Escritor del mes Cronopio

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EL EXILIO Y EL REGRESO

Por Ron Riddell*

Traducción de Fernando Hernández Vélez**

Rafael miraba por la ventana un día que no iba a dejar de llover. El ovillo del gato siguió a la transparencia del suspiro en el vidrio, parecía atado a la silla por hebras de frío que no tenían como entrar. Su mujer lo observaba desde la lumbre de la cocina, él se dejaba mirar.

Había llegado al sitio equivocado a la hora equivocada —la calle equivocada, el café equivocado, el apartamento equivocado, la amante equivocada. Estaba mal acompañado cuando lo acusaron de matar a la mujer que acababa de morir. Antes nadie lo había tenido en cuenta para nada. También sintió frío cuando supo que la policía lo estaba buscando.

Las Brigadas de Paz Internacionales lo ayudaron a escapar sin problemas hacia Ecuador. Otras manos —algunas conocidas y otras no tanto— también habían ayudado a abrir la puerta de salida para él y su familia. Deambuló por las calles de Cuenca presa de la ansiedad, esperaba noticias de su próximo destino. Esperaba fuera lo más lejos posible. Un miembro de las Naciones Unidas mencionó la posibilidad de ir a Nueva Zelanda, le pareció buena idea. ¡Pero esto! Nada lo podía haber preparado para el crudo invierno de Wellington. Ni en sus sueños existió nunca un lugar tan sombrío y vacío, calles casi desiertas, nadie a quien saludar. Se iba a podrir lentamente como un repollo en la huerta. Nunca se había sentido tan solo. Ya no le importaban los riesgos, lo duro que fuera, tenía que encontrar la forma de volver a casa.

Escuchó la tetera hirviendo en la cocina. Se dio vuelta, como si todo estuviera bien, y empezó a hacer el café, algo que siempre disfrutaba. Martha se había olvidado de él y había puesto su atención en otras cosas, esto le daba espacio para su nueva decisión. Si tan solo fuera capaz de sostenerle la mirada… Ella siempre sabía lo que estaba pensando, él no podía hacer lo mismo con ella.

De vuelta a la ventana, alguien tocó la puerta trasera, desesperado, huyendo del frío. Se concentró en las voces del saludo, de una lo reconoció, era Juan Diego, su viejo amigo, el flautista. Fue por su tambor para recibirlo, él venía con su flauta.

La música los llevó a los campos verdes y soleados de su tierra natal, donde habían crecido juntos, a orillas de la fecunda rivera del río Magdalena. La magia sucumbió a los rigores del clima, que combatieron con una sonrisa llegada al abrazo y otra vuelta a la cocina a hacer café.

Desde la cocina, hecha en pura madera, se podía apreciar el valle. Se sentaron al comedor con un café arábigo. Algo pasó en el día, empezó a amainar. Martha salió a la tienda. En una suerte de compás se sucedían el tic tac del reloj de la cocina y las pocas gotas de lluvia que aún caían de las ramas.

Suspiró pesadamente.

—He tomado una decisión. Pienso regresar a mi tierra.

—¿De qué estás hablando, ya hablaste con Martha?

—No. Ella trataría de convencerme para no hacerlo, tú sabes cómo es ella.

—Bueno, por algo lo dirá.

Hubo un momento incómodo entre los dos.

—Algún día flotaré —dijo de pronto Rafael—. Flotaré y me alejaré volando.

—Estás chiflado…

—Superaré estas penas de muerte que me acechan. Con mi sombrero rojo bien puesto, me pondré mis zapatos voladores y bailaré sobre los tejados, con una campana en una mano y un tambor en la otra.

—¡Tienes razón, compadre, tienes razón!

—Saludaré con mi sombrero a todo el que se me atraviese, allá lejos donde llaman a lista.

—¿Allá dónde?

—Hay ciertos tipos allá arriba que me muero por ver…, Chagall con su violín, que lleva serenatas a los gatos, los cuervos con cara de burro. Seguro que sí, algún día flotaré, y dejaré este mundo atrás…, todos los grilletes de los huesos y la mente.

