EL MILLONARIO
Por Ramiro Restrepo U.*
Apeló a la cacería de brujas para defenderse de sus villanas e incoherentes posiciones patrioteras. Así resucitó su historial de alumno de matones en su etapa de juventud. Tiempos aquellos, aciagos, donde un fanático creyó sentir el Diablo vestido de rojo en toda manifestación ilustrada. En esas calendas conoció a un torcido seguidor de quien perseguía a punta de calumnias. Era un abogadillo fanático que le enseñó que quien golpea primero, golpea dos veces, a generar vergonzosas persecuciones contra la diversidad, a confiar sólo en sus pulsiones sociopáticas y en los que adularan sus modales insultantes y engañosos.
Mastodonte, como empezó a conocérsele, salió a conquistar la Gran Manzana a la edad de 28 años y se encontró al tórrido abogado. Alguien que fungía como fiscal y urdió una de sus tantas conspiraciones paranoicas que le hicieron famoso por el injusto e inquisitorial ajuste de cuentas con la pareja R, infortunados predicadores de la justicia social que quedaron tostados en la silla eléctrica por mandato suyo.
Cuando la tormenta persecutoria terminó, el gran urdidor se dedicó al suicidio alcohólico, su amigo abogado–fiscal a defender mafiosos y Mastodonte a conseguir dólares.
Una noche decidió acercarse al ¿letrado?
—¿Qué puedo hacer para limpiar una investigación en mi contra por discriminación inmobiliaria contra los negros?
— Diles que se vayan a la mierda y lucha en los tribunales —contestó el abogado.
Esa respuesta emitida como con fuego enamoró a Mastodonte.
Poco tiempo después, guiado por el ¿jurisconsulto?, Mastodonte convocó una rueda de prensa en la que atacó aduciendo que el caso era una fabricación contra él y exigió una reparación millonaria. El golpe fue certero. Logró un acuerdo sin necesidad de declarar su culpabilidad. El escuálido abogado les mostró el camino: no aceptar, no cooperar y ganar con escándalos mediáticos.
A partir de entonces, el abogado C. devino en el maestro de Mastodonte. Esculpió su carácter y le enseñó a tener el puño siempre listo y en alto. Él aprendió mucho. Fue quien le instruyó en cómo atacar al Gobierno y a algunos periodistas que no bajaban la cerviz. A saber manipular a los individuos inseguros y vacilantes, para buscar reconstruir un pasado mítico y romántico de su país al que veían como potencia en decadencia. Añoraban las revoluciones milenaristas y terminaron glorificando el heroísmo y la violencia de la mano de sangrientos caudillos.
El malandro–abogado, bien relacionado, abrió a su nuevo amigo las puertas del Nueva York a quienes deslumbraban con su poder y dinero. Le sentó a la mesa de los prestantes, le representó en los casos más escabrosos y le aconsejó en detalles tan íntimos como el acuerdo prenupcial con una modelo inmigrante.
A Mastodonte, además, le tenían sin cuidado las complejidades de su adalid: un homosexual homofóbico; un extremista que hasta sus últimos días aplaudió al senador que veía el Diablo vestido de rojo, o de verde, o de arco iris, o de negro.
La pareja dio un largo trasegar por el salvajismo. Y no sólo el de las noches locas de las discotecas. C. era un augur del poder y en su lista de contactos figuraban desde el turbio director de la Oficina de Investigaciones Federales, hasta el jefe mafioso Tony Lomata.
«Nunca me engañé sobre C. No era un angelito. Un día me dijo que había pasado más de dos tercios de su adultez como querellado por múltiples cargos. Eso me llevó al paroxismo», reconocería años más tarde Mastodonte, ya hecho un magnate.
El camino hacia la celebración gozosa y desafiante de la ignorancia estaba despejado. Mastodonte era del gran barrio emigrante de Queens, pero su prosodia era la de un millonario artero, que se jactaba lo mismo del dinero que había conseguido como de su desprecio por todo aquello que no le ha hacía falta saber ni estudiar. Él no tenía que fingir cultura, ni disimular su éxito ni su rapacidad con obras de beneficencia, a la manera de sus iguales millonarios; le importaba un bledo su hedor a dinero putrefacto, «la suciedad se tapa con el buen vestir», pensaba. Y no era idiota completo: sabía que el corrupto aprovecha la estupidez de los necios. Consideraba que el éxito económico volvía virtud la marrullería, la avaricia y el delito. En cualquier caso, él no presumía de elitista. La prueba de fingida legitimidad popular era su ramplonería. Como los retrógrados políticos, él también despreciaba el saber porque está convencido de que no sirve para nada, salvo para alimentar a disidentes y a holgazanes. Aprendió con C. a alentar con plena consciencia un entorno social de hostilidad hacia el mérito, hacia las formas cuidadas, hacia la soberanía individual: como si también la incultura fuese una prueba de autenticidad, y la búsqueda personal de la excelencia en el ejercicio de una profesión o de una vocación —a no ser la deportiva— volviera a quien se dedica a ella culpable de elitismo. Demasiadas veces la fanfarronería se celebraba como valentía, la mala educación como camaradería, lo desgreñado como signos de rebelión; cada vez era más virulenta la agresividad contra quien ejercía su derecho soberano a no rendirse a lo ofensivo o lo grosero por el simple motivo de parecer ser mayoritario.
La amistad terminó de forma natural. C., arrasado por uno de los virus más vilipendiados en la historia, murió el 2 de agosto de 1986. Tenía 59 años y acababan de expulsarle del ejercicio de las leyes. ¿Causa? Falta de ética en el ejercicio profesional.
Pero su fallecimiento no lo relegó al olvido. La sombra del abogado perseguía a Mastodonte como su doble. Y cuando, acosado por el escándalo de los contactos non sanctos con una potencia extranjera, el magnate declaró que era víctima de señalamiento persecutorio y acusó sin pruebas a B. de haberle grabado conversaciones telefónicas, muchos creyeron ver al fantasma de C. muy cerca de Mastodonte, aconsejándole al oído: «machacad, machacad, machacad, no respetéis libertades de conciencia, ni de expresión, ni los derechos igualitarios de los homosexuales, ni el aborto. Tirad por la borda los derechos de las minorías. Acusad con realidades alternativas. El vulgo es creyente. Tenéis todas las de ganar».
Estos personajes, C. y Mastodonte, sacados de la realidad, parecían figuras melodramáticas de otro siglo. Se les permitía ser explícitos en sus arrebatos de violencia. Hacer estragos éticos. Tenían, además, seguidores que aspiraban a un estado primigenio, profundamente inocentes. Creían en su grandeza de raza y patria. Eran demonios enceguecidos por el deseo, el poder y la violencia.
Quiso el destino y la estupidez de millones que Mastodonte fuera el mandamás de una república en decadencia, y él parecía un caudillo o un emperador o uno de esos pintorescos dictadores tropicales que son capaces de vender mares, montañas, ríos. La política como gobierno de lo público siguió enrejada entre la arrogancia tecnocrática y la osadía de los mentecatos. Entre los ¿doctos? que creen que la complejidad de los problemas sociales se resuelve con formulaciones infalibles de laboratorio; y los necios, los que ignoran, pero ignoran que ignoran y ofrecen respuestas arbitrarias que simplifican y visten con velo la realidad. También floreció como meritoria la exhibición de la rudeza y la ignorancia. A los mandamases se les ordenó hablar como «hombres comunes», con el acento adecuado, con ademanes de rudeza en los gestos. Expresarse de una manera descuidada y hasta grosera para probar que no eran los de la crema, que estaban cerca del vulgo, la gente llana, el trabajador raso y overol azul, el cazador rudo y saludable que sale a cazar con los amigos y lo celebra luego con una barbacoa bucólica, como la gente común que no había tenido oportunidad de estudiar y de refinarse, y ni había podido permitirse viajar al extranjero ni le había hecho ninguna falta. A especular con la simpleza de las masas.
