EL MIEDO BONITO Y EL SILENCIO LOCUAZ

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el miedo bonito y el silencio locuaz

Por Salvatore Laudicina*

Un día ordinario en la húmeda y tropical Buenaventura. El reloj marca las 9:00 p.m. Llueve. Melancolía traviesa en el aire.

La soledad desfila con el garbo y la sensualidad de Cindy Crawford por la calle Bavaria, una de las más prestigiosas de la ciudad.

Como dato curioso, quisiera añadir que en la parte baja de esta calle se ubica el edificio del CAD (Centro Administrativo Distrital), morada del famoso mural Buenaventura: 450 años al Cosmos, pintado por los Acuarelistas de San Cipriano entre 1989 y 1990.

Una luz blancuzca que emana del poste de energía eléctrica, un par de taxis descendiendo. A lo lejos, una pareja de transeúntes besándose mientras ella sostiene el paraguas y él las bolsas del supermercado.

La profundidad y la composición son perfectas. Ambrosía pura para el difunto fotógrafo francés Henri Cartier Bresson.

En lo más recóndito de mi alma, anhelo escuchar el saxofón de John Coltrane mientras me dirijo a casa.

Sería fantástico darle a la escena un aire nostálgico, bohemio, arrullar mi miedo con tan excelso sonido.

Sí, tengo miedo. Mucho miedo. Pero es un miedo bonito. Los miedos bonitos son aquellos que nacen en la niñez y hacen las veces de guardianes y amigos leales cuando creces.

Me encomiendo a Dios y camino lo más lento posible. Esto puede sonar extraño cuando has sido robado dos veces en un mismo año, precisamente en esta calle, una con arma de fuego y otra con arma blanca, en 2022, pero contemplar la lluvia aterrizando en los techos es un deleite.

Entonces, él sale de su escondite para que conversemos durante el breve recorrido. Esta noche, quiere que le hable de mi niñez.

Le narro cuando jugaba debajo de la lluvia con mi hermano mayor, mis primos y los hermanos Taylor, personajes legendarios de la calle Bavaria en aquellos días, y los niños que vivían en las calles vecinas.

Todavía me parece escuchar el sonido de la pelota en mi espalda, tatuada en la camiseta, cuando jugábamos yeimi. Casi siempre, mi equipo ganaba. La felicidad genuina. Risas al unísono y una batalla de apodos antes de marcharnos a nuestras casas.

La hora límite siempre era la misma: 9:00 p.m. Ni un minuto más. Si nos excedíamos, las voces de nuestros padres y de los adultos que nos conocían desde recién nacidos retumbaban en toda la calle.

Todos sentíamos el miedo bonito en lo más recóndito del estómago. Literalmente, escuchábamos allá dentro una plácida conversación de mariposas risueñas y gorriones bailarines.

En este punto de la narración, llegamos al viejo edificio donde vivía la abuela materna de mis primos: mi tía Amparo. Ella es una de las mejores cocineras que he conocido, un alma sin edad y una de las mujeres más resilientes que conozco.

En comparación a esa época, la edificación vive hoy un apocalipsis estético: una fachada descolorida, rastros de humedad y moho, roedores. De hecho, por lo que alcanza a observarse cuando algunos inquilinos se asoman a la ventana, las paredes interiores suplican a gritos que regresen los viejos tiempos.

Recuerdo que en esas noches pueriles, mis primos corrían a casa de mi tía Amparo para cambiarse de ropa y tomarse una taza de aguapanela con limón. De vez en cuando, mi hermano y yo entrábamos a su casa y también nos tomábamos una taza de su elixir contra el resfriado.

Miro alrededor. Las puertas de las casas respiran una zozobra constante. Temen que en cualquier momento el conflicto armado interno que azota a otros barrios y calles de Buenaventura cabalgue hasta aquí y lo tiña todo de muerte. Los cuerpos, los corazones, el pavimento, los gatos callejeros, la fe agónica.

En los vidrios de las ventanas, las luces de los televisores encendidos han reemplazado a los ojos que se asomaban a fisgonear discretamente. Es como si la curiosidad hubiese renunciado a ser curiosa.

Quien recorra la calle Bavaria de lunes a viernes después de las 9:00 p.m., tendrá que hacerlo bajo su propio riesgo. Si una bala lo alcanza o si una navaja le rasga un órgano vital, nadie se levantará de su silla o de su cama para auxiliarlo. No son tiempos para ser un testigo casual o preguntarse si alguien allá afuera necesita ayuda.

Por fortuna, él se resiste a encerrarse en su casa para acompañarme todas las noches. Un verdadero halago, tomando en cuenta la indiferencia de estos días.

Finalmente, llego a la entrada de mi edificio. Comienza a llover a cántaros. Frente a mí, el terreno donde años atrás se ubicaba la casa de los Taylor. Maleza, basura, roedores que se mueven ágilmente en la maleza, orines y excrementos humanos por doquier. Estoy seguro de que Henri Cartier Bresson haría maravillas con una composición tan cruda.

Nostalgia abrumadora. Sollozo. Al igual que las paredes interiores del edificio donde vivía mi tía Amparo, le suplico a la vida que regresen los viejos tiempos.

Duele crecer, duele ser adulto en esta aciaga contemporaneidad, duele enterarse de un asesinato a plena luz del día, duele desesperanzarse, duele recordar lo que fuimos alguna vez y duele ver a Buenaventura convertida en un festival de puertas cerradas y ventanas donde la curiosidad renunció a ser curiosa.

Gracias a Dios, cuento con dos amigos inseparables: este miedo bonito que me hace sentir niño de nuevo y él, el silencio locuaz con el que converso sobre mis días felices y desahogo mi tristeza.

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*Salvatore Laudicina nació en Buenaventura (Valle del Cauca). Es Comunicador Social y Periodista de la Universidad Autónoma de Occidente de Cali. Participó en el concurso de literatura del departamento de idiomas de la Universidad Autónoma de Occidente, obteniendo premios y menciones en sus distintas ediciones. Su cuento ‘La cabeza de Aristóteles (Después de leer y releer La mancha indeleble de Juan Bosch)’ forma parte de la Antología 2014 del taller RELATA del Ministerio de Cultura. En 2016, publicó su libro «Las Muchachas Se Fueron. De Migraciones y Sentires»: Sobre Poemas Afrocolombianos que cuentan historias y construyen sujeto femenino, resultado de una investigación centrada en la poesía de Mary Grueso Romero para obtener su título profesional. Su nombre forma parte del libro «El país en una gota de agua» (2016), publicado por la Universidad Javeriana de Bogotá y el Banco de La República. Participó como miembro del equipo editorial y escritor en la Antología Vení, Te Leo (2021) de la Corporación Manos Visibles. Ha sido colaborador de publicaciones impresas y digitales en Estados Unidos, Japón, Londres, México y Panamá. Actualmente es editor, redactor y corrector de estilo de la revista Eventos Magazine de Miami.

Redes sociales:
Facebook: Salvatore Laudicina
Twitter: @slaudicina

 

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