Periodismo Cronopio

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NOTICIA AL AIRE… MEMORIA EN VIVO*

Por Erika Diettes *

LA IMAGEN DE LA VIOLENCIA

El 16 de diciembre de 1996 a las 8:45 de la noche fue asesinado en Medellín, el director del Inpec Regional Occidente, José Gutiérrez, miembro de mi familia. El funcionario se encontraba en esta ciudad para asistir a la reunión de los directores de todas las penitenciarías del país. Uno de los propósitos de esta reunión era hacer la exposición anual de artesanías hechas por los reclusos.
Uno de los asistentes, el director de la cárcel de Bellavista en Antioquia, había sido declarado objetivo militar por las FARC, según se acusa en las investigaciones. Se presume que el motivo de esta medida se debía a que en el interior de esta cárcel había muerto Noel Mata Cabrieres, hijo de un cabecilla de esa organización guerrillera, asesinado a manos de otro recluso. En esa fatídica noche, al terminar de organizar las artesanías para la exposición del día siguiente, el director de la cárcel de Bellavista, quien residía en Medellín, se ofreció a llevar a José Gutiérrez al hotel donde se hospedaba, y fue ahí, a la salida del Jardín Botánico en la calle 53 con la carrera 65 frente a la Ciudad Universitaria, donde cuatro hombres, que según los testigos se movilizaban en dos motocicletas, los interceptaron y, tras disparar ráfagas de ametralladora, les dieron muerte. Murieron los dos directivos y el conductor del vehículo en el que se movilizaban. El director de la cárcel de Bellavista dejaba su cargo el 17 de diciembre para asumir a la semana siguiente la dirección en la cárcel de Villa Hermosa en Cali.

Según las investigaciones posteriores, las armas utilizadas en este asesinato fueron Galil y R15. Dichas investigaciones revelaron que la hipótesis más acertada en torno a las razones de este crimen fue la de la autoría intelectual de las FARC. Sin embargo, no hubo ninguna captura de los autores materiales.

Según el reporte forense, las víctimas murieron instantáneamente. En el acta de defunción de José Gutiérrez se registra como causa principal de la muerte: shock traumático, heridas de cráneo y tórax por PAF (proyectil arma de fuego).

Posteriormente, las víctimas fueron llevadas a la funeraria San Vicente, mientras se disponía el traslado a sus respectivas ciudades de origen. Una de las razones por las cuales este crimen fue ampliamente difundido en los medios de comunicación fue el hecho de que se tratara de una venganza de las FARC, no sólo por la muerte del hijo del cabecilla guerrillero, sino también porque el Inpec venía adelantando varias reformas al régimen carcelario. En la coyuntura de dichas reformas y el asesinato de Mata Cabrieres, asesinar al director de la cárcel de Bellavista era un acto de presión para que dichas reformas no se llevaran a cabo o de lo contrario seguirían asesinando funcionarios. En el caso concreto de nuestro pariente, había recibido en días anteriores a su asesinato unas advertencias anónimas sobre su seguridad en el Valle del Cauca. Que hubiera muerto en Medellín, en el atentado que aguardaba al director de Bellavista, sólo se puede explicar como una nefasta coincidencia.

El cubrimiento de la noticia por los medios de comunicación fue inmediato. Todas las razones argumentadas anteriormente, sumadas a que los asesinados eran figuras relativamente públicas, provocaron que el registro de los hechos fuera espectacularizado, especialmente a través de las imágenes que emitieron los telenoticieros locales y nacionales. Diversos códigos y fórmulas narrativas estereotípicas de la violencia en nuestro país se repitieron en la emisión de esta noticia.

Debido a que el registro de la violencia ha estado ligado directamente con la fotografía, considero pertinente partir de una revisión bibliográfica de obras en las que se analiza la forma como la fotografía es el medio por excelencia en el cual se da cuenta de lo sucedido, volviéndolo tangible y dotándolo de significado, además de archivarlo en la memoria. De tal forma que partiendo del análisis de los registros de la violencia en este medio, particularmente de lo que se conoce y clasifica como fotoperiodismo, se pueda llegar al análisis del registro de la violencia en la televisión, específicamente en los noticieros.

IMAGEN, FOTOGRAFÍA Y REALIDAD

Para dar inicio a esta discusión, quiero apoyarme en primera instancia en Regis Debray, particularmente en su libro Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente (1994). Debray establece tres periodos de la mirada del hombre de acuerdo con la evolución de sus técnicas de transmisión, por medio de las cuales se puede explicar la trayectoria de las imágenes. Es pertinente entender estas tres instancias de tal forma que podamos establecer las características de cada una y analizar cómo estas se ponen de manifiesto en la forma en la que las imágenes de muerte son construidas, transmitidas e interpretadas.

