Periodismo Cronopio

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DON LEO Y SU VERSALLES: GASTRONOMÍA Y CULTURA

Por Johan Sebastián Franco Pineda*

A la memoria de Leonardo Nieto, «Don Leo»
(Buenos Aires, 1926 – Medellín, 2020)

En sus 53 años el Versalles encierra tanta historia como cualquier otro sitio emblemático de la ciudad. Ubicado en pleno centro de Medellín, Versalles es varias cosas a la vez: restaurante, salón de té, café y repostería, pero también lugar de encuentro para la cultura, la música, el deporte, la familia, la amistad. Su presencia resalta en el Pasaje Junín. La edificación, compuesta por dos pisos, parece como una cajita de madera, las columnas, las mesas, el contorno del techo y un inmenso zócalo de este material así lo hacen parecer. Su fachada anuncia, en la parte superior, el nombre del lugar en letras blancas sobre un fondo azul, con una frase que recuerda sus 50 años de tradición. Adentro, parece que el tiempo hubiese quedado allí detenido en las mesas, objetos y estantes que adornan el lugar, es como si uno se transportara a los años 60 o 70. Foráneos y conocidos pueden escoger entre dos ambientes: agitación en el primer piso o tranquilidad en el segundo, «en el primero, hay más movimiento y soltura. En el segundo se nota la calidez y la tranquilidad, propia de los espacios caseros como la sala o el estar» [1].

En el primer piso, cerca de la entrada al salón, tres mujeres debidamente uniformadas ofrecen en vitrinas los productos de panadería, pastelería y repostería. Al frente, en una pequeña barra de madera que cuenta con algunas sillas, los clientes con más premura degustan postres y pasteles con leche o gaseosa. Más adelante, se encuentran organizadas en tres filas 24 mesas para atender a los clientes que desean disfrutar su estancia con más sosiego. Al segundo piso se accede por dos baterías de escalas de madera dispuestas a lado y lado. Posee 35 mesas ubicadas en tres filas de la misma forma que en la primera planta. También están las oficinas donde se llevan las cuentas y los asuntos administrativos. Las mesas del lugar, fabricadas con cedro rojo y roble, están allí desde el 15 de agosto de 1961, fecha de su inauguración. Sólo hace 15 años fueron remodeladas en su parte superior con una cerámica blanca sobre la cual se destacan diferentes grabados. Algunas cuentan con cuatro sillas, otras con dos. Otras, ubicadas en el costado derecho, tanto en el primer piso como en el segundo, cuentan con dos poltronas de espaldar fijo ubicadas a lado y lado de cada mesa.

Gastronomía, música, literatura, pensamiento, política, arte, cultura, tertulias, deporte y buen gusto, se han conjugado en el Versalles desde que su fundador, don Leonardo Nieto, dio vida a este lugar ubicado en el Pasaje Junín entre la Avenida La Playa y la Calle Caracas. Don Leo —como se le conoce cariñosamente— nació en Vedia, un pequeño pueblo argentino de la Provincia de Buenos Aires, pero a sus 14 años se trasladó a la ciudad capital.

—Mi historia es la del provinciano que tiene que llegar a la ciudad para hacer lo que se le ocurra, para seguir estudiando o para conseguir un empleo —comenta don Leo.

Pero Buenos Aires no fue la ciudad donde decidió quedarse. Llegó a Medellín a sus 35 años en un viaje de turismo, motivado por conocer la ciudad en la que trágicamente había muerto su ídolo y compatriota, Carlos Gardel. Pero se impresionó al no encontrar ningún busto, placa o monumento del artista, por lo que habló con algunos periodistas y compañeros de Sonolux para hacerle el reconocimiento merecido, empresa que retardó su estancia en Medellín, lo cual le sirvió para enamorarse de su topografía, de su gente, para sentir la afinidad y la comodidad para idear su negocio y continuar en la capital antioqueña con la carrera gastronómica que había iniciado en Buenos Aires 13 años atrás.