—Yo no me preocuparía por ese día. Ya parece que flotas. Yo diría que ya estás allá. ¿Por qué mejor no vamos a dar un paseo a las Rimutakas? Están filmando en Carteron.

—Pero Martha no ha regresado todavía.

—No importa. Le dejamos una nota. Necesitas salir de este infierno.

Se dirigieron al set juntos, callados, sin decir nada a nadie, ni siquiera a los más viejos que acariciaban sus barbas. Rafael conocía a uno que otro por su nombre, pero no se atrevió a saludarlos. Con el tiempo, alguien tomaba la iniciativa de romper el hielo y los saludaba. De repente, alguien lo tomó por los hombros y lo movió a un lado.

—¡Con permiso, por favor!

Traían una grúa sobre ruedas, con torres, poleas, micrófonos, cámaras. Rafael estaba a punto de decir algo cuando el hombre que lo había hecho a un lado se anticipó:

—¡Shii! ¡Cállese! Es una escena importante…

—Mira, allí está Sally.

—¡Dios mío, no la hubiera reconocido! —murmuró—: sus piernas arqueadas, su nariz púrpura…

—Shii —se escuchó de nuevo.

—¡Esta es la última escena, la más importante! Escuche.

Hubo una exclamación de asombro de parte de los espectadores y los dos actores principales empezaron un diálogo:

Es imposible regresar, tú lo sabes. Ahora que el libro nuevo ha sido publicado con esas viejas acusaciones, esa puede ser tu sentencia de muerte.

Lo único que sé es que estoy cansado de esperar ¿Cuánta paciencia necesita un hombre?

No digo que sea fácil. Sabes que tienes toda mi comprensión y aprecio. Nos conocemos hace mucho tiempo. Hablo como un amigo que quiere lo mejor para ti. Nadie es inmune a este problema, a todos nos afecta.

Rafael no podía creer lo que escuchaba, le parecía que estaban haciendo una película sobre su vida. Observaron en silencio el desarrollo de la escena, hasta que el sol fue más rojo tras las montañas.

Caminaron por entre los pocos kioscos que languidecían del día de mercado, preferían en su revista los objetos artesanales. Compraron algunas cosas, de las que podrían prescindir fácilmente, era más un pretexto para vagar. Había gente de todas partes: Auckland, Coromandel, Perú, Ecuador. Era una de esas caravanas gitanas. La señora con los tatuajes que leía el tarot le sonrió a Rafael como si lo conociera, podía ser, pero otras cosas por ahora ocupaban su mente.

Antes de coger el camino de regreso a Wellington, Rafael y Juan Diego decidieron tomarse unas cervezas en un pub a las afueras de la ciudad. Allí estaba buena parte del equipo de la película, el hotel de dos plantas estaba repleto hasta en los corredores.

—No pensé que las cosas fueran a salir como salieron —dijo Rafael, con la mirada fija en su vaso de cerveza.

—¿Qué quieres decir? ¿De qué otra manera hubieran podido salir?

—Bueno, para ser sincero, hubiera preferido que me hubieran mandado a otra parte, a un lugar más emocionante, Nueva York por ejemplo.

—Seguro, donde una familia de refugiados y sin trabajo.

Despierte, compañero. Tenemos suerte de estar acá. Mira a tu alrededor —señaló con su mano al grupo de cineastas y actores que llenaban el bar—: esta gente no se siente fracasada, están haciendo pasar las cosas, y lo están haciendo en su propia casa.

A Rafael le afloró una sonrisa, abrazó a Juan Diego desde su silla. Sintieron que alguien del grupo de cineastas venía hacia ellos.

—Hola, extraños, ¿de dónde son?

—Latinos —dijo Juan Diego.

—De Colombia, más exactamente —dijo Rafael.

—¿De verdad? ¿De donde hay tanta mierda?

—En todo lado hay mierda.

—¿O sea que allá también pasan cosas buenas?

—En todo lado pasan cosas buenas —no estaba de ánimo para tolerar frases armadas.

—¿De qué va la película que están haciendo? —aligeró Juan Diego el ambiente.

—Es casi secreto, no podemos hablar. No son de la prensa… ¿o sí?

—No. Somos refugiados.

—Oh, ya veo.

Hubo un largo silencio. Los miró de arriba a abajo de nuevo, con más cuidado esta vez, como si no quisiera creerles.

—¿Han hecho algo malo? —les preguntó.

Había algo de ironía en su voz.

—Puede que sí, puede que no.

—¿Les han hecho cosas malas?

—Le repito: puede que sí, puede que no.

—¿Por qué no hablan con la verdad?

—La verdad cuesta vidas.

Ella bostezó y se llevó una mano a la boca.

—Por acá no es así —dijo, señalando a sus amigos escandalosos.

—Nunca se sabe —dijo Juan Diego.

—Uno nunca sabe quien está escuchando.

—Yo estoy escuchando —dijo ella cambiando el tono de su voz.

—Sí, eso vemos.

—Entonces díganme, muchachos, ¿son de las Farc o de los paramilitares?

—Como que está bien informada, pero no, de ninguno de los dos.

—¿Pero de quién es la sangre que derramaron? No pueden negar que están involucrados en el conflicto, ¿o no?

Rafael dudó antes de responder. Le intrigaba esta mujer, que supiera estos detalles de Colombia. Miró a Juan, que se encogió de hombros; decidió enfrentarse a la mujer.

—¿Está tratando de seducirnos o qué? ¿Así de papacitos estamos?

—No me hagan reír, muchachos —dijo lacónicamente.

Se podían ver las manchas de labial en sus dientes, vestía como una adolescente, aunque iba por los cuarenta, lucía tan atractiva como puede lucir una reina blanca con colorete en los pómulos salidos.

—Veo que no saben quién soy yo…

Excuse me, madam, ¿deberíamos saberlo?

—Soy directora de cine. Estuve en Colombia en los años noventa y me horrorizó lo que vi. Eran los años del apogeo de los jefes del narcotráfico, Pablo Escobar estaba vivo y los escuadrones de la muerte de los paramilitares cada día ganaban más terreno. Así y todo me las arreglé para filmar algunas cosas y hacer trabajo de investigación. El resultado fue mi primer documental: Los actores armados. El juego de los tontos.

—De hecho… —dijo Juan Diego—, creo que lo oí mencionar. Muy valiente de su parte haber terminado ese trabajo.

—No lo tomé como un acto de valentía en esos días, aunque tuve que correr algunos riesgos. Lo tomé más como un acto de solidaridad. Hice algunos amigos. Escuché sus historias, algunas exageradas. No podía creer que esas cosas pudieran suceder. Pero sí, sí sucedieron. Un amigo mío fue asesinado, otro secuestrado. Al principio no lo podía creer, ni siquiera cuando asistía a sus funerales. Era como si la violencia estuviera sucediendo en otro plano de la realidad. A pesar de todo, todo era normal en nuestra vida diaria, y logramos de alguna forma vivir una vida normal. Teníamos que ser cuidadosos, y no estoy segura si yo lo era lo suficiente…

—¿Y cree usted que lo está siendo ahora? Seguro que usted sabe muchas cosas. Conoce los riesgos.

—Tiene razón. Y no estoy tratando de comprometerlos. No se asusten, están entre amigos aquí.

—Con todo el respeto que usted se merece, señora, eso ya lo hemos escuchado antes, ¿no Rafael?

—Margaret. Llámenme Margaret.

—Está bien, Margaret, lo que usted diga. ¿Le gustaría venir con nosotros? Pronto tenemos que regresar a Wellington.

—Gracias de todas formas, yo tengo mi propio carro. Pero si les parece bien podríamos tomar una taza de café en Wellington la próxima semana. Tengo un amigo colombiano muy interesante que me gustaría que conocieran.

—Puede que ya lo conozcamos —se adelantó Juan Diego.

—Pero pongámonos de acuerdo —dijo Rafa.

Acordaron la hora y el sitio.

No era uno de los sitios en los que Rafael se sintiera particularmente cómodo: un café a media luz en la parte extrema de la calle Cuba, contiguo a una lavandería China. Para empeorar las cosas, era una noche oscura en Wellington. Un viento frío soplaba sin piedad y la lluvia era azul y horizontal. Margaret los estaba esperando en una mesa en la parte de atrás. Por ahora no había nadie con ella. Rafael se sintió aliviado al verla sola. No tenía ni idea de ese a quien iba a conocer. La posibilidad del encuentro con alguien de su país desconocido por él le producía una sensación extraña, cierto desconcierto.

