EL LIBRO DE BUEN AMOR EN LOS DEBATES POLÍTICOS Y ECLESIOLÓGICOS DEL SIGLO XIV
Por John Jaime Estrada González*
Aunque el Libro de buen amor (1335–1345) sea una de las obras más destacadas de la literatura medieval castellana; su autor, Juan Ruiz, según en el texto, continúa siendo desconocido en la historiografía literaria. Fue un poeta probablemente cercano a las jerarquías eclesiásticas de la época. El título de la obra no es el original, fue el resultado de los estudios filológicos del siglo XX. El personaje, un arcipreste, fue equiparado a un «ajuglarado», y con ello la obra se catalogó como paródica, irónica y burlona. Aquella taxonomía se difundió en la enseñanza escolar, asemejando el personaje a los de Chaucer o Bocaccio. Vista sólo bajo esa retícula, se desdeñó su contenido relacionado con los debates teológicos, filosóficos y eclesiológicos de la época.
Mencionaremos algunos episodios del texto que evidenciarán la participación directa del autor en los problemas que enfrentaban las feligresías y el clero eclesiástico por aquel entonces, particularmente en Castilla. Un personaje arcipreste, condición jerárquica de bajo rango, desempeñaba muchas funciones en el ordenamiento eclesiástico.
EL HORIZONTE HISTÓRICO DEL LIBRO DE BUEN AMOR
La obra, en algunos de sus episodios, fue también el intento de un intelectual poeta por rescatar del naufragio las instituciones eclesiásticas de la época. En este propósito fue único en la literatura medieval castellana. Se trató de una ambición amplia en el material poético que deliberadamente escribió con tal finalidad. Su producción literaria no implica que fuera el último en tratar de reconciliar, adecuadamente, autoridad e individualismo; libertad de escoger (libre albedrío) y predestinación; y superioridad del Papa sobre los concilios. Estos temas, que a menudo resultan ingenuos e insuficientes para una discusión aguerrida, no lo eran así en aquel siglo. Las polémicas condujeron a hechos de sangre y posteriormente a graves colisiones. Tampoco podemos pensar que fueron solo las polémicas religiosas las que dieron pie a tales desafueros.
En Castilla, particularmente en Toledo, (la diócesis más grande y rica de Europa a comienzos del XIV) se vivía también una confrontación incesante entre los bandos de nobles que con sus caballeros armados se alineaban por parroquias para ejercer hegemonía municipal; unos en nombre del rey, otros en el del Papa en Aviñón.
Nadie niega que las creencias religiosas puedan teñir una relación personal y condescender a la espada. Lo que aquí abordamos es la expresión política, que nos permite preguntar, ¿supera las creencias religiosas?, mejor aún, ¿está por encima de ellas? Para responder adecuadamente, es más decisivo presentar las posiciones políticas como acicates de este enfrentamiento; quizá más útiles para la discusión que el marco personal e íntimo de las creencias personales, ¡tan difíciles de abordar! No es nuestro propósito presentar una descripción de Juan Ruiz (posible autor) qua filosofía política o teología. No se trata de traer a juicio lo que estas disciplinas actuales sostienen; tampoco el acercamiento que a ellas hace la filosofía analítica. Lo que leemos en Libro de buen amor tiene valor intrínseco; nos permite comprender lo que dice, a quiénes posiblemente lo dice y hasta porqué lo dice.
SIGUIENDO EL TEXTO EN LAS POLÉMICAS DE LA ÉPOCA
Del texto se puede colegir que el arcipreste (el personaje) no buscó preservar la acción directa de Dios en la revelación, sino privilegiar el rol de la mediación jerárquica de la Iglesia, tal cual lo leemos en el texto: «es el Papa sin dubda la fuente perenal, / ca es todo el mundo vicario general; / los ríos son los otros que an pontifical, / arçobispos e obispos, patriarca, cardenal» V. 1160–4[1]. Al igual que cualquier intelectual eclesiástico en el siglo XIV, sin importar su orientación epistemológica, reconocemos en los versos anteriores el conflicto en torno a la Lex divinitatis, polémica constante entre las jerarquías eclesiásticas y las autoridades seculares. Es en el contexto de esa disputa que escribe la obra.
Se trató en último término de un agrio conflicto en torno a la concepción de todo el gobierno terrenal. ¿Quiénes eran el Papa, el rey de Francia y el emperador germano para hablar del gobierno de toda la Tierra? El personaje del arcipreste enfatiza con insistencia la legalidad jerárquica; sin embargo, esta veta está hoy mitigada; es un tema que despierta poca simpatía entre estudiantes. No quiero pensar que sea por ignorancia que los críticos invitan a leer la obra con la única motivación de disfrutar las aventuras de este arcipreste «ajuglarado» y «paródico» entregado a una vida libidinosa.
En el muy somero análisis que presentamos, podremos ver que la obra nos ayuda a construir un puente (en el que todavía queda mucho por hacer) entre los grandes sistemas del siglo XIII y las revisiones finales de Platón y Aristóteles a lo largo del siglo XIV. Así fue como regresó triunfante a la palestra el agustinismo catapultado por la escolástica. Para citar un caso, Wycliff se apoyaba en San Agustín para mostrar el claro ejemplo de la relación directa con Dios sin mediación alguna, con lo cual desechaba de manera definitiva la Lex divinitatis.
Como es bien sabido, el texto De la jerarquía terrestre y de la jerarquía eclesiástica, atribuido a Dionisio «el aeropagita», fue la fuente no escriturística más estudiada en el siglo XIII–XIV; sobre ella se apoyaron las disputas. Como sabemos, esta obra ejerció fascinación desde el siglo IX y tuvo variadas traducciones desde la de Escoto Eriúgena hasta la de Hugo de San Vitor y su escuela catedralicia la difundió desde entonces. Apoyado en el orden del universo que presentaba Dionisio, Gilles de Roma planteó que: «recaía sobre la iglesia, como intermediaria entre divinidad y humanidad, conducir a los laicos de regreso a Dios»[2]. La afirmación anterior sentó las bases para plantear la tesis de la superioridad de la Iglesia sobre el gobierno secular. En tales términos no puede haber nadie por encima de aquella institución para llevar a cabo su misión encomendada por Dios y sólo responsable ante él.
En contraparte a la tesis de Giles, se argumentó tanto en Oxford como en París, que si los más bajos son conducidos a lo más alto a través de la intermediación, entonces el Papa no puede reclamar una autoridad sobre cualquier jerarquía terrestre, puesto que el poder sobre los más bajos lo ejercen los intermediarios, arzobispo, obispo, abad o párroco. Siendo solo intermediarios, ejercen únicamente, poder espiritual. Por tanto, los Papas, trabajando a través de ellos, ejercen únicamente, poder espiritual. En resumidas cuentas, quien sea el rey es cabeza de su propio reino, por tanto, jerarquía secular, de tal manera que la monarquía imperial, si es que hay una, es la cabeza del mundo e independiente del Papa.
Por su parte, Juan Ruiz (quien haya sido el autor del Libro de buen amor) con su obra reinstaura el conflicto de este periodo y logra, en cuaderna vía, participar en aquellos debates. Su obra se puede leer en el corredor del llamado «gran sisma» y por ello su alcance trasciende un llamado «desdoroso enfrentamiento entre autoridad eclesiástica y secular», como tanto se suele mencionar.
Como se puede seguir en el texto, primero establece el propósito de su obra y después acomete el tema de la salvación: «fiz esta chica escriptura en memoria de bien e conpuse este nuevo libro en que son escriptas algunas maneras e maestrías e sotilezas engañosas del loco amor del mundo, que usan algunos para pecar. Las quales, leyéndolas e oyéndolas omme o mujer de buen entendimiento que se quiera salvar, descogerá e obrarla á» (V. 81–86).
De la obra no se desprende ninguna desaprobación de Juan XXII (Papa en Avignon) y su gestión. Por tanto, no le desconoce y mucho menos se alinea con los enemigos de aquél que propendían por la pobreza en toda la Iglesia. Cuando menciona a Cristo en sus versos, para nada ejemplifica su pobreza y mucho menos lo hace al hacer relación a la Iglesia. El tema de la pobreza existe en su obra, mas acometió la condición de los pobres como un ejercicio de la misericordia: «vestir los pobres desnudos, con la Santa Esperança / que Dios, por quien lo faremos, nos drá Buena andança: / con tal loriga podremos con Cobdiçia que nos trança, / e Dios guardamos á de Cobdiçia, malestança (V. 1587–90). y más adelante enfatiza: «Desea oír misas e fazer oblaçiones, / desea dar a pobres bodigos y oraciones, / fazer mucha limosna / e decir oraciones: / Dios con esto se sirve, bien lo vedes, varones » (V. 1628–31). ¿Quiénes podrían ser esos varones a los que se refiere el arcipreste? Es muy evidente que no se trata de un sermón parroquial.
