Literatura Cronopio

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EL CRIMEN DE LOS SABIOS

Por César Daniel Delgado*

5

La vida puede cambiar en un minuto. Los planes son útiles hasta que las circunstancias voltean todo patas arriba y nos hacen retomar las preguntas más básicas de la existencia. Preguntas que se pierden en la bruma de la cotidianidad y que siempre son las más reveladoras del destino humano. La vida es tan sabia que casi siempre envía señales claras, pero el cerebro decide ignorarlas.

—¿Cómo? —Downey no podía creer las palabras que había escuchado. Un torrente de ideas llegó precipitadamente a su cabeza. Se imaginaba al sacerdote tratando de escapar de las garras de algún lunático que lo amenazaba con un cuchillo de carnicero en busca de sus entrañas. Lo veía arrastrarse moribundo y pesado tratando de alcanzar el computador para digitar una dirección electrónica, mientras manchaba el teclado con un líquido espeso y oscuro, hasta que la muerte ganaba la batalla y el sacerdote se desvanecía en el suelo frío que lo aguardaba indiferente para descansar en paz. Esa sí que era una buena expresión para describir lo que sentiría ahora James Licht: descansar en paz.

—Tranquilo, señor Downey. Lo mejor es que me acompañe a la oficina del capitán Bazzani. Le daremos todos los detalles del caso.

Alan se levantó como un zombi de la silla y caminó hacia donde lo dirigía Linda, mirando sin rumbo fijo hacia el piso y tratando de explicarse lo que había ocurrido. Llegaron ante una puerta de madera que tenía un vidrio opaco en el que se podía leer en letras doradas el nombre del dueño de aquel sitio: capitán Charles Bazzani. Jefe del Departamento de Homicidios. Un cargo que nunca agradaría tener.

Linda se dispuso a tocar la puerta pero se detuvo y se dirigió a Alan.

—Debo hacerle una advertencia. Por ningún motivo haga comentarios acerca del capitán. Le molesta mucho que hablen de sus peculiaridades —Alan se extrañó—. Ya me entenderá.

Le pareció curioso ese tipo de alerta, pero sintió una gran curiosidad por conocer al capitán Bazzani. Le agradaban las sorpresas y amaba la inquietud. Linda tocó la puerta y desde el otro lado se oyó una voz circense que provocó una risa leve en Alan. Esto se ponía cada vez mejor, pensó. La mujer giró el pomo suavemente y empujó la pesada puerta hacia adentro. Alan asomó su cara y logró ver a un tipo algo gordo, de baja estatura y con un bigote bastante extraño.

—Capitán, le tengo buenas noticias —Linda era muy directa—. Tenemos pistas del caso del sacerdote Licht —esperó la respuesta del capitán, pero éste no dijo nada. Alan entró en la oficina e hizo un ademán de saludo al capitán—. Capitán, le presento al doctor Alan Downey. Es nuestro informante.

Alan alargó su brazo y dispuso su mano derecha para saludar a Bazzani, acto que el capitán contestó cortésmente apretando muy fuerte la mano del médico, mientras lo miraba con la cabeza bastante inclinada hacia arriba, como un niño observando a su padre. Bazzani lo miró detalladamente tratando de identificar plenamente al médico.

—Usted me parece… conocido…

—Mucho gusto, capitán —miró a Linda y después otra vez al cómico capitán—. Y llámenme Alan. Odio que me digan doctor. Bueno, tal vez me ha visto en algún periódico opinando sobre medicina —agregó.

—Siéntense, por favor —dijo el capitán—. Cuéntame… Linda, ¿es verdad que… tenemos pistas sobre la… muerte del padre… Licht?

Para completar su extraña figura, la cabeza del capitán estaba adornada por una pequeña mata de pelo de color negro artificial, compuesta por un mechón que le nacía sobre las orejas y otro poco que parecía una maraña de hilo negro en la parte superior del cráneo. Sobre el espeso bigote aparecía una nariz similar a la del famoso Cyrano de Bergerac. Y por lo visto, ahora tenía uno de esos desesperantes ataques de hipo que eran difíciles de eliminar si no se conocían las técnicas apropiadas. Linda tenía razón, era inevitable no decir algo sobre el capitán.