Margaret se mostró efusiva como siempre.

—Hola, siento el retraso.

—Está bien —dijo Juan Diego, consciente del nerviosismo de Rafael.

El café estaba amargo y oscuro. Rafael apenas lo probó, quedó más satisfecho con el vaso de agua. Se dio cuenta de que Margaret tenía algo que decir.

—He estado pensando en nuestro encuentro del fin de semana. Me pareció raro porque he estado por regresar a Colombia. Tengo todavía un trabajo pendiente, me gustaría hacer otro documental allá.

—¿Qué tiene en mente? —preguntó Juan Diego.

—Me gustaría ponerle un toque personal a la historia esta vez. ¿Y si regresara con uno de ustedes?

—¿Qué le hace pensar que vamos a regresar?

—Puedo verlo en sus ojos, en su lenguaje corporal.

—Con que cree que puede leernos…, así son todos los extranjeros, llegan y ya creen que tienen la fórmula.

—No, no estoy diciendo eso, no soy presuntuosa.

—Usted hizo una película sobre nosotros. Eso es presumir, ¿no cree?

—No lo veo así, se trata de algo más.

—¿De qué?

—Se trata de encontrar la verdad, de penetrar las capas de injusticia y corrupción y darle voz a la gente que no puede hablar por sí misma, especialmente a los niños.

—¿Por qué a los niños?

—Porque hay que escuchar a los niños, escuchar sus historias, su dolor, sus alegrías, auscultar sus esperanzas. No muchos pueden hacerlo. Me rompe el corazón verlos sufrir… Me encontraba en una aldea con un niño que estaba muy enfermo, lo sostuve entre mis brazos en el segundo en que moría. Él abrió sus ojos brevemente: solo pude ver en sus ojos claridad, una especie de ansia. Si ellos sufren, todos sufrimos.

—Usted ha visto muchas cosas.

—Sí, tal vez más de las que debiera haber visto.

—¿Por qué, qué más vio?

—Este niño, por ejemplo, era de una familia muy pobre de una zona cocalera.

—¿De qué murió?

—Nadie supo decir, pero en esos tiempos estaban fumigando con aviones. Contratistas locales estaban utilizando el Agente Naranja que les había sobrado a los militares norteamericanos. Tenían que justificar su trabajo. Se mezcló con el agua lluvia y esto fue a dar a las cosechas.

»Lo había conocido unos meses antes de su muerte, en un día muy caluroso. El cura de la iglesia local, el Padre Javier, me había llevado a los plantíos de coca. Sin su ayuda no hubiera podido adentrarme hasta allá: había paramilitares armados hasta los dientes por todas partes. Íbamos en el carro de Javier, y después de conducir por una carretera destapada y sinuosa, nos detuvimos a beber algo y a admirar el paisaje: hermoso, un campo verde exuberante, una visión paradisíaca.

»Un pequeño grupo de niños bajaba por la carretera, entre ellos Pedro, el hijo de mi amigo. Se detuvieron a saludar, y cada uno se iba presentando. Eran cuatro, entre los siete y ocho años, usaban gorras de béisbol, guantes y tenis. ¿Qué están haciendo?, les preguntamos. Raspando coca, respondieron de inmediato.

Juan Diego y Rafael asintieron con la cabeza.

—Así es, se dirigían a los plantíos de coca para un día de trabajo. Los padres de Pedro tenían varios plantíos de coca, algo así como un negocio familiar, y tenían que ser muy cuidadosos. El peligro podía venir de cualquier parte, como la mano invisible que segó la vida de su hijo.

»Poco tiempo después visitamos a los padres de Pedro. Con gran orgullo, el papá de Pedro, Tulio, nos mostró sus plantíos de coca, que estaban bien escondidos y protegidos para que no los afectara la fumigación aérea. Tulio nos explicó cómo él y los demás cultivadores de coca utilizaban un aceite especial para proteger las hojas de coca. Este aceite formaba una capa que hacía que las plantas fueran inmunes al veneno fumigado. Estos gringos pendejos, decía él, sonriendo con los pocos dientes que le quedaban, mientras conversábamos bajo la sombra del techo de zinc de su humilde casa, rodeados de gallinas y cabras, comiendo arepa y bebiendo café dulce y negro.

»Nunca olvidaré esa tarde, me pareció idílica. Había mucha pobreza, pero estábamos rodeados de belleza natural, y la bondad de la gente fue siempre desinteresada. Mucha gente iba y venía, saludaban a Javier y me hacían sentir bienvenida. Tenía una pequeña cámara pero estaba nerviosa de filmar demasiadas cosas, y entre más escuchaba sus historias, más nerviosa me ponía.

»Una mujer afroamericana llamada María estaba de luto. Hacía tiempo había quedado viuda y el nieto con el que vivía había desaparecido. Había sido reclutado a la fuerza por los paramilitares cuando solo tenía diecisiete años. Lo habían entrenado para manejar toda clase de armas letales. Ya no quiero más, lloraba al tiempo que se refugiaba en los brazos de la esposa de Tulio. Para todos su nieto era un joven de buenos modales, al que los métodos sanguinarios de los escuadrones de la muerte lo horrorizaban. Para un joven como él, el camino a seguir era simple: volverse un bruto o ser brutalizado. Un día cualquiera, salió a la tienda a comprarle algo a su abuela, nunca regresó. Días más tarde la policía encontró su cuerpo en el monte cerca a su casa. El Padre Javier ofició el funeral al día siguiente. Recuerdo las palabras de doña María: Mi hijo, mi nieto, tan joven.

»Años antes su propio hijo había sido asesinado. Trabajaba en la planta cercana de Coca-Cola y había sido injustamente despedido acusado de robo. El sindicato lo defendió y trajo uno de sus mejores abogados desde Barranquilla. Él ganó el caso en contra de la compañía: no se encontró la más mínima evidencia. El juzgado ordenó una compensación y el regreso al trabajo. Pero María no se unió a las celebraciones: su hijo cayó en medio de las balas tan solo días después del veredicto. Se dijo que tenía conexiones con la guerrilla: los paramilitares le suministraron a las autoridades varios volantes alusivos a esos bandidos que habían encontrado en su casa, adonde habían llegado a hacer una redada.

»Su rostro oscuro estaba marcado por el sufrimiento y su voz era casi inaudible como toda ella. Era como si le hubiesen extraído todas las ganas de vivir, todas sus fuerzas. Flotaba en el ambiente una especie de sombra que luego desaparecía, como dejando detrás la huella de su lamento.

»El Padre Javier me miró. Era hora de marcharnos. Ya había escuchado suficiente. Avanzamos al Jeep en medio de un calor sofocante, la cabeza me daba vueltas. ¿Cree que las cosas mejoren? ¿Será que algún día podremos romper este ciclo de ignorancia y brutalidad?, le pregunté al Padre Javier cual si preguntara para mis adentros, él se encogió de hombros en un gesto pensativo que hablaba de impotencia.

»Más tarde, cuando nos encontrábamos en su terraza que daba al río, después de la comida, me dijo: para mí solo había un camino y era el de la Iglesia, aunque soy el primero en admitirlo: la Iglesia no está libre de culpa. Es más, tengo que ser cuidadoso, porque el obispo ya me advirtió: «La próxima vez que afloje la lengua o hable demasiado, lo trasladamos».

Meses después Juan Diego regresó a la Calle Cuba, sin Rafael ni Margaret Edgeworth. Aunque trataba de poner buena cara, su estado de ánimo era sombrío. Después del partido de fútbol entre Colombia y Nueva Zelanda, bajo una lluvia y viento helados, en el Estadio Westpac, era hora de calentarse con un trago o dos en compañía de amigos. Margaret y Rafael habían partido un mes atrás, rumbo a Guayaquil vía Ciudad de Panamá a bordo del buque M. V. Lady Corina, que iba con sus bodegas llenas de kiwi. Ya habían llegado las postales que reportaban el paso por Ciudad de Panamá y por Guayaquil.

A pesar de que Rafael era el hombre del momento, alguien que inspiraba respeto y admiración, una duda pendía de su narración. ¿Cómo predecir el resultado final?, no era mucho lo que podían apostar. Se miraban los unos a los otros en su departir en la mesa. Juan Diego levantó su copa y gritó:

—¡Salud! ¡A Rafael! ¡Larga vida y felicidad! ¡Por la victoria!

—¡A Rafael! —corearon todos chocando sus copas.

—¡Vivas para Margaret también! —gritó uno de los neozelandeses del grupo.

Juan Diego miró alrededor de la mesa a las figuras distorsionadas de sus amigos. Ya había tomado demasiado y empezaba a sentir los efectos del licor. Nada podría aliviar su sentimiento de culpa. Nada, porque en lo profundo de su corazón sabía que debía haber acompañado a Rafael. Este sentimiento se había convertido en una molestia que carcomía la boca de su estómago, un hambre, una sed que nada podía satisfacer. Y también estaba María y los niños… Una vez que Rafael desembarcó en Ecuador y no se volvieron a tener noticias de él, María recurrió a Juan Diego por apoyo. Temía que hubiera sido secuestrado de nuevo, o que algo peor le hubiera sucedido.

Margaret y Rafael se separaron tan pronto como llegaron a la frontera entre Colombia y Ecuador. Ella había cruzado la frontera sin problemas. Ahora se le hacía raro que él y Rafael hubieran dudado tanto de ella en algún momento, pues su cruce por la oscura selva ecuatoriana solo parecía admitir conclusiones de confianza.

Margaret bajó lentamente las escaleras que la llevaban del hotel a la Plaza de la Catedral de Pasto. Su cuarto era modesto, pequeño, pero tenía baño propio, balcón, sol y una vista panorámica del pueblo y de las montañas alrededor. Una bandada de palomas le abrió paso. Ella las observó levantar el vuelo y de alguna manera quiso tomar este acontecimiento como un minúsculo signo de esperanza. No era mucho, pero por el momento la ayudaría a seguir adelante en su acoplamiento a la ciudad, hasta su encuentro con Alfonso, que la estaba esperando en un restaurante pequeño y poco vistoso. Dejó de escribir en una libreta y se puso de pie para saludarla apenas la vio.

—Bienvenida. Qué bueno conocerla después de tanto tiempo. Usted es tan bella como Juan Diego la describió, tal vez más.

Margaret se sorprendió y trató de ignorar el cumplido. Si estaba avergonzada, no lo dejó ver. Sonrió.

—Encantada. Usted también luce como lo describió Rafael.

Ordenaron arepas con hogao y tinto. Alfonso miró rápidamente alrededor del restaurante, antes de extender un mapa arrugado que llevaba en su bolsillo.

—Estamos aquí —dijo Alfonso—, y aquí está Tubano, o lo que queda de él. Ahí está el lugar donde fue visto por última vez Rafael.

—¿Cuánto tiempo lleva llegar hasta allá?

—Como seis horas. La carretera es un martirio, está sin pavimentar, llena de huecos la mayor parte del recorrido. Incluso en una cuatro por cuatro es un problema.

—Lo que sea, estoy dispuesta.

—Pero eso es solo la mitad del problema. ¿Se alcanza a imaginar los peligros que nos esperan, cierto?

—Más o menos.

Tras una pausa, Margaret supo mostrar una genuina curiosidad:

—Si no le importa la pregunta, ¿qué era lo que escribía hace un rato?

Instantáneamente Alfonso se paralizó y se tornó defensivo.

Blandió su mano en un gesto preocupado.

—Ah, nada importante, es solo un diario que estoy escribiendo.

—¿Un diario?

—Sí, pensamientos del día, ese tipo de cosas.

—¿Y cuál es su pensamiento para el día de hoy? —preguntó Margaret, desplazando la atracción de su mirada hacia otro lado.

Él dirigió su mirada al plato y pretendió jugar con su tenedor por un momento. Ella se dio cuenta que se estaba entrometiendo, pero así era ella. Él se sintió amenazado, ella necesitaba sondear cuáles eran sus límites.

