Escritora invitada

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EL LUGAR DE LAS SOMBRAS

Por Maritza Franco Alzate*

Presentamos a continuación un fragmento de la novela El lugar de las sombras, de Maritza Franco Alzate, publicada por Editorial CES en 2022. Viene, además, con comentarios de Emilio Alberto Restrepo, Luis Fernando Macías y Ana Catalina Córdoba.

CAPÍTULO 3

EL LECTOR

Al día siguiente fui de nuevo a la casa de don Alfonso. Toqué varias veces el timbre y desde allí vi a doña Carmen saludarme por la ventana, entre señas, diciendo: «Enseguida viene».

Elena abrió la puerta y vi que la camioneta no estaba.

—Alfonso se demora, pero me dejó los papeles. Me dijo que los revisara y firmara, porque realmente todo está a mi nombre.

El labio inferior de su boca se devolvía al lado derecho y se reincorporaba de nuevo. Ella trataba de controlar el movimiento, pero no podía.

Revisé el formulario y le indiqué donde debía firmar.

—No veo bien, me indica, por favor, en dónde firmo —me dijo con una sonrisa.

Le señalé, y ella firmó con su mano temblorosa.

—Discúlpeme que tiemble tanto. Llevo dos noches sin poder dormir.
—No se preocupe, Elena, eso a veces pasa —le dije, mientras confirmaba mis sospechas: «Tic nervioso e insomnio: depresión, no hay duda». Pobre Elena, creo que esa es la peor parte de la depresión.

Entonces recordaba mis noches de insomnio. Mirar la hora en el reloj y ver pasar la madrugada de hora en hora, el silencio en la calle y la cabeza con el motor encendido; intentar leer y no concentrarse; caminar descalzo, tomar leche; volver a la cama; voltearse. «Ya son las dos de la mañana. El despertador debe de sonar a las seis, aún hay tiempo. Puedo dormir de una a dos, de dos a tres…». Veo el reloj, ya son las tres. «Tengo tres horas. ¿Cuántos años tengo? No he logrado nada, me falta tanto, no he dormido, no he pagado el celular. ¿Qué fecha es hoy? ¿Yo merqué hoy? Voy a la nevera. ¡No compré leche! Mañana la compro y pago el celular. Ya son las cinco de la mañana». Los despertadores empezaban a sonar y día a día, en esa lucha inacabable, la noche y yo nos hicimos las mejores amigas; a veces, también, acompañadas por un lienzo y un cigarrillo. Ya no luchaba en busca del sueño. Me gustaba ver cómo todos en mi casa pasaban y me decían: «Hasta mañana, ¡no te acuestes muy tarde! ¡Te vas a envejecer!».

En el edificio de enfrente los del cuarto piso apagaban su televisor a las once de la noche. En el piso diez siempre veía una luz; al parecer, una lámpara de escritorio que tardaba en apagarse, y entonces imaginaba a un hombre mayor leyendo. Lo imaginaba leyendo La montaña mágica; esa que nunca he podido terminar. Quería entrar en el libro y decirle a Hans que me prestara un momento su silla de reposo, dormir como lo hacía él y, ¿por qué no?, quedarme allá. La lámpara se apagaba alrededor de las dos de la mañana y entonces sabía que me había dejado sola, al igual que las pocas veces que la luz no se encendía. Tomaba entonces un cigarrillo para conversar con la noche. Si la noche estaba despejada era más fácil. El reloj se movía mientras jugaba con las estrellas tratando de armar las carreticas en el cielo, moviendo mis dedos entre La Osa Mayor y La Osa Menor; soñando con ver a Sirio y sentir allí las lágrimas de Isis, llorando por Osiris mientras recorre el Nilo para encontrar sus pedazos; y así, seríamos dos las que tendríamos nostalgia esa noche. Al igual que Isis, también yo recogería pedazos, pero de tiempo para formar días de vida perdidos. El día sería más difícil que la noche. Afuera, todo marcharía bien; no se detendría el mundo porque yo no hubiera dormido. Llegada la mañana me bañaba con la boca seca, la piel sin brillo y la sensación de una fuerte resaca.

No podía salir así, debía dormir, pero ya no había tiempo. No podía conducir así, pero lo hacía. Medio conducía, medio trabajaba, medio vivía.

A veces, en el día, lograba dormir un poco en el baño de la oficina, en el carro a mediodía y cada tres días me tomaba un Hiderax, ese que descubrí cuando me dio una alergia. Pero mi alegría no duró mucho. Mi hermana ingresó al primer semestre de medicina y, al ver la caja del medicamento, me leyó el vademécum completo. Además, su efecto me duraba dos días y el dolor de cabeza una semana. Era imposible conducir. De igual manera, cada tres días me lo tomaba, y a las pocas semanas ya no me hizo efecto.

La idea de depender de una pastilla para dormir me asustaba más que no dormir, hasta el día en que el esposo de una compañera de trabajo fue diagnosticado con v i h. Ella esperaba no solo su resultado, sino también el de su pequeño hijo. Al visitarla en su casa y contarme todos los detalles del momento en que los psicólogos de la clínica les entregaron el resultado, me mencionó que, para evitar una crisis posterior, a ella le medicaron Rivotril para dormir. Cuando mencionó la palabra dormir, mis ojos brillaron, y ella, quien conocía mi problema, no dudó en solidarizarse conmigo y darme de sus pastillas. «Te doy dos solamente. Esto es con receta médica. Te las entrego tranquila porque a mí no me causaron ningún daño. He dormido muy bien y, además, ya no las tomaré, pues no las necesito. Considero que te ayudarán; te pueden regular el sueño y luego sigues durmiendo normalmente».

Con estas palabras quise entender que la pastilla no causaba adicción. La abracé y me fui feliz con mi regalo.

Esa noche descansé como nunca. Al siguiente día me levanté con el semblante de quien pasó una noche tranquila. Mi hermana se alegró al ver que había dormido de forma «natural».

—Me alegra que te durmieras temprano, mira qué bien te ves hoy —fue su saludo en la mañana—. Te he dicho que te falta higiene del sueño, mira que lo puedes hacer sola; no tienes que tomar nada para dormir. Si no lees en la cama, si no tomas cafeína después de las seis de la tarde, dormirás bien.

—Sí, tienes razón —contesté—. Me siento muy bien hoy.

Fue desde ese momento que empecé a jugar con cartas ocultas. ¿Para qué decirle la verdad? ¿Para que me leyera su vademécum? Así que le contesté lo que quería escuchar y guardé bien la caja de las pastillas para evitar un sermón posterior. Boté en el baño el empaque delatador plateado. Sabía que desde el Hiderax me vigilaba y, además, no quería que sufriera por mí.

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La noche que siguió también dormí cuando tomé la segunda pastilla. Mi hermana abrió la puerta y de nuevo sonrió.

Tercer día. Ya no hay pastilla. Al llegar a la oficina busqué a mi amiga. Necesitaba más de su Rivotril. «¡No puedes tomar más de eso! Además, no tengo la fórmula y tampoco te la daría. Yo duermo con un posible diagnóstico de v i h. ¿Y tú en qué piensas?, ¿qué es lo que no te permite dormir? ¡Relájate y verás que duermes!».

El día empezaba a obscurecer y los temores a llegar. Veía mi cama como un enemigo que se reía. Me parecía que tenía vida propia. La preparaba con cuidado, extendía bien la sábana y miraba la almohada blanca, ya acostumbrada a los rastros de maquillaje que delataban las lágrimas. Las luces de mi casa empezaban a apagarse, y yo me disponía a enfrentar una batalla que siempre perdía.

Mi amiga no tuvo razón. El sueño nunca llegó. Caminé al balcón. Mi vecino lector ya dormía. «Bueno, ya estamos aquí de nuevo», pensé, y cerré la puerta que comunicaba el balcón con la casa para encender un cigarrillo y conversar con los recuerdos. Me acompañé del violín de Itzhak Perlman y su versión del tango Por una cabeza. Decidí hacer una fiesta y empezaron a llegar mis invitados a través del humo:

Llegó la tranquilidad, me entregó una copa de vino y la música se convirtió en canción.

El amor que está mintiendo quema en una hoguera todo mi querer.

Era el amor que entraba cantando…

—Brindemos —le dije—, brindemos porque teníamos que mentir. La verdad nos separaba. Hoy lo sé.

Su boca que besa borra la tristeza… seguía la canción. Pero si un mirar, me hiere al pasar, su boca de fuego otra vez quiero besar.

Y la fiesta siguió. La tranquilidad tomó la mano del amor y el tango la llevó tres pasos más cerca de él. El amor se movía buscando su perfume, sonreían mientras la música los hacía girar. Yo busqué sus ojos para bailar con él, pero se fue. Lo veía irse mientras las lágrimas se mezclaban con el sabor del vino, y yo apagaba el cigarrillo para finalizar la fiesta.

El vino logró que pudiera dormir una media hora. Los despertadores sonaron y, al abrir los ojos, supe que me había quedado en el sillón de la sala, y mi hermana me estaba mirando con decepción.

Me bañé y decidí irme en bus. Como una canción de cuna, el movimiento del vehículo lograba dormirme por instantes. Cuando oscureció recordé que cerca de mi casa había una farmacia que permanecía 24 horas abierta, entonces fui. Al llegar, con toda seguridad dije:

—Por favor un Rivotril.

El señor de la farmacia organizaba los estantes montado en una butaca. Bajó su mirada y me dijo:

—Se vende por caja y con fórmula médica.
—Olvidé la fórmula, y es urgente —le contesté, segura de que no me iría de ese lugar sin mi pastilla.
—No se puede. —Y siguió arreglando sus cajas, mientras me señalaba un cartel al lado derecho de la caja registradora que decía: «Medicamentos de control solo con fórmula médica».

Tenía que lograr que se bajara de allí y convencerlo, como fuera, de que me vendiera el pasaporte para poder descansar esa noche.

—Una caja de analgésicos entonces.

Bajó a buscar la caja y le dije:
—Son las dos de la mañana. No he podido dormir en varios días. Alguna vez ha escuchado que le digan: ¿Descanse y mañana piensa mejor las cosas? ¿Descanse que mañana será otro día? Piense que esas palabras no existen para mí. Todo es un mismo día. No puedo ver las cosas distintas. Siento que mi cabeza se está llenando y cada día que pasa, se va quedando sin espacio. Todo son imágenes recientes, confusas. Ya no sé diferenciar entre los sueños y la realidad. ¡Por favor, deme ese Rivotril!
—¡No puedo!, ¡no puedo! Visite un médico. Si se lo doy sin fórmula, me arriesgo yo y la arriesgo a usted.
—Le prometo que busco un médico mañana. ¡Se lo juro! Pero ayúdeme hoy.
—No me pida eso. Si quiere, le vendo otro medicamento que le ayude a dormir y no sea tan agresivo.
—Ese no me sienta mal, y quiero ese. ¡Por favor, deme ese!

Me senté en un muro que había afuera. Miraba los pocos autos que pasaban. Otro día sin dormir y las lágrimas salieron; caían y caían. El farmaceuta salió de la vitrina, me miró un momento y me dijo:
—No se haga esto. Entienda que no puedo.
—Entienda que usted es la única posibilidad que tengo, deme solo una —le dije.
—¿Y por qué yo? ¿Por qué no va a otra farmacia?
—Porque usted trabaja solo y no tiene testigos. Créame que, si le estoy suplicando, es porque no puedo más.
—No puedo —dijo, y volvió a su butaca. Encendí un cigarrillo y me quedé afuera.
—¿Se va a quedar ahí? —me preguntó, bajándose nuevamente de la butaca.
—Creo que sí —le contesté—, quizás el ruido de los autos sea mi canción de cuna. ¿Querría usted que me fuera a mi casa a incomodar el sueño de los demás?

Cuando eran las tres de la mañana y me disponía a irme, el señor de la farmacia me dijo:
—No llore. Tenga una pastilla. No me la pague. Igual esa caja ya quedó descuadrada. No la puedo vender así, pero me duele verla en ese estado. Cumpla su promesa.
—Deme la caja, yo se la pago al doble de lo que vale.
—¡No! ¡La caja no! Prefiero botarla que dársela. Acépteme una o no le doy nada. Y voy a dejar la orden expresa de que no le vendan Rivotril sin fórmula.
—Deme dos pastillas entonces. Ya son las tres de la mañana y lo que alcanzaré a dormir es muy poco. Le prometo que en dos días voy al médico. —Me dio dos. Le entregué el dinero y no lo quería recibir. —Recíbamelo, al igual usted tendrá que pagar esa caja. —Lo recibió.

Al tercer día, ya estaba igual. Intenté lo mismo con otros dos farmaceutas. Logré que uno de ellos accediera y me vendió una caja, tres veces más cara de lo que costaba. Esa fue la caja que mi hermana descubrió.

—¿Cómo te ha ido con esto? —me preguntó mirándome con sus ojos enrojecidos—. ¿Fuiste al médico?, porque se requiere fórmula médica. ¿Quién te la vendió? El Rivotril no es para dormir. Causa sueño. Pero no es para eso.

No le decía nada. Con el Rivotril que había consumido parecía que viviera en una nube permanente. Sentía la cabeza como un globo en donde todo flotaba. Solo quería dormir, y lo hacía. El orden de importancia de las cosas empezaba a cambiar. Sentía palpitaciones y temblores permanentes. La vida estaba pasando a mi lado, y yo no estaba en ella. —¿Quién te la dio? ¡Esto no es para jugar! Te puede causar una dependencia. Esta droga es para personas que tienen trastornos graves —me lo repetía, bajando sus ojos y moviendo su cabeza en negación.

—Ya no la tomaré más ¡Te lo juro!

Maritza Franco
Y era cierto. Ese día mientras cruzaba una avenida me caí, y cuando me paré, un bus había frenado en frente de mí. Mucha gente pudo pensar que yo me había lanzado al bus; pero no. Yo simplemente caí. Veía que la gente miraba y me decía: «¿No le pasó nada? ¿Está bien?». Yo miraba las palmas de mis manos y las sacudía. No tuve miedo. Le pregunté al conductor del bus la dirección de la ruta, y me subí. Los pasajeros me miraban y yo recosté mi cabeza en la ventanilla para poder dormir. No tener miedo me hizo sentir miedo.

Las dejé ir. No más Rivotril.

Los fines de semana buscaba estrategias para dormir. Me quedaba todo el día en la cama y, en las noches, cuando salía, procuraba tomar vino para conseguir algo de sueño. En semana me fui acostumbrando; adecué el balcón para pintar. No podía dibujar porque el pulso no me lo permitía. Los colores del cielo eran lo dulce de mis noches. En el día, el cielo era «el lienzo de Dios», en la noche, jugaba a crear mis propios cielos, robándole ideas a Él, quien me confirmaba su existencia en mis somnolientos días. Me gustaba pintar atardeceres y amaneceres. Eran desvanecimientos de la noche, le pertenecían. Entraban y salían de ella. Ella tenía que ser buena, para entregar con un deleite mayor lo que recibió, y para que los pájaros tocaran un violín a su entrada y a su salida. Ellos, que se convirtieron en mi mejor despertador, se iban para mi balcón, tratando de anidar en alguna de las plantas. Un día lo lograron, en un limonar. La pajarita fue muchas veces antes de estar segura de que sí era el sitio adecuado y, finalmente, ella fue también mi compañía cuando el lector dormía. Si tardaba en llegar, me preocupaba que dejara los huevitos solos, pero siempre volvía y la veía inflarse a medida que cerraba sus ojos. El limonar se iba muriendo; no lo regaba para no dañar los huevos, porque allí estaba naciendo otra vida. Al igual que morían mis noches de sueño y nacían mis pinturas.

Un día, mientras pintaba, vi que la ventana del lector se abrió. No vi mucho, pero comprobé que sí, era un hombre; tenía unos 47 años y su pelo era oscuro. Sacaba un telescopio para mirar las estrellas que tenían un especial brillo por el verano. Me gustó saber que compartíamos el gusto por ellas. Esa noche pinté sobre el lienzo unos chamizos que se perdían entre la neblina, el bosque era oscuro y era invierno; los árboles no tenían hojas, pero entre ellos brillaba la luna. La obra se llamó: Luna de invierno y, aún hoy, cuando la miro, sé que esa luna que brilla es ese lector que quise plasmar con mi pincel, ese que, sin saberlo, iluminó tantas de mis noches.

* * *

COMENTARIO DE EMILIO ALBERTO RESTREPO

«Acá hay una depresión», pensé… «después de tantos años de convivir con ella se ha convertido en mi sombra; conozco su forma, sus matices, y reconozco sus huellas en los demás».

En el libro EL LUGAR DE LAS SOMBRAS, ópera prima de la escritora antioqueña Maritza Franco Alzate, nos sentimos atravesados en cada una de sus páginas y de sus párrafos por esa presencia constante, obsesiva de «la sombra», en todas las acciones que componen el hilo narrativo de la novela.

Sin restricciones, la autora tiene claro lo que quiere contar: cómo la depresión se infiltra como una sombra en la vida de los protagonistas, a veces evidente, a veces sutil, en ocasiones apabullante hasta lograr la oscuridad total, en otras solapada para permitir resquicios de luz y tratar de pasar desapercibida. Pero siempre dispuesta a dañar todo lo que toca a su paso.

Porque a través de la narración de la protagonista, Luciana, y la descripción pormenorizada de sus relaciones con amistades, clientes y parejas, tiene claro que la gran mayoría de nuestras familias «normales» se ha visto fracturada por un episodio de depresión que enrarece sus rutinas, que empaña lo cotidiano, que contamina los lazos, los afectos y se apodera del humor, de los sentimientos, de los intentos de comunicación y los destruye. Como un óxido que corrompe el metal, como una humedad que llena de moho las superficies, como una comunidad de termitas que devora los pilotes de madera y del techo y termina destruyendo las estructuras de una cabaña que se veía firme.

Así de claro. Así de contundente. Lento, pero sin pausa, va haciendo metástasis para contaminar hasta el último rincón de lo que estaba sano. Robándole vida a la vida, dejando sin esperanzas lo que algún día las tuvo. Destruyendo las relaciones personales y los anhelos, dañando la calidad de la existencia y muchas veces conduciendo de manera directa al final de ella. Porque tiene presente que se juega la vida en el trayecto, muchas veces sin conocer ese mecanismo de relojería perversa que opera por dentro de las personas:

«…también yo recogería pedazos, pero de tiempo para formar días de vida perdidos. El día sería más difícil que la noche. Afuera, todo marcharía bien; no se detendría el mundo porque yo no hubiera dormido. Llegada la mañana me bañaba con la boca seca, la piel sin brillo y la sensación de una fuerte resaca».

«No podía salir así, debía dormir, pero ya no había tiempo.

No podía conducir así, pero lo hacía. Medio conducía, medio trabajaba, medio vivía.
El día empezaba a obscurecer y los temores a llegar. Veía mi cama como un enemigo que se reía.
Me parecía que tenía vida propia. La preparaba con cuidado, extendía bien la sábana y miraba la
almohada blanca, ya acostumbrada a los rastros de maquillaje que delataban las lágrimas».

«Las luces de mi casa empezaban a apagarse, y yo me disponía a enfrentar una batalla que siempre perdía».

Porque este libro nos hace entender que el problema está allí, muchas veces respirando detrás del hombro, velando nuestros sueños para convertirlos en insomnios, mutando las caricias en agresiones, las risas en llantos, las ilusiones en miedo, los proyectos en frustraciones. Y casi siempre sin darnos cuenta.

«En las sombras se siente más de lo que se debiera sentir; se piensa más, se analiza cada cosa, cada detalle; cada dolor es como una gota que cae en el agua y genera ondas infinitas de pensamientos.

Perfectamente triste para besar la boca inútil de la muerte, lloro ante los sueños rotos que me separan de las cosas, dijo Pizarnik».

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«Muchos dejan caer el cuerpo desde un alto edificio, mientras el alma se envuelve en el viento con otra dirección. Otros prefieren abrirse la piel buscando sacar de las venas el origen mismo del dolor, para verlo salir, y en cada gota despedirlo mientras los ojos se cierran y la mirada se pierde en un incierto pero nuevo camino. Algunos disparan o cuelgan la parte del cuerpo que resguardó el verdugo amenazante, ese “pensamiento” que cerró las puertas cuando la luz entró por ellas. O también, como mi vecino, otros deciden esperar un sueño que llega entre el monóxido de carbono, un último sueño que muestra la salida del oscuro túnel del cuerpo».

La protagonista narra las cosas como si sufrir fuera parte de lo cotidiano, como un presente «normalizado» que no deja otra opción, entendiendo que hay un mecanismo macabro que controla su mente y se apodera de su cuerpo y sus decisiones. El asunto llamativo es que lo entiende y aprende a convivir con su estado, bien sea cuando está derrotada:

«—Son las dos de la mañana. No he podido dormir en varios días. Alguna vez ha escuchado que le digan: ¿Descanse y mañana piensa mejor las cosas? ¿Descanse que mañana será otro día? Piense que esas palabras no existen para mí. Todo es un mismo día. No puedo ver las cosas distintas. Siento que mi cabeza se está llenando y cada día que pasa, se va quedando sin espacio. Todo son imágenes recientes, confusas.
Ya no sé diferenciar entre los sueños y la realidad.
¡Por favor, deme ese Rivotril!»