—Así es, capitán. El doctor Downey —Alan carraspeó intencionadamente— el señor Alan Downey recibió hoy un mensaje del padre Licht. Es impresionante. Por lo menos ya sabemos cómo utilizó el computador que tenía en su escritorio. Aquí lo tiene —le alcanzó el pedazo de papel a Bazzani, que lo leyó detenidamente y sin aparentes sobresaltos.

Bazzani miró de reojo a Alan, dejó el papel sobre el escritorio y cruzó sus dedos, mientras el hipo seguía moviéndole la garganta con un ritmo elocuente.

—Y bien, señor… Downey, ¿por qué cree que… el padre Licht le escribió… a usted?

—No tengo la más mínima idea. Lo conocía, pero no era lo que podría considerarse un amigo. Hablamos algunas veces pero nunca fuimos íntimos compañeros. Él mismo dice en la carta que me parecerá extraño que me escriba, y sí que lo es —Bazzani lo miró incrédulo.

—¿Cómo cree usted… que puede demostrar… que esto es un mensaje original… del padre? ¿Cómo sé yo… que no es una burla suya?

—Muy sencillo…

—Disculpe —Linda interrumpió a Alan—. Capitán, usted y yo sabemos que este caso es secreto y que nadie lo conoce, excepto algunos miembros exclusivos de la policía. El señor Downey vino al comando con este mensaje, preguntando por Licht sin tener ni idea de lo que le ocurrió. Es más, yo le acabo de contar que en realidad fue asesinado.

—Además ¿cómo cree que yo me pondría a inventar algo así? Si ni siquiera era amigo mío —Alan se enojó—. Por favor, lo único que quería era encontrarlo. Pero como está muerto, lo único que queda es buscar al asesino.

A Bazzani no le agradó la idea, pero al final decidió aceptarlo.

—Perfecto. Si este mensaje… es cierto, deberíamos… tratar de solucionarlo y así… tal vez podamos hallar algo… importante —El capitán miró a Alan—. Bueno, señor Downey… creo que nos ha ayudado mucho… gracias por su… colaboración. Con esto, la agente Brown tendrá… con qué iniciar la… investigación.

—Pero, ¿cómo piensa descifrarlo? —Alan se alteró.

—La agente Brown… es bastante buena.

—Capitán, por favor —Linda se adelantó—. Soy casi nueva en este departamento y mi experiencia podría calificarse de nula. Además, el mensaje va dirigido al señor Downey y, según Licht, es el único que lo puede solucionar. Deje que el señor Downey me colabore en esto. No perdemos nada.

Bazzani pensó unos segundos.

—Está bien. Pero lo único que le pido, señor Downey… es que mantenga el más absoluto hermetismo con respecto a esta… operación. Como dijo la agente… el caso no se le ha informado… a los medios de comunicación… ya sabe, no queremos generar un… caos frente a este problema tan… grande. No queremos entorpecer… la investigación. Estará usted acompañado… por la agente Brown… Ella es la encargada del caso… y me reporta a mí directamente.

—Está bien. ¿Y qué debemos hacer ahora? —Downey quería empezar a hacer algo.

—¿Qué le parece si para empezar le mostramos cómo murió James Licht? —dijo Linda— Si tenemos más información, será más fácil seguir adelante, ¿no le parece?

—Qué más da.

El capitán extrajo una carpeta plastificada de su escritorio con el título Top secret. El médico pensó que si no tuviera esa inscripción, tal vez sí sería totalmente secreta. La abrió y desplegó cinco fotografías sobre la mesa. A primera vista lo único que se apreciaba era el color tenebroso de la sangre voluntaria y violentamente derramada de un organismo. Linda le alcanzó la foto principal, la que en una sola toma encuadraba toda la escena mortal del asesinato. Alan estuvo a punto de llorar. Sintió un leve descanso dentro de sí, ya que no vio restos de carne y vísceras regadas por el piso, como había imaginado. Solo a un hombre solitario, muerto y tieso.