—Estoy trabajando en un plan para poder continuar con el viaje desde aquí. Se han presentado algunos problemas en Tubano estos últimos años, como usted lo debe saber. Es uno de esos lugares calientes donde parece que los problemas nunca terminan del todo.

No la convencía, le podía estar escondiendo algo, pero dejó que continuara y lo miró detenidamente a la cara. Si estaba mintiendo, lo hacía muy bien.

—Rafa siempre se está metiendo en problemas —dijo Alfonso con firmeza, levantando la mano—, estoy seguro que lo vamos a encontrar, y estoy seguro que lo vamos a recuperar.

Margaret no estaba muy segura. La situación sobre Rafael, sus amigos, sobre el mismo país se estaba tornando algo elusiva, con razón lo llamaban Locombia… Pero ella tenía que enfocarse y empezar a filmar de nuevo. Se había distraído. Después de todo, la situación en que se encontraba Rafael era más apremiante.

* * *

PREFACIO

Un libro que defiende la causa indígena desde todos los ángulos y se inquieta por el destino de los pueblos indígenas en las Américas, especialmente en el Sur. Tema de notable importancia dada la sabiduría que ellos albergan para la pervivencia del ser humano, por ser ellos las conciencias mayores respecto al peligro en que se encuentra el planeta, producto del deterioro sistemático de los ecosistemas.

Pachamama y el hombre jaguar es una alabanza al sufrimiento que han padecido las tribus suramericanas a manos del hombre blanco, en un principio, y en estos tiempos por parte de nosotros los mestizos. Deja ver los problemas sociales de una Colombia que se desangra por cuenta de una confrontación guerrillera que rebasa el medio siglo. La guerrilla es parte del libro, y de alguna forma Riddell infiere que no todo es culpa de esta. Que sí interesa buscar responsabilidades, causas, hay que señalar las constantes centenarias de inequidad social y de descuido de los campesinos por parte del gobierno colombiano.

Esta novela resuena con la preocupación primordial en que han devenido la conservación de la biosfera y el aprovechamiento consciente de los recursos naturales, pues muestra la relación piadosa que los pueblos originarios sostienen con la tierra. La novela del poeta Ron Riddell exhibe la burla a los derechos humanos y la ficción de la libertad de expresión. Si algo promulga es la defensa a capa y sin espada de las cosmovisiones nativas de América, cifra inequívoca del crecimiento espiritual de la región.

Capítulo especial es la auscultación del mundo sórdido e inhumano de los secuestrados por la guerrilla. Poco a poco somos testigos de las aventuras y vicisitudes de uno de sus protagonistas, una mujer, secuestrada en su afán de documentar el sufrimiento del aborigen colombiano, afán que se arraiga en sus propios y casi imperceptibles orígenes.

A veces vertiginosa, a veces evocativa, con puertas introspectivas, esta novela reincide en una tara que no admite confines: la lacra de la guerra en nuestras vidas.

En Colombia se pauta cada vez más con la memoria. Esta novela podría servir para arrojar las cargas y rencores, para esa cuota de olvido que necesita el proseguir, para salir de nuevo a un camino que tenía el imperativo de vivir.

Fernando Hernández Vélez.

* * *

El presente texto hace parte de la novela «Pachamama y el hombre jaguar» publicada por Esquina Tomada ediciones (www.esquinatomada.com), 2018, traducida por Fernando Hernández Vélez.

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* Ron Riddell es escritor, poeta, músico, pintor y gestor de paz. Es graduado en Artes de Auckland University. Más recientemente, ha viajado y trabajado en América Latina. Riddell ha realizado lecturas de poesía en muchas partes del mundo, incluyendo Chile, Los Ángeles y Colombia, donde sus seis últimos libros, (incluyendo El Milagro de Medellín y otros poemas y Spirit Songs) fueron publicados en edición bilingüe (inglés y español). Riddell ha presentado su trabajo en muchos festivales y eventos culturales del mundo, incluyendo los festivales de Edimburgo, Harbourfront (Canadá), El Festival Internacional de Poesía de Medellin (Colombia) y Los Festivales Internacionales de Poesía de Cartagena, Bogotá y Pereira (Colombia). Ha tomado parte en eventos culturales y de paz en Colombia, Chile, Estados Unidos y Nueva Zelanda. En Auckland, Riddell estableció Los Poetas de Titirangi (en 1977). Ha publicado 21 volúmenes de versos y ha escrito cinco novelas y cinco obras de teatro. En la actualidad vive entre Medellin, Colombia y Auckland, Nueva Zelanda.