O cuando está medicada:

«Con el Rivotril que había consumido parecía que viviera en una nube permanente.
Sentía la cabeza como un globo en donde todo flotaba. Solo quería dormir, y lo hacía.
El orden de importancia de las cosas empezaba a cambiar. Sentía palpitaciones y temblores permanentes.
La vida estaba pasando a mi lado, y yo no estaba en ella».
«No lo dejé. Sabía que me dañaba, pero se quedó conmigo. Como un amigo que miente o como un amor que engaña. Cada noche tenía la certeza de que sería más difícil dejarlo. Sentía su efecto, al igual que se sienten los besos que no son sinceros, pero que, aun así, se necesitan. Cada noche el Zolpidem llegaba al lugar de mis neurotransmisores y se llevaba algo de mí, lo sentía; no contento, me impedía, además, ir al lugar donde se encuentran las realidades, las fantasías, los temores y los anhelos. No soñaba, pero dormía. Acepté esa negociación. Gracias a él podía levantarme y programar el día sin tener una deuda que pagarle al sueño, trabajar, hacer ejercicio…, simplemente, podía vivir».

O cuando está encontrando una especie de equilibrio forzado en lo que entiende como una anormalidad concertada, a la cual se tiene que acostumbrar:

«Le sonreí, con la certeza de que las personas se conocen en la marcha; es allí donde van mostrando sus cartas. Nadie enseña el juego completo; todos tenemos una o más cartas ocultas esperando el momento para mostrarlas o dejarlas ahí para siempre, hasta que ellas solas, en un descuido del destino, se dejan ver».

«En esa casa también estaba ella, «la sombra»; era fácil percibirla en la mirada, en el rostro.
Allí estaba y, hoy, marcaría el rumbo de la conversación».

«Sabía lo difícil que era aceptar esa enfermedad en el otro. Recuerdo la indiferencia de casi toda mi familia durante las crisis más difíciles de mi enfermedad. A excepción de mi hermana menor, los demás pasaban a mi lado haciendo sus vidas, y yo tenía la mía detenida. Tardé muchos años en entenderlos. Solo cuando las sombras se fueron desvaneciendo un poco, pude comprender que ellos no veían ese lugar que se extendía en mi cabeza. Era invisible, allí, donde me volvía pequeña o los problemas se volvían grandes, más de lo que en realidad eran».

«Me pareció buena la idea. Estar allí en unas urgencias psiquiátricas y no tener que organizar la casa cuando todo termine. Poder gritar sin el temor de ser escuchada. No fingir que estoy bien. No luchar, y dejar que luchen por mí».

Casi siempre asumiendo el mundo y la vida real de manera solitaria, sin contar con la comprensión y el apoyo de familiares y amigos, por el contrario, casi siempre teniendo en ellos a los críticos más feroces e intolerantes, que en todo momento se negaban a entender que el asunto era patológico e iba más allá de un capricho por una personalidad afectada por un cuadro psiquiátrico que la mayoría se niegan a asumir y a confrontar para buscar una salida:

«Yo tenía una soledad que Luis no conocía, un silencio que me acompañaba como el delantal en el que mi madre secaba sus manos».
«Hoy no entiendo cómo me dejé hacer eso. Latigazos al espíritu, al corazón, al alma, a como se quiera llamar esa parte invisible que los médicos no pueden curar; allí donde las heridas a veces no sanan. A diferencia de la cicatriz en el cuello por mi cirugía de tiroides, esa sobre la que mis ojos cada mañana pasan indiferentes, esta cicatriz del alma se abre y sangra cada que recuerdo… no a Sergio, me duele es esa joven de veintidós años, a quien no pude ayudar».
«Yo no quería decir nada, lo que veía no me dolía, me humillaba. Tampoco podía llorar, ni enfurecerme; ya estaba lacerada por dentro. Mis lágrimas no salían, solo miraban a través de mis ojos».
«Muchos psicólogos visité, terapeutas, bioenergéticos y hasta brujas. Buscaba no tener tantas heridas y no sabía cuál debía curar primero. No puedo hoy recordar sin dolor lo difícil de esos días, tampoco recuerdo los acontecimientos importantes de esa época; por ejemplo, quién gobernaba el país o si todo me sucedió antes o después de lo de las torres gemelas.
Trataba de escaparme de ese enemigo que tenía dentro y que me encontraba en las noches cuando estaba sola, o en el día cuando tenía una pausa. Quería evadir mi mente, no quería escucharla. Era ella quien me perseguía trayendo de nuevo la imagen de alguien a quien ya no quería amar».
«Empecé a entender que no era la única buscando la felicidad en lugares equivocados».

Y así, desde lo femenino, con un lenguaje profundamente poético nos narra una serie de historias reales que tienen que ver con la pérdida, con el dolor, con la angustia de sentirse vivo sintiendo que es algo injusto o por lo menos inequitativo, a través de la muerte del ser querido, del cáncer, del aborto, de la enfermedad, de la infidelidad, del abandono; de la presencia constante de la muerte, de la incomprensión de las parejas, de la imagen ambivalente del padre, de la constante lucha de las madres por tratar de dar consuelo o sacar adelante sus proyectos porque se encuentran ante un mundo masculino profundamente misógino e insuficiente que no les proporciona apoyo cuando más lo necesitan, por la mezquindad y la cobardía de hombres que prefieren huir a acompañar.

Las historias son poderosas y muy bien narradas, conmueven por su carga afectiva sin caer en el patetismo del melodrama. Como lector, confieso que es difícil salir indemne de ellas sin quedar tocado de manera efectiva, cuestionado y un tanto roto.

Este libro se ha constituido en una experiencia de lectura invaluable y me llegó a rincones de conciencia que desconocía, pese a mi formación como médico, como lector y como escritor de ensayo y ficción.

