EL CRONOPIO DE LAS DOS GIOCONDAS

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el cronopio de las dos giocondas

Por Ramiro Arango*

En el año 1686 fue inscrita, a la manera de registro de nacimiento, «otra pintura sobre madera de tres pies de alto, representando una cabeza sonriente de mujer, original de la mano de Leonardo de Avinci», en la galería del Alcázar de Madrid. Mucho más tarde, en 1828, se describe la pintura en términos distintos: «Retrato de Mona Lisa».

A lo largo de los años su historia cae en los abismos de la incomprensión y del olvido, hasta el día en que una mano asesina cubre el paisaje de la pintura con pigmentos oscuros, desfigurando, de esta forma, el origen de la obra. Luego, en exámenes someros y perdidos, se atribuyó como roble la madera del soporte, originando la creencia de que se trataba de una copia flamenca o de un discípulo español de Leonardo, Fernando Yáñez de la Almedina, «el más exquisito pintor del Renacimiento en España» según Elías Tormo. En este momento, y debido a su barniz amarillento y su fondo oscuro, se transmutó con un carácter marcadamente nórdico, haciéndolo pasar por una copia de la bella Gioconda y en donde el paisaje ya no existía. Únicamente en 1999 una luz apareció en el firmamento de la redención: un examen dictaminó que la madera del soporte no era roble sino nogal. Mejor aún, después de una década, en 2012, una importante restauración, la cual hoy contemplamos en la exposición, despejó el cielo entero de la fascinación artística: una nueva Mona Lisa hacía su aparición bajo la incredulidad de los expertos y la sonrisa maliciosa de la reservada Gioconda: «Estoy acá, soy dos y no una», nos dijo.

Los últimos documentos técnicos, producto de un estudio minucioso, hablan por sí mismos, nos hunden en la luminosidad de la espera. Una nueva morfología brota: hasta las grietas son parecidas a la versión del Louvre y se encuentran en las mismas zonas de la superficie pictórica.

Numerosas han sido las obras donde una mano extraña ha modificado, por supresión o adición, la composición de una pintura. Recordamos «La Dama al Armiño», o retrato de Cecilia Gallerani, del Muzeum Narodowe de Cracovia, del mismo Leonardo, o la «Madona del Gran Duque» de Rafael, conservada en el Palacio Pitti de Florencia. Son ejemplos importantes, los cuales nos interpelan y nos recuerdan a esta Mona Lisa recuperada para la historia, para el enigma glorioso del genio de Vinci.

El examen de la desdichada capa oscura nos aclara la sustancia utilizada para la intervención del repinte: el aceite de linaza. Es decir, doscientos cincuenta años después de su creación milagrosa por el maestro. Esta sustancia orgánica, este barniz interpuesto entre el paisaje y el repinte, impidió que este último se impregnara de la capa original de pintura, lo cual ha facilitado la eliminación del intruso, dejando la lazulita de Leonardo relucir con las maravillosas luces de su genio. Además, por la fecha, ha de suponerse que la intervención fue realizada una vez fuera el cuadro propiedad de la Colección Real Española.

Asombra, después de conocer los análisis, la gran calidad de los materiales. El nogal, por ejemplo, era excesivamente costoso en la época, soporte habitual de las obras de tamaño reducido de Leonardo desde su primera estadía en Milán, en los alrededores de 1481. Es necesario recordar de dichos análisis la tradicional imprimación de «gesso» que, en este caso, fue remplazada por una doble preparación de color claro, compuesto de blanco de plomo y de una pequeña cantidad de carbonato de calcio. Los estudios efectuados sobre La Dama del Armiño, de La Belle Ferronnière, del Salvador Mundi de Leonardo y del Retrato de Archinto de Marco Oggiono, han confirmado que ese tipo de preparación, aunque inhabitual en la época, era común en el taller del maestro cuando se trabajaba sobre soportes de nogal. La doble imprimación compuesta de cerusa y carbonato de plomo, aplicada sobre una preparación de «gesso», han sido descubiertas en obras como Bachus, San Juan Bautista y la Virgen de las Rocas de la National Gallery de Londres.

Los expertos argumentan, frente a la evidencia clara del paralelismo pictórico, que la obra del Prado, juzgando por la superficie, lo que el espectador observa, no posee la misma calidad de la obra del Louvre. Pero nosotros vemos la imagen de otra manera: el cuadro del Museo del Louvre está cubierto por un barniz amarilloso y de un negro profundo impidiendo vislumbrar su realidad pictórica interna. ¿Por qué no imaginar una limpieza como la de su gemela del Prado? Cuando los temores se desvanezcan y los directores de la decisión se decidan, encontrarán la gran sorpresa: las dos son iguales, la mano única del maestro las tocó en su proceso, sus huellas allí se encuentran y con el misterio mismo desde cuando las concibió, de tal forma que entregó una al cliente, la del Prado, a quien se la compró, y la segunda, la del Louvre, la llevó consigo a Francia y tuvo el tiempo suficiente para darle algunos retoques adicionales, terminando definitivamente el paisaje de lazulita, favor no obtenido por la primera.

No es de extrañar, para sostener este axioma, pues no se trata de una hipótesis, que no se tenga a su favor un evento importante, aquel cuando desde el dibujo preparatorio hasta los últimos instantes de la ejecución, y hasta el momento en que el destino separó las gemelas con un postrero adiós, se reproduce el mismo proceso de creación de la Gioconda de París. El examen comparativo de la reflectografía infrarroja de los dos ejemplares ha revelado detalles internos a la capa pictórica idénticos, ilustrando así el proceso de elaboración paralela, fascinante y enigmática por la misma mano misteriosa del artista, de tal suerte que lo descubierto en una se encuentra en la otra, incluyendo la experimentación minuciosa en la cual estaba acostumbrado Leonardo en sus actos de vida, de ciencia y de pintura.

La reflectografía infrarroja detecta que cada acto creador, en una o en otra, se realizó de la misma manera, tal vez a la misma hora, en el mismo crepúsculo o durante la aurora. Las dos figuras poseen las mismas medidas, el dibujo es idéntico, dando a suponer el traspaso por el artista del mismo cartón en las dos obras. Sorprendente también es el examen de la reflectografía de la versión del Louvre, la cual no deja ver, como en el caso de la del Prado, un neto dibujo preparatorio, solamente las líneas esenciales de la composición, lo mismo que algunas etapas intermedias encontradas también en la gemela, donde el dibujo interno es bien definido y complejo, dando lugar a pensar que ahí se halla la clave del misterio, envolvente a la manera de una veladura, de las Mona Lisas gemelas. Aseguramos entonces, afirmamos nuestro axioma: la de Madrid fue la primera en empezar, y una vez abocetada sobre el nogal precioso comenzó la segunda, la del Louvre.

Asimismo, los retoques encontrados en la Gioconda de París, al delimitar las formas, aparecen por encanto con un ligero desplazamiento sobre la obra del Prado. Más todavía, y para asombro nuestro, es únicamente esta última la que contiene correcciones o refuerzos a mano alzada, dando lugar a la reflexión siguiente: solamente en un primer dibujo se suele corregir o reforzar, y cuando se traspasa a otra tabla preparada para la copia, estos cambios ya no existen, se han resuelto, lo cual contribuye a pensar en la primacía inicial de la obra de Madrid. Podríamos también evocar, con respecto a su comprador acaudalado, la exigencia del soporte en nogal y no en álamo, menos costoso, como lo es en la Gioconda del Louvre.

Otro elemento primordial para sostener nuestro edificio son las modificaciones observadas en las finas trazas del dibujo a seco o con pincel, las cuales no corresponden a ninguna parte de la pintura en la superficie o en capas internas del original del Louvre. En el del Prado se ve la búsqueda en el trazo cuando se indaga, cuando se corrige, lo que implica, nuevamente, la prioridad en la realización. Una vez superadas las incertidumbres, se traslada la idea clara y segura a la otra versión, incluyendo ese proceso complejo nunca visto en un copista. Al mismo tiempo, en la transparencia del fondo de la obra se observan líneas y retoques de dibujo rojo en el paisaje, las columnas y la decoración, a la manera de la «Madona dei Fusi».

Los reencuentros se suceden, se acercan, se involucran en un solo concepto y en una misma obra con dos caras, dos rostros y dos pinturas, recordándonos al personaje de Isimud, el asistente de Enki de las epopeyas sumerias. Es así como las radiografías revelan que el modelo inicial de luces y de sombras en las encarnaciones es idéntico de una versión a la otra. Fuera de estas características en el rostro, en el pecho y las manos, obtenidas por finos velos de tierra sombra sobre la imprimación reflejante, la mano segura de la versión del Prado ha cubierto con una aguada gris algunas zonas del fondo anaranjado, dejándola transparentar sobre una veladura de un color más claro para poder obtener la magia de las sombras, el embrujo de la ilusión. Sobre las mejillas, la transición de tonos ha sido lograda con matices de una sobriedad sobrenatural, en pequeños toques rojizos perceptibles únicamente a la vista a través de una lupa poderosa como lo es la misma magia del artista. Esta forma de trabajar, consistente en crear sombras por medio de la pintura subyacente, ha sido utilizada en la figura del Niño en la Virgen de las Rocas, argumento adicional para nuestra proeza teórica.