Mastodonte no disimulaba ser el mentecato, el peligroso, que tiene poder sobre los demás y, como no reconocía su ignorancia, menospreciaba la opinión de los otros. Logró imponer su «posverdad» simplificadora, buscando enemigos como responsables de la realidad que se inventó, y aprovechó algunos elementos de la verdad y creó miedos entre los perdedores relativos del acontecer.
Mastodonte quedaba bien definido por sus palabras: «deportar, expulsar, drenar, tremendo, problema y yo». De acuerdo con expertos en oratoria, el elegido repetía las mismas palabras en entrevistas, tuits o declaraciones oficiales y no oficiales. De acuerdo con un periódico, sus intervenciones públicas tenían el nivel de comprensión de un niño de cuarto grado, sin importar a qué público le hablaba, construía frases simples y las terminaba con términos agresivos como: muerte, daño, problema, herida y tremendo. «Tenemos que empezar a ganar guerras», clamaba el presidente. Patria, cañones y empleo.
En cuatro semanas de estar instalado en la mansión presidencial su esposa no pasaba la noche en la capital ni un solo día. Se quedó dedicada al oficio de niñera de su vástago en provincia. El matrimonio de Mastodonte y M. podrá ser definido como matrimonio sin sexo. Las memorias contarán las lecciones que M. enseñó a sus bártulos, su infancia en Europa del Este, su mudanza a Nueva York, su romance con el magnate, su éxito como empresaria y su desgracia como mujer.
—Cómo hice para criar hijos tan geniales —me preguntaron en una rueda de prensa.
—No hubo magia en su crianza. Fui una madre dura y amorosa que les enseñó el valor de un dólar, a no mentir, engañar o robar, a respetar a los demás —respondió.
«Es una madre increíble, una maestra y una inspiración para todos nosotros. Estamos increíblemente agradecidos de haber crecido en una familia tan unida y amorosa», dijeron sus hijos en un comunicado conjunto.
La prensa develó cómo una pareja súper rica puede manipular y usar las complejas leyes fiscales para reducir sus impuestos muy por debajo de las tasas pagadas por los profesionales asalariados típicos o incluso la clase obrera: Ganaban como miembros del 1%, pero pagaban impuestos como el 99%.
El neomandamás podría haber alegado exceso de trabajo, estrés por imponer sus ideas obsesivas. Pero en realidad a una pareja que manifestaba su amargura no es necesario que la diagnosticara ningún experto: bastaba verles las caras para darse cuenta de que a ese par le faltaba la chispita de la vida. Si al menos no hubiera usado ese peluquín podría haber declarado que padecía andropausia, y quedar tranquilo con la sabiduría de los viejos.
Mastodonte, en su discurso de toma de posesión se expresó con la «oratoria» digna de un autócrata que se sentía por encima de las instituciones, que despreciaba a su propio pueblo, que buscaba enemigos y culpables en los que no eran como él, fueran inmigrantes, mujeres o minorías de cualquier tipo. En esa pieza inaugural se comprendió qué tipo de murallas estaban sembradas en su cabeza y orientaban sus abundantes órdenes presidenciales o sus constantes tuits.
Ya habíamos visto el documental. El taumaturgo que había encantado a muchos con sus pases mágicos, ya no podía sostener su farsa por mucho tiempo más: alguien lo ha señalado de una vez y, sí, el emperador camina en público sin otra ropa que su piel blanca y fea. Mastodonte mintió durante las elecciones en su partido pero aquello sólo parecía un show circense pues, vamos, era sólo la competencia interna de los oscurantistas. Siguió mintiendo en la carrera presidencial. Pero al frente del poder, cuando todos los focos apuntaban hacia él, ya no había en donde esconderse: El tiranillo estaba desnudo.