Le compró al Banco Popular un local en el centro que había sido rematado porque sus antiguos dueños, una pareja de españoles que intentó infructuosamente durante dos años establecer allí un salón de té y repostería, no tuvieron más remedio que regresar a su país y dejarle sus sueños al banco. Don Leo hizo honor a los antiguos propietarios, conservó para su nuevo salón la tradición del té, la repostería y su nombre, Versalles.

Uno de los meseros con más experiencia y tiempo de servicio es Evelio Marín. Ingresó al lugar con tan sólo 17 años, ahora tiene 56, la misma edad de Fabián Ramírez, otro de los meseros. Ambos esperan alcanzar su jubilación en los próximos cuatro años. De lunes a sábado, Evelio atiende a los clientes del Versalles con una sagrada rutina que empieza en las mañanas y termina en las noches. El domingo, su día de descanso, aprovecha para ayudar en las actividades de su parroquia y visitar a los enfermos de la comuna 13.

—¿Cuantos años llevas acá? —pregunta Don Leo a Evelio.

—Treinta y ocho, don Leo —responde Evelio.

—¿Cuál es el secreto de que se amañen por tanto tiempo? —Les pregunto.

—¡Aquí pueden robar y nadie dice nada! —responde don Leo.

—¡No se puede pensar! —increpa Evelio. (Risas).

—¡Son divinos, son divinos! —concluye Don Leo.

Evelio atiende junto a sus compañeros a los clientes que visitan el lugar con una sincronía y agilidad logradas gracias a los años de servicio. Llevan uniformes impecables con camisas blancas de manga corta y pantalones de lino negro, que combinan con sus bien lustrados zapatos de charol. Sobre sus camisas llevan un camisón enteramente blanco con algunos bordes azules en su cuello y sus mangas, en cuyo costado una pequeña barra dorada informa su respectivo nombre. En ocasiones una sola mesa es atendida hasta por dos meseros, mientras Evelio acomoda milimétricamente los cubiertos y el pan francés acompañado de un trozo de mantequilla. Fernando Sánchez —quien ajusta ya 41 años de servicio y reparte sus labores entre la atención a las mesas y la administración de la caja— lo acompaña con el plato de sopa caliente con papas criollas y pastas que el cliente espera con avidez. Saben compenetrarse con sus clientes, frecuentes intercambios de sonrisas y algunas charlas esporádicas así lo demuestran.

Versalles cuenta con 50 empleados y casi la mitad de ellos, hombres y mujeres vestidos con prendas blancas y cabellos cubiertos con una especie de almohadilla sobre la cual llevan un gorro blanco y hondeado, preparan en la cocina desayunos, empanadas argentinas, chilenas, sándwiches, pizzas, panes, pasteles, postres, tortas, sopas, cremas, pastas, arroces, pescados, mariscos, carnes, vinos, aperitivos, jugos, cafés, toda una variedad de productos para que el cliente pueda escoger entre lo que más le apetezca. La cocina, en forma de L, ocupa casi la mitad de la primera planta y se encuentra dividida por secciones en las que se cumple una labor diferente. Con el paso del tiempo, la sazón del Versalles se ha ido fusionando entre lo argentino y lo colombiano. Los platos argentinos como la empanada, el churrasco y la punta de anca son las especialidades del lugar, pero también se ofrece puré de papas o consomé de menudencias. Edilberto Arenas —administrador del Versalles con 41 años de servicio— cuenta que «fue el primer negocio de este tipo en Medellín en vender pizzas y gaseosas y servir una crema de espinaca, típica del país del sur».