Recordemos que Cristo era considerado el inspirador de las órdenes mendicantes y dentro de ellas se vivían los fermentos de los conflictos entre quienes abrazaban el derecho a que la Iglesia tuviera propiedades y la posición de quienes lo rechazan tajantemente. Frente a este estado, el arcipreste insiste en dar limosnas y ofrecer panecillos (bodigos) a los pobres, privilegiándolos para ganar la salvación del alma. Los teólogos de Oxford, que no disputaban a nombre de su orden, atacaban directamente las posiciones aviñonesas por heréticas y nugatorias de la pobreza que debe tener la Iglesia, imagen de Cristo en la Tierra.
También otro foco de discusión se situaba entre los que sustentaban la tesis de la supremacía eclesiástica frente a la papal que no es lo mismo. Como bien se ha estudiado, las raíces de esta disputa se hunden en los canonistas de los siglos XII y XIII, quienes establecieron su corpus filosófico y teológico por la época en la que se escribió el Libro de buen amor. Los trabajos de Marsilio de Padua y de Guillermo de Ockham alcanzaron todo su apogeo hacia mediados de aquel siglo XIV y dieron las bases para las consecutivas polémicas intelectuales sobre el gobierno de la Iglesia.
En este nuevo acontecer se trataba nada menos que de afirmar y sostener que la totalidad de la Iglesia tenía que estar por encima del Papa. Frente a quienes afirmaban la supremacía absoluta del Papa y nadie por encima de él, ni siquiera la mayoría en un concilio. Quienes se oponían al poder omnímodo del Papa terminaron encarcelados. Las cosas así los llevaron a huir a Inglaterra y Alemania, los reinos enemigos del Papa. Era el momento de mayor crecimiento de los debates conciliaristas que ocuparon el siglo XIV. Algunos teólogos españoles estuvieron involucrados abiertamente en contra del poder del Papa; el caso de Alfonso Fernández de Madrigal, ya en el siglo XV, es uno de los más conocidos; por eso pasó a la historia con el apodo de «el tostado».
En otro margen de ideas, quienes defendían el poder del Papa para lo civil, así como su derecho a tener posesiones, alegaban que la pobreza de Cristo, paupertas altissima (la más alta pobreza, la divina) era la propia de la Iglesia; cuanto poseía era de Dios y para Dios. Otra cosa era la paupertas artissima (la pobreza estricta, por tanto, humana) consecuencia del pecado, necesaria para la Iglesia porque de lo contrario no habría salvación; ya que salvando a los hombres y ejerciendo la caridad con los pobres se perfecciona la Iglesia.
En la actualidad, quienes caracterizan el siglo XIV en conflicto con la eclesiología mendicante, siempre han considerado aquellos debates como independientes uno de otro. Esto significa que de un lado va el carisma de la pobreza mendicante y de otroa, la manera como los frailes entendían su lugar dentro de la Iglesia y cómo esta debía actuar. Pero la realidad es que ambos están profundamente relacionados. Tomemos por caso la eclesiología mendicante, en particular la franciscana; esta abogaba por la identificación de la Iglesia con la paupertas artissima, representaba, por consiguiente, un desafío directo no sólo a la jerarquía del momento, sino también a la concepción vertical del gobierno eclesiástico.
Juan Ruiz fue posiblemente un jurista; se encuentra en la línea amplia que discierne el poder y su ejercicio en su aplicación correcta, esto es, como venido de Dios y ejercido por este sobre sus criaturas. Se interesa en aunar los dos órdenes del poder terrenal: de un lado, el que se ejerce con autoridad y fuerza; de otro, el de la potestad de Dios. Hablando estrictamente en términos canónicos, civile dominium y divine dominium, son vertidos sobre el Papa. Nuestro poeta apoyó el fecundo trabajo de tal intepretación en su momento: «Otrosí puede el Papa en sus decretales far. / en que a sus súbditos manda cierta pena dar; / pero muy bien puede contra ellas dispensar, / por graçia o por servicio toda la pena soltar» (V. 146–9).
En la obra que analizamos, Libro de buen amor, Cristo con su ley sostiene el dominio civil y si tal dominio pertenece a su parte humana o a su naturaleza divina, tema crucial en las discusiones desde finales del siglo XIII, no es un tópico de su interés y opta, afín con la literatura de la época, por entronizar a Jesús como rey y a María como reina: «Reinas con tu fijo quisto, / nuestro Señor Jesú Cristo; / por ti sea de nos visto / en la gloria sin fallía» (V. 32–5). Como vemos recurre a la imagen evangélica del reino de Dios, con lo cual todo es de competencia divina.
En la dirección académica, las referencias a Dionisio gradualmente se desvanecen después de las primeras tres décadas del siglo XIV. Sus nociones neoplatónicas y lingüísticas, casi herméticas, parecieron limitar su interés más a místicos interesados en la vía apofática, que a intelectuales dedicados a escudriñar a San Agustín. En verdad, tal como algunos estudiosos suelen observar, este fue otro componente que contribuyó a la llamada «disolución del panorama medieval». En efecto, se trató de un fervor místico que recorrió el mundo del campo y las urbes. Concitados por los predicadores, muchos parroquianos desoyeron la Iglesia como intermediaria de Dios y buscaron la comunicación directa con él.
EL QUEHACER DEL PERSONAJE EN LA VIDA ECLESIÁSTICA Y SUS DESAFÍOS
Aquel movimiento espiritual estuvo situado, de manera particular, en el sacramento de la confesión; nuevo en sus fundamentos teológicos y procedimentales. Comportó muchas dificultades a la hora de ser practicado. De un lado estaban las costumbres penitenciales que venían desde siglos atrás; de otro, ahora se exigía que el sacramento fuera celebrado por obligación y anualmente, por pascua y resurrección; tenía que ser en secreto y con el presbítero. El resultado fue una confusión, se preguntaban: ¿quién perdonaba, el presbítero, la iglesia o Dios? De nuevo, el personaje del arcipreste acude con sus versos: «En el santo Decreto ay grand disputación / si se faz penitencia por sola contrición» (V. 1136).
Las disputas estuvieron al orden del día: de un lado estaban quienes decían que, dada la omnisciencia de Dios, quien escruta los corazones, para qué confesarle los pecados si ya los sabe; a ello responde el arcipreste: «Quito quanto a Dios, que es sabidor conplido, / mas quanto a la iglesia, que non judga de ascondido» (V. 1138). El arcipreste afirma que es la iglesia la que tiene el don de recibir esa confesión y con esos versos les responde a quienes se preguntaban para qué confesar los pecados, pues bastaba sólo con mostrarse contrito ante Dios, no ante otro para ser perdonado. El arcipreste se opone a esta consideración y alega que de nada servía la contrición si se volvía a pecar. Insistía en que lo más importante era el propósito de la enmienda y por tanto el presbítero era aún más necesario; era él quien imponía la penitencia y al hacerlo actuaba como un mediador de Dios, pero a través de la Iglesia, así en los versos: «Verdat es todo aquesto de puede omne fablar, / do á tiempo e vida lo emendar; / do aquesto fallesce, bien se puede salvar / por la contrición sola, pues ál non puede far» (V. 1137).
El arcipreste entiende que el creyente tiene la vida entera para enmendarse y si muere enmendándose puede alcanzar la salvación ya que para aquel entonces el purgatorio estaba bien posicionado como lugar previo a la salvación. Era una concesión de Dios a quien lo sorprendía la muerte; así lo versifica: «pero que a Purgatorio lo va todo a purgar: / allí faz la emienda, purgando el su errar / con la misericordia de Dios, que’l quiere salvar» (V. 1140). Pero como esto no es suficiente, el arcipreste decide instruir al creyente para realizar una buena confesión y trae a cuento el arrepentimiento de Pedro: «sé yo que lloró lágrimas, triste, con amarguras; / de satisfacion otra non falló en escritura» (V. 1142).
Al término de este episodio, en el Libro de buen amor se ha indicado el sendero contrario al de los penitentes de su época, pues el camino que erróneamente seguían no contemplaba nunca la satisfacción; los penitentes permanecerían insistiendo el resto de sus vidas en expiar sus pecados personales, los de la comunidad y toda la Iglesia.
