EL PRIMER VIAJE DE LA SOLEDAD EN GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
Por Alberto Bejarano (Aquiles Cuervo)*
Charlas del Teatro Colón, Bogotá. Septiembre 23 de 2021
Para nuestros profesores.
«Y también los demás que estamos y no estamos
Todos ya muertos, muertos,
Los de ayer, los de hoy y los de mañana
De muerte natural, algunos, otros
De colapso, de amor, de soledad,
De artritis o de vino…»
(Carlos Martín)
Sondearemos esta noche la metáfora de la lluvia en Gabo, entre Bogotá y París, como quien se acerca al descubrimiento del hielo. Como un sirio Moisés. Como un caribe confundido por árabe. Como un prófugo en poesía que sale a la lluvia, al espasmo de la luna, que espera a veces que escampe, a veces que venga la tormenta. Como quien no tiene quien le escriba, como un son jarocho…
Música: Deja que salga la luna. Javier solis
La lluvia la descubre un joven Gabo de 14 años en estas mismas calles de una Bogotá en la que no ha parado de llover desde el siglo XVI. A estas mismas lluvias le escribió sus primeros poemas. En ellas se encontraría a sí mismo como un doble, en sus primeros cuentos que prefiguran al coronel Aureliano Buendía y en esas mismas lluvias se instala la primera página de El Coronel no tiene quien le escriba. Con lluvia se prepara también aquella mañana memorable el coronel Aureliano Buendía para firmar el armisticio de la última guerra civil. Como lo cuenta en sus Memorias, Vivir para contarla, el camino de Gabo en/con la literatura se inicia con la lectura de poesía y con un viaje en tren desde el Caribe hacia el interior del país, de Barranquilla a Zipaquirá. En el tren un extraño personaje le lega un ejemplar del doble de Dostoievsky y, ya en tierra firme, tendrá uno de los grandes encuentros decisivos de su vida, con su primer profesor y rector del colegio nacional de Zipaquira, el joven poeta Carlos Martín. Tenía entonces Gabo 15 años. Como le dirá en 1982 a Cobo Borda: «Para mí la literatura es la poesía, y ya entonces, cuando llegué al colegio de Zipaquirá, me sabía de memoria todos los poetas clásicos españoles. No sólo me los sabía y los recitaba, sino que los cantaba».
De allí provienen los primeros escritos del nobel, no en prosa, sino en poesía. Como decía Pessoa, en prosa es más difícil ser otro y Gabo emprendería ese camino. Sus primeras letras fueron los poemas publicados gracias a su profesor y los cuentos leídos en su clase. Uno de ellos, de 1944, se titula Quinto, canción. Trae un epígrafe de otro poeta de la época, de Piedra y Cielo, a Eduardo Carranza —dice—, a quien también frecuentó el joven Gabo, junto a León de Greiff y tantos otros transeúntes.
Este fue su primer delirio.
CANCIÓN: «LLUEVE EN ESTE POEMA», EDUARDO CARRANZA.
Llueve. La tarde es una
hoja de niebla. Llueve.
La tarde está mojada
de tu misma tristeza.
A veces viene el aire
con su canción. A veces…
Siento el alma apretada
contra tu voz ausente.
Llueve. Y estoy pensando
en ti. Y estoy soñando.
Nadie vendrá esta tarde
a mi dolor cerrado.
Nadie. Solo tu ausencia
que me duele en las horas.
Mañana tu presencia regresará en la rosa.
Yo pienso —cae la lluvia—
nunca como las frutas.
Niña como las frutas,
grata como una fiesta
hoy está atardeciendo
tu nombre en mi poema.
A veces viene el agua
a mirar la ventana
Y tú no estás
A veces te presiento cercana.
Humildemente vuelve
tu despedida triste.
Humildemente y todo
humilde: los jazmines
los rosales del huerto
y mi llanto en declive.
Oh, corazón ausente:
qué grande es ser humilde!