El periodista Guillermo Zuluaga cuenta en el libro que escribió para los 50 años del Versalles, que para la preparación de dichos alimentos se compran en promedio semanalmente «cien kilogramos de solomito, 120 de carne para moler, 180 de pechuga, 160 kilogramos de pescado, 40 de camarones, 1650 de harina, 25 de levadura, 13 de sal, 250 de azúcar, 70 de café, 1236 litros de leche líquida, 70 kilogramos de leche en polvo, 5000 huevos» y otros muchos kilogramos más de carnes frías, guayabas, cebollas, papas, tomates, zanahorias, guineos… [2]

No sólo es la calidad de los alimentos y la pulcritud para ofrecerlos lo que atrae allí a los visitantes del centro, hay algo más en el lugar, etéreo, que invita a quedarse allí, así los alimentos y bebidas se hayan consumido hace rato. Clientes y empleados concuerdan en un ambiente de familiaridad que hace que el tiempo se detenga y las charlas se alarguen. El diálogo y las tertulias marcan la dinámica. Ya sea que los comensales sólo compartan un café acompañado de un buñuelo, un pandebono o una empanada argentina, ya sea que se antojen de comidas más preparadas como las milanesas, los churrascos o los baby beef, el ambiente es propicio para charlar y departir sin sentir la premura del tiempo.

Allí confluyen todo tipo de personas que visitan el centro con los más diversos intereses: empleados de las oficinas bancarias, empresariales y judiciales que se apostan en el centro, visitantes del centro, abogados, profesores, periodistas, comisionistas, tramitadores, compradores, vendedores, estudiantes, gays, escritores, sacerdotes, artistas, vagos, filósofos, pseudointelectuales… No faltan tampoco aquellos personajes que conservan todavía la costumbre de vestirse bien para visitar el salón en la tarde, hombres de edad avanzada que con sus trajes de lino engalanan su presencia en el Versalles, donde toman un té o un café acompañado de un pastel hojaldrado y una acostumbrada tertulia. Sus vestidos, sus rituales, sus comportamientos, dejan ver tras de sí la historia de esa Medellín de antes, sosegada, ritualista y amante de la cultura.

Y es que Versalles es de rituales. Grupos de amigos y ex–compañeros de trabajo, mantienen por años la tradición de encontrarse allí, ya sea para almorzar, ya para tomar el algo [3], pero siempre para charlar, recordar viejas experiencias y debatir sobre temas de actualidad. Son amigos de toda la vida que no pierden la costumbre de visitar el centro para ocuparse de sus asuntos personales, sean médicos, judiciales, notariales o financieros. Unos hablan de violaciones al Código Administrativo, otros de la precariedad del sistema de salud, otros del desfile de autos antiguos y los últimos piden la cuenta escribiendo en el aire con sus lapiceros imaginarios.

El salón abre al público todos los días entre las siete de la mañana y cierra a las nueve de la noche. Pero hubo otra época en que se cerraba a media noche. Aquella en que La Playa no era una avenida sino un Paseo colmado de artistas, dramaturgos y bohemios, en la que el centro contaba con magníficos teatros que desbordaban la vida artística de la ciudad: el Maria Victoria, El Cid, el Junín, el Pablo Tobón Uribe, el Lido. Y el Versalles recibía a todas aquellas personas amantes del teatro y la ópera, que luego de su jornada cultural decidían terminar sus tertulias disfrutando de un café, un jugo, un postre o un pastel, acompañados de conocidos actores como Santiago García, Julio César Luna, Ramiro Tejada, Jairo Aníbal Niño, Yolanda García. Años más tarde los teatros serían reemplazados por modernas edificaciones, el espíritu cultural de la ciudad decaería o se iría desvaneciendo en las salas de cine de los centros comerciales y la dinámica nocturna del centro se transformaría hasta el punto de que muchos sectores están dominados actualmente por las plazas de vicio, la drogadicción y la inseguridad que azota a las ciudades colombianas.

Si hay algo que ha marcado la historia del Versalles, es que de su gastronomía y su ambiente acogedor han disfrutado políticos, artistas, músicos, escritores, poetas, periodistas, académicos, pensadores y deportistas, quienes no sólo han impactado en la dinámica medellinense, sino también en la del país y el continente. Manuel Mejía Vallejo encontró en el lugar inspiración para sus oficios de escritor. Cuenta don Leo que este escritor antioqueño, nacido en Jericó en 1923, escribió allí parte de las obras Aire de Tango y La Casa de las Dos Palmas.

