en nuestro destino a tiempo para darnos un baño y, sin prácticamente dormir, tomar un ferri hacia una de esas islas griegas paradisíacas con las que soñábamos.
Adoro los trenes, una emoción única me recorre el cuerpo cuando me monto a un vagón sabiendo que pasaré las próximas horas cruzando paisajes desconocidos que veré correr por la ventana, hasta que alguno se hace más lento y me abre la puerta. Esa vez era un tren nocturno y no vería nada, pero iba llena de imágenes de los preciosos monasterios en las cimas de aquellas rocas enormes e impresionantes de Meteora, llena de la emoción que jamás deja de producirme un tren. Venía cansada después de un par de días de caminatas y escaladas bajo ese sol inclemente del verano griego.
Dejamos entonces Kalambaka, con la nostalgia que me invade sin falta cuando me voy de un lugar al que casi puedo asegurar que jamás regresaré. Independientemente del medio de transporte, lo dejo despacio, siempre pegada a la ventana, en un silencio que casi me corta la respiración, despidiéndome cuidadosamente de esos cuadros que me rasgan porque corren a pesar de seguir agarrados a mí.
No sé a qué horas de la noche, en medio de la oscuridad absoluta y sin tener idea de dónde estábamos, el tren se detuvo. Transcurrieron unos minutos y entonces pasó lo que sucede en esos momentos: el cuchicheo de la gente, risitas, preguntas en idiomas que no entendíamos. Especulamos y nos reímos también. Para mí ese tipo de situaciones inesperadas en viajes a sitios lejanos son siempre una aventura.
Se empezó a alargar la parada. A nuestro alrededor se oía mucho griego y fallamos al intentar comunicarnos con algunas de esas personas en inglés. Empezamos a preguntarnos un poco más en serio qué pasaba. Logramos entender el comentario de alguien que dijo que un rebaño de ovejas había cruzado las vías del tren y que probablemente había ocurrido un accidente. Esa idea se me atravesó en el pecho y se convirtió en, además de tristeza, algo de angustia. ¿Por qué no anunciaban nada a los pasajeros si estábamos detenidos de noche en la mitad de la nada?
Pasado un rato, el tren arrancó. Se oyeron entonces murmullos y risas un poco más fuertes: la gente que, aliviada, se desahoga siempre de forma similar. Yo seguía pensando en las ovejas, deseando con todas mis fuerzas que esa no hubiera sido la razón. A los pocos minutos el tren volvió a detenerse. Pasó una hora. Ahora sí hubo anuncios, solo en griego, a través de los parlantes. Ya la gente hablaba duro, el silencio estaba solo afuera, en la oscuridad.
Casi rogando, logramos que una persona nos explicara sin claridad ni razones que el tren estaría allí parado indefinidamente. Al parecer —solo al parecer, porque ni entendíamos ni nadie parecía saber— había un daño. Respiré aliviada por las ovejas, pero pensé en el ferri que teníamos que tomar temprano (y en el cansancio descomunal), aunque una pizca de emoción me estalló por dentro: la aventura crecía, lo de estar detenidos era solo aparente. «La belleza sigue ahí, aunque es la belleza camuflada de quien se halla en el sitio que le corresponde», dice David George Haskell en En un metro de bosque.
Sumergidos en la situación, sin nada que pudiéramos hacer, pensamos en el hambre. Hacía rato nos habíamos comido cualquier cosa que lleváramos encima. Revisé la señal de mi móvil y entré en Google Maps. No reconocía nada alrededor pero recuerdo la impresión que sentí al ver que estábamos junto a un campo de refugiados. Aunque lejano a mi experiencia (en la vida, mas no en la lectura), el dolor de los refugiados me rasga por dentro. Quiero entenderlo, acercarlo a otros a través de las letras. Siento que falta tanta empatía, tanta compasión. «Algunos dicen que todo está escrito y que no se puede cambiar nada. Yo quiero cambiarlo todo», decía un niño llamado Momo en la película La vida ante sí. Por eso desde hace años pienso en lo valioso que sería pasar un tiempo en uno de estos campos, a ver si me sale algo del fondo del alma.
Hace poco, en la introducción del documental Earth at night (La Tierra de noche) de Apple TV, explicaban que esas imágenes eran una revelación, pues la nueva tecnología de cámaras de baja luminosidad permitía ver la noche en colores por primera vez y descubrir los detalles de cómo vivían y se relacionaban los animales durante esas horas hasta ahora prohibidas para nuestros ojos. Me impresionó pensar en la idea de que ignoramos tantísimas cosas solo porque no las vemos…
Así que allí estaba yo, detenida en un tren a media noche sin ver ni entender nada junto a un campo de refugiados en Grecia. Dejé de pensar en el ferri y en el cansancio y le propuse a mi pareja bajarnos a buscar comida —no sin miedo y sí con la esperanza de ver algo que me abriera alguna puerta. El problema era que no teníamos idea —y no había nadie que nos respondiera— de cuánto tiempo estaría el tren allí.
Aun así, insistí. Nos bajamos muertos de risa —y de emoción— y salimos corriendo por una callecita estrecha hasta ver una esquina en la que había luz. Preguntamos si era posible obtener comida muy rápido y dijeron que sí. La espera se hizo interminable por la rareza con la que nos miraba la gente, por no saber si estaba arrancando el tren y por el hambre. Nos entregaron dos kebabs calientes, media botella de vino y dos paletas de chocolate. De lo mejor que me he comido en mi vida.
Metimos todo en una bolsa, dimos las gracias como dos locos y salimos corriendo a lo que nos dio el cuerpo. Llegamos al tren a disfrutar del manjar y dejamos que pasaran las horas en calma, maravillosamente detenidos, con todo moviéndose por dentro. Qué tal que hubiéramos pasado esas horas dormidos y hoy no las recordáramos.
No hay que olvidar que cuando parece que la vida no corre, tal vez solo se ha intensificado y, en cámara lenta, nos ha permitido sentir eso: la vida sin más. No hay que pensar que el último año no se ha vivido ni invocar desesperadamente normalidades extraviadas, costumbres que adormilaban ese fondo de la vida, borrando días entre alarmas de celular. La vida no se detiene mientras se piensa y se siente, mientras es posible contemplar nubes que viajan por el cielo y árboles que extienden sus ramas buscando el sol, recortando minutos, muriendo un poco, que no es sino seguir viviendo.
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* Catalina Franco Restrepo es periodista, internacionalista y bloguera (tiene los blogs OjosdelAlma y Cartas a la humanidad, y un canal de viajes en YouTube), y es la autora de la novela distópica El valle de nadie (Amazon, 2018). Nació en Medellín, Colombia, en 1984 y ha vivido en Montreal, Atlanta y Madrid, en donde estudió un máster en Relaciones Internacionales y Comunicación en la Universidad Complutense. Ha trabajado en medios como CNN y W Radio Colombia, y asesora a empresas en comunicaciones estratégicas, reputación y storytelling. Es una viajera y lectora apasionada que ha recorrido cerca de 50 países que se han convertido en su gran inspiración para contar historias. Es una soñadora, apasionada por la naturaleza y los animales, que le impiden perder la esperanza.