31 de diciembre de 1944»
Música: (Caribe soy, Leo Marini)
La lluvia embiste al joven Gabo a su llegada a Bogotá:
«Bogotá era entonces una ciudad remota y lúgubre donde estaba cayendo una llovizna insomne desde principios del siglo XVI… Me impresionaron los percherones gigantescos que tiraban de los carros de cerveza, las chispas de pirotecnia de los tranvías al doblar las esquinas y los estorbos del tránsito para dar paso a los entierros de a pie bajo la lluvia… Ese era el ánimo en que me sentía cuatro días después de haber llegado, mientras caminaba a toda prisa contra el frío y la llovizna hacia el Ministerio de Educación, donde iban a abrirse las inscripciones para el concurso nacional de becas…»
Para llegar a la lluvia, Gabo debe hacer su primer gran viaje. En tren y en soledad. Fue un primer delirio que lo llevaría a un camino sin retorno hacia la literatura inmortal. Su primera escala fue duradera: la poesía. Después vendrían los cuentos, las novelas cortas, el periodismo, el cine, las novelas largas y el último delirio. Fue su año decisivo, como lo dice en sus memorias. 1944. Ese año se da su encuentro con el poeta Carlos Martín, rector del colegio nacional de Zipaquirá donde hará el bachillerato y decidirá su destino en las letras. Martín era también parte integrante de la revista Espiral, fundada por Luis Vidales ese mismo año y luego continuada hasta 1975 por Clemente Airó. Fue este primer viaje de Gabo todo un son de tren…
Música: El son del tren, Fruko.
Quisiera evocar aquí uno de los poemas de Carlos Martín, editados por el Instituto Colombiano de Cultura (ICC) en 1995, último delirio:
«El poeta,
Con dedos mágicos,
Transforma el rostro
De la ciudad.
Dispone los ladrillos transparentes
En arcos de metáfora.
Distribuye la sal y la ceniza
Entre las sílabas de la violencia.
Ese puente que vuela
Y cae en los extremos
Sobre el dolor del universo
Es el poema.
Lo construyó con todo lo aprendido
Y desechado,
Con los recuerdos olvidados
Que en otro tiempo fueron actos,
Con el fulgor nocturno de los cuerpos
Y con palabras siempre jóvenes
Que vibran en la onda del otoño…
En un delirio último
Llegarán las palabras
Como niños, como armas,
Para curar enfermos,
Para matar la guerra».
Podríamos sugerir que este poema de Martín es una especie de autorretrato ajeno de Gabo, a la manera de Tabucchi. Podríamos decir que esta fue una de las grandes luchas de Gabo en su vida: matar la guerra. Como el Coronel no tiene quien le escriba, como el coronel Aureliano Buendía.
En sus memorias Gabo recuerda así a su profesor:
«El poeta Carlos Martín, el más joven de los buenos poetas del grupo Piedra y Cielo… Tenía treinta años y tres libros publicados. Yo conocía poemas suyos, y lo había visto una vez en una librería de Bogotá, pero nunca tuve nada que decirle ni alguno de sus libros para pedirle la firma. Un lunes apareció sin anunciarse en el recreo del almuerzo. No lo esperábamos tan pronto. Parecía más un abogado que un poeta con un vestido de rayas inglesas, la frente despejada y un bigote lineal con un rigor de forma que se notaba también en su poesía. Avanzó con sus pasos bien medidos hacia los grupos más cercanos, apacible y siempre un poco distante, y nos tendió la mano: —Hola, soy Carlos Martín… Él me preguntó si había leído La experiencia literaria, un libro muy comentado de don Alfonso Reyes. Le confesé que no, y me lo llevó al día siguiente. Devoré la mitad por debajo del pupitre en tres clases sucesivas, y el resto en los recreos del campo de fútbol. Me alegró que un ensayista de tanto prestigio se ocupara de estudiar las canciones de Agustín Lara como si fueran poemas de Garcilaso, con el pretexto de una frase ingeniosa: “Las populares canciones de Agustín Lara no son canciones populares”. Para mí fue como encontrar la poesía disuelta en una sopa de la vida diaria».
Música: Noche de ronda, Agustín Lara
Esta frase es también decisiva, «encontrar la poesía disuelta en una sopa de la vida diaria» y la parafraseará a su manera muchos años después cuando afirme que Cien años de soledad fue una canción, el vallenato más largo de la historia.
«Martín prescindió del magnífico apartamento de la rectoría. Instaló su oficina de puertas abiertas en el patio principal, y esto lo acercó más aún a nuestras tertulias después de la cena. Se instaló para largo tiempo con su esposa y sus hijos en una casona colonial bien mantenida en una esquina de la plaza principal, con un estudio de muros cubiertos por todos los libros con que podía soñar un lector atento a los gustos renovadores de aquellos años. Allí lo visitaban los fines de semana sus amigos de Bogotá, en especial sus compañeros de Piedra y Cielo. Un domingo cualquiera tuve que ir a su casa por una diligencia casual con Guillermo López Guerra, y allí estaban Eduardo Carranza y Jorge Rojas, las dos estrellas mayores. El rector nos hizo sentar con una seña rápida para no interrumpir la conversación, y allí estuvimos una media hora sin entender una palabra, porque discutían sobre un libro de Paul Valéry, del que no habíamos oído hablar… Al final del tema, el rector me puso la mano en el hombro, y dijo a sus invitados: —Este es un gran poeta. Lo dijo como una galantería, por supuesto, pero yo me sentí fulminado. Carlos Martín insistió en hacernos una foto con los dos grandes poetas, y la hizo, en efecto, pero no tuve más noticias de ella hasta medio siglo después en su casa de la costa catalana, donde se retiró a gozar de su buena vejez».
Música: Luis A. Calvo. Malvaloca
La lluvia, la llovizna insomne, fue el gran descubrimiento de Gabo en Bogotá. Perduraría. Esa metáfora del tiempo lo llevaría hacia uno de sus cuentos que prefiguran El coronel no tiene quien le escriba y Cien años de soledad. Nos referimos a Un hombre viene bajo la lluvia, 1954.
«Otras veces había experimentado el mismo sobresalto cuando se sentaba a oír la lluvia. Sentía crujir la verja de hierro; sentía pasos de hombre en el sendero enladrillado y ruidos de botas raspadas en el piso, frente al umbral… ella asistía a nuevas revelaciones de la lluvia… antes de la media noche la tormenta arreció… ella sintió en el rostro la cortante orilla de la granizada, pero no se movió… y se acordó de la carta que le escribió el coronel Aureliano Buendía… ¿hay algo más en el armario? Preguntó sombríamente, y la otra con el mismo acento, con el mismo tono en el que suponía que él no habría podido oírla, dijo: nada más, acuérdate que el lunes nos comimos el último puñado de habichuelas… sabían que el hombre no abandonaría la casa mientras no acabara de llover…»
Música: Ojos de perro azul, Rubén Blades
La lluvia es el inicio del Coronel no tiene quien le escriba. Es el telón de fondo, cual tempestad de Shakespeare, de los presagios, de las revelaciones inminentes. La lluvia insomne, aquella lluvia insomne que cubre el tiempo mismo. Metáfora inclemente:
«El coronel destapó el tarro del café y comprobó que no había más de una cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata. Mientras esperaba a que hirviera la infusión, sentado junto a la hornilla de barro cocido en una actitud de confiada e inocente expectativa, el coronel experimentó la sensación de que nacían hongos y lirios venenosos en sus tripas. Era octubre. Una mañana difícil de sortear, aun para un hombre como él que había sobrevivido a tantas mañanas como ésa. Durante cincuenta y seis años —desde cuando terminó la última guerra civil— el coronel no había hecho nada distinto de esperar. Octubre era una de las pocas cosas que llegaban. Su esposa levantó el mosquitero cuando lo vio entrