EL CARRUSEL
Por Laura Linares Palacio*
Aún recuerdo de mi pueblo el discutir de don Facundo en la taberna acerca de la feria y los cambios de gobierno.
Don Facundo, hombre ancho, de mente abierta y cabellos grisáceos, buscaba en el aire lo que no encontraba en la tierra.
Una de esas noches en que se dirigía a la taberna, llegó tarde a la partida de dominó; él se rascaba la barba y constantemente hablaba en voz baja de un carrusel, sus amigos le aconsejaron:
—¡Deja de preocuparte y juega!
La costumbre los sentó a apostar, mientras el viejo, tomando cerveza, no paró de interrumpir:
—¡Va a ser un carrusel como no lo ha visto ni el más viajero ni el más holgazán de por aquí!
Me acerqué, tímido, temeroso de que la miseria se asomara en mis palabras, y, al oído, le pedí trabajo.
Al terminar el juego, don Facundo, dándome unas palmadas en la espalda, me dijo:
—¡Mañana empezamos!
Al otro día, cuando llegué al taller de la feria, el viejo me acercó un banco. Mientras bebíamos la leche que Mario, su ayudante, sirvió para los tres, don Facundo nos explicó que debíamos darnos prisa en el trabajo porque su reloj apenas se defendía del tiempo.
Salí del taller, caminé sin rumbo, recogí, cerca del manantial, los colores para pintar los caballos.
Don Facundo cinceló venas y articulaciones de cada corcel, los belfos los dejó abiertos, las patas quedaron flexibles y fuertes. Luego atravesó el vientre de cada caballo con cilindros atornillados al piso y al techo.
Mario compuso una armonía de guitarra para la caja musical del carrusel. Así los corceles subían y bajaban en un ritmo sereno.
Apenas oían la asombrosa música, los niños corrían, montaban y veían detrás del redil el andar de los caballos. Don Facundo no cobró un centavo, con el fin de que los pequeños jinetes consumieran tardes completas. Mientras, el viejo, desde su banco, sonreía satisfecho. Su cabello cada vez más blanco comenzó a confundirse con las nubes.
Por las noches, los corceles cobraban vida; mas atravesados por cilindros, sangraban del lomo y el vientre. Los bermellones ríos corrían por la tierra hasta alcanzar la cama de don Facundo, transformando su apacibilidad en dolor y hundiendo sus arrugas que no eran de vejez en su frente. Con su ropa, el viejo limpiaba el pelaje teñido.
Mario traía paja para acallar los relinchos y yo los abrazaba del cuello y les hablaba.
Don Facundo ordenó soltar los corceles; entonces desenterramos los cilindros. Sus cuerpos se sacudieron la espera y las heridas cerraron. Se bebieron la noche a trote.
El viejo puso su mano sobre mis hombros y las arrugas se esfumaron de su frente. El aliento se le fue cuando los caballos desaparecieron.
LA MAGIA DE LA NUEZ
Marcio siempre ha sido melancólico. La razón de su tristeza se remonta a la noche en que nace: un lobo, en lo alto de la colina, aúlla en tono lastimero. Sus lamentos son tan agudos que rompen las copas en que beben vino los habitantes de la villa.
El lobo pierde a su pareja en manos de los cazadores y las estrellas están pálidas y el fuego de las chimeneas expira.
El alma del pequeño Marcio, recién llegada a este mundo, solloza conmovida y jamás logra recuperarse del todo.
Sus primeros años casi todo el tiempo lo pasa en una pequeña casa que su padre le construye en lo alto de un árbol. En ella entran a momentos los pájaros y vive el viejo Abril, el amigo imaginario de Marcio.
El pequeño y Abril dibujan extravagantes gnomos y corceles con dos y hasta cuatro alas. Y se relatan uno al otro historias de los bosques. Pero a pesar de todo esto, los ojos de Marcio están taciturnos.
Llega el día en que debe ir a la escuela. A casi nadie habla, se distrae en las clases y derrama lágrimas con facilidad. Cuando se ve obligado a responder un examen casi siempre lo deja en blanco y lo reprenden con dureza.
Un día no vuelve más a la escuela.
Marcio comienza a dar largos paseos por el bosque, todo cuanto ve y oye lo asombra. Hasta el más pequeño renacuajo le parece un hallazgo extraordinario; el olor de la hojarasca lo extasía y los destellos de luz jugueteando en el río lo maravillan.
Cuando algún ciervo se acerca a lamerle las manos, le prodiga las caricias más tiernas de que es capaz. Además, siempre que encuentra a su paso alguna trampa dejada por los cazadores la inutiliza.
También comienza a leer fascinantes libros que su padre le regala. Así llegan a su vida la filosofía y la literatura. Pero aunque todo parece ir bien, Marcio no deja de sentirse lánguido con frecuencia.
Con el tiempo establece una pequeña librería. Aunque le es imposible abrirla a una hora temprana por lo mucho que duerme, la gente regresa cuantas veces sea necesario debido a las magníficas recomendaciones de Marcio.
Mas a los pocos meses de abierto el negocio, el joven librero comienza a experimentar, apenas se oculta el sol y cae la penumbra, que su tristeza aumenta. Desasosegado, discurre visitar la colina aquella en la que el lobo aullaba la noche que nació.
Al amanecer, mete una botella de vino y un pedazo de pan en su mochila y, después de ponerse el abrigo, se encamina hacia allá.
Asciende sin descanso y al paso de las horas llega a la cima. Entre la hierba, dispersa, encuentra la osamenta del lobo.
Entonces recoge los huesos y los entierra al pie del pino más alto. A Marcio se le humedecen los ojos. La historia del desdichado animal acecha su alma de nuevo.
Momentos después, entre la húmeda tierra que cobija los restos del lobo, ve algo dorado que centellea al sol. Es una nuez.
Al tomarla entre los dedos, la corteza de ésta se descasca y del interior sale un pajarillo amarillo. Vuela, muy a prisa, hacia el rostro de Marcio y con su largo pico liba sus lágrimas. Luego desaparece entre los jirones de niebla.
A partir de este acontecimiento, poco a poco, la tristeza de Marcio comienza a desaparecer y una alegría, nueva para él, lo invade.
En un tiempo, para el librero todo es diferente. Abre temprano su negocio, se reúne con amigos a tomar café y, como siempre le había gustado el jazz, aunque lo sentía muy lejos de sí, compra un saxofón. Por las tardes lo toca a la puerta de la librería, y a veces lo acompañan un tamborilero y un pianista con un pequeño teclado.
Su música da contento a todos los habitantes de la villa.
Sólo a veces, ya en soledad, Marcio, con el saxofón, revive el lastimoso aullar de aquel lobo que nunca olvidó.
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*Laura Linares Palacios es licencia en derecho de la Universidad Intercontinental de México. Con diplomado en literatura de la Sociedad General de Escritores de México (SOGM). Con estudios de filosofía de la Universidad Autónoma de México, impartidos por Enrique Dussell. Ha sido correctora de estilo y profesora de redacción. Entre 2008-2009, trabajó con el Instituto Mexicano de la Radio en la redacción de guiones. Ha publicado: Serie de cuentos breves para la sección cultural “Sábado” del periódico Uno más Uno (1998): Cuentos breves para la revista Generación (1998), Serie de narrativa breve para la sección cultural del periódico Voz Pública (1998), El gato que imagina, cuento infantil ilustrado. Editorial Praxis, 1999. Obra de teatro para la revista Punto de Partida (UNAM, 2000), acreedora de mención honorífica por la Escuela de Teatro de la UNAM. “Cuento en blanco”. Antología Aliento de Sueños. Asociación de Escritores de México, 2001. Reseñas literarias para la revista La Compañía, publicación oficial de la cadena de librerías Gandhi (2002). Migajas, libro de cuentos poéticos. Editorial Praxis, 2004. Serie de guiones infantiles para el Instituto Mexicano de la Radio (2002, 2009). Serie de cuentos breves para la sección cultural “La Furia del Pez” del periódico El Financiero (2011, 2012). El silbido del pescador, libro de cuentos poéticos, 2020. Cuentos breves para el suplemento cultural «La Jornada Semanal» del periódico La Jornada (2021).
Excelentes cuentos