DOS CLAVELES, SEIS ROSAS BLANCAS Y OCHO GERBERAS
Por Víctor Hugo Ávila Velázquez*
La niña lloraba con fuerza sobre la espalda de su padre, envuelta en una manta gris que evitaba que se cayera al piso y tener que cargarla en brazos también.
El padre desfilaba de calle en calle ofreciendo un absurdo surtido de flores: dos claveles, seis rosas blancas y ocho gerberas. La niña continuaba con su llanto. Consiguieron vender los dos claveles y una rosa blanca a una señora que miraba con sentimentalismo a la niña que no paraba de lamentarse.
Mientras el padre compraba agua y un pan, la niña cesó su llanto; miraba con ojos cristalizados el dinero que el padre le daba a un hombre y esté miraba la mucosidad arriba del labio superior de ella.
Sobre una banqueta el padre puso a la niña y a la cubeta con flores, se sentó a tomar el desayuno; partió el pan en dos, intencionalmente desproporcionado, el pedazo más chico era para ella que comenzaba a desaparecerlo, casi no lo masticaba, lo tragaba. El padre la miraba y pensaba en sus, ahora, cinco rosas y ocho gerberas.
Antes de continuar con su recorrido diurno, la niña volvió a llorar, abriendo la boca de tal forma que su padre alcanzó a ver el pan que quedaba entre sus dientes. Le inclinó la botella de agua y la niña sorbió hasta saciarse. El llanto cedió al silencio y sus ojos a la contemplación de las casas, el cielo y la gente.
Al detenerse delante de la iglesia, vendió las cinco rosas, esperó vender las ocho gerberas y las ofrecía a los paseantes. Con su boca, la niña emitía ruidos que querían simular la pregonería de su padre. La niña tenía sed y lloró. Su padre le acercó la botella de agua y ella tomó.
Era tarde, sus ocho gerberas seguían en la cubeta, unas de color rosa, otras amarillas y las demás naranjas. Regresaron a su casa, en el camino compró masa de maíz, y le dio a la niña un poco. La puso sobre su espalda entrelazada con la manta gris y partieron a las afueras de la ciudad.
Al llegar a su casa hizo algo de comer para él y para la niña. Ella lo miraba mientras comía, jugaba y se reía. El padre masticaba su tortilla cuando en medio de la habitación vio a sus ocho gerberas que se secaban. Buscó la botella de agua, ya estaba a la mitad, no tenía nada que tomar más que ese medio litro, volteó a ver a la niña, ella lo veía y masticaba, regresó la vista a la cubeta, las ocho gerberas se secaban y sus pétalos se decoloraban y los tallos se marchitaban.
El padre esperó a que llegara la noche. En ese ambiente la niña se dormiría.
La niña comenzó a llorar, miraba al padre, miraba la botella de agua, su mano apuntaba el agua y luego se limpiaba su cara quitándose las lágrimas, manchándose de mugre.
El padre se culpaba de pensarlo, de dudar si era mejor dar de beber a la niña o refrescar a las ocho gerberas. La niña lloró con más fuerza, con gritos, con las dos manos en los ojos. El padre, al fin, tomó la botella, la acercó a ella y bebió más de lo que él esperaba.
Lo poco que quedaba de agua pensó en echarlo a las ocho gerberas, era muy poca, él se la bebió. La niña lo miraba, comenzó a quedarse dormida con una tenue sonrisa en su boca.
El padre se lamentaba en silencio, por sus ocho gerberas que amanecerían marchitas, y sacó la cubeta de su casa. Afuera arrojó sobre el piso las ocho gerberas y fue cuando empezó a llover. El padre miró al cielo, sintió sobre su rostro el agua, era un agua caliente, las gotas azotaban el tejado de aluminio y la niña emprendió un nuevo llanto.
ME PONES DE NERVIOS
A Melina González Aldana.
