Por Carlos Alberto Velásquez Córdoba*
Muchos me han preguntado: ¿cómo se hace para inventar un espanto? ¿Cuál es su secreto para fabricar fantasmas? Y es que, modestia aparte, mis fantasmas y espantos han sido muy admirados (o quizás temidos) en los círculos laborales en los que me he desempeñado.
Inventar un fantasma no es fácil. Requiere de astucia e investigación. Uno debe tener la historia específica, en el momento justo, con las víctimas precisas. De lo contrario el espanto jamás pasará a la historia.
En las secciones de libros de todos los supermercados hay una colección que atrae por lo llamativo de sus nombres. Hay Mecánica para Dummies (principiantes o legos), Electricidad para Dummies, Guitarra para Dummies, Inglés para Dummies, etc., pero nunca he visto un ejemplar que diga «Espantos para Dummies».
Y es que, hasta ahora, muy pocos se han preocupado por el sutil arte de infundir miedo a otros por medio de historias de espectros, fantasmas o espantos. Por eso he decidido hacer un pequeño manual para fabricar un fantasma.
MOTIVACIÓN
En primer lugar, comencemos por la motivación. No todos pueden inventar un fantasma. Para ello hay que querer hacerlo. Hay personas que les gusta inventar estatus. Visten con copias de las mejores marcas (aunque sean una vil copia) tratando de hacer creer a sus congéneres que tienen el dinero suficiente para vestir con las prendas de los mejores diseñadores. Cambian de vehículo cada uno o dos años mientras que siguen viviendo en una choza de paja en un barrio marginal. Esas personas inventan una posición social y tratan de mantener la ilusión ante sus «semejantes».
Otros quieren inventar una intelectualidad que no existe. Por ello mantienen bajo el brazo un libro que nunca leen. El requisito es que tenga más de cuatrocientas páginas y preferiblemente en inglés o francés. Es indispensable que el libro sea de un autor desconocido, no vaya a encontrarse con alguien que de veras lo haya leído y se entable una conversación bastante bochornosa.
Hay personas que se inventan vidas que no tienen y tienden a creerse ellos mismos el cuento.
Pero, el que inventa fantasmas crea ilusiones para los demás.
Sí. Para inventar un fantasma hay que tener el tipo de personalidad que disfruta de engañar, y las aptitudes para ello. Pero no es engañar para sacar provecho, no. Es engañar para llevar a nuestra víctima por los oscuros caminos del miedo y la zozobra.
Inventar un buen fantasma no se debe confundir con darle a alguien un susto. Por el contrario, es hacer que la persona quiera creer en el fantasma que no quiere ver. Que al pasar por un corredor oscuro perciba una presencia tenebrosa sin que alguien más le pegue un susto.
El fantasma puede fabricarse para evitar que una persona u otra entre a sitios que no queremos que entren. Algunos inventan fantasmas para evitar que alguien indague más en sus secretos. Un ejemplo claro de ello es El perro de los Baskerville, de Conan Doyle. El misterio estará a salvo si se genera miedo.
Algunos otros inventarán espectros para recrear los fantasmas de su pasado. ¿Quién dudaría de los sufrimientos del joven Poe cuando se leen sus Narraciones extraordinarias? Unos pocos escritores inventarán fantasmas para aumentar las ventas de sus libros. Estos últimos fantasmas hacen parte de un grupo de espantos que no lograrán llegar a más de dos o tres generaciones. ¿Quién recordará «La niebla» de S. King en unos trescientos años? El escritor que escribe exclusivamente con el afán de vender nunca podrá crear un espanto inmortal.
Sin embargo, el buen inventor de fantasmas debe tener una sola motivación: infundir temor. Las otras ganancias (dinero, fama, etc.) vendrán por añadidura.
AMBIENTE (ATMÓSFERA)
El ambiente para fabricar un fantasma es tan esencial como el fantasma mismo. Drácula no sale al medio día. Incluso Stoker tuvo que obligar a su personaje a sufrir con la luz del sol para poder generar el suspenso hacia lo que iba a ocurrir en la noche.
No. Siempre hay que crear un fantasma con la atmósfera propicia. Quien haya contado historias de terror, sabrá que no es lo mismo hacerlo a plena luz del día que cuando se hace a medianoche amparados (o atacados quizá) por la oscuridad. Nadie podría imaginar el cadáver de Ligeia moviéndose en su tumba a pleno día. Edgar Allan Poe tuvo que imaginarlo de noche cuando «la mayor parte de la espantosa noche había transcurrido».
El fantasma de Canterville, de Wilde, no pintaba su mancha de sangre en el día. Tampoco agitaba sus cadenas a las tres de la tarde. Lo hacía en la noche.
Se los aseguro. Si quieren fabricar un fantasma, denle forma en la noche, en la oscuridad de una caverna o en lo más recóndito de un sótano. La luz del día solo es para míseros zombies de series televisivas.
Pero el ambiente no es solo el momento: también es lo que nos rodea. Un fantasma en un parque de diversiones no tiene nada que hacer. Un fantasma requiere que todos nuestros sentidos estén trabajando al máximo sin ningún tipo de distracciones. Una fiesta de graduación o una celebración de un matrimonio son un momento pésimo para un fantasma: nadie notará su presencia.
Es indispensable que las víctimas de los fantasmas puedan dedicar sus seis sentidos (el sexto sentido es el que más cuenta) para poderlo percibir, o por lo menos intuirlo.
Desafortunadamente ya no encontramos castillos con la frecuencia de que disponían Poe, Stoker o Wilde. También hay que tener en cuenta que el acceso a los cementerios es limitado (Bécquer estaría muy triste con ello). Las viejas calles de Londres y Edimburgo funcionaron para Dickens y Conan Doyle.
Pero hay que aprender de Lovecraft, de King y de De Maupassant que no sólo es el ambiente externo. También se requiere de un ambiente personal, que no es sino una serie de condiciones propias de los pensamientos y creencias de quien vive la experiencia. El temor que generó Orson Welles con su programa radial de La guerra de los mundos de H. G. Wells, no hubiera sido posible si los estadounidenses no vivieran permanentemente en un estado de temor.
FANTASMA
Un fantasma debe ser creíble. Nadie creerá que el fantasma de un atún gigante te atacará mientras acampas en un desierto con tus amigos. Si Dickens hubiera imaginado los fantasmas de Scrooge como tres cerditos, habría despertado deseos en un lobo Feroz, pero no sería Un cuento de navidad. Si al doctor Fausto, de Goethe, se le hubiera aparecido una damisela con una capa roja y una cesta de panes para la abuela, en lugar de Mefistófeles, la historia sería muy diferente. Un buen fantasma requiere de una personalidad típica para cada caso.
Un fantasma no tiene necesariamente que ser grotesco. Basta con que genere en su víctima la incertidumbre de lo sobrenatural. Por eso, la criatura del doctor Viktor Frankenstein nunca podrá ser un buen fantasma. Puede asustar a alguien que desprevenidamente se encuentra con él en un callejón oscuro, pero nunca generará el temor a lo desconocido. Siempre habrá alguien que diga: «Ese debe ser un hombre disfrazado», y seguirá su camino.
Un fantasma no tiene que ser feo. Por el contrario, un aspecto dulce puede ser más aterrador que cualquier zombie. Un zombie generará repulsión, asco, tal vez. En los más puristas, puede activar ciertos temores hacia enfermedades contagiosas. Pero nadie espera que se aparezca un zombie. Sencillamente ellos son para asustar en el cine, y para tener un pretexto para abrazar a aquella jovencita que no nos dejaría hacerlo en un concierto de la filarmónica. Pero definitivamente, los zombies no sirven para nada más.
Un verdadero fantasma puede no tener una forma definida. Un buen fantasma tiene que dejarse a la imaginación de la víctima. Nuestros mitos y leyendas son ricos en este tipo de personajes. La Patasola y La Madremonte de nuestros abuelos siempre podrán acecharnos en lo profundo de un bosque o en el fondo de una cañada. Y no habrá nada que lo pueda evitar, porque cualquier imagen borrosa, cualquier ruido, puede evocarnos esos personajes. Por esa razón siempre nos encadenarán a lo sobrenatural.