El encanto supranatural continúa, la atmósfera se ilumina, la sala de la exposición vibra al canto cromático de la Gioconda del Prado. Ella misma nos dice: «Miren bien mi rostro, mis pupilas, mis vestiduras, el azul de mi paisaje, mi piel pictórica, y observen también a mi hermanita sucia, dejada al olvido por los sabios de París». Lo hacemos, lentos nos vamos introduciendo en su espacio interno, nuestros ojos se comportan como una reflectografía infrarroja, y ya lo vemos todo ahí, en el trasfondo de la forma. Todas las correcciones de la versión de París se encuentran en la gemela de Madrid, o viceversa: el entorno de la cintura escondido por los pliegues de las vestiduras, el perfil del velo a la derecha o la parte superior de la línea que delimita la cabeza. También las pequeñas correcciones aparecen a nuestra vista iluminada desde el interior de la pintura: en el escote o en la posición de los dedos de la mano izquierda. Efectos todos estos imposibles para un copista cuando transcribe solamente aquello que sus ojos ven y no las modificaciones internas realizadas durante la ejecución de la obra.

Ese aspecto etéreo, mágico, el encanto del velo, los pliegues, la cobertura pictórica, ¿cómo no buscarlo detrás del barniz amarillento, del halo oscuro, en la obra del Louvre? Es cierto, este barniz envejecido incrementa el misterio, el ilusionismo de la pintura, pero nos esconde la paleta cromática original del artista, el cromatismo escondido en su interior, aquel mismo ostentado sin pudor ni envidia en la versión del Prado.

Cuando nuestra mirada abandona la figura y ronda por el paisaje de la Mona Lisa de Madrid, no podemos dejar de constatar un elemento desconcertador y luminoso para nuestra demostración. A pesar de las evidentes diferencias de ambos cuadros y a la coherencia conceptual, cromática y formal, en relación a la manera evanescente de Leonardo, vemos también representadas las formaciones rocosas que el maestro dibujó sobre el papel, sorprendiéndonos, por ejemplo, la presencia a la derecha de la figura de las montañas dibujadas por el artista en la «Masa Rocosa» conservada en Windsor Castle. De otra parte, se observa un ligero bosquejo a la izquierda el cual coincide con las etapas intermedias reveladas por la reflectografía del cuadro de París, conforme, además, a las partes del plan medio con colores terrosos de la Santa Anna, quedando, esta, en un proceso inacabado.

Tantos indicios no dejan de perturbarnos, de llevar nuestra idea al extremo o a la verdad histórica. Coincidencias tan evidentes, si acaso lo son porque no lo opinamos, entre las imágenes radiográficas y la reflectografía de los dos ejemplares originales, así como el tipo de madera utilizado para el soporte, sobre todo la ausencia de la imprimación de «gesso», no dejan otra cosa sino acreditar nuestro axioma de que tanto una como la otra de las Giocondas fue realizada por la misma persona y mano, la única en conocerse a sí misma, a sus ideas, a los proyectos experimentales, al hechizo del trazo de una mano experta y sola, a un milagro de la creación pictórica.

Pero, ¿Por qué establecer un proceso de creación tan arduo al realizar una doble Mona Lisa? Si se tratara de una simple versión de copia, esta se hubiera hecho una vez finalizado el original. En la época era costumbre elaborar versiones de un cuadro importante, sea para el aprendizaje del alumno o el pedido de la clientela religiosa o profana. Pero se hacía después, en el momento en que el original era conocido y apreciado, o porque el autor había vendido a un mejor postor la obra en curso y debía, de todas maneras, honorar el primer contrato, repitiendo luego la obra, tal como sucedió con la «Virgen de las Rocas». Si pensamos a los materiales de ambas versiones encontramos una gran diferencia: el soporte. Por tratarse de nogal debe considerarse una encomienda de prestigio, de tal manera que el artista se contentó con el álamo en el soporte de madera, material más frecuente y menos apreciado, dando a entender que esa era para él, dejándose a sí mismo su propio testimonio, el de un amor imposible para su pasión contradictoria.

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* Ramiro Arango nació en Fredonia, Antioquia, el 12 de agosto de 1946. Todavía niño se mudó a Medellín, donde terminó la escuela primaria y parte del bachillerato. Luego se transladó a Bogotá, donde se gradúa en Ciencias Económicas en la Universidad Externado de Colombia.

Después de trabajar algunos meses en la industria privada como economista viaja a París, en noviembre de 1974. Aquí, despues de haber archivado su título de economista, inicia estudios de pintura en la Universidad de París, facultad de Vincennes VIII.

A partir de 1979 empieza a mostrar su trabajo pictórico en diferentes países, y en el año 2006 incursiona nuevamente en la poesía, cosa que Ramiro hacía antes de dedicarse a la pintura, cuando era aún muy joven y vivía en Colombia.

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