Reconoció enseguida la cara del padre James Licht. Estaba sentado sobre una silla bastante cómoda, aunque ya no tenía sentido si era confortable o no. Sus brazos estaban echados hacia atrás y pudo comprobar que tenía las muñecas amarradas sobre la parta baja de su espalda. La quijada hacía pleno contacto con su esternón y la boca permanecía levemente abierta, tratando de realizar el último intento de hablar y delatar al asesino. Otra cuerda, más robusta, rodeaba el torso del padre y lo aseguraba contra la silla. Detrás del muerto se apreciaba una cama grande y blanca que semejaba un pedazo de cielo para cobijar al sacerdote y llevarlo al paraíso, y a su izquierda se veía lo que parecía ser un viejo escritorio que sostenía un pequeño computador portátil sobre el que se veía a Cristo en la misma situación que Licht. Ambos habían muerto por manos asesinas y mentes incomprensivas.

Pero lo que más impresionó a Alan fue el charco de sangre que había debajo de los pies del sacerdote e inundaba el piso bajo la silla. La sotana no dejaba ver el sitio exacto de la herida fatal y sólo permitía dejar a la imaginación la verdadera causa del desastre.

—¿De dónde proviene la sangre? No se puede ver la herida.

—Fue una cortada —Linda respondió.

—Pero debió ser muy profunda. Hay bastante sangre —en sus numerosos años como médico jamás había visto tanta sangre junta.

—Imagínese toda la sangre… que puede salir si le extirpan el… —un ataque de tos, para completar, asaltó a Bazzani.

—¿El qué?

—El pene —completó Linda.

—Así es —dijo como pudo el capitán, mientras se limpiaba la boca.

Alan no podía creerlo. ¿Estaban hablando en serio? ¿Habían castrado como un perro al padre James Licht? ¿Qué clase de hijo de puta sería capaz de hacer eso? No podía hablar. Pero tenía que saber más.

—¿Por qué? ¿Por qué lo mataron así? —«Qué pregunta tan estúpida», pensó Alan.

—Esa es la gran pregunta, señor Downey, ¿por qué? —le contestó Linda.

—Pero, hay algo que no encaja. ¿Dónde lo mataron?

—En el monasterio donde vivía. San Nicolás Tavelic. ¿Por qué?

—Me imagino que el dolor debió ser tremendo. ¿Cómo es que nadie lo escuchó gritar? No tiene una cinta ni nada para taparle la boca. Debió pegar un alarido aterrador ¿Y nadie lo escuchó? ¿No es extraño? —Linda se había cuestionado lo mismo.

—Al parecer fue… sedado antes de que… lo asesinaran.

—Es una hipótesis, muy probable. Nuestros forenses están investigando —Linda completó la afirmación de su jefe.

—¿No les parece muy fácil? Una persona entra al monasterio, duerme a Licht y después lo asesina. ¿Qué tipo de seguridad es esa? No me digan que no se han planteado esto —Alan comenzaba a parecer un detective—. Mire, capitán, aquí hay algo extraño y creo que el obispo Manning está metido en todo esto.

—Explíquese.

—Esta mañana llamé al monasterio para averiguar por James. Tenía que confirmar si era cierto lo que decía su carta. Hablé con el obispo Manning y me dijo que no sabía dónde demonios estaba el padre. Dijo que había salido de viaje. No sé a ustedes, pero a mí me parece bastante extraño su comportamiento.

—Lo entiendo, Downey… ayer en la noche recibimos… una llamada del monasterio… del obispo Manning… Dijo que había encontrado a un sacerdote… asesinado en su cuarto… Nos contó que todas las noches se reunían para… discutir diversos temas religiosos… y no sé qué más. Ayer, como de costumbre… fue a visitarlo… y lo encontró así —señaló la foto—. Anoche hicimos el levantamiento… del cadáver y le pedí… al obispo que mantuviera… todo en secreto para no… dañar la investigación. Le dije que si alguien… llamaba preguntando por James… inventara una excusa.. como la que le dio a usted y le pedí que me informara…

—¿Y lo llamó?

—No. Hasta ahora no… se ha comunicado. Me imagino que lo… hará pronto

—De todas maneras, me parece muy extraño —Alan no estaba tan convencido.