No dudo en recomendar esta novela, EL LUGAR DE LAS SOMBRAS, a los lectores sensibles, a los indiferentes que necesitan ser permeados por asuntos que trascienden las relaciones de las personas que los rodean, a los médicos que tratan pacientes, a los familiares que están rodeados de personas que sufren y no saben por qué, a los que han sido pacientes y están en pleno proceso de lucha, en fin, a los que quieran entender ese flagelo de la depresión que no da tregua y cada vez más nos tiende un cerco que no diferencia edades, sexo, estrato, nivel de educación.

Pese a lo bien escrito, a la poesía precisa y desgarrada de cada una de sus frases, al entendimiento doloroso que la autora demuestra del tema en su calidad de paciente y sobreviviente de una «depresión mayor cíclica y recurrente», enfrentarse a este libro es una aventura fuerte, que puede llegar a ser dolorosa en la medida en que nos confronta y nos cuestiona nuestra relación con el otro y con nosotros mismos. Y eso no siempre es grato.

En hora buena haber tenido la oportunidad de sumergirme en este libro. Creo que es un logro por parte de su autora que ha escrito un capítulo distinto y notable en la literatura colombiana, en la narrativa femenina y en la escritura que tiene que ver con los asuntos mentales y del comportamiento humano. Creo que la editorial CES se ha anotado un tanto a su favor, en un libro que produce un impacto profundo, que será valorado y agradecido por los lectores, por los médicos por los pacientes y sus familiares.

* * *

COMENTARIO DE LUIS FERNANDO MACÍAS (PRESENTACIÓN)

Luciana, la narradora de esta historia, llama El lugar de las sombras a un paraje en el recinto interior a donde van los que sufren, especialmente los deprimidos, quienes padecen esa incapacidad para dormir que va doblegando la voluntad hasta robarnos el deseo de vivir, la fuerza para sobrellevar la existencia, y que —en muchos casos— acaba con la existencia misma.

Ese nombre, Luciana, se compone de las palabras luz, cuyo significado es la claridad del mundo, el sol radiante, el día, el camino de lo bueno y del bien… Y ana, que es como una montañita con las dos puertas: una de entrada y otra de salida, o al revés… Suma que en la novela puede interpretarse como el camino en los dos sentidos, el de la entrada en las sombras, o el paso liberador de la sombra a la luz, de la muerte a la inmortalidad.

Luciana es eso: el ser sensible que se sobrepone a la adversidad de la depresión y, en una lucha íntima y secreta, logra vencer a la enfermedad e imponerse a la vida, hasta convertirse ella misma en el faro que ilumina el camino de los afligidos al hacerse solidaria con sus penurias.

Esta es la primera novela de Maritza Franco. Es el resultado de un largo proceso de aprendizaje en la vida y en los talleres de literatura. Por la frágil humanidad de los personajes que aquí aparecen y por el dulce amor que les prodiga su narradora, está destinada a convertirse en revelación para sus lectores: revelación frente al dolor de ser y lección para afrontar las penurias de la aflicción oculta.
¡Qué bella novela escribiste, Maritza!

Luis Fernando Macías
Marzo de 2022

* * *

COMENTARIO DE ANA CATALINA CÓRDOBA (PREFACIO)

Una sombra que encierra. La ceguera de los que viendo no ven. Un fantasma a la espera del menor descuido para arrugar fragmentos de una vida que inevitablemente quedará llena de cicatrices. Algo que aísla, avergüenza, que debe ocultarse bajo llave, en la misma caja donde se resguardan los recuerdos y la medicación, la compañera delatora de aquello que con tanta ansia se intenta encubrir.

Con la belleza de estas metáforas, Maritza Franco nos introduce al universo de la depresión. Abre puertas y ventanas para darnos una comprensión amplia y plural del campo del sufrimiento, a la vez que da las coordenadas de esta forma particular de dolor, que tantas veces es tratada como polvo que se pretende disimular debajo de la alfombra. ¿Habrá entonces alguna verdad detrás de ella, para que tan imperiosamente se le busque esconder?

Nos enfrentamos a una paradoja fundamental: su alta prevalencia —aproximadamente 280 millones de personas en el mundo tienen algún trastorno depresivo—, sumada a la asociación con otros problemas de salud y con la discapacidad, ha generado un interés creciente en la Organización Mundial de la Salud por sensibilizar sobre esta problemática y motivar a que se enfoquen los esfuerzos de los países en su tratamiento. Y, sin embargo, continúa resonando el estruendo del silencio. El silencio de las casas donde no se puede hablar de lo que falla; de los trabajadores que siguen produciendo en medio del agotamiento y el agobio; de las injusticias que se callan porque resulta más conveniente para el poderoso; de los que eligen no saber de la enfermedad, con el anhelo ingenuo de hacerla desaparecer.

Otras veces, el silencio es un efecto de la forma de abordar el tema, de tratarlo con conceptos pulcros y vacíos, o proponiendo soluciones simplistas a un problema con múltiples aristas. Se podría decir, con toda vacuidad, que hay una serie de síntomas que, al verificarse como criterios en una lista de chequeo, constituyen un trastorno depresivo: bajo estado de ánimo, disminución del interés y del placer, cambios en el apetito y en el sueño, fatiga, sentimientos de inutilidad o culpabilidad, etcétera, etcétera. Pero tal vez valga más ver a Luciana, la pintora insomne, en la relación tensa que mantiene con la noche: pinta la puesta de un sol que concluye su turno de trabajo y se vence al relevo de la oscuridad, mientras anhela el sueño que le rehúye. Para empezar a entender lo que se pone en juego en este fenómeno, en vez del DSM —Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales—, me quedo con la búsqueda implacable de esta mujer por un fármaco que le permita ausentarse, en una noche casi eterna y por eso tan cercana a la muerte; me quedo con su intento de postergar lo más posible el encuentro con la luz del día y lo que esta implica enfrentar; con su deseo de una pastilla que le brinde descanso a un cuerpo que se siente desalmado, pero que tiene el efecto desgarrador de llevarla al lugar de los anestesiados, donde no se sueña.