En la cueva negra, el carbonero se cubría la nariz y la boca con la bufanda ennegrecida, tanto como sus manos, su rostro, sus ojos y su cabello castaño que se olvidaba de serlo. Sacó su última ronda de carbón y se lo llevó a su mujer que observaba pasar el tren por enfrente de su casa, el perro también miraba el tren y ahora el hombre lo miraba, pero su hija enferma, encerrada en uno de los cuartos, sólo podía escuchar las vías crujir con las tablas y el fierro. El tren dejó de verse, la mujer siguió embolsando el carbón, el perro miraba al carbonero y él también se miraba en un espejo mientras su hija enferma comenzaba a murmurar una oración.
—Algún día me voy a echar a las vías para que el tren me lleve al carajo.
La mujer lo miró con pena, con vergüenza, pensó si su hija enferma lo habría escuchado, seguramente sí, pero no le habría entendido.
—Cállate, Dios no quiera —dijo y el perro movió la cola pensando que le llamaban.
Se llama dios el perro. Su hija enferma le puso ese nombre cuando lo vio hace unos años corriendo por las vías y ella comenzó a gritar ¡Dios, Dios! Y el perro corrió hacia la casa a quedarse.
—¿Cuál Dios? —dijo el carbonero y dios movió una vez más la cola —Si, quizás un tren me lleve con Él y me dé un aventón.
—Te callas, la niña te va oír.
—Está bien, mañana saldré temprano, antes del amanecer por más mezquite para los próximos días.
En la mañana, al despertarse, el perro ya lo miraba mientras se vestía. El carbonero contempló con tristeza a su mujer mientras dormía con la boca abierta y la saliva escurriendo. Quiso entrar al cuarto de su hija enferma pero lo dudó ya que podría despertarla con el ruido o por culpa de dios que le lamería el rostro. No entró.
Al salir de la casa el perro lo seguía por las vías, mientras él iba por la banqueta. «En unos siete minutos saldrá el sol». Pensaba el carbonero cuando también suponía que no tardaría un tren en pasar.
Y el tren ya venía emitiendo un ruido constante, y dios corrió hacia su dirección, en medio de las vías.
—Ven, ¡perro ven!… ¡ven, dios! ¡dios!… ¡Dios!
El perro se estrelló con el tren emitiendo un grito casi humano, casi como la voz del carbonero.
La mujer escuchó el ruido. «Este hombre ya me dejó». Salió y vio que junto a las vías estaba encorvado el carbonero, se acercó y miró a dios muerto con los ojos casi afuera de sus cavidades y el hocico abierto. La mujer sintió alivio de que fuera el perro y no su marido.
—Pobre dios, pobre dios…
—¡Mira mujer! Que hermosos ojos tenía.
—Sí y dejó sola a mi hija, mugroso dios.
La mujer regresaba a la casa por la pala para enterrar y esconder al animal. El carbonero se encaminó de nuevo por el mezquite, pero ahora sobre las vías, se volteó y le gritó a su mujer.
—¡Algún día yo también me voy a echar para que me lleve el carajo…!
—¡Cállate! Que me pones de nervios… ay… Dios.
La hija enferma alcanzó a escuchar a su madre y empezó a hablarle al perro en un susurro, como si supiera que dios estaba destrozado por el tren con sus ojos bellos mirando al cielo que empezaba a clarear.
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* Víctor Hugo Ávila Velázquez (Aguascalientes, México, 1986). Narrador. Ha colaborado en diversas revistas culturales desde el año 2006. En el año 2010 publicó su primer libro de relatos titulado «Retratos en marco de piedra». En el año 2018 se presentó su segundo libro de relatos titulado «Las raíces de un oasis». Cursó la carrera de Medios de Comunicación en la ciudad de Aguascalientes y ha participado en varios talleres y cursos de narrativa, creación y apreciación en las ciudades de México, Zacatecas, Guanajuato, Querétaro, Guadalajara, Chihuahua, Yucatán y en la provincia de San Luis, en la República de Argentina. Ha colaborado en diversas revistas culturales y artísticas desde el año 2006, tales como Tierra Baldía, Página 24, A Buen Puerto, Revista Narrativa Breve, De La Tripa, Efebos, entre otras.