—Él tenía su horario, en eso era muy correcto, venía siempre a las diez de la mañana hasta las doce del día, se sentaba con papel y lápiz en una de las mesas del segundo piso a trabajar en sus obras —relata Don Leo.

Mesa sobre la cual actualmente reposa un cuadro que muestra a un Mejía Vallejo meditabundo y concentrado en su labor, acompañado de un cigarrillo, su mirada atenta sobre el papel, imaginando la palabra o frase adecuada para continuar con su labor.

Edilberto afirma que la filosofía del Versalles es «tango, fútbol y gastronomía», pero ésta abarca mucho más, no sólo por lo de Mejía Vallejo, sino también porque el salón ha sido sede de movimientos políticos, filosóficos, artísticos y sobre todo, literarios, por ser un lugar propicio para debates y tertulias. De ello da razón el periodista y escritor José Guillermo Ánjel: «literato que se respete pasó por Versalles. Sería imposible escribir una novela de ciudad, sin hablar de este lugar». Y es que entre los movimientos más famosos que han pasado por allí es el de los nadaístas, quienes se reunían a exponer su pensamiento, discutirlo con los conservadores más radicales y a realizar críticas sobre diversas obras literarias. Se oponían a los principios culturales y religiosos que regían la sociedad colombiana, expresando sus ideas a través de una literatura de alta vanguardia, que combinaba la estética con el humor y la mística, con contenidos destructivos pero creadores al mismo tiempo. Nadaístas como Gonzalo Arango —de quien el Versalles conserva una imagen en el segundo piso al costado derecho de la de Mejía Vallejo—, Eduardo Escobar, Fernando González, Fanny Buitrago, entre otros, acogieron el Salón Versalles como su sede y dejaron marcada su huella de rebelión y protesta contra el sistema político, económico y religioso imperante en el país.

Cuenta don Leo que hubo una época, por allá por los 60 y los 70, en que los libreros se reunían en Medellín una vez por año, en el mes de junio, y realizaban algunas tertulias allí en el Versalles, en las que se discutía de política, economía, arte, cultura, filosofía y novedades editoriales. ¡Y cómo no! Las letras argentinas también visitaron el Salón. Sólo nombrar a Borges, a Sábato, al uruguayo Benedetti, las tertulias hasta el amanecer con Marta Traba, ¡hubiera sido pretencioso que en esta lista estuviese un cronopio de apellido Cortázar!… «lo de Borges fue especial» —asegura Don Leo con la voz entrecortada— visitó Medellín en dos oportunidades, primero con un grupo de atletas y luego en un viaje académico con su compañera María Kodama, con la cual recorrió otros lugares del país. Borges también tiene su espacio en una gran imagen al costado izquierdo de la de Mejía Vallejo.

Y es que Don Leo siempre ha tenido la filosofía de hacer del Versalles una pequeña casa para sus compatriotas argentinos, un pedazo de Argentina en Medellín. Así lo hizo con los futbolistas que llegaban de aquel país a integrar las plantillas del Nacional o el Medellín. «Averigüé qué almorzaban, dónde almorzaban y logré que cuatro o cinco de ellos se vinieran para acá y así el fútbol fue atrayendo lo demás» —narra así don Leo de lo que se valió para potenciar las ventas y darle más actividad y movimiento a su negocio. Jugadores como Rubén Muzzo, Pécora, Ayala, Francisco Hormazábal, Orestes Corbata, Raúl Navarro, José Manuel Moreno, el ‘Manco’ Gutiérrez, entre otros, venían casi todos los días a almorzar al Versalles, una costumbre que se fue legando a los demás argentinos que llegaban a Medellín a probar suerte en el fútbol e, incluso, a los mismos colombianos.

Osvaldo Zubeldía, técnico de Atlético Nacional entre 1976 hasta su muerte en 1982, fue uno de los visitantes asiduos del Versalles.

—Zubeldía se mantenía aquí, desayunaba, almorzaba y comía aquí. Por las tardes venía y comía palitos de queso y después pedía milanesa con Coca Cola —comenta Evelio.

