EL ESPEJO DE LA MEMORIA, DE SMARAGDI MITROPOULOU
Traducción de María del Castillo Sucerquia*
Dependiendo de su contexto y tiempo, leer poetas extranjeros nos acerca a su manera de sentir, ver y ser en el orbe, para o desde su terruño. Hoy en Cronopio Errante, columna de traducción, les presento un cuento de la fantástica autora griega Smaragdi Mitropoulou.
EL ESPEJO DE LA MEMORIA
I
Cuando pase la luna sobre la ola,
el espejo cobrará vida
y un resplandor azul te conducirá
por los caminos olvidados…
Oscura y misteriosa, la antigua mansión en la cima de la colina, tenía un aspecto de abandono. Aquella noche de marea alta, el bramido de las olas y el viento penetraban en las ventanas de madera que parecían desmoronarse. Resonaba como una melodía olvidada.
Durante años, nadie había puesto un pie en ella. Las ramas secas y la maleza obstruían el sinuoso camino hacia la puerta principal, ahora carcomida por la herrumbre y la salmuera. Los rumores escasearon hasta ser olvidada. Nada que recordar o contar.
La imponente luna llena coronó la isla con su luz; la Archontonisi, como la llamaban orgullosos los extranjeros y lugareños.
En Neiborio, en un pequeño café junto al puerto, sonaba en la radio una canción sobre los amores perdidos entre la oscuridad y la niebla, y en la colina la sombra de una mujer vestida de negro ascendía lentamente. El camino era de ensueño. Una voz resonaba en sus oídos a medida que avanzaba por la escalera que parecía llevarla al cielo. La voz se hizo más fuerte. Sacó una larga llave de hierro y la introdujo en la cerradura. La puerta crujió con estrépito y se abrió. Entró con pasos vacilantes. Su mirada siguió el juego de los rayos de la luna entre los escalones de mármol. Oyó su nombre.
—¡Eliza! ¡Eliza!
***
Tomó un largo aliento. Percibió un olor que provenía del armario y lo consideró un fino perfume. Volvió a pasear la mirada por las dos escaleras de mármol que conducían a las habitaciones. Las puertas se cerraron y, una vez iluminado el salón, vaciló en continuar. Le causó escalofríos el silencio fúnebre de la mansión. Avanzó al primer escalón. Adoraba este lugar cuando era niña. Ascendió lentamente, su sombra proyectó extrañas formas con la luz de la luna sobre los cristales.
Llegó arriba. La tercera puerta, la principal, aguardaba por ella. La empujó con delicadeza y el polvo la hizo toser durante un rato. Se quitó los zapatos y caminó descalza sobre lo que quedaba de la gruesa y roja alfombra que cubría el suelo.
Recordó estar sentada durante horas en esa misma habitación, entre enormes almohadas con los colores del arcoíris, contemplando la vista; desde la primera ventana se veía una montaña: y desde la segunda, el Egeo.
En una esquina, vio el espejo de una pieza con marco de marfil. Se paró frente al cristal. Observó el reflejo de la enorme luna llena y, en ese instante, el reloj de la iglesia anunció la medianoche.
—¡Madre mía! —suspiró y acarició el anillo con piedra azul que llevaba puesto.
Un fuerte dolor en el pecho la dejó sin aliento por un momento.
«Qué me sucede», pensó mientras volvía la mirada hacia el espejo.
—Veo mi sombra en ti —decía mientras lloraba—, muéstrame lo que aprisionan tus profundidades… Una vida perdida… Quiero recordar… Vivir de nuevo… Olvidar. Tú eres mi único amigo. Sólo hallo habitaciones cerradas a mi alrededor y una soledad sin fin. Una vida escondida en un espejo, una vida a medias… —bajó el tono.
—Eliza… Eliza —escuchó o creyó escuchar.
«Me hablas en el silencio», pensó.
II
¿Cuántas verdades encierran las imágenes antiguas
y un anillo sellado por el amor?
Abrió la ventana, indiferente al frío del invierno. Nada helaba tanto como su alma.
Ahora, sólo hablaban los silencios, pero, años atrás, la mansión rebosaba de vida.
—Muéstrame fotografías ¡Muéstrame fotografías entonces! —gritó.
Aquí está Leontas Charitimou, su padre. En Andros, lo llamaban Capitán León porque sus hábiles manos domesticaron las olas. Su alma era sencilla y mansa, como la de un niño, pero, con los años, aprendió a refugiarla del peligro, envolviéndola en un rígido capullo.
Y Sylvie, ah, Sylvie… Su elegante esposa francesa. Ella robó su corazón en aquel pequeño café en Marsella, mientras sus largos dedos tocaban una deliciosa canción en el piano.
«Ah, madre, padre…», pensó.
Una sonriente niña, con largas trenzas, saltó frente a ella.
«Recuerda, esfuérzate», se decía mentalmente.
—¿Hasta cuándo aprenderás a comportarte como le corresponde a una joven de tu edad? —le dijo Sylvie a la niña.
Pero, para entonces, cada vez que Eliza bajaba a Neiborion se olvidaba de todo.
—¡Llévame a pescar, padrino! —gritó. —¿A dónde te llevo, mocosa? —Le respondió, en broma, el capitán Giakoumis.
Cuando frunció el ceño y apretó los labios a punto de llorar, él extendió la mano para ayudarla a subir al bote, pero se adelantó y lo abordó de un salto.
El capitán Giakoumis quería mucho a la hija de su amigo de la infancia y, mentalmente, rezaba a la virgen María para que Eliza nunca perdiera su brillante mirada y sonrisa.
Sylvie tenía otros planes para la crianza de su hija, lo que era motivo de conflictos con Leontas. No obstante, tan pronto como el novio de Eliza selló su unión con un anillo de oro y zafiro, ella tuvo que borrar su pasado y transformarse en una dama del alto mundo.
—Nuestra Eliza sabe cómo desenvolverse socialmente, cómo comer en una mesa y, sobre todo, sabe cómo ser una niña. Déjala ser ella misma ahora que puede. ¡Quién sabe qué vientos soplen cuando crezca! —le decía. Pero Sylvie insistía en ahogar la infancia de la jovencita.
Este pasaje la devolvió a la realidad. Se estremeció. La vista se le nubló y cayó de rodillas.
—¿Por qué quieren volverme loca? —gritó ante el espejo— La oscuridad, las sombras, la luna… Mi luna —agregó con voz suave y acercó la palma de la mano al rostro, como depositando un beso.
Un olor a sal impregnó su rostro y rodaron lágrimas. La noche avanzaba, la luna imperaba y su alma vagaba en la oscuridad.
«¡Deja que las sombras hablen por fin!», rogó dentro de ella.
—Mi Liako —susurró.
III
Las sombras despliegan el enredo
La luna crecía y el mar la recibía en el espejo de sus brazos. El reflejo tomaba variadas formas según la danza de las olas. Eliza apartó la mirada hacia el espejo. No soportaba verla.
—Amo la luna de enero —le decía Liakos.
—¡Prefiero el sol de verano! —le respondió ella— La noche me asusta… La oscuridad.
—Pero mira el cielo, mi pequeña. —le replicó.
—¡Yo no soy pequeña! —la terquedad y leve irritación eran evidentes en su tono.
—Sí… Es cierto, ya tienes dieciséis. Ahora, eres una perfecta señorita… —asentía— Pero siempre te veré… Siempre como… —quedó mudo sin poder continuar.
—¿Qué sucede? —le preguntó.
¿Qué podía responder Liakos ante lo que veía? Sentada en el bote, la luna le iluminaba el rostro y el cabello, dándole un aspecto como de otro mundo. Parecía una pequeña hada del agua y la luna.
—Mi pequeña niña hada o, más bien, niña de la luna… Pequeña luna. —le decía con suavidad mientras le llevaba la mano a la mejilla.
Eliza cerró los ojos esperando la caricia y soltó la risa. La transparente sonrisa y la ligera palmada que le dio, lo hicieron aterrizar.
—¡Hada de la luna! ¡Oh! Me gusta, me lo quedo. —seguía riendo— Pero no lo pequeña —aseveró drásticamente.
—¡Señorita Eliza! ¡Señorita Eliza!
La voz del chofer de la familia provocó que bajara del bote de un salto.
—¡Ya voy señor John! —dijo con los ojos húmedos. Y le envió un beso a Liakos por los aires y escapó.
—¡Mi mamá me va a matar! —dijo angustiada mientras subía al auto.
—No se preocupe, mi pequeña señorita —le dijo con dulzura—, mi esposa te recogerá en la puerta trasera y nadie lo sabrá.
—Oh, mi adorada Hariklia, ¿qué sería de mí sin ella? —respondió aliviada.
La imagen se disolvió de repente. Eliza se halló, de nuevo, sola y volvió a acercarse al espejo vacilante.
***
—¡Cuánto te gusta el color esmeralda! —le decía sonriente Hariklia mientras ella se veía y giraba ante el espejo.
—Y la compañía de mi padre —respondió melancólica.
Extrañaba mucho a su padre y, aunque le agradecía el hermoso vestido, habría preferido tenerlo cerca.
—Ya tiene gente digna en sus barcos, ¿por qué irse? —preguntó.
«Nuestro capitán León adora el mar, ¿cómo podría resistirse a su llamado», pensó Hariklia.
—Mejor date prisa, pequeña, abajo te esperan —le respondió segundos más tarde.
«¡Sé que debo tocar el piano para los invitados de mamá, pero ¡cómo puede celebrar sin la compañía de papá!», pensaba y refunfuñaba mientras bajaba las escaleras de mármol.
Un rato después, el sonido del piano invadía todos los rincones de la mansión. Jugaba con las teclas con los ojos cerrados. Su mente y corazón viajaban.
En ese rato, en un rincón del jardín, una sombra protegida por la oscuridad, no se salvó de escuchar la melodía, luego de que esta penetrara hasta la última hoja.
Eliza miró al cielo. La luna desaparecía lentamente entre nubarrones. Un temor repentino, un mal presentimiento le aguijoneó el pecho.
«Protege, mi luna, a papá Leo de cualquier mal», oró mentalmente.
IV
La luz en la oscuridad cede…
La habitación empezó a llenarse de sombras. Miró a la luna. Nubes oscuras la cubrían y atenuaban su resplandor. Igual que en el pasaje.
Volvió a verse en el gran salón de la mansión, vestida con el traje color esmeralda, tocando en el piano «Las Olas del Danubio», la pieza favorita de Sylvie y Leontas. Muchas veces la bailaron en fiestas y en la intimidad.
Los dedos de Eliza continuaban su viaje por las teclas. Aún jugaba cuando la pena la alcanzó. Como en un sueño vio a los invitados murmurar unas palabras de consuelo y marcharse, como en un sueño oyó a su madre gritar —¡Detente ya!
Leontas Charitimou, el capitán León, se extravió en el abrazo del océano mientras Eliza tocaba la canción que tanto amó.
Aquel recuerdo hizo que una tímida lágrima se deslizara de su mejilla. Luego otra… Y otra, hasta empapársele la cara.
«¿Cuántos años tendré que llorar? ¿Cuántos?», se preguntó internamente.
—Llora, alma mía, llora y descárgate… Y permite que beba tus lágrimas. —su voz iba en aumento— ¡Déjame llevarlas en mi amuleto para siempre! —tomó aliento y continuó— ¿Dónde estás ahora? ¿Cómo se esfumaron los años?
El espejo parecía burlarse de ella.
«Recuerda entonces», le dijo una voz en su interior, «recuerda a tu madre».
—¡No! ¡No! —gritó fuerte— No quiero, no quiero…
—Debes recordar —insistió la voz.
V
Ayer, hoy, mañana
El reflejo de la luna en el agua empezó a difuminarse. Las sombras insistían en que Eliza abriera la caja de recuerdos que tenía bien sellada.
Sus ojos seguían colmados por lágrimas. Las dejaba correr y multiplicarse como las olas del mar. Escuchó voces.
—Espera, ¿qué crees que haces? —dijo una voz— Déjala llorar, llorar lava el alma. La deja diáfana como un cristal.
A Eliza le pareció reconocerlas. —¡Madre! ¡Hariklia! —susurró.
«Y haz que la canción vibre
en mi sueño para tomarla
prométeme tus lágrimas y
el amuleto para guardarlas»
La canción resonó en su mente y percibió la caricia de una mano masculina en su cabello. La habitación comenzó a girar.
***
El traje color esmeralda quedó en lo profundo del armario. Los colores oscuros se volvieron parte de su vida. Su alma quedó desértica, su mirada apagada. Y desde que tenía tan sólo dieciséis años.
Por otro lado, Sylvie, encerrada en su mundo, se sentó durante horas a tocar la pieza de piano que solía bailar con su amado. Intentaba evocar su presencia, pero aquella canción resonaba como una pesadilla en los oídos de Eliza.
—No quiero volver a escuchar el piano ¡No quieroooo! ¡Está matándome! —gritó con desasosiego.
—¡Madre, siénteme de una vez! —grito a través de la puerta cerrada. «El sol volverá a salir, mi pequeña, volverás a reír. Relaja tus entrañas y, con el tiempo, el dolor pasará», recordó las palabras que solía decirle Hariklia cuando se le echaba sobre el regazo a llorar.
Trató de odiar el mar que la privó de lo que más amaba en el mundo, pero su inmensidad supo calmarla, especialmente, cuando anochecía.
El anillo de oro, que tenía el azul del mar y el cielo, era lo único que recordaba de la vieja Sylvie. Eliza se lo llevó a los labios.
VI
El amor baila sobre las olas
Sentada en la lancha que estaba amarrada a las orillas de Mouragio, silenciosa miraba el horizonte. Estaba segura de que la enorme roca ocultaba su presencia. Quería estar sola. De repente, escuchó como si alguien estuviera entrando al mar. Una mano le tocó el hombro.
—¡Pescarás un resfriado, pequeña!
Ella sonrió y, de inmediato, fingió irritación. Luego, movió la cabeza con tristeza. Liakos subió a bordo y tomó asiento junto a ella.
—Deberías disculparte por lo difícil que fue encontrarte ¡Ya te conozco, pequeña! —le dijo enfatizando en la última palabra—. Quería verla protestar por decirle así, y que le diera una suave palmada en la mejilla. Recibir el regaño como una caricia.
Una lágrima rodó por el rostro de Eliza y, luego, otra y otra, hasta sollozar.
—Quedé huérfana… —jadeaba— Y mi madre, es como si no la tuviera…
Sylvie, después de la terrible noticia, se encerró en su habitación a bailar, con los ojos cerrados, las melodías favoritas de Leontas. El piano quedó abandonado en el salón.
¿Con qué valor podía Eliza volver a tocarlo? En cambio, Sylvie acudía a él por consuelo.
—Llora, alma mía, llora y descárgate. —le susurró Liakos— Llora, mi luna, y déjame llevar tus lágrimas en mi amuleto.
Eliza empezó a reflexionar en aquellas palabras que quedaron encerradas en el silencio.
—¡No me dejes! ¡No te vayas! —le respondió Eliza. —¡Nunca! —le gritó él. Ella, con ojos llorosos, lo besó impulsivamente. Sus labios se cerraron y abrieron para abrazar los suyos. Se detuvo y, su mirada borrosa, le imploró un abrazo. De inmediato, él se acercó a su nariz, rozó la comisura de sus labios. Ella lo apretó fuerte invitándolo a amarla. Él se dirigió a su cuello y le respiró allí un rato, luego bajó hacia sus pechos. Ambas respiraciones empezaron a acelerarse mientras una mezcla de sudor y lagrimas aparecían en sus mejillas.
Liakos le desabotonó el vestido lentamente. Sus labios recorrieron sus hombros, senos, vientre… Cada rincón.
—Mi alma, —hizo una pausa y le mordió el lóbulo suavemente— qué hermosos se ven tus ojos iluminados por la luna —le susurró Liakos y continuó besando, con avidez, todo su cuerpo.
Agarró sus caderas, apretó su espalda y lo aceptó dentro de ella para ser quemada por su fuego, para ser enfriada como una ola del mar. Sí, aquella noche, el amor bailó un vals sobre la marea. —Ámame —le dijo cuando despertó, mientras suspiraba y lo abrazaba con fuerza.
El pasaje se difuminó sobre el infinito azul y pronunció un nombre. Un susurro primero y, luego, un grito. —¡Mi Violetaaaaaa!
***
De repente, un fuerte trueno y un relámpago atravesaron el cielo. La habitación se iluminó. Se acercó al espejo. Sonreía irónicamente.
«¿Puedes soportarlo?», le dijo una voz interna. —¡Sí! ¡Si puedo soportarlo! —gritó.
VII
El llanto que traen las viejas letras…
Amor mío,
En un rato amanecerá, pero las manecillas del reloj parecen no avanzar. De ahora en adelante, sólo te hablaré en el silencio. No importa cuánto intente hablarte en voz alta, es como impactar con una pared.
¡Escuché lo fuerte que sopla el viento esta noche! Tengo en la mano un papel arrugado… Lleno de palabras que nunca leerás. ¡Muchas veces mi corazón tocó a tu ventana y no obtuvo respuesta! Yo también lucho por resguardar mi alma y juntar sus pedazos; no sea que me deshaga en el recuerdo de un sueño que duró tan poco… Del recuerdo de un sueño que, quizá, nunca tuve. ¡Medianoche! El velo que separa el hoy del mañana se ha rasgado. Me quedé en un rincón, en la oscuridad… Estoy familiarizada con las sombras… Las tuyas. Esperaba verte y que tu sonrisa me resucitara. Que una disculpa tuya me redimiera, pero una gota, muchas gotas de lluvia empiezan a precipitarse.
«No te vayas, no me dejes», te supliqué entonces… Sólo envíame un último beso como disculpa y mi alma lo agradecerá. Viajaré como una gaviota sobre nuestros mares. Amaré todo lo que ames dos veces.
Buenas noches, querido. Tal vez, en otra vida, te vuelva a ver. Tal vez, en otra vida, puedas escuchar las cosas tácitas que mi corazón te dice.
Tu violeta.
VIII
La superficie del espejo se tornó brillante.
—¡Eliza! —dijo una cálida voz femenina.
Una joven, vestida de blanco y con una cinta azul en el cabello, le sonrió.
—¿Quién eres? —le preguntó.
Pero ya intuía la respuesta por la vieja fotografía y aquella carta…
—¡Yo estaba entre ustedes! Todo el tiempo junto a él, a pesar de su abandono. Eliza sintió un pequeño mordisco en el corazón. «Qué extraño, después de tantos años y, sin embargo…», pensó.
—¡Me sostuvo en sus brazos! Probé su miel y su sal —gritó Violeta— Y aunque me llamó por tu nombre cuando… —un nudo en la garganta le impidió terminar la frase, pero tomó un suspiro añadió— ¡Tú y yo nos hemos convertido en una! Te he observado, invisible, durante años… Desde lejos… Eliza… Luz de luna.
—Después de esa noche, Dios mío —murmuró Eliza.
—Tu alma continúa sufriendo. Lucha entre la oscuridad y la luz… Bloqueas la memoria. —Violeta aseveró el tono— Sé por qué regresaste luego de tantos años. Sus pasos te trajeron aquí para encontrar respuestas, pero primero…
Eliza se cubría el rostro tras las palmas de las manos. A su alrededor, empezaron a emerger las terribles imágenes.
Sylvie, en el centro del salón, bailaba un vals con un caballero invisible.
—¡Por favor, recuerda que eres madre! ¡Has dejado a Eliza abandonada en un rincón! —le decía Hariklia.
De repente, escuchó el llanto de un bebé y luego su propia voz.
—Trae al niño, madre. Lo quiero ¿Dónde está? —le dijo Eliza.
Con el rostro empapado en lágrimas, la tomó de la mano.
—Nació muerto —le dijo mostrándole el cadáver.
Se precipitó, destrozada, hacia el bebé —¡Despierta, mi estrella, mi gaviota! ¡Despierta, mi luz, va a amanecer! —lloraba inconsolable— No te vayas, mis ojos, ¿a dónde vas?, ¿por qué me dejas sola? —mientras se aferraba al cuerpo del niño— ¡Lucha, mi pequeñoooo, debes vivir! ¡Haaarikliaaaaaa! ¡Liaaakos! ¿Dónde estás? ¡Te amooo! —Eliza gritaba con profundo dolor.
—¡Ya cállate!, pequeña tonta —le dijo Sylvie.
—Tu voz es un pedazo de hielo, madre… Por un momento, creí que empezaríamos de nuevo —intentando ahogar el llanto, tomó aire y continuó— Las sombras nos perseguirán…
A continuación, aparece una mujer pálida y raquítica sobre la cama de una costosa clínica privada.
—Perdóname —le susurra a Eliza, en agonía de muerte, con los ojos fijos en el vacío.
«¡Madreeeee! ¡Mamita! ¡Mi hijoooo!», Eliza gritaba por dentro con los ojos empapados.
—Estás muy cerca de la luz —le dijo una voz a través del espejo.
Luego, silencio absoluto.
***
El rayo de sol que entraba por la ventana le acariciaba la cara. Se levantó del mueble. Se alisó la ropa, sacó un cepillo del bolso y se peinó. Se acercó tímidamente al espejo. Recorrió las finas arrugas que empezaban a formarse en su frente y en el contorno de sus ojos. Bajó las escaleras y salió a la calle. Unos metros más adelante, estaba su auto. Condujo hasta Chora y, luego de estacionarse en la parte de atrás de la plaza, avanzó silenciosamente por los callejones del Casco Antiguo, hasta llegar a las ruinas del antiguo castillo junto al mar.
«Cuánto te extrañé», pensó. Acarició la superficie del agua con las yemas de los dedos…
—¡Cuánto te extrañé! —con una modesta sonrisa, se atrevió a expresar.
—¡Hija mía! —dijo una voz que resonó en sus oídos.
Una figura femenina empezó a formarse del agua y se irguió lentamente…
—Mamá —susurró. La miró con fascinación. Sylvie se paró frente a ella, igual que un fantasma.
—Es hora, hija… Hora de vivir —le respondió en voz baja— Construye sobre lo nuevo…Ahuyenta lo viejo para redimirlo. Aquí, en el mar, deja que las olas unan la piedra azul con el azul del cielo.
Eliza lo comprendió. Suavemente, sacó el anillo de su dedo.
—Lo estoy buscando —dijo Sylvie con voz melancólica— Anhelo ver su mirada de enamorado otra vez… Como esa noche… Cuando me pidió que fuera su… —los recuerdos invadieron su mente.
El anillo cayó al mar. Sylvie le dio un tierno beso en la mejilla y desapareció entre el oleaje.
—Así sea, madre —le susurró.
***
El camino de regreso fue apacible. Le pareció escuchar el tañido de la campana de la iglesia Panagía Theosképasti para la misa de la mañana. Un poco más tarde, se detuvo frente al antiguo edificio neoclásico donde muchas generaciones de niños dejaron su huella.
—Entra por la derecha, hija mía —A Eliza le pareció que era la voz de su padre— Bienvenida al Instituto de Empirikeiou, Sra. Charitimou —le dijo el director.
Sonrió. Hizo conciencia de cuántos años habían pasado hasta ahora. Creía que sus conocimientos en música serían muy útiles allí. Ya había perdido sus propios sueños y, tal vez, podría ayudar a otros a alcanzarlos.
Miró por la ventana, desde la oficina de profesores, el pequeño almendro que, en pleno enero, se vestía de rosado y blanco.
«Me pregunto si me recuerdas. ¡He vuelto! ¡Estoy aquí! Y viviré, sí… ¡Voy a vivir!», reflexionó.
Al lado, desde la sala de música, se escuchaban las «Las Olas del Danubio» en un piano que, con fuerza e ímpetu conjuró, al fin, los silencios.
RESEÑA
SMARAGDI MITROPOULOU es una poeta, narradora, historiadora y arqueóloga nacida en Atenas. Estudió Historia y Arqueología en la Universidad de Atenas y realizó estudios de posgrado en Historia Antigua en la Universidad de Cardiff en Gran Bretaña. Es profesora de secundaria. Tiene un diplomado en Escritura Creativa de Writers’ Bureau College (Manchester, Reino Unido) y ha tomado cursos de escritura teatral en el Instituto Internacional de Teatro y Dirección de la Fundación de Cultura Tinian. Es autora de cuatro libros escritos en griego: Πριν ο ήλιος δύσει «Before the sun goes down» (teatro, 2013 – editorial Ostria); Μια στιγμή μια αιωνιότητα μονάχα «One moment just an eternity» (cuentos, 2015 – editorial Ostria); Ήχοι στη σιωπή «Sounds in silence» (cuentos, 2017 – editorial Ostria); Barsaat ο χορός της βροχής «Barsaat, the rain dance» (cuentos y poemas, 2019 – editorial 24 gramma). Su libro Μια στιγμή μια αιωνιότητα μονάχα «One moment just an eternity», prologado por el escritor y productor de radio Theofanis. L. Panagiotopoulos, fue traducido al inglés (2020) y publicado por la editorial Ontime Books de Gran Bretaña.
Ha ganado tres veces el Premio Larry Niven de ficción (primer y segundo premio en la categoría «Fantasía»). En 2019, fue galardonada con el premio de prosa ALEXANDROS PAPADIAMANTIS de la revista literaria KEFALOS por su trabajo literario contemporáneo y su aporte intelectual. Asimismo, la Asociación Cultural Helénica de Chipre (EPOK) eligió su libro “Barsaat the rain dance” como Libro del Año 2019. En 2020, fue galardonada con el premio PANORAMA YOUTH LITERARY 2020 en el marco del Panorama Literario Internacional 2020 India. En 2021, su poema «Eternidad» (Eternity) recibió una medalla de oro en un concurso internacional de poesía en China. Es coordinadora de programas de la Writers Capital International Foundation. También ha participado en numerosos festivales literarios en Europa y Asia. Sus poemas y cuentos se han traducido al inglés, chino, taiwanés, bengalí y, ahora, al español y se han publicado en revistas y sitios web nacionales e internacionales.
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* María del Castillo Sucerquia (Barranquilla, Colombia – 1997), es una poeta, agente literario, médica oriental (Neijing, España) y traductora (francés, inglés, italiano, portugués, ruso, griego, español y alemán). Aprendió idiomas en la Universidad del Atlántico. Traductora reconocida por ser el gran puente entre los autores de lengua extrajera y el mundo del habla hispana. Ha traducido parcialmente la obra de más de 60 autores. Es directora de la revista y editorial Read Carpet Colombia. La Alianza «AHCASA Marroco-México y el mundo» le otorgó doctorado ad honorem en Humanismo Trascendental (2021). Es estudiante de idioma hebreo. Ha participado en numerosos festivales de poesía, recitales, foros, conferencias y encuentros culturales. Ha recibido numerosos premios internacionales por su labor como traductora y promotora desde Filipinas, India, Marroco, Siria, entre otros. Sus poemas han sido publicados en diversas antologías, revistas, periódicos y sitios web nacionales e internacionales y traducidos al canarés, chino, árabe, francés, bengalí, uzbeko, italiano e inglés. Es traductora y columnista de numerosas revistas en todo el mundo.