EL ABUELO NO ES QUE ESTÉ MUERTO
Por Anacristina Aristizábal*
Mi abuelo empezó a morir un día cualquiera de un año que ya no recuerdo. Fue tan imperceptible como un pequeño insecto que corroe invisiblemente un cuerpo. Pero no era realmente su cuerpo lo que buscaba, realmente buscaba su vida para depredarla.
Recuerdo que él cantaba desde el alma, alegrando las fiestas con su voz y su guitarra. Me contó un día que desde muy niño empezó a cantar con una voz melodiosa y dulce que salía sin ningún esfuerzo, tan natural como una tarde de enero en la ciudad de las montañas. Ya desde la escuela las maestras lo invitaban a los paseos para que alegrara las tardes provincianas de otros niños, en otras escuelas. Era el tiempo cuando vivir no dolía y cuando esperar aún era esperanza. Pero eso fue hace muchísimos años cuando en su vereda apenas se podía cursar hasta tercer grado de la escuela elemental…
Después de tanto tiempo la muerte se lo ha llevado lentamente arrancándole del alma los amores y las ganas, sembrándole en su lugar remembranzas de seres amados y momentos fulgurantes que, al recordarlos, lo dejan jadeante de suspiros y de lágrimas.
No dice nada. Sin quejarse, su silencio son gritos que se oyen en la distancia. La inclemencia del paso de los años va dejándole una huella imborrable que vuelve aterradoras no tanto las arrugas del rostro, cuanto la falta de vida en la mirada.
Hace algunos años que ya mira sin ver. Decidió refugiarse en los recuerdos y entonces, cuando creo que está mirándome a la cara, lo que realmente está mirando no es el presente, sino el pasado al que quisiera poder volver. Muchas tardes, cuando lo espío sin que lo sepa, lo veo reírse a solas y decir entre dientes cosas que nadie puede comprender. Habla con tanto entusiasmo que cualquiera podría creer que no está aquí, sino que está allá, en el mundo que ya se le fue y no se lo ha querido llevar.
Y entonces ahora vive en un mundo que no es el suyo, que no le pertenece y en el que no se sabe mover. No entiende de asuntos digitales ni de cajeros electrónicos ni de home theatre ni de I Pod nano ni de mouse ópticos ni de memorias externas. Otro fue su mundo. Sin percatarse, el tiempo se le vino encima y lo desplazó a un otro con el que no puede hablar. Por eso hace ya mucho tiempo que, al ver que nadie lo entendía y que a ninguno entendía, decidió no volver a hablar con nadie y regresar a su mundo, un mundo que sólo existe en su memoria y que alimenta con las 756 fotografías en papel que desde entonces inventarió y que le permiten regresar a la vida, remontarse a su mundo y vivir de sus recuerdos.
Cuando me preguntan, digo que el abuelo empezó a morir un día cualquiera de un año que ya no recuerdo. No es que esté muerto para este mundo y no es que esté vivo para su mundo. Simplemente vive en los recuerdos de su memoria donde los muertos siguen vivos y donde él, vivo, se acompaña con sus muertos.
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El abuelo asegura que a esos muertos él los siente como vivos. Traba conversaciones interminables y trata de terminar asuntos pendientes de hace muchísimos años que inusitadamente regresan a su memoria con la claridad del medio día. A cada uno llama por su nombre y algunas veces en su boca desdentada aparecen sonrisas que solo él entiende o su frente se frunce con dolores que ya a nadie le importan.
Recuerdo el día que me describió sus tardes en el brazo más fuerte de la acacia. Eran tardes de enero con azules de fondo sin tormentas y verdes perfumados por los aromas de la eterna primavera. Cantaba con su guitarra cantinera y las notas más altas se las encargaba a su hermano más pequeño. No iban a la escuela, no usaban zapatos, los pantalones no llegaban a la rodilla y los turpiales silvestres los acompañaban a coro sin espantos de caucheras.
Hace unos años, cuando el asombro del futuro no le había asentado la amargura, todavía me hablaba con orgullo de los días en que dominaba el mundo. Caminaba por la calle Junín de charoles, saco y corbatín avivando el alma con silbidos que atraían miradas juguetonas de doncellas esquivas y difíciles, no como las «saltonas» de ahora que perdieron el encanto por falta de secretos y nada de misterios.
El abuelo vivió los tiempos cuando sólo se corría para llegar temprano a misa, los vecinos compartían las viandas navideñas, las laderas verdes estaban sembradas de guayabos, madroños, mangos y naranjos y el mayor peligro en la calle lo representaban las escapadas de los novillos desbocados en busca de mujeres asustadas, viejas desmayadas y toreros sin capotes.
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El abuelo quisiera volver pero no puede. Los pasos cortos no son suficientes para volver por el camino recorrido y la mano sin reposo lo atormenta sin alivio. Nadie conoce los secretos del abuelo. Una noche me dijo que solo después del olvido confesaría las penas y dolores que le han hecho llorar el alma en seco. Y me explicó que algunas veces en los amaneceres de desvelo el alma llora penas que ni el amor consuela; son tan hondas que ni el tiempo solo mitigarlas puede. Por eso no corren lágrimas y son llantos secos como los manantiales que algún día fueron frescos y abundantes, pero el tiempo y los desechos los convirtieron en surcos áridos que sin vida delatan el dolor de la tierra.
El abuelo asegura que los llantos del alma, que ya agotaron las lágrimas, se clavan en un pedacito de la vida y se quedan allí para siempre. Dice que cuando esos recuerdos se avivan con canciones, poemas o aromas, el corazón gime y los ojos sin lágrimas evocan con detenimiento. «Lloro en seco recuerdos cuando estoy distraído mirando sin ver —me dice—: aunque los ojos miran para adelante, yo estoy mirando para atrás».
Un día escribió en un cuadernito: «No procures hallar el color de la vida, la vida la tienes que pintar tú. Pero no esperes a perder la luz de los ojos para comprender que el color depende de ti. Recuerda combinar con ahínco los tonos para que el imperio de los grises o los extremos en blanco y negro no te amarguen en monocromías. No dejes que el segundero te oculte los matices porque, corriendo por ahí, no verás el arco iris con que puedes colorear la vida». Y entonces yo quise gritarle con impotencia que sus relojes fueron de cuerda pero que hoy son digitales. Que su mundo estaba pintado de azules profundos, verdes montañeros, noches estrelladas y flores de eterna primavera. Pero hoy el cielo tiene color de efecto invernadero; las montañas saturadas de casuchas destartaladas y enormes edificios grises extrañan los bosques de madroños, mangos, guayabos y naranjos; las estrellas están escondidas por el humo camuflado de las industrias nocturnas y las flores silvestres fueron reemplazadas por vallas, avisos, letreros y señales luminosas que no dejan pensar ni ver el horizonte ni el más allá. Mi abuelo lo escribió en su cuadernito y yo le respondí en mi PC.
Ya el abuelo no es de este mundo. Aunque su corazón palpita para mantenerlo en este mundo, éste ya no es el mundo que palpitó en su corazón. Y como cada vez lo entiende menos, entonces cada vez prefiere aislarse más. Por eso no recuerda las cosas inmediatas, pero sí con vigor las cosas que ya no están. Una vez me dijo con mucho miedo que a los 10 años menospreciaba a los chicos que tenían 5; a los 20 no entendía los juegos de los que tenían 10; a los 30 extrañaba las fiestas de los que tenían 20; a los 40 quería corregir algunas cosas de cuando tenía 30; pero a los 50 empezó a preocuparse porque ya casi llegaba a los 60; a los 60 se alegraba porque no había llegado a los 70 y a los 70 sólo se lamentaba porque su tiempo ya estaba en el pasado y no tenía fuerzas para mirar el porvenir. «Vas a tener que aprender a mirar en horizontal y si no, te la pasarás deseando la vida que no tuviste o intranquilo por la que no sabes si te llegará».
Yo le dije que parecía amargado y cansado de vivir. Y en su cara reseca una mueca ofició de sonrisa. «Amargado no. Cansado sí. Disfruté de mi mundo, crecí con mi tiempo, aprendí de mi vida y moriré sin resentimiento. Es el momento de atravesar el horizonte, de conocer nuevos caminos y acomodarme en mi morada eterna». ¿Por qué estás seguro de una morada eterna?, le pregunté. «Porque esta es mucha vida para tan poco mundo: porque ser es demasiado profundo, con muchas posibilidades, infinitos caminos y muy poco tiempo de aprendizaje. Sólo allá podremos saciarnos siendo lo que somos y quizá solo allá lograremos saturarnos en amor con los otros».
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* Anacristina Aristizábal nació en Medellín y siendo una juvenil periodista le tocó padecer la peor época del narcoterrorismo de los años ochenta, asunto que le hizo desviar el camino del reporterismo. Muchos años después, tratando de recopilar esos nefastos años, se dedicó a sistematizar los actos cometidos por el cartel narcoterrorista contra su ciudad y publicó, en 2018, bajo el sello de la Editorial UPB, el libro «Medellín a oscuras. Ética antioqueña y narcotráfico». Y como en sus pesquisas históricas no ha cesado el interés por esa ciudad, recopiló en «Medellín, una historia. Desde los aburraes hasta el siglo XIX», la historia de una urbe que no deja de ser noticia, pero de cuya historia y orígenes saben muy poco sus propios residentes. Pero no solo la capital de Antioquia ha sido el tema de sus creaciones, también ha incursionado en el cuento histórico con «Nabu, cuentos fascinantes sobre la historia de la escritura y el libro».
Este relato del abuel me trae a la memoria al mio como si fuera el tuyo y ni que agregar del abuelo Justiniano; arriero que le tocó batallar para fundar familia ejemplar y hacer conocer del mundo los magníficos y hermosos sombreros aguadeños a lomo de mula desde su origen hasta el istmo; que luego cuando se volvió canal.de Panamá…..por los datos histórico-documentales; que son otra historia tan empolvada como desconocida para la mayoría; cuando aún era otro departamento de Colombia
Muy muy bien descrita la percepción de ese ser casi olvidado, como lo son los abuelos y el contraste frente al mundo actual tecnológico, de verdad merece aplausos Luz ASTRID Mesa, su escritura nos es cercana y familiar.
Muy muy bien descrita la percepción de ese ser casi olvidado, como lo son los abuelos y el contraste frente al mundo actual tecnológico, de verdad merece aplausos Luz ASTRID Mesa, su escritura nos es cercana y familiar.
Hermoso…. Eriza la piel …las neuronas y los recuerdos de todas las bellas personas que hemos tenido que ver partir así ….aflorando recuerdos de juventud y deseando estar allí….Gracias. Ana Cristina….amiga de juventud y ejemplo de vida……