Evelio recuerda la visita más memorable del profe Zubeldía. Fue un domingo. El profe visitó el Versalles con todo el equipo en pleno de Atlético Nacional: jugadores titulares, reservas, cuerpo técnico, masajistas, utileros, eran alrededor de 200 personas y en el lugar sólo se encontraba Evelio y otro compañero atendiendo las mesas. Evelio se encargó de atender al Nacional que se encontraba todo en el segundo piso y su compañero se quedó atendiendo a los clientes en el primero. Edilberto, el administrador, decidió ayudar a Evelio en su tarea.

—Mandé a Edilberto como con 30 ensaladas y cuando subía las escalas que conectan al primer piso con el segundo, dejó caer el charol y estas escalas quedaron como un tapiz, de pura ensalada —cuenta Evelio.

Evelio se las arregló como pudo y cumplió la labor de llevar a las mesas más de 90 churrascos, 200 helados, 240 jugos de mandarina, 30 milanesas napolitanas y 50 baby beef de solomito.

Hay que anotar también que el Versalles no fue ajeno a los avatares por los que pasó Medellín en la década de los 80. El tristemente célebre capo de la mafia, Pablo Escobar Gaviria, fue uno de los personajes que frecuentó varias veces el Salón. Se sentaba siempre en la primera mesa del costado derecho del primer piso. A su espalda siempre la pared que divide los baños con la sala donde se encuentran las mesas, nunca nadie detrás de él. Pareciera que escogía este lugar porque le permitía tener una posición estratégica desde la cual podía observar los movimientos del lugar y estar atento ante un intento de ataque. Una posición permanente de vigilancia y supervisión que le permitía tener el control del lugar.

—Pablo era muy callado, casi siempre venía sólo, pedía un perico o un tinto [4], no pedía mucha cantidad, ya que no venía en son de comer sino sólo de relajarse —cuenta Evelio.

Dicen que Escobar era un visitante asiduo del centro. Evelio lo atendió en varias ocasiones. Parece que era hombre de rituales. En el Versalles se sentaba siempre en la misma mesa, acomodaba permanentemente su cabello con su mano derecha y llevaba una pequeña libreta en la que tomaba apuntes.

El clan de los Ochoa también dejó su historia en el lugar.

—Fabio Ochoa (el padre) venía con su familia, se sentaba en la mesa y rápidamente me decía: venga chiquito, hágame el favor, negrito, me trae seis churrascos, dos botellas de vino y doce jugos de mandarina de una vez. Él todo lo pedía de una vez, no necesitaba carta, no necesitaba nada, ya sabía a qué era lo que venía. Siempre me dejaba 16 pesos de propina y yo con eso me surtía de ropa semanalmente —recuerda Evelio.

Y así puede pasarse uno toda la noche recordando con la gente del Versalles, la cantidad de personajes que han pasado por allí en sus 53 años de existencia.

—En esta mesa se sentaba Álvaro Uribe, en ésta Antanas Mockus, allí se hacía Pablo Escobar, en esta otra Zubeldía, en aquella Maturana, allí Navarro —comenta Edilberto Arenas.

Músicos y cantantes como Armando Moreno, Lalo Martel, Coco Potenzá, Roberto Rey, Aníbal Troilo, Edmundo Rivero, Hugo del Carril, Eliseo Marchese y Marcos Quiroz. Algunos confluyeron en el primer Festival de Tango realizado en Medellín, en 1968, gracias a la gestión de Don Leo. Hace un par de años el cantante argentino Diego Solís almorzó en el lugar en compañía de su esposa.

Pero la vida del Versalles no transcurre sólo en las mesas en las que famosos y anónimos, asiduos y foráneos, artistas y abogados, degustan alimentos y bebidas al ritmo de un sosegado diálogo. El Versalles cuenta su vida también en las paredes. No hay espacio en las paredes del lugar donde de él no penda un cuadro: fotografías y recortes de periódicos en los que se muestran futbolistas, atletas y ciclistas de todas las épocas, momentos vividos por don Leo en visitas y homenajes y reportajes que los medios locales han realizado sobre el lugar y su fundador. En uno de los costados del segundo piso, portadas de la revista Vogue de principios del siglo pasado se entremezclan con lugares emblemáticos de la capital francesa representados en oleos medianos. El retrato de Mejía Vallejo que hace las veces de Cristo: a su derecha Gonzalo Arango, a su izquierda Jorge Luis Borges, en tres cuadros ordenados simétricamente con iguales dimensiones y colores. Pequeños cuadros con retratos de Pablo Neruda acompañados de algunos fragmentos de sus poemas. Un sitio exclusivo para las distinciones y menciones que don Leo y su Versalles han recibido por la larga trayectoria cultural y gastronómica. Dos grandes murales en el primer piso, uno que retrata a un jefe indígena acompañado de tres de sus siervos y otro que muestra a tres marineros tratando de controlar su embarcación tras la tormenta…

…Y claro, el homenaje a la Argentina: la imagen del actual Papa Francisco I tiene allí su espacio, retratos de futbolistas argentinos de antes y ahora, una panorámica de Buenos Aires en el sector de Puerto Madero que deja ver unas embarcaciones apiñadas sobre el rio de La Plata en una ciudad que apenas empieza a encender sus luces para recibir la noche. Debajo de ésta, dos paisajes argentinos que dejan ver la belleza de la naturaleza del país del sur. Y , por supuesto, su majestad el tango: una pareja baila a su ritmo sobre un piso de madera bajo una tenue luz que apenas deja ver la figura de ambos, el Sexteto Mayor de Tango, el Elvino Vardaro y Carlos Gardel, con su traje de caballero y su sombrero chambergo, cuya imagen ilumina como un Sagrado Corazón el primer piso, el segundo, las oficinas, la caja… cómo no tener en Versalles fragmentos de la Casa Gardeliana que don Leo y otros compañeros fundaron en 1972 para hacer un reconocimiento al mayor exponente del tango muerto en la «bella villa» y para rendir homenaje a dicha cultura, a compositores, intérpretes, y bailarines. Esta faena se cierra con un lema que reza: «Argentina, el país de los seis continentes».

* * *

Además de la atención y el buen gusto, don Leo ha forjado su negocio gracias a la permanencia y a la confianza. Cuando se enamoró de Medellín, le surgió una idea muy clara, pasar allí el resto de su vida y continuar su labor gastronómica, sin dejar de lado su ímpetu de gestor cultural, lo que le permitió el cultivo de una clientela que cuenta ya por las tres generaciones.

—En esa época era costumbre echar a la gente, decir bueno ya está listo, sobre todo con los estudiantes. Nosotros jamás lo hicimos. Siempre tratamos de que el cliente se sintiera tranquilo. Esas personas que en aquella época no eran los mejores clientes, los estudiantes que sólo tenían para comprar un tinto o un refresco, hoy vienen con sus hijos, a mí me parece que fue una gestión muy linda la que hicimos. Eso no lo puede hacer el capital golondrina, el que pone un negocio con el propósito de tenerlo un año y soltarlo. Yo nunca pensé eso, desde el primer momento pensé que mi negocio era por mucho tiempo, entonces el manejo con la clientela tenía que ser distinto —cuenta don Leo.

Cuando le preguntaban por el tiempo que iba a permanecer en Medellín, don Leo contestaba «si me echan, no me voy».

—La gente se convencía de que yo venía a radicarme acá, a hacer una labor, y eso a la gente le gustaba, distinto a que llegue dos, tres años, me voy y ya está.

La confianza también ha contribuido al posicionamiento del Versalles, presentándose en un proceso de doble vía, tanto del personal hacia los clientes como de los clientes hacia el personal. Pocos lugares como el Versalles entregan el recibo de pago a sus clientes para que ellos mismos se dirijan a la caja y paguen su consumo, es una confianza que se deposita en la clientela y que se siente en el ambiente, la cual es reflejada también en los meseros y demás empleados, quienes tienen la directriz de que cada que encuentren un objeto que algún cliente haya dejado por descuido en alguna mesa, entregarlo al administrador o a la tesorera para que sea devuelto a su propietario cuando proceda a reclamarlo.