Mastodonte resultó otro discípulo aplicado de Goebbels. Las mentiras recurrentes fueron creídas por muchos. Construyó la gran fabulación, la provocación y la amenaza. En la lógica de Mastodonte siempre se trató de correr hacia delante. No medir las consecuencias. Culpar a alguien más. Esas fueron las lecciones que le enseñaron sus principales mentores: su padre Fred y C. Ya hemos dicho que Mastodonte las aprendió al pie de la letra.
Como un patriarca aburrido que pasa demasiadas horas maniobrando su Apps, el reyezuelo abrazaba teorías paranoicas para usarlas en su favor. Cada vez que el escándalo lo rozó, apeló a sus mecanismos de defensa tradicionales: matar al mensajero, macular a sus críticos, distraer con un invento tan grande que no podía aparecer como otra cosa sino como verdad. Fabular.
El mecanismo recordaba alguna leyenda milenaria. Con cada mentira nueva se hacía más corta la capa de la credibilidad. La verosimilitud se encogía frente al ridículo manifiesto. Y gobernar el imperio no podía ser un pasatiempo de distraídos o ineptos. El resultado del emperador al desnudo: Su país empezó a sonar como el canto trágico de los imperios en decadencia: el poder real lo ejercía la corte. Los oportunistas sabían aprovechar el desconcierto para forjar el mundo a su favor.
Pero en la era Mastodonte era claro que su ejemplo cotidiano, repleto de astucias y falsedades, enviaba una señal perturbadora, en la aldea global, al mundo. El dinero fácil, el poder a la vuelta de la esquina, el bandidaje para conseguir y conservar riqueza y conquistar el mundo, el plomo y la sangre como métodos para imponer la exclusión.
Mastodonte nació millonario, pero jugó sucio la mayor parte de su vida. Supo nadar en el río turbio de la justicia en medio de demandas y acuerdos multimillonarios en los tribunales para no perder casos y enfrentar el peso de la ley. La estafa fue uno de sus sellos característicos, exageraba, prometía e incumplía, inflaba cifras, vendía vapor. Amenazaba y se vengaba.
El terreno estaba despejado para un truhan de esas características. La tierra estaba abonada porque había una clase obrera y media alienada por el individualismo, el consumismo, los prejuicios ideológicos, el racismo y el fanatismo religioso.
¿Cómo era posible que la gente pobre que vive de los beneficios del Estado votara por quienes quieren limitarlos o destruirlos?
Son dos caras de una sórdida moneda. Por una parte, una élite que todos los días inventa las llamadas «verdades alternativas», formada por personajes que compiten en la habilidad de mentir o justificar la mentira de su comandante en jefe con información espuria o argumentos retorcidos. Por otro lado, el endiosamiento del mercado, del consumo. La vulgar figura de Washington.
Puede que Mastodonte se hubiera vuelto una víctima de su propio invento. Puede que el haber llevado tan lejos sus mentiras y sordideces tuviera un precio muy alto para su sello: la defenestración. Pero es que no había de que sorprenderse, Mastodonte actuaba bajo el principio de la infalibilidad: no admitir error, no aceptar disculpas. Hacerlo hubiera sido sentirse una persona insignificante, un perdedor. Y eso no estaba en sus lecciones aprendidas de su padre y del ¿letrado?
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* Ramiro Restrepo U. Economista de la Universidad de Antioquia, especialista en Política Económica de la misma universidad. Es profesor jubilado de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín. Ha publicado varios artículos en revistas de economía como Ensayos de Economía, Cuadernos de Economía, Revista Economía Colombiana. Asimismo, varios cuentos suyos han sido publicados en Revista el gran mulato, Revista elMalpensante.com y Autoreseditores.com