EL DÍA DE MI MUERTE
Por Norvey Echeverry Orozco*
Mamá, barriendo la casa, fue la primera que abrió la puerta de mi cuarto y me encontró colgando de la soga. ¡Nooo! —Gritó. Llamó al trabajo de papá, después al colegio de mis hermanos menores y luego a las casas de mis tías: ¡Francisco se suicidó! —Les anunciaba a todos por igual. No esperaba siquiera palabras de consuelo; de inmediato les colgaba el teléfono. Se sentó al lado de mi cama y desarrugó la hoja de cuaderno en la que le había escrito las últimas palabras:
Mamá: si me suicidé fue por tu culpa, porque yo no quería vivir. Te llevo conmigo, tu hijo.
Después de leerla cinco veces, llamó a la funeraria. Dos empleados de Gayosso llegaron hasta la puerta de la casa media hora después. Saludaron. Bajaron de un cacharro viejo un ataúd café y subieron por las escaleras. Los tipos, al verme tan pálido, no presentaron asombro, al parecer ya estaban acostumbrados a este tipo de sucesos en la ciudad. El más alto sacó una navaja y cortó el lazo; dejó que mi cadáver se diera un totazo en la cabeza y se rió a carcajadas. «De seguro tenía muchos problemas con las drogas —comentó— ¡mírale los ojos como los llevaba de irritados!». «O a lo mejor peleó con su noviecita y decidió morirse» —añadió el otro. ¡Malditos hijueputas! ¿Cómo se atreven a hablar mal de mí sin conocerme? Los voy a hacer matar. Bajé las escaleras, ofuscado, con un camino dirigido hacia la puerta principal de la casa. Cuando salí a la calle vi a varios vecinos alarmados por la presencia del carro fúnebre justo enfrente de mi casa. No les presté atención. Recordé que no me veían, porque los únicos que vemos a los vivos somos los muertos. Abrí la puerta delantera del automóvil de la funeraria y, desde donde estaba, noté cómo los que miraban se quedaron absortos, pues estaban viendo, frente a sus narices, una puerta abrirse sola. Me senté en la silla del chofer y revisé bien todos los cables. Los hombres, en el segundo piso, mientras tanto, empacaban mi cuerpo en el ataúd. Destornillé el engranaje de ambos frenos, incluido el de la emergencia.
Al terminar, regresé de nuevo al cuarto con una sonrisa en mi rostro. ¿Qué tal los desgraciados? Uno se empacó, antes de salir con el ataúd, un reloj que tenía sobre el nochero; el otro guardó en el bolsillo derecho de su pantalón dos billetes de cien dólares. ¡Malditos corruptos! Mamá, por lo aburrida que estaba, no se acordó de quitarme la cadena de oro que llevaba puesta. ¡Me van a desvalijar en la funeraria!, pero antes se van a matar cuando se enteren que no tienen frenos.
Subieron el ataúd en la parte trasera del auto. Le dijeron a mi madre, lamentando mi temprana partida, que podía reclamar mi cadáver en las próximas dos horas en la sede funeraria del centro. Le preguntaron que si quería las exequias en la casa o en una de las salas de velación con última tecnología, que si dejaban el ataúd destapado o sellado. Les respondió, con un tono aburrido, que hicieran lo que creyeran más conveniente. Cerró la puerta y los dejó hablando solos. Me senté sobre el ataúd y la madera me heló el trasero, ¿pero cuál trasero si ya estaba muerto? Se me congeló fue el alma. Ambos hombres arrancaron con mi cadáver a la funeraria. Pensaba si estos dos tipos tan burdos sabían maquillar bien un rostro como el mío. Ya había olvidado el daño en los frenos del automóvil, hasta que, tres cuadras después, el chofer le gritó a su ayudante que se iban a matar: «Fue un placer haberte conocido, John. El carro se quedó sin frenos». Habían dos opciones: seguir de largo el pare del semáforo y chocar contra el primer carro, peatón o motociclista que se atravesara, o chocar de una vez por detrás a un camión de veinte toneladas. ¿Una o dos? Dos. ¡Pero qué bruto ese tipo! Ambos quedaron, milésimas de segundo después de echarse una bendición, apachurrados entre las latas. ¡Qué carnicería!: la mano izquierda del chofer voló sobre el parabrisas, la derecha del ayudante quedó en media avenida. El único cadáver que contó con buena suerte fue el mío, porque el de los ladrones que se habían hecho pasar por empleados funerarios, terminaron como merecían: ajusticiados por Dios. ¿Por qué, habiéndose echado la bendición, los dejó morir? ¡Ahhh, ya sé! Porque yo le había pedido a él que estos dos míseros zánganos pagaran con su vida. ¡Alabado sea Dios es su infinita misericordia!
Ni siquiera estando muerto se salva uno de esperar. Me dejaron, en el espacio reducido de un ataúd, con una astilla clavada en el trasero más de dos horas. Primero llegó una ambulancia. Los paramédicos comentaron que no había nada más por hacer. Después llegaron cinco policías. Asustados, con muecas de asco al ver las tripas y la sangre, declararon que no eran capaces de realizar el levantamiento. ¿Qué tal estos desgraciados? Decían eso, empacándose en los bolsillos mi reloj, los dos billetes y la cadena de oro. ¡El país está lleno de corruptos! Les corté los frenos. También se mataron. ¡Gloria a Dios!
Con la pestilencia de la carne descompuesta por el calor del mediodía llegaron los bomberos. Conectaron una de las mangueras a presión y empezaron a bañar todo el carro. ¡Listo, ahora sí, ya me quiero ir a descansar en paz! —Pensé yo. Pero, ¿descansar en paz? ¡En este país nadie descansa en paz! Me transportaron a la morgue en una camioneta. Mientras atravesábamos la ciudad, un gallinazo se posó sobre el cajón. Le di el permiso de devorar mis ojos, mis tripas y mi corazón. Obedeció. Quedó agradecido. «Pero eso sí —le dije—, bombardea con tu mierda las estatuas que hacen honor a todos esos corruptos que a diario nos suben más y más los impuestos». Se fue directo a la Plaza de Bolívar, en Bogotá, agitando sus negras y brillantes alas, a cagar a los próceres que no habían hecho más que vivir del sudor de los obreros. Habían puesto mi cadáver sobre una camilla metálica. A que no adivinan quién me iba a hacer la necropsia. El carnicero del barrio, un tipo de cuarenta años llamado Jorge. ¿Qué tal este desgraciado? Lo vi con el cuchillo empuñado en su mano derecha. Por fortuna no me conoció, porque el gallinazo me había dejado irreconocible. Me asestó una puñalada en el pecho. Después echó la carne que había quedado decente, sin picotazos, en un balde de color blanco, similar al que utilizaba en la carnicería. Se burló de mí, porque, según el conocimiento anatómico de este marica, lo tenía muy pequeño. ¡¿Nunca se había visto el suyo, o qué?! Después de terminar todo, pasó una mujer a borrarme las imperfecciones. «¡Quedó hermoso!» —Anunció cuando terminó. Le creí, ¿pero para qué ser hermoso cuándo se está muerto? ¿Qué importa estar desnudo, despelucado y ojeroso? ¿Para qué, si después de tanto protocolo los gusanos igual van a llegar a acabar con la poca carne que queda? Al siguiente día me metieron, nuevamente, dentro de un espacio reducido. Intenté poseer mi cuerpo y no podía tan siquiera estirar las manos ni las piernas. Qué hartera. Y yo que pensaba que la vida de un muerto era mejor, más tranquila, eso no es así: todo el día hay que soportar un hedor putrefacto a flor descompuesta. Los de arriba, mientras se explotan, sueltan gases y los de abajo, también. ¡Pónganle bombillos a las tumbas, que no se ve nada en esta oscuridad, no sean tan tacaños con sus muertos!
Ya iba, después de cinco días, sintiendo los gusanos rumiando lo que había quedado de carne. Mi madre retomó su vida normal. Hoy fue a la carnicería de Jorge. Dice, ahora mismo delante de mis hermanos y mi padre, en la mesa del comedor, que la oferta de productos que vende el tablajero de confianza desde hace diez años, es la mejor que se puede encontrar en todo el planeta. ¡Pero claro, mamá, ¿cómo no?, si se están comiendo el hígado de su hijo mayor!
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* Norvey Echeverry Orozco. Actualmente estudia Comunicación Social – Periodismo en la Universidad de Antioquia. Ha publicado en medios como De la Urbe, El Espectador, La Oreja Roja, El Colombiano y La Cola de la Rata. En el año 2017 recibió un reconocimiento por parte de la editorial de la Universidad Pontificia Bolivariana, después de que su cuento ‘La vida es el fútbol, pero el fútbol no vale una vida’, ocupara el cuarto lugar de la categoría juvenil. En el año 2019, en el concurso nacional de crónica joven Luis Tejada Cano, de la ciudad de Pereira, ocupó el segundo lugar con el artículo ‘El mejor reciclador del país’.