—No se preocupe… todos allá son sospechosos… Tiene razón, fue muy fácil. Le aseguro que… llegaremos al final de esto.

—Eso espero.

Linda cambió el tema.

—Bueno. Ahora que ya sabe lo que nosotros sabemos, señor Downey, ¿podría explicarnos esta carta? Por ejemplo, ¿a qué se refiere Licht cuando dice que el mundo está equivocado con personas como él?

—No tengo la menor idea. Como les dije, no lo conocía muy bien. Solo sé que investigaba mucho y escribía en varias revistas y publicaciones científicas. Me imagino que por ese rol que desempeñaba despertó envidias o enemigos en la Iglesia.

—¿Y eso de que ha seguido a las mentes más grandes del mundo?

—No lo sé. Ya les dije que no entiendo por qué me escribió.

—Pero hay algo en que nos puede ayudar. Ese archivo adjunto que nombra Licht, ¿dónde está?

—Lo tengo en mi computador. Junto al mensaje que me envió. No lo he abierto.

—Pues, señor Downey, tenemos que empezar ahí. ¿Qué le parece si nos vamos? —le agradó la propuesta de Linda.

—Perfecto. Vamos.

Se levantaron de sus sillas, pero la voz chillona del capitán los frenó.

—Downey. La última frase: Que la semilla… de occidente renazca y… perdure eternamente. ¿Qué significa?

—No lo sé. Debe ser algún tipo de despedida del padre Licht. Si nos disculpa, tenemos mucho que hacer.

Se apresuraron hacia la puerta, como un par de viejos amigos dispuestos a emprender la batalla más grande de sus vidas. Alan tenía una responsabilidad con James Licht: recuperar lo que había descubierto y por lo que seguramente había sido asesinado. No lo sabía con certeza, pero la confianza que depositó el sacerdote en él no podía tirarse al bote de la basura. Tenía que convertirse en el salvador de su legado.

—Una última cosa… Linda, mantenme informado. Es muy importante.

—Claro, jefe.

Se dispusieron a salir finalmente. Pero Alan olvidó por completo la advertencia de Linda y no pudo evitar hacer un comentario.

—Capitán, mi madre utilizaba un truco bastante efectivo para quitar el hipo. Tomaba un pedacito de papel higiénico y lo humedecía con agua fría. Me lo colocaba en la frente y, como por arte de magia, se iba ese maldito intruso. Sería bueno que lo intentara. Adiós.

—Hasta luego, señor Downey.

Salieron corriendo en busca de la verdad.

* * *

20

El sol empezaba a esconderse en el horizonte, mientras el cielo se bañaba de diversas tonalidades. En el cenit, el blanco semejaba una enorme oquedad que podía transportar a cualquier hombre hacia una dimensión desconocida. Al bajar la cabeza aparecían diversas clases de rojos y naranjas que se combinaban mágicamente para producir el violeta que llegaba hasta la línea que dividía el cielo y la tierra. Millares de cruces, losas ovaladas, y una que otra figura humana de piedra, estaban dispersas uniformemente por todo el campo verde que estaba adornado con algunos puntos amarillos y rojos que desprendían un aroma nefasto. El olor de las flores de la muerte.

El automóvil negro y alargado que llevaba el féretro se detuvo en una curva. Todos los demás coches, que eran tres, se ubicaron detrás y los hombres y mujeres con vestidos negros y caras tristes se apearon. La puerta trasera se abrió hacia arriba y dejó a la vista un ataúd caoba. Alan tomó una de las cuatro manijas que colgaban a los lados de la caja y con la ayuda de tres familiares lejanos logró levantarla para dirigirse a la última morada del cadáver.

Entre aquel campo infinito abarrotado de lápidas pudo observar a un hombre vestido totalmente de negro, con un gorro extraño y un libro entre sus costillas y su antebrazo. Junto a él, una montaña de tierra negra y húmeda se apilaba al lado de un profundo hueco que esperaba ansioso ser alimentado por la carne en descomposición. Lo había visto antes, pero esta vez le pareció un poco abatido. Era lógico. En una situación como esa no podía mostrar otra cara.

Dejaron el ataúd sobre un rectángulo formado por unas varillas de acero inoxidable que conformaban un mecanismo rústico que trasladaría la caja con seguridad y a un ritmo lentamente desgarrador hacia las profundidades de la tierra. Los dolientes se reunieron junto al cadáver encerrado y se dispusieron a escuchar al sacerdote que oficiaría el sacramento de despedida.

Alan odiaba ese tipo de actos. Quería llevar en su cerebro, durante el resto de su vida, la imagen dinámica y sonriente de su madre, pero los funerales y los interminables ritos de despedida, lo único que lograban era impregnar la mente con una imagen imborrable: un cuerpo tieso y una cara inexpresiva. Alan no quería tener esos recuerdos de su madre, por lo que no estuvo en la velación y nunca quiso ver la cara de ella muerta. Decidió alejarse del lugar.

Mientras caminaba entre las tumbas y leía los nombres de las personas que ya habían partido, dirigió su mirada al esplendoroso cielo, mientras le daba la espalda a la pequeña multitud que se congregaba alrededor del cuerpo de su maestra. Con las manos en los bolsillos trató de preguntarle al sol por qué se había llevado a su madre tan cruelmente. Cerró los ojos y escuchó los pájaros que cantaban en los árboles cercanos, pero también oyó los sollozos de sus familiares y las palabras del sacerdote.

—Dale, Señor, el descanso eterno… —dijo James Licht, esperando la respuesta correcta.

No tenía la noción del tiempo como para saber cuánto había permanecido de pie mirando al infinito, mientras una lágrima mojaba su mejilla derecha. Volteó un instante para saber lo que sucedía y ya no vio el ataúd. Estaba descendiendo mientras le tiraban flores y frases de despedida. Dos muchachos clavaron sus palas en la montaña de tierra y empezaron a tapar el hueco que guardaría el cuerpo de Helena Russell. Todos se quedaron observando cómo los jovencitos terminaban su labor diaria, que ya no era tan dolorosa como la primera vez.

Alan siguió parado en medio de ese campo de muerte y soledad, pero de pronto sintió una mano calurosa que se posaba en su hombro. Se volteó asustado y se encontró con la cara del sacerdote. Ya todos se habían retirado y la tumba lucía tapada y con su lápida gris recién instalada.

—Alan, sé cómo te sientes, hijo. Yo también he pasado por esta situación. No lo niegues más y acepta que tu madre ha partido hacia un lugar mejor. Ella cuidará de ti desde el cielo y será una eterna compañera. Esto te ayudará a madurar y muy pronto vas a comprender que la muerte no es algo malo, sino todo lo contrario, es el mejor invento de la vida. Nos ayuda a superarnos, a luchar por ser mejores cada día, a hacer realidad nuestros sueños, a dejar una huella en el mundo. Lo que debes hacer es seguir tu camino y trabajar por la gente, que es la labor más bella. Tu madre siempre lo quiso así.

Alan se sintió mejor.

—Gracias, padre. Pero me duele que haya muerto así, tan cruelmente.

—Es cierto, hijo. Pero tal vez el Señor la quería en el cielo.

—No, padre, el cielo no puede desear que alguien muera así.

El padre calló. Un nudo en la garganta le atravesó el cuello y las lágrimas brotaron de sus ojos.

—Hijo, ve a casa y descansa. Y ten siempre presente a tu madre. Nunca la olvides —dejó que el silencio profundizara su mensaje—. Recuerda que no conocemos lo que es la muerte, Alan, y por lo tanto es inútil brindarle una pizca de temor.

* * * *

Los presentes relatos hacen parte de la novela «El crimen de los sabios», de César Daniel Delgado, publicado por Mundo Historial Editores. Bogotá, 2019. 282 p.
Más información en el blog del autor.

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* César Daniel Delgado (Bogotá, 1984). Es ingeniero industrial de la Universidad Javeriana. Realizó sus estudios de primaria y bachillerato en el Colegio Champagnat de Bogotá, lugar donde nació su amor por la literatura, la historia y la naturaleza; temáticas que despertaron su interés instintivo por los misterios y los secretos de la humanidad.

 

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