Y en este camino en que acompañamos a Luciana, nos regala también sus encuentros con una serie de mujeres que luchan y se enfrentan a la pérdida, en múltiples dimensiones. Solo tomando el ejemplo del cáncer en sus estadios avanzados, se observa que además de un organismo sobre el que se pierde el control, que se resiste a actuar conforme a la voluntad que lo habita, hay otros planos igualmente complejos. El campo de las ilusiones se desordena, hay que hacerse a la idea de una nueva imagen de sí mismo, verse ajeno en el espejo, renunciar o transformar los ideales de belleza, lo que tiene consecuencias importantes en las relaciones interpersonales. Y, por último, la lucha se bate asimismo en el ring de las palabras. Cuando son de aliento, pueden llenar de significado lo que en el fondo es incomprensible, como los motivos de una enfermedad o de la muerte, pero, del otro lado, las palabras de traición o menosprecio pueden volverse armas letales.

sombra

En suma, que el cuerpo de los humanos, seres atravesados por el lenguaje, no es simplemente un organismo. No buscamos únicamente la supervivencia y la reproducción de la especie, la vida es más que nacer, crecer, reproducirse y morir, aunque todas estas cosas efectivamente sucedan. El suicidio, la anorexia, la invención de los métodos anticonceptivos, por nombrar solo algunas, son todas manifestaciones de que hay otra cosa que impulsa los actos y las decisiones. Y nuestro cuerpo, ese que puede enfermar y sentir dolor, que desde un punto meramente biológico es un conjunto de órganos, es también un cuerpo que vemos transformarse en el espejo y que de acuerdo con los adjetivos que una sociedad le asigne, nos generará orgullo, vergüenza, desagrado o culpa. Y siendo así, si los factores que influyen en nuestra percepción del mundo tienen tantos colores y matices, la concepción de qué es una pérdida necesariamente se amplía.

No solamente se hace duelo por los fallecidos. No solo se renuncia a lo que deja de existir en nuestra realidad objetiva. Se puede estar de luto por un anhelo, como un bebé deseado que nunca llegó a nacer; por la belleza, que se cae como el cabello; por los ideales, como lo que se soñaba ser al lado de quien se creía amar. En síntesis, por lo que se ha amado y se ha perdido, real e imaginario.

Entonces, las situaciones planteadas en la novela, si bien son específicas a un personaje, verdaderamente nos están señalando algo de la condición humana y los duelos que todos en alguna medida debemos efectuar. Hay que comprender que tenemos unos límites y, aunque la publicidad quiera vendernos lo contrario, que no todo es posible. El primer y máximo borde, muro de contención: la muerte. Un cuerpo que enferma es un cuerpo que puede morir. Y de ahí en adelante, contando con esta verdad irrefutable, habrá que entender que no seremos quien complete al otro, ni él podrá complementarnos perfectamente como si fuéramos dos fichas de un rompecabezas, que «toda familia tiene un sino», que no somos siempre buenos ni buscamos siempre el bien. Y de esto que no encaja, hay que perder el miedo a hablar.

El acto de romper el silencio es primordial porque da existencia a esas sombras que normalmente se quieren ocultar. Es difícil, de los dos lados de un vínculo, pues acompañar la tristeza ajena confronta con la propia, y por eso tantas veces se prefiere negar y se pone un rostro feliz para el otro. Pero en esa relación genuina, donde se retiran las máscaras y se suspenden los juicios, se crean nuevos lazos que atan a la existencia, así no sean perfectos. Por eso, hablar del dolor, de la pérdida, del desencuentro, no conlleva forzosamente a una visión pesimista de la vida. Cada elección implica una renuncia, por el mero hecho de que no somos ubicuos, pero renunciar te lanza a nuevos horizontes.

Más recelo hay que tenerle a otro tipo de oscuridad, que se promociona luminosa: la del imperativo a ser feliz. Los discursos que prometen que con esfuerzo y dedicación todo se puede, invisibilizan las falencias del sistema, haciendo recaer el peso completo de las desgracias sobre un individuo insuficientemente motivado. Ecuación perfecta para convocar al fantasma de la culpa. Cuando el imperio de la felicidad se impone, contraatacan las defensas de la tristeza, haciendo objeción a los mandatos imposibles.

Por eso es necesario dar un paso adelante, porque cuando el fracaso para alcanzar esa supuesta felicidad paradisiaca recae única y exclusivamente sobre el individuo, este queda solo, aislado, sin capacidad de solidarizarse con sus semejantes en una lucha colectiva. Y en esas otras batallas que nadie puede librar sino uno mismo, como el encuentro con la enfermedad, la muerte y el vacío, tener compañeros de camino marca una diferencia radical. He ahí lo poderoso de las mujeres de Maritza Franco. Ellas logran desterrar al silencio y se atreven a contarse unas a otras su dolor, dando así lugar al reconocimiento mutuo y la transformación.

Paralelo al tema de la enfermedad, se aborda la pregunta por el amor y sus marcas. Cuando tiene el mismo carácter sombrío de la depresión, algunas veces sus huellas quedan en la piel y siempre en los recuerdos. Duelen a la par que los golpes porque, nos dice Luciana, «hoy, cuando cae un vaso o el viento cierra una puerta, miro el suelo buscando pedazos míos». Estos retratos estremecedores nos muestran los cuerpos a merced de las distintas formas de violencia, entre ellas la de las palabras; estas también hieren y enjaulan, por ejemplo, cuando intentan decirte quién eres —aunque no lo seas—, qué decisiones debes tomar —cuando lo que tú quieres no es eso—, y cuáles son tus posibilidades —y dejas de creer en ti mismo—. La consecuencia es que, a raíz de tantos mensajes e imperativos, el esencial, que viene de uno mismo, queda oculto e indescifrable: ¿qué es lo que verdaderamente quiero?

Pero una gran virtud de estos personajes es que, a pesar de haber sido víctimas de actos violentos -y estos, sin duda, deben combatirse desde lo social-, no son victimizadas por su autora y ellas mismas exponen las complejidades del psiquismo. Luciana, con la contundencia de un «no se qué me llevó a fantasear con el infierno», nos anuncia la paradoja de la división subjetiva, del inconsciente, ese lugar en el que somos más auténticos y, simultáneamente, nos desconocemos. Y sin caer en juicios morales o autorreproches, sino más bien porque tenemos la capacidad de reflexionar y sacar el mejor partido de la baraja que se nos ha dado, puede aparecer la pregunta por la implicación que tiene cada sujeto en su propio sufrimiento. ¿Por qué es tan difícil tomar distancia de lo que nos hace daño? ¿Por qué repetimos una y otra vez los mismos errores? ¿Por qué si quiero, no puedo?

Cómo, entonces, no hacer homenaje a Simone de Beauvoir, la primera mujer que logra reunir en su texto El segundo sexo las reivindicaciones de movimientos dispersos de mujeres y les da una justificación histórica y científica. Es la voz de toda esa «generación de soledades que se encontraban cada domingo en misa», de mujeres ancladas al trabajo doméstico, sin tiempo para la vanidad o el placer, sin participación en la esfera política y en medio de amores sombríos. Nos da las pautas de lo que sería un amor distinto, genuino, que parte del reconocimiento recíproco de dos libertades y por eso no necesita hacerse a imagen y semejanza de lo que supone que debe ser: El día que una mujer pueda no amar con su debilidad sino con su fuerza, no escapar de sí misma sino encontrarse, no humillarse sino afirmarse, ese día el amor será para ella, como para el hombre, fuente de vida y no un peligro mortal.

Con estas palabras, que son antorcha —luz y fuego que enciende los rincones oscuros—, es justo dar paso a los personajes y que puedan ser ellos, con su propia voz, quienes hagan la magia: mostrarle al lector con sus acciones y vivencias lo que se intenta decir con explicaciones. Solo resta aclarar que, en lo humano, no hay absolutos. No hay casos clínicos que puedan representar la totalidad de los individuos, aunque se trate de un mismo diagnóstico. No hay una única solución o tratamiento. No hay un cuadro completo de la realidad; no habría lienzo donde pintarlo. Pero justamente ahí está el valor de las producciones artísticas que nos reúnen en torno a estas cuestiones: no obstante la innegable singularidad de cada individuo, hay unos hilos que nos atraviesan, y si los seguimos, podremos reconocernos —ojalá— no solo entre los semejantes, sino entre los que creíamos radicalmente distintos.

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* Maritza Franco Alzate nació en Yarumal (Antioquia) y desde niña ha vivido en Medellín. Ingeniera de Producción de la Universidad Eafit. Realizó estudios de Artes Plásticas en el Instituto de Bellas Artes de Medellín. Se especializó en el área de mercadeo y hoy es directora de su agencia de seguros. En 2001 ingresó al Taller de Escritores de Asmedas dirigido por el Maestro Mario Escobar Velásquez, con quien escribió una novela (inédita) y varios cuentos. Después de la muerte del maestro Escobar, continuó su participación en el Taller de Escritores de Asmedas con el Maestro Luis Fernando Macías, con quien pudo consolidar su estilo en poesía, cuento y novela.

Desde 2017 hasta 2020 recibió clases particulares de redacción y corrección de estilo con la profesora, Magíster en Hermenéutica Literaria, Dally Ortiz. Hizo parte del Taller de Escritura de Cuentos dirigido por el guionista y escritor Chileno Nicolás Cruz Valdivieso. Hoy continúa su proceso de creación literaria bajo la tutoría del Maestro Luis Fernando Macías Zuluaga, en el Taller de Escritores de Comedal y hace parte del Taller de Escritura Literaria «Viajeros», dirigido por el escritor colombiano Pablo Montoya Campuzano. En 2022 participó en el Concurso Nacional de Cuento de la Cooperativa de Empleados de Suramericana y Filiales, Coompensura, ocupando el primer lugar con su cuento: Negro Sabe, el cual fue publicado con otros de sus cuentos en la Antología de la Editorial Libros Para Pensar : Eso es puro cuento Vol 2. Hoy debuta como novelista en la Editorial CES con su novela: El Lugar de las Sombras. Actualmente está trabajando en la segunda novela, en una colección de cuentos y en su poemario.

Blog: maritzafrancoescritora.blogspot.com

Entrevista a la escritora: https://www.youtube.com/watch?v=17uDBobdssY

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