Evelio pasó con creces la prueba de dicha confianza. Hace 35 años, tres hombres que se encontraban departiendo y consumiendo licor en el segundo piso, olvidaron sobre una silla un gabán de color verde oscuro y una maleta sobre la mesa. Su propietario, que había salido del Versalles en estado de embriaguez, regresó minutos más tarde, con su cara pálida y una actitud vigilante que escondía los síntomas del consumo de licor. Y no era para más. La maleta, que Evelio ya había devuelto al administrador, contenía 10 millones de pesos con los que se pagaría la nómina de una empresa. En uno de los bolsillos del gabán, reposaba una pistola calibre 38 que seguramente su descuidado propietario cargaba para asegurar la suma de dinero que llevaba consigo. Este acto de honestidad y confianza le generó a Evelio 200 pesos de propina.

Son 53 años de su vida que don Leo le ha dedicado a Medellín y le dedicará los que le restan. «Aquí voy a morir. Quiero seguir los pasos de Gardel» —confiesa. Su vida transcurre actualmente entre algunas visitas esporádicas a su negocio, para cuidar su legado y sus enseñanzas y velar porque no se pierda la tradición, su casa en El Poblado y algunos ratos libres en una finca en La Estrella en la que aprovecha para leer y cuidar de sus animales. Antes viajaba a Argentina cada año. Ahora su edad, que ronda por los 88, no le permite viajar a su país natal con la misma frecuencia de antes.

Y el Versalles sigue y seguirá allí. Si bien la dinámica política, deportiva y cultural que se da actualmente en el lugar no es comparable con la de los años 60, 70 y 80, debido al aumento en la oferta gastronómica, hotelera y de servicios de la ciudad y su concentración exclusiva en El Poblado, el salón sigue siendo uno de los baluartes del centro de Medellín, protagonista de su acontecer urbano, testigo de sus transformaciones. Recibiendo a extraños y conocidos, anónimos y famosos, argentinos y colombianos, pensadores y sacerdotes, heterosexuales y homosexuales. Consolidándose como esa insignia de una Medellín que a pesar de su tozudez y su costumbrismo, abre las puertas a espacios que albergan sabores, olores, ideas y paisajes de otras partes del mundo. Para el periodista y escritor José Guillermo Ánjel, Versalles «es un centro intelectual donde aprendimos a comer a lo europeo. Un punto de referencia que hace parte de la cultura». Y es que no es difícil afirmar que es uno de los centros del centro de Medellín, un punto de descanso y tranquilidad «en medio del agite diario del tráfico vehicular y los afanes peatonales del centro», como lo referencia Reinaldo Spitalletta en su reportaje, y continúa: «es un lugar tranquilo que invita a ser parte de él. Su clientela siente que ese espacio le pertenece».

NOTAS:

[1] Reinaldo Spitalletta en reportaje publicado en el diario El Colombiano, 1995.

[2] Guillermo Zuluaga Ceballos. Camino a Versalles. 2011.

[3] Expresión coloquial de los antioqueños para referirse a tomar la merienda. N. del e.

[4] Un perico es un café con leche; y un tinto es un café negro en porción pequeña. N. del e.

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* Johan Sebastián Franco Pineda es Comunicador Social – Periodista de la Universidad Pontificia Bolivariana y Sociólogo de la Universidad de Antioquia. Actualmente se encuentra cursando la Maestría en Filosofía de la Universidad Pontificia Bolivariana con una tesis sobre la sociedad de consumo y sus implicaciones para el ser humano. Ha escrito reportajes para publicaciones especiales de la Alcaldía de Medellín como Medellín Ciudad Visible (2014) y Medellín Lectura Viva (2015). Se ha desempeñado como Comunicador y Gestor Social en varias entidades del sector público. Correo–e: sebastianfrancop@gmail.com

 

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