Libros publicados por Ron Riddell:

• Beads, Parnassus Press, Auckland, 1975

• The Titirangi Poets, Vol. 1 & 3 (editor), Outrigger Publishers, Hamilton, 1977; 1981

• Persephone, Outrigger Publishers, Hamilton, 1977

• Northern Light, Parnassus Press, Edinburgh, 1978

• Islands, Parnassus Press, Edinburgh,1978

• Paths of Fight, Writer and Artists Press, Auckland, 1980

• The Christ Light, Solent Publishers, Auckland, 1983

• Sense of Being, Writers and Artists Press, Auckland, 1984

• Breathing Space, Coromandel Press, Coromandel, 1986

• Elegy for Barry Mitcalfe, Earl of Seacliff Art Workshop, Auckland, 1987

• How to Eat a Hot Dog on the Main Street of Thames, E.S.A.W., Auckland, 1990

• Michelangelo Dreams, Puriri Press, Auckland, 1997

• Love Songs for the Dead, Puriri Press, Auckland, 1998

• El Milagro de Medellin y otros poemas, Casa Nueva, Medellin, Colombia, 2002

• Antología de El Primer Festival Internacional de Poesía de Wellington, (Co-editor), HeadworX, Wellington, 2003

• Spirit Songs, Casa Nueva, Medellin/Steele Roberts, Wellington, 2004

• Antología de El Segundo Festival Internacional de Poesía de Wellington (Co-editor), HeadworX, Wellington, 2004

• Leaves of Light, Caza de Poesia, Los Angeles, U.S.A., 2005

• Anthology of the Third Wellington International Poetry Festival, (Co-editor), Casa Nueva, Wellington, 2005.

• Raukura, Editorial Lunes, San José, Costa Rica, 2006.

• Azul Amarillo, Cedma, Málaga, Spain, 2007.

• The Greek Letter, (novela), Neoismist Press, Christchurch, New Zealand, 2007.

• Planet Haiku, Casa Nueva, Wellington, New Zealand, 2008.

• Haikús selectos – Selected Haiku, Ron Riddell – Raúl Henao, Montaña de Silencio, Medellín, 2009.

• El oráculo de Alejandría/The Oracle of Alexandria, Endymion, Medellín, 2009.

• A Love Beyond, (novela), Casa Nueva, Medellín, Colombia, 2009.

• The Guardian of the Shield, (novela), Casa Nueva, Auckland, 2013.

• Children in the Rain, poemas y haikus, Printable Reality, 2014.

• Dance of Blue Dragonflies, Printable Reality, 2016.

• Forty Years of Tiitrangi Poets (Editor), Printable Reality, 2017.

 

**Fernando Hernández Vélez es sociólogo, poeta, traductor y subdirector por varios años de la Revista de Literatura Puesto de COmbate. Egresado del Brooklyn Cllege, Ciudad Universitaria de NUeva York, 1986. Mención Honoraria en el concurso de poesía Glascock, celebrado en el Mount Holyoke College, Amherst, Massachussets, 1984. Alumno en el Brooklyn College de Allen Gingsberg y John Ashbery. Ha publicado los libros de poesía «Visitaciones» (2005) y «Sombras de agua» (2017). Ha traducido «La poesía de T. S. Eliot» (2006), «T. S. Eliot: Ensayos selectos» (2008) y «Antología de poesía norteamericana» (inédito). Sus poemas han aparecido en revistas nacionales como Casa de Poesía Silva, Universidad de Antioquia, Luna de Locos, Iris, Mefisto y Puesto de Combate. Ganador del concurso de poesía Carlos Héctor Trejos Reyes de la ciudad de Riosucio, Caldas, 2014.

 

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