Una vez instruido el creyente, considera el caso del clero; este estaba mal preparado para conceder el sacramento y les aconseja abstenerse de hacerlo: «Muchos clérigos sinples, que non son tan letrados, / oyen de penitencia a todos los errados, / quier a sus parroquianos, quier a otros culpados: / a todos los absuelven de todos sus pecados. En esto yerran mucho, que non lo pueden facer; / de lo que fazer non pueden, no se deben entremeter: / si el ciego adiestra a quiere traer» (V. 1144– 45). Nada más revelador que estos versos para negar el epíteto de «ajuglarado»; nuestro personaje se reconoce letrado y capaz de amonestar e instruir a los presbíteros. Como bien lo han mencionado los estudiosos de esta época, el examen de conciencia diario se empezaba también a exigir al creyente. Con ello se disponían mejor para confesión. Resulta muy compresible que abunden los manuales de confesión en aquella época más que en cualquier otra.
El arcipreste apeló siempre a ver la vida cristiana en una perspectiva feliz, por eso le da tanta importancia a la risa. De las celebraciones litúrgicas hace también una manera de disfrutar la vida. Estaba muy lejos del panorama sombrío que acuciaba junto con otros males naturales, un mundo infeliz y malo donde todo es tristeza y sufrimiento. De allí que al final del Libro de buen amor podemos leer: «Fizvos pequeño libro de esto, mas la glosa / non creo que es chica, ante es bien grand prosa, / que sobre cada fabla se entiende otra cosa / sin la que se alega en la razón fermosa» (V.1631). Finalmente, conviene analizar la creatividad del arcipreste con motivo de la imposición de la liturgia romana para desterrar la liturgia mozárabe, la que siempre celebró Toledo. Los creyentes toledanos rechazaron que de un día para otro y por decreto, se les impusiera una liturgia en la que no se reconocían.
El arcipreste, como toledano, dedica parte de su obra a formar al creyente para que disfrute la liturgia romana como una fiesta; se acerca así a las modalidades carnavalescas. Con humor y de manera dulce y útil, a la manera horaciana, da curso en sus versos a las comparsas y el desfile de todos para celebrar la liturgia lateranense. Sabemos que aquel fue un agudo conflicto que creció y llegó a enfrentamientos de la feligresía contra la corona de Castilla, que apoyaba la imposición de la liturgia romana por la fuerza, para desterrar la mozárabe. Este constituye otro tópico en el cual nuestro Libro de buen amor vivenció ¡y de qué manera!, los conflictos políticos y sociales de su época. Lo que fuera obra chica, según el poeta, resulta paradójico; lo escrito sobre ella en pleno siglo XXI, suple los anaqueles de muchas bibliotecas.
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* John Jaime Estrada. Nacido en Medellín, Colombia. Graduado en filosofía en la Universidad Javeriana, Bogotá. Estudios de teología y literatura en la misma universidad. Maestría en literatura medieval en The Graduate Center (City University of New York , CUNY). Es PhD. en literatura medieval castellana en la misma institución. Actualmente es profesor asistente de español y literatura en Medgar Evers College y Hunter College (CUNY). Columnista de la revista literaria Revista Cronopio. Miembro honorario del CESCLAM–GSP, Medellín. Miembro del comité de la revista Hybrido e investigador de filosofía y literatura medieval. Su disertación doctoral abordó el periodo histórico de las relaciones entre el islam, judaísmo y cristianismo en Castilla durante los siglos XI–XIV. Investigador personal de tales interrelaciones a través de la literatura medieval castellana, en particular en la obra el «Libro de buen amor». Es autor de la tetralogía «De la antigüedad a la Edad Media».
[1] Ruiz, Juan. (2005). Libro de buen amor. Alberto Blecua (ed.). Madrid: Cátedra, 2005. Todas las citas de la obra pertenecen a esta edición. Con la V se indica el verso citado que corresponde a esta edición.
[2] Giles de Rome. (2004). On Ecclesiastical Power. New york: Columbia UP. P. 100. Traducción nuestra.
Buen aporte con explicaciones claras y buena inclusión del libro del Buen Amor en su grafía original, mis respetos