VÍCTIMAS
Este es un elemento crucial. Todo fantasma necesariamente estará ligado a la víctima. Podemos crear un fantasma perfecto, incluso relacionado con un personaje histórico real. Podemos ubicarlo en el ambiente más propicio de todos. Se puede tener todas las razones posibles para inventar un fantasma, pero si no hay nadie a quien espantar, de nada sirve. Sin espantados no hay fantasma.
Algunos podrán decir: «Yo no creo en fantasmas». ¡Falso!
Todos los humanos somos potenciales víctimas de los fantasmas. Algunos de una forma más expedita que otros. Hay quienes que, por naturaleza, creen en ellos. Pero hay algunas personas que requieren de algún tipo de estratagema para convencerlos de su existencia. Es un verdadero reto espantar personas que presuman de intelectualidad y de escepticismo. Sin embargo, allí es donde se puede apreciar el verdadero arte. Espantar a un escéptico es el culmen de todo buen inventor de fantasmas.
Para iniciar la leyenda de un fantasma se requiere conocer muy bien a la víctima. Conocer sus más ocultos temores y liberarlos. Tienes que intuir la mejor forma de sembrar la duda, de generar expectativas. Conociendo a tu víctima, puedes hacer que crea en cualquier cosa. Aprende a leer los rostros y los gestos de tu potencial víctima, y podrás inocularle el bicho de la duda y la zozobra en el momento preciso.
PERPETUACIÓN
Uno puede fabricar un fantasma perfecto. Puede hacer morir de miedo a cuantas personas estén presentes, pero si no hay un recordatorio permanente, el fantasma morirá sin remedio. Nadie recuerda ya el fantasma del edificio Coltejer. Nadie recuerda el espectro de la basílica de San Pedro, porque ningún guía turístico lo menciona, al menos oficialmente.
Para que un fantasma sobreviva en el tiempo hay que alimentar su memoria. Hay que darlo a conocer a las nuevas generaciones. De lo contrario el fantasma morirá irremediablemente. Esa es la diferencia primordial entre un fantasma de la literatura y un fantasma real. El verdadero fantasma seguirá espantando en el sitio donde ha sido inventado e incluso puede trascender las fronteras físicas. A mayor perpetuación habrá mayor campo de acción. El fantasma literario no saldrá de un libro. El verdadero fantasma será visto por mayor cantidad de víctimas y en más lugares cuando se hace bien este último punto.
DE LA TEORÍA A LA PRÁCTICA
Para ilustrar lo que acabo de exponer con respecto a la invención de fantasmas, a continuación les narraré como logré crear el fantasma de Ifigenia en un hospital de la ciudad. Este fantasma ha sido todo un éxito: Han trascurrido muchos años y todavía sigue apareciendo.
Una noche fui llamado a revisar a una paciente al servicio de hospitalización. La enfermera jefe me informó que a la paciente le habían practicado una histerectomía. La paciente había salido muy mareada de cirugía y se quejaba de no poder dormir bien. Eran aproximadamente las once de la noche.
Para ese entonces todavía no tenía la intención de inventar un fantasma. Sin embargo, el solo hecho de ver que las enfermeras brincaron en sus sillas cuando las saludé al llegar al cuarto piso, me dio la idea de aprovechar el pequeño susto que habían tenido.
Luego de revisar rápidamente la historia clínica de la paciente buscando datos sobre la cirugía, tipo de anestesia, antecedentes y otros datos de importancia, me dirigí a su habitación con el fin de ayudarle a pasar una mejor noche. Encontré a una mujer de unos cuarenta y cinco años de edad. Estaba tranquila, acostada boca arriba como casi todos los pacientes luego de una cirugía abdominal.