1. La LOGOSFERA. A esta instancia le correspondería la era de los ídolos en el sentido amplio del griego ‘eidolon’, imagen. Se extiende desde la invención de la escritura hasta la imprenta. El ídolo es la imagen de un tiempo inmóvil, síncope de eternidad, corte vertical en el infinito inmovilizado de lo divino. La imagen es el ser; la imagen es vidente; la imagen tiene la función de proteger puesto que se le otorgan poderes divinos. En la logosfera se hace una transición de lo mágico a lo religioso.

Como el interés en la logosfera es el de reflejar la eternidad, la imagen debe presentar un carácter solemne puesto que se va a convertir en objeto de culto. Es por esto que, en términos de su fabricación, se plantea a partir de la repetición de un canon, ya que como va a ser objeto de creencia debe ser fácilmente reconocible.

2. A la GRAFOSFERA le correspondería la era del arte. Su época se extiende desde la imprenta hasta la televisión a color —más pertinente que la fotografía y el cine—. El arte es lento, pero muestra ya figuras en movimiento. La imagen es una cosa, tiene la función de deleitar y cautivar, está hecha para ser vista. El arte asegura la transición de lo teológico a lo histórico o, si se prefiere, de lo divino a lo humano como centro de relevancia (Debray, 1994: 180). En esta época la imagen va a ser relevante en la medida en que guste o por oposición a ese gusto, porque es un objeto de deleite. En términos de su fabricación va a depender de la tradición a través del modelo y de la enseñanza de las técnicas.

3. La VIDEOSFERA es la era de lo visual. La intención de lo visual es mundial, está concebido desde su misma fabricación para una difusión planetaria. La imagen es virtual, captada de un tiempo puntual y ejecutada por una máquina. En esta era se hace una transición del centro de relevancia de la persona puntual al contexto global. La naturaleza de la imagen visual es la de ser un objeto de embeleso o de distracción. En términos de su fabricación debe innovar a través de la ruptura y el escándalo y lo que va a determinar su producción va a ser la capacidad de compra. De ahí que la publicidad esté muy ligada a la videosfera.

Es importante establecer que ninguna de estas eras despide bruscamente a la anterior sino que se superponen y se imbrican (Debray, 1994: 175). En nuestra cotidianidad pasamos de una a otra en cuestión de segundos.

Para efectos de este trabajo me voy a detener particularmente en la grafosfera y la videosfera, puesto que Debray ubica la fotografía como una transición en medio de las dos épocas hasta llegar a la televisión y así poder analizar la naturaleza de la representación de la violencia en los medios masivos de comunicación, en este caso en particular en televisión.

Al hombre de Occidente lo mejor le llega por su conversión en imagen, pues su imagen es su mejor parte, su yo inmunizado, puesto en un lugar seguro… La verdadera vida está en una imagen ficticia, no en el cuerpo real (Debray, 1994: 23).

A partir de la invención de la fotografía, la representación de la realidad quedó sujeta a este oficio; por tanto, la representación de la muerte y el dolor han estado ligados indisolublemente a la fotografía como parte de dicha realidad. Respecto a los contextos de violencia, Sontag dirá: «La guerra era y aún es la noticia más irresistible y pintoresca» (2003: 60). El tráfico de imágenes de dolor no es entonces exclusivo de la fotografía contemporánea; es tan antiguo como el medio mismo (Reinhardt y Edwards, 2006: 9). A diferencia de las evocaciones hechas por la palabra escrita o la pintura, para que algo sea fotografiado es necesario que suceda frente al lente. Walter Lippman, notable escritor y fotógrafo, escribió en 1922: «Las fotografías ejercen en la actualidad la misma suerte de autoridad en la imaginación que la ejercida por la palabra impresa en antaño, y por la palabra hablada antes. Parecen absolutamente reales» (citado en Sontag, 2003: 35).

Las fotografías procuran pruebas. Algo que sabemos de oídas pero de lo cual dudamos, parece demostrado cuando nos muestran una fotografía. En una versión de su utilidad, el registro de la cámara incrimina… En otra versión de su utilidad el registro de la cámara justifica. Una fotografía pasa por prueba incontrovertible de que sucedió algo determinado (Sontag, 1981: 18-19).

El carácter verosímil de la fotografía se puede explicar desde su propio origen. A pesar de que la fotografía no fue el primer multiplicador de imágenes, sí fue el primer artefacto que por medio de la luz sustituyó la mano del artista. El daguerrotipo es ya una tecnología. «Es así como el día que se hizo pública la invención de ese nuevo instrumento para el estudio de la naturaleza, la sesión tuvo lugar en la Academia de Ciencias, no en la de Bellas Artes» (Debray, 1994: 225). Un pintor hacía carrera, un fotógrafo ejercía un oficio, no era un creador sino un artesano. Matisse consideraba que el registro fotográfico «había perturbado mucho a la imaginación porque las cosas se ven al margen del sentimiento» (Debray, 1994: 228). Y es, en teoría, esta ausencia de creatividad, de intervención humana, de sentimientos, la que dotó a la fotografía con la pretensión de verdad, ya que se suponía que una fotografía captaba literalmente, sin ningún tipo de mediaciones, la realidad.

Ahora bien, desarrollos posteriores a la invención de la fotografía controvierten esta posición, argumentando que ésta tiene, al igual que el arte o la palabra escrita, un alto nivel de subjetividad, puesto que sigue existiendo la mediación de una persona que opera la cámara. En La cámara lúcida (1997 [1989]), Roland Barthes problematiza el ejercicio de comunicación que se teje entre el fotógrafo, la imagen y el espectador.

El primer concepto introducido por Barthes es el del ‘operator’. Este concepto nos devuelve del aparato a la mano del hombre: la máquina necesita de alguien que la maneje. Lo importante de este concepto es entender que ese operator —esa persona detrás de la máquina— está inscrito dentro de toda una carga cultural que va a influenciar su mirada. Como dice también Sontag, una fotografía siempre es la imagen que escogió alguien; fotografiar es encuadrar y encuadrar es excluir (2003: 57). El hecho de escoger un encuadre determinado, unas opciones técnicas específicas, el hecho de ver lo que está viendo, hace de esa fotografía no una verdad, sino una opinión del fotógrafo en torno a un tema o a un sujeto específico.

El segundo concepto que Barthes introduce es el de ‘spectator’, es decir, el espectador que ve la imagen. Dicho de otra forma es el consumidor final de dichas imágenes. Barthes plantea que el significado de la imagen no está completo hasta que el espectador, quien tiene también una carga cultural determinada, no lo interpreta.

También existe una especie de impulso o de gusto que hace que el spectator se interese más por unas imágenes que por otras. A esto Barthes lo denomina el ‘studium’, el cual deviene de cierto adiestramiento cultural. Es decir que la fotografía es un proceso de significaciones en las que se unen las del operator o fotógrafo, y las del spectator o espectador, haciendo que la fotografía sea un conjunto de interpretaciones que pueden variar de acuerdo a la audiencia y al contexto desde donde se construyan, se muestren o consuman dichas imágenes.

Barthes expone otro elemento, el ‘spectrum’, que es el blanco o el sujeto fotografiado. Aunque se pueda discutir el nivel de objetividad de las imágenes, no se puede cuestionar que para que algo sea fotografiado tuvo que haber estado ahí, frente al lente, puesto que la fotografía es literalmente una emanación del referente, de un cuerpo real que se encontraba allí (Barthes, 1989: 142). La fotografía puede mentir sobre el sentido de la cosa… pero jamás puede mentir sobre su existencia (Barthes, 1989: 151).

Es así como este tercer elemento es la razón de ser de la fotografía, puesto que ésta es completamente referencial, necesita de la presencia de la cosa, necesita de la realidad. Tal vez la pregunta que cabe hacer es: ¿cuál es el spectrum de una fotografía de guerra? En el caso de esta investigación, las preguntas pertinentes serían: ¿qué fue lo que mostraron los medios? ¿Las víctimas? ¿La calle donde se cometió el asesinato? ¿El acontecimiento?

En términos del registro de la violencia, lo mencionado anteriormente va a ser fundamental para el análisis de las imágenes que constituyen nuestro imaginario de la violencia. Cabe preguntarnos entonces ¿quién está fotografiando? ¿Desde qué punto de vista son construidas las imágenes que se nos muestran como registro de la realidad? O mejor aún, ¿cuál realidad estamos viendo? De acuerdo con Barón y Valencia (2001), apoyándose en los conceptos de John R. Searle, representar es: significar, simbolizar, es decir «valer por» cosas o estados de cosas independientes de ellas mismas. El representar es para Searle una función «agentiva», una función producida por los usos que los agentes dan intencionalmente a los objetos. Eso significa que en la representación hay intencionalidad impuesta por los agentes sobre objetos y estados de cosas que son intrínsecamente intencionales (Barón y Valencia, 2001: 44).

Susan Sontag en Ante el dolor de los demás (2003) plantea un ejemplo muy ilustrativo al respecto: Para los que están seguros de que lo correcto está de un lado, la opresión y la injusticia de otro, y de que la guerra debe seguir, lo que importa precisamente es quién muere y a manos de quién. Para un judío israelí, la fotografía de un niño destrozado en el atentado a la pizzería Sbarro en el centro de Jerusalén, es en primer lugar la fotografía de un niño judío que ha sido asesinado por un kamikaze palestino. Para un palestino, la fotografía de un niño destrozado por la bala de un tanque en Gaza es sobre todo la fotografía de un niño palestino asesinado por la artillería israelí (Sontag, 2003: 18).

Una de las conclusiones, a mi juicio, más importantes del trabajo de Barthes es que uno de los cambios inducidos por la fotografía en la forma de percibir el mundo, más allá del hecho de ser la herramienta con la que se puede capturar la realidad, es que ahora, a partir de su invención, «vivimos según un imaginario generalizado en donde todo allí se transforma en imágenes: no existe, se produce y se consume más que imágenes. […] El gozar pasa por la imagen […] Un cambio tal suscita forzosamente la cuestión ética: no porque la imagen sea inmoral, irreligiosa o diabólica (como ciertas personas declararon cuando el advenimiento de la fotografía), sino porque, generalizada, desrealiza completamente el mundo humano de los conflictos y los deseos con la excusa de ilustrarlo» (Barthes, 1989: 199).

NARRACIONES Y REGISTROS DE LA VIOLENCIA A TRAVÉS DE LA IMAGEN MEDIÁTICA

La fotografía se ha mantenido como un procedimiento de comunicación visual de permanente referencia, puesto que, como ya lo dijimos antes, es uno de los medios a través de los cuales se puede dar cuenta de la realidad. El estilo fotográfico que tiene como función dicho registro de la realidad se conoce como fotoperiodismo o reportería gráfica, que difiere del documentalismo por su relación directa con los medios masivos de comunicación y por la instantaneidad de la producción de sus imágenes.

Es decir, el documentalismo se caracteriza porque el fotógrafo hace un estudio más detallado en términos temporales y en la profundidad de la investigación, «ocupándose más de fenómenos estructurales de la sociedad que de coyunturas noticiosas» (Baeza, 2001: 36). Normalmente los trabajos que se clasifican como documentalismo son el resultado de varias visitas realizadas en periodos de meses e incluso años, los cuales dan cuenta de determinada situación de una forma más profunda como los trabajos de Jesús Abad Colorado en el oriente antioqueño, o de Sebastião Salgado en Brasil. El fotoperiodismo, entre tanto, se ocupa de la captura inmediata de los hechos, imágenes que normalmente son publicadas por periódicos, tabloides o revistas, haciendo que su función básica sea la de informar determinada situación o noticia.

Sin embargo, la función del fotoperiodismo puede ir más allá de dar una simple información. La fotografía permite que lo que permanecía oculto antes de su mediación, emerja. En ese sentido, la función del fotoperiodismo es mostrar y, en el caso de las fotografías de violencia, es denunciar aquello que es injusto y hacerlo visible. Es por esto que el potencial transformador de la realidad a través de la fotografía se intensifica al estar inscrita en los medios. La posibilidad de ejercer una intervención en la realidad es mayor cuando las injusticias salen a la luz pública.

A pesar de que las imágenes tienen este potencial transformador, en especial la utilidad de las imágenes de guerra se ha cuestionado ampliamente: ¿son necesarias estas representaciones? ¿En realidad la audiencia necesita ver para creer? O como lo plantea Pepe Baeza (2001), ¿lo que existen son imágenes comodines al servicio del texto, imágenes al servicio del diagramador, quien necesita que la página no se vea tan densa y, por lo tanto, no resulte atractiva para el consumidor final? ¿Acaso la imagen se ha convertido en un florero que hace que la página simplemente se vea más bella? Paradójicamente, el mundo de la imagen está dominado por las palabras. La foto no es nada sin el pie, sin la leyenda que dice lo que hay que leer en la imagen (Bourdieu, 1996: 24). Tal vez este potencial transformador de la imagen se ha ido desvaneciendo puesto que se utiliza más como una ilustración de lo que se está diciendo y no se valida por sí misma.

Siempre ha existido el conflicto sobre cómo representar correctamente la guerra, siendo respetuoso en primera instancia con la víctima y, a la vez, siendo objetivo con la realidad, de tal forma que el espectador pueda llevarse la idea más «verdadera» de lo que sucedió en determinado lugar. Es deber del fotógrafo o el camarógrafo tener la capacidad de establecer la dosis exacta de realidad que se puede registrar, de manera tal que la dignidad y las emociones del espectador, quien es el consumidor, no sean vulneradas.

La pregunta que suele hacerse aquí es: ¿cómo registrar la violencia de tal forma que se respete la dignidad de las víctimas y, al tiempo, dichas representaciones no asalten la integridad de los espectadores? (Reinhardt y Edwards, 2006). ¿Qué tipo de imágenes puede movilizar una acción útil y cuáles simplemente exacerban la tragedia?

¿Qué imágenes son las que pueden evitar que nos convirtamos en los monstruos morales a los que se refiere Virginia Woolf (citada por Sontag, 2003)? No condolerse con estas fotos, no retraerse ante ellas, no afanarse por abolir lo que causa semejante estrago, carnicería semejante: para Woolf ésas serían las reacciones de un monstruo moral. Y afirma: «no somos monstruos, somos integrantes de la clase instruida. Nuestro fallo es de imaginación, de empatía: no hemos sido capaces de tener presente esa realidad» (Sontag, 2003: 16).

No existen respuestas fáciles para estos interrogantes. Tal vez lo primero que deberíamos definir es: ¿al servicio de quién están estas imágenes? ¿Acaso existen para servirle a la víctima como un espacio de compartir y legitimar su dolor? ¿O existen al servicio del espectador para que se entere de las tragedias que les suceden a los otros, o para servirle de distracción, de compañía entre su taza de café matutino y su camino al trabajo? ¿Acaso estamos cayendo en la trampa de creer que por el hecho de estar informados de la realidad estamos tomando acción respecto a ella? ¿O sucede simplemente que el consumo del tiempo se hace a través de la novedad, creyendo que consultar la realidad en los medios, periódicos, televisión será hundirse en el paquete de acontecimientos denominado actualidad? (López, 2005: 21). Ahora, tampoco se puede decir que la tarea de un cambio de conciencia social corresponda a la imagen. Según Sontag, lo que determina la posibilidad de ser afectado moralmente por las fotografías es la existencia de una conciencia política relevante (2005 [1981]: 36).

Hoy en día es imposible concebir una noticia sin que esté acompañada por una imagen fotográfica. Es más, no sólo es importante la imagen congelada de un suceso sino que también nos hemos acostumbrado a ver la transmisión en vivo y en directo de los acontecimientos de la guerra. Para poner un ejemplo que todos conocemos: los atentados del 11 de septiembre de 2001 sucedieron frente a los ojos del mundo entero. Incluso los periodistas que estaban reportando la noticia, no sabían cuál era el acontecimiento que estaban cubriendo, puesto que los atentados ocurrieron simultáneamente a su transmisión.

Una de las paradojas que aqueja al mundo contemporáneo es que cada vez más un mayor número de mensajes nos tiene peor informados (Baeza, 2001: 10), puesto que de la misma forma en la que las noticias se producen sistemáticamente, de esa misma forma se transmiten. Vemos una serie de imágenes que, en conjunto, dan cuenta de un hecho determinado, pero que individualmente se vuelven abstractas. La dimensión homicida de la guerra destruye lo que identifica a la gente como individuos, incluso como seres humanos. Así, desde luego, se ve la guerra cuando se mira a distancia: como imagen (Sontag, 2003: 73). El vasto catálogo fotográfico de la miseria y la injusticia en el mundo entero le ha dado a cada cual determinada familiaridad con lo atroz, volviendo más ordinario lo horrible, haciéndolo a su vez familiar y remoto: es «sólo una fotografía» (Sontag, 1981: 39). En otras palabras, cuando se nos muestran las imágenes de la violencia, es eso lo que estamos viendo: imágenes; no sólo por el carácter mismo de la imagen que cosifica lo representado, sino como mecanismo de defensa, ya que si en lugar de ver la imagen de una matanza viéramos «la matanza» y reflexionáramos sobre lo que en realidad sucedió, probablemente enloqueceríamos.

Sin embargo, la posición de ignorar lo que pasa a nuestro alrededor no es tan fácil de adoptar. No es que no nos importen las noticias, tanto como que ante el sentimiento de impotencia que padecemos —porque sentimos que no hay nada que podamos hacer en realidad—, las generalizamos. Es decir, podemos no saber cuántos campesinos murieron esta semana ni a manos de quién fueron asesinados; recordamos matanzas como las de Bojayá o Mapiripán a manera de icono de ese fenómeno conocido como masacre, pero sin caer en cuenta en realidad de la cantidad de muertos ni de la magnitud y el horror que significa dicha tragedia. Un ejemplo de esto son los siguientes testimonios recogidos por Barón y Valencia, refiriéndose al conflicto colombiano mediado como una guerra entre el exceso y la carencia informativa:

«Muestran las masacres y los ataques a los soldados, y las madres que lloran; que una serie de grupos al margen de la ley son los que están haciendo todo el daño, desestabilizando el país, muestran a un Estado víctima del conflicto y no parte de él y a una población para quien el conflicto armado ya hace parte de la vida en Colombia y entonces es una noticia más» (2001: 53).

En su libro Muertes violentas. La teatralización del exceso (2004), Elsa Blair hace alusión al concepto de Derrida de la inflación del símbolo. Basándose en el contenido de la palabra «inflación» que en sí misma es un exceso —el de la emisión de billetes y capitales—, el autor explica la manera como el proceso inflacionario desencadena dos consecuencias inevitables: el alza de precios y, a la vez, la depreciación o devaluación de la moneda (Blair, 2005: 21). Esto llevado al problema de la sobresaturación de imágenes violentas se traduce en que las imágenes y las palabras se van desgastando, y con ese desgaste van perdiendo todo significado. Además, el exceso de estas representaciones produce un efecto terriblemente desesperanzador, en la medida en que la desmesura de la realidad violenta no deja terreno para el optimismo, sino para la repugnancia y el agotamiento (Barón y Valencia, 2001: 53).

La proliferación cancerosa de las células, o la asfixia por aglomeración, son argumentos conocidos. Todo el mundo escribe libros: fin de la cultura libresca. Todo el mundo tiene su coche: fin de la era del automóvil. ¿Habrá que decir mañana todo el mundo ve imágenes, nadie las mira? (Debray, 1994: 204).

¿Será que ese mañana al que se refería Debray en 1994 es nuestro presente? ¿O es simplemente que la simbiosis aparente entre el sufrimiento y el espectáculo han hecho que no seamos capaces de presenciar la evidencia del dolor de los otros porque estamos anestesiados, saturados y la vemos pasar difusamente ante nuestros ojos? (Reinhardt y Edwards, 2006: 9). Hay demasiadas imágenes en la prensa y aquellas intrascendentes anulan el valor de las necesarias.

Sufrir es una cosa; otra es convivir con las imágenes fotográficas del sufrimiento, que no necesariamente fortifican la conciencia ni la capacidad de compasión. También pueden corromperlas. Una vez se han visto tales imágenes, se recorre la pendiente de ver más. Y más. Las imágenes pasman. Las imágenes anestesian […] Pero después de una exposición repetida a las imágenes también el acontecimiento pierde realidad […] El impacto ante las atrocidades fotografiadas se desgasta con la repetición (Sontag, 2003: 38).

En el caso de los telenoticieros, la inmediatez del video hace que se pierda el espacio de reflexión, la profundidad tanto de la información como del tiempo (Debray, 2001: 234). Esto también lo permite la naturaleza misma del medio televisivo, el cual, como bien lo dice Debray, está concebido para ser instantáneo, simultáneo con la realidad. La velocidad de los acontecimientos ha provocado una vertiginosa «desrealización del mundo», porque se ha pasado de la aceleración de la historia a la aceleración y fuga de la misma realidad (Verdú, citado en López, 2005: 22).

Es así como la gran paradoja de la televisión es que puede ocultar mostrando, […] lo hace cuando informa de tal manera que hace que lo que está mostrando pase inadvertido o parezca insignificante (Bourdieu, 1996: 24). La televisión, que parece ser un instrumento que refleja la realidad, acaba convirtiéndose en un instrumento que crea la realidad (Bourdieu, 1996: 28), puesto que lo que no se transmite en los noticieros para la esfera social es como si no existiera, como si no estuviera sucediendo en la realidad; es como si para que algo fuera real tuviéramos que volverlo imagen, volverlo ficción.

Ahora bien, no hay que olvidar que el cubrimiento de dichas noticias no es hecho por «los medios» como un ente abstracto que hace las cosas por sí solas, sino por periodistas, fotógrafos, camarógrafos que conforman dichos medios. Así que para analizar la forma como la información es transmitida es importante reflexionar en torno a la naturaleza misma del oficio periodístico. Aunque este trabajo no pretende hacer un análisis de los contenidos informativos de los telenoticieros, sí es importante revisar cómo se construye la información para la cual se componen las imágenes de violencia.

Es entonces importante detenerse a pensar en la manera y el contexto donde se construye la información que se transmite. Como dicen Rincón y Ruiz, en las informaciones hay ausencia de contextos informativos para la construcción del sentido social, ya que proliferan los datos sin confirmar, como estrategia de la chiva, se repiten torpemente datos, se cuentan hechos sin panorama, realidades sin seres humanos ni historias […] La visión del conflicto es guerrista, los reporteros colombianos son turistas que dan versiones preconfeccionadas por los actores del conflicto y se han convertido en mensajeros del terror, comunican el poder de horror de los violentos generando en las audiencias sentimientos de impotencia (2002: 74).

Este concepto del periodista como turista me parece muy importante y determinante en la forma como se emite y percibe la información de la realidad. La visión del turista es muy particular, puesto que es la otredad en su máxima expresión. Se visitan lugares y se experimentan circunstancias que los otros, los nativos, hacen a diario con ojos de simple curiosidad. Si la información que se transmite se construye desde el punto de vista de la curiosidad, puede ser esta la razón por la cual no se logra una conexión con la audiencia, puesto que lo que se le está presentando al receptor son imágenes fragmentadas de lo que les sucede a los otros.

El relato informativo, en últimas, se teje a partir de retazos de la guerra, de cifras de muertos que no dicen nada, de noticias que reconstruyen los hechos del diario acontecer del conflicto, pero que han sido despojados de su propia historia y del contexto en el cual se produjeron (Barón y Valencia, 2001: 53). Son muertos que ni siquiera tenían vida. Al respecto, Sontag (1981) dice que si las fotografías permiten la posesión imaginaria de un pasado irreal también ayudan a tomar posesión de un espacio donde la gente está insegura. Así, la fotografía se desarrolla en conjunción con una de las actividades modernas más características: el turismo (Sontag, 1981: 23).

Bourdieu (1996) elabora el argumento de la circulación circular de la información, que consiste en que la información se produce desde los mismos medios: los periodistas se leen y consultan mutuamente; la gente que nos informa es informada por otra gente que está inscrita dentro del mismo medio. Es decir los titulares de unas publicaciones se repiten más o menos modificados en las otras. Lo mismo sucede con los informativos televisivos o radiofónicos de las cadenas de gran difusión en el mejor de los casos, o en el peor, sólo el orden de las noticias cambia (Bourdieu, 1996: 30).

Incluso, muchas veces las informaciones televisivas se elaboran con una fuente y las imágenes que circulan en diferentes medios son de un solo reportero (Bonilla y Tamayo, 2005: 46) y, en el caso de que haya varios reporteros, las imágenes resultantes son bastante similares. La información circula desde los medios y para los medios. Es por esto que pensar la imagen televisiva muy ligada a lo que se produce en la prensa escrita y viceversa es pertinente, puesto que «para los periodistas la lectura de los periódicos es una actividad imprescindible y la revista de prensa un instrumento de trabajo: para saber lo que uno va a decir hay que saber lo que han dicho los demás» (Bourdieu, 1996: 31).

Los periodistas hacen una selección, una búsqueda de lo sensacional, de lo espectacular. Se interesan por lo extraordinario, por lo que se sale de lo común, por lo que no ocurre a diario: los periódicos y la televisión tienen que ofrecer cada día cosas que se salen de la rutina habitual (Bourdieu, 1996: 26). Sin embargo, lo que no resulta fácil en Colombia es definir qué es lo más extraordinario de todas las cosas que preconcebidamente se definen en los medios como «extraordinario», haciendo que los periodistas trabajen hora a hora, sin tener tiempo para la pausa ni la reflexión, en medio de una realidad caótica (Rincón y Ruiz, 2002: 75). Aquello genera una cobertura informativa enfocada básicamente hacia el hecho–suceso–incidente, con un escaso seguimiento informativo y, en la mitad de los casos, con una ausencia de contexto en la información, que permita al televidente conectar los hechos que «hoy» se narran con sus antecedentes, relaciones y consecuencias (Bonilla y Tamayo, 2005: 46).

El problema que esto plantea es que si la información que se está presentando se hace sin tiempo para la reflexión, es evidente que así mismo será la reacción de la audiencia: superficial, porque se le están presentando informaciones que ya se han oído una y otra vez. Día tras día, hecho tras hecho, las filas de nombres se van reemplazando hasta convertirse, en el interior mismo del discurso, en algo banal e insignificante (Barón y Valencia, 2001: 73). Es decir, la información se homogeniza a través de los relatos mediáticos que generan oralidades monotemáticas (López, 2005: 21). En palabras de Bourdieu, lo que está ocurriendo cuando se emite una «idea preconcebida» es como si eso ya se hubiera hecho; el problema está resuelto. La comunicación es instantánea porque, en un sentido, no existe. O sólo es aparente (Bourdieu, 1996: 39), provocando que, como afirma López (2005) en su análisis de la crónica roja en los periódicos, lo noticioso construya más bien un rumor colectivo. Es acá donde radica el problema al no existir comunicación, porque lo que existe es una cantidad de información que flota en el ambiente y una audiencia que no se puede conectar con los contenidos informativos generando un sentido de apatía e indiferencia generalizada por la realidad. En términos de la imagen, si lo que se muestra una y otra vez son las mismas imágenes de masacres, cuerpos mutilados y poblaciones devastadas, por más que el escenario vaya variando, la audiencia va a ver que lo que se le está mostrando es siempre lo mismo.

Ese sentido de comunicación instantánea, de acortamiento de profundidad de la información, se hace evidente en la forma como en el Noticiero Nacional, en su emisión del 17 de abril de 1996, el asesinato de nuestro pariente sirvió como marco para el siguiente acontecimiento noticioso, dejando de manifiesto el exceso de la violencia, la forma rutinaria en la que ocurre y, por supuesto, bajo la cual se narra y se registra no solo la muerte sino también la violencia en Colombia: Este triple asesinato ocurrió apenas unas horas después del atentado contra la residencia del ex ministro Juan Gómez Martínez. Este crimen se convirtió en una tragedia para la familia Bernal. La bomba no solamente le propinó la muerte a la señora Lucía Gómez de Bernal sino que también le originó la ceguera a su esposo (Noticiero Nacional, 17 de diciembre de 1996).

La rutina de la muerte se perfila como la constante de los medios, la ineludible consecuencia de un conflicto cuya violencia satura las mentes de las audiencias con imágenes de masacres, muertes (Barón y Valencia, 2001: 53). Estamos acostumbrados a ver imágenes producidas por una lente que le apunta a los cadáveres ajenos, a muertos sin dolientes. En el caso de la representación de la muerte violenta en Colombia, en ocasiones, «los medios de comunicación manejan la muerte de la peor manera, sin respeto alguno por las familias, que aún no se han enterado» (Tovar, 2006: 129). Sin embargo, esta falta de comunicación aparente de repente encuentra interlocutores cuando la noticia de la que se está hablando ubica sus respectivos receptores, cuando uno de esos nombres se destaca de esa multitud que día a día engrosa el inventario de muertos en nuestro país. Es decir, cuando hay algo que es diferente dentro de lo que se ha repetido una y otra vez. En el caso objeto de esta investigación, cuando por primera vez la noticia de la muerte en Colombia cobró sentido en mi familia fue cuando en ese «otro atentado en Medellín», como lo narraron en un noticiero, reconocimos a una de las víctimas.

Es pertinente anotar que bajo ningún motivo pretendo decir que la falla en la comunicación sea exclusiva de los medios, puesto que si bien los medios sí ostentan un poder —poder para definir temas, para designar relevancias, para expresar puntos de vista, poder para establecer visiones y significantes sobre la vida social—, éste no es omnipotente, como en ocasiones se les intenta atribuir, sino producto de la aceptación y rebeldía de sus audiencias, de las negaciones que ellas entablan con los medios con cada noticia, con cada línea, con cada enunciado (Barón y Valencia, 2001: 44).

*Este artículo hace parte del primer capítulo de su libro «Noticia al aire… memoria en vivo», publicado dentro de la Colección Prometeo de la Editorial de la Universidad de los Andes, a cargo de la Facultad de Ciencias Sociales y el Departamento de Antropología de la misma universidad.
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* Erika Diettes es Artista Visual y Comunicadora Social de la Pontificia Universidad Javeriana. La memoria es un tema recurrente en sus obras, los recuerdos de la piel y de la mente, la violencia, la desnudez, la muerte. En su trabajo se conjugan la fragilidad del hombre y la historia contemporánea. Erika asume la responsabilidad del artista que vive en un país en guerra, que no es sólo ser espectador, sino testigo, hay una necesidad por dejar un testimonio y que el conflicto no se centre solo en las víctimas reconocidas por los medios, sino en los cientos de víctimas olvidadas. Sus obras han sido expuestas en importantes escenarios a nivel nacional tales como los Museos de Arte Moderno de Bogotá, Cali, Medellín, Barranquilla, el Museo de la Universidad de Antioquia, el Museo de Arte de la Universidad Nacional y el Museo Nacional de Colombia, y a nivel internacional en el Museo de Arte Contemporáneo de Santiago de Chile, el Centro Cultural Recoleta en Buenos Aires, Argentina y el Museo de Bellas Artes de Houston entre otros.

1 COMENTARIO

  1. hola, estoy totalmente de acuerdo con usted nuestros familiares fueron victimas de los violentos, y para ellos y nosotros no hubo claridad alguna con respecto a los responsables de este crimen.
    Mi padre el Director de la cárcel de Bellavista quien iba en compañía de su familiar, el conductor, escolta y gran amigo.
    Aun yo quisiera saber que han hecho las autoridades, pero como ellos no eran familiares de personajes importantes los dejaron en el olvido y archivaron su caso, esto lo tenemos que padecer algunas personas hasta que llegue alguien al gobierno con sentido.
    Para usted y sus familiares un saludo de alguien que vivió ese horrible episodio.

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