Conversé unos minutos con ella y revisé su pulso. Luego tomé la presión e indagué a la enfermera sobre la temperatura. Hablando con la paciente me enteré de que no tenía dolor alguno. Su molestia se fundamentaba en que cada que se dormía soñaba con un callejón oscuro por el que se veía obligada a pasar. Me decía, muy asustada, que cuando caminaba por dicho lugar veía unas manos que salían de todos lados y que trataban de atraparla. Estaba muy angustiada porque temía quedarse nuevamente dormida.
Yo sabía que sus sueños vívidos eran un efecto colateral ocasionado por el tipo de anestesia que se le había administrado a la paciente. Algunas pacientes eran más propensas a ello, y no me preocupaba en lo más mínimo.
Luego de terminar de examinarla y de verificar que todo estuviera bien, la tranquilicé asegurándole que le administraríamos un medicamento para que durmiera tranquila y sin pesadillas. Recordando mis clases de sicología y psiquiatría le recomendé que tratara de imaginar cosas buenas; que tratara de pensar en sitios agradables y en personas familiares que le generaran confianza. «Verá que dormirá plácidamente», le dije al despedirme. Ordené un sedante suave y volví a mi trabajo en urgencias.
Unas horas más tarde me llamaron a resolver otro caso de un paciente que tenía fiebre. Luego de examinarlo le formulé un antipirético. Aprovechando que había subido al piso de hospitalización, pregunté por la paciente de las pesadillas.
—Ya voy a chequearla. Es la hora de tomarle la presión y la temperatura —respondió la auxiliar de enfermería.
Decidí acompañarla. Vi como la otra auxiliar y la enfermera nos siguieron hasta la habitación 413.
La paciente estaba dormida cuando abrimos la puerta. Sin embargo, al sentir el roce de la mano de la enfermera despertó sin sobresalto. Me sonrió al verme al lado de la cama.
—¿Cómo sigue? —pregunté.
—Muy bien… ya estoy durmiendo mejor. Me ayudó mucho lo que me pusieron… Y me ha ayudado mucho la enfermera con la que estuve soñando…
—¿Enfermera?
—Sí. Todavía sigue la pesadilla de la calle oscura. Pero soñé con una enfermera que me cogió de la mano y me ayudó a pasar.
Las personas bajo efectos de medicamentos y drogas tienden en sus sueños a mezclar la realidad con la ficción.
Eso lo aprende uno desde las clases de farmacología. Sin embargo, la expresión en las caras de las enfermeras que me acompañaron a revisar a la paciente me dio toda la motivación necesaria para cambiar un poco la rutina en la calmada noche de hospitalización. Esta noche nacería un espanto en el hospital. El ambiente era propicio: Una noche de hospital. El público estaba receptivo a cualquier espectro. Y tenía el fantasma perfecto.
—¿Y cómo era esa enfermera? —pregunté.
—Delgada y con el cabello cortico.
Recordé que hacía cuatro años una enfermera del mismo piso había fallecido en situaciones dramáticas. Ifigenia, mujer soltera de unos cuarenta años, había sido una enfermera abnegada. Siempre sonriente y solícita a las peticiones (a veces exageradas) de los pacientes. Las compañeras la querían y la admiraban por su forma de ser. Siempre amable y diligente. A pesar de no tener problemas aparentes, algunas veces Ifigenia tenía periodos de tristeza y depresión. Como era una persona muy perfeccionista, sus compañeras lo atribuían a su afán de que todo saliera bien.
Una vez Ifigenia llegó feliz a trabajar. Había firmado la escritura de un apartamento. Estaba muy contenta. Había logrado el sueño de su vida: conseguir un apartamento para vivir ella sola sin la mirada indiscreta de sus padres que la vigilaban cada que podían a pesar de haber llegado a la madurez.
Sus compañeras le hicieron una modesta fiesta en el pequeño apartamento ubicado en el piso trece, de un recién construido edificio cerca de la Universidad. Pero el regocijo duró poco: Una semana después de «inaugurado» el apartamento, una llamada telefónica dejó atónito al personal del hospital. Ifigenia, en un ataque severo de depresión se había arrojado al vacío desde el balcón de su apartamento.
Según se supo después, había estado planeando su suicidio desde muchos años antes. Quería tener su propio apartamento para morir en él.
Esta tragedia fue devastadora para muchas enfermeras. Algunas tuvieron que acudir a apoyo psicológico porque no podían aceptar la muerte de la querida compañera.
Pero volviendo al caso que nos atañe, no fue necesario presentar a Ifigenia como fantasma aquella noche. Les contaré un secreto: el mejor fantasma es aquel en el que la víctima cree sin que se lo presenten.
Y así fue aquella noche.
Cuando llegamos al puesto de enfermería, una de las auxiliares comentó:
—Ay, muchachas, qué cosa tan impresionante eso que dijo esa señora… Eso de la enfermera que se le apareció para ayudarla.
Esa fue la oportunidad precisa.
—Eso no fue un sueño. Es la enfermera sin cabeza… —dije yo, como para terminar de abrir la puerta.
—Bobo, eso no existe… —y al ver que todas las compañeras la miraron inquisitivas, corrigió —¡Perdón, doctor…! Eso no existe.
—¿Cómo que no?, ¿ustedes no creen en fantasmas?
—¡Claro que no!, los fantasmas no existen —respondió otra, con cierto tono de duda en su voz.
—Es más, todos aquí saben quién es esa enfermera que se le apareció a la señora —dije, mientras miraba a los ojos de cada una.
Una luz chispeó en los ojos de dos de las más antiguas.
—¿Ifigenia? —preguntaron ellas a coro.
—Que conste, que yo no lo dije —respondí tratando de reprimir una carcajada mental.
—¿Quién?
—Ay, no muchachas. No me digan que es ella —respondió la jefe de enfermería.
—¿Y quién más puede ser, que sea flaquita y con el cabello corto?
Diana, una de las más nuevas, sentía que la excluían de la conversación.
—Que alguien me explique quién era esa Ifigenia.
No tuve que decir nada. Las otras compañeras comenzaron a contar la historia de Ifigenia y su trágica muerte. Incluso, Sofía, la jefe de enfermería, que no la había alcanzado a conocer, contó a Diana como Ifigenia se había tirado del piso trece. Otras compañeras ya le habían contado la historia y quería demostrar que estaba al día en historias del hospital.
—¡Huy, sí! Ifigenia era flaquita y tenía el pelo corto —dijo la auxiliar más antigua.
Si hubieran analizado bien la situación, habrían caído en la cuenta de que todas las presentes, (enfermera jefe y tres auxiliares) eran delgadas y tenían el cabello corto. Cualquiera de ellas hubiera podido meterse en el sueño de la paciente. Pero lo sobrenatural nos atrae más. Además, ¿para qué les iba a recordar que Ifigenia a veces llevaba pelo largo? Preferí callar.
Y allí comenzó un pandemónium de historias, miradas y encrespamientos. Una de las auxiliares relató una historia reciente.
—Ay, no, muchachas, entonces ella fue la que abrió la habitación 420 la semana pasada. Esa pieza estaba cerrada y oímos un ruido y al ir a revisar, encontramos la puerta abierta «de par en par».
—Y a Martica le pasó, hace como tres meses, que fue a cambiar unas sábanas sucias de la cama de un paciente que se había llevado a cirugía, y cuando llegó, la cama ya estaba arreglada con sábanas nuevas. Y ninguna de nosotras habíamos entrado a cambiarla.
—Y hace muchos días una señora timbró para que le cambiaran el suero, y cuando Magnolia fue a ver, el suero ya estaba cambiado.
Yo me divertía viendo cómo situaciones que podían ser atribuidas a actos humanos, eran elevadas a la categoría de sobrenaturales. Cualquier persona pudo haber cambiado una sábana, incluyendo el personal de aseo. Un acompañante con conocimientos en enfermería o medicina pudo haber instalado un nuevo suero.
Pero no. Los humanos queremos creer en lo sobrenatural.
—Se los dije… la enfermera sin cabeza…
—¡Quédese callado que yo ya estoy asustada! —me increpó la jefe.
—Yo también —dijo otra.
—Y yo.
—Y yo, miren como tengo la piel de gallina.
—No muchachas —dijo una de ellas—, mejor recemos un padrenuestro por el alma de Ifigenia.
Las acompañé en el primero. Un padrenuestro no se le niega a nadie. ¡Por Ifigenia!
Bajé al primer piso a seguir atendiendo las urgencias y las dejé rezando.
Tres días después, llegué a recibir turno en el servicio de urgencias. Mi compañera me mostró los pacientes que quedaban en espera de un examen o la terminación de un tratamiento. Al final, cuando ya estaba a punto de irse a dormir a su casa, me dijo:
—Carlos, ¿y supiste lo que pasó hace unos días?
—No, ¿Qué pasó? —lo dije con toda honestidad.
—Que Ifigenia se les apareció en el cuarto piso.
(Carcajadas)
—No te rías, que es verdad… Hasta se le apareció a una paciente que ni siquiera la conocía.
Ifigenia siguió apareciendo. Cada vez que hay un ruido que nadie sabe explicar, cada que alguien hace algo y los demás no lo ven hacerlo, es culpa de Ifigenia. Cuando alguien deja caer un bolígrafo de la mesa de trabajo (que creía haber dejado bien puesto), es que Ifigenia se lo llevó. No hay una razón normal. El mundo sobrenatural cae sobre el cuarto piso cuando es de noche y hay poco trabajo.
Con los años, Ifigenia ha llegado al servicio de urgencias. De vez en cuando se enciende la luz del cuarto de aseo por culpa de Ifigenia. Lo que nadie sabe es que basta con dejar un trapero haciendo equilibrio. Cuando este caiga al suelo se escuchará el ruido y el movimiento activará el sensor de luz. Con los años he perfeccionado la técnica para que el trapero demore varios minutos en caer. He descubierto que, si está empapado en agua, se demora más en caer.
Solo tengo que preparar el trapero y seguir haciendo mi trabajo, en cinco a quince minutos, el fantasma de Ifigenia baja y enciende la luz. A veces hace ruido, otras no. Yo, por mi parte, no tengo que decir nada. Alguien comentará que es Ifigenia, y alguien propondrá una oración por su alma penitente.
A veces, cuando subo en las noches a alguno de los pisos, me basta con pasar por el puesto de enfermería y comentar «distraídamente»:
—Muchachas, qué bueno que hayan puesto hoy cuatro enfermeras de turno.
A lo que, con absoluta certeza me mirarán como si yo no supiera contar.
—Doctor, solo estamos nosotras tres.
—Entonces, ¿quién es la enfermera que iba por el corredor de atrás hace unos segundos?
Eso prácticamente desencadenará su terror y hará que pasen el resto de la madrugada rezando.
En algunos casos, cuando veo que el temor es extremo, les explico cómo fabriqué el fantasma. Nadie me cree. Comienzan a relatar historias fantásticas o tenebrosas sobre todos los que han sido espantados por el fantasma. Historias que ni siquiera yo conocía.
Al fin y al cabo, el éxito en la fabricación de un fantasma es que la gente crea en él, aunque el que lo inventó demuestre que no existe.
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* Carlos Alberto Velásquez C. nació en Medellín en 1966. Es Médico y Cirujano de la Universidad Pontificia Bolivariana. Especialista en Epidemiología. Ha alternado su profesión médica con las letras. Distribuye su tiempo entre la práctica clínica, la docencia, las actividades administrativas en instituciones de alta complejidad, y la literatura. Ha sido participante en los talleres de literatura con los escritores Luis Fernando Macías (Cooperativa Médica de Antioquia COMEDAL) y Memo Ánjel (Universidad Pontificia Bolivariana). Es autor de un blog dedicado al conocimiento, el arte y el humor: «El blog de los lagartijos». Tiene en su haber siete libros de cuentos, una novela, y un ensayo sobre la relación entre la historia clínica y la literatura. Varios de sus cuentos y textos han sido publicados en antologías y revistas nacionales e internacionales, tanto en formato físico, como virtual. Ha recibido varios premios y mensiones en concursos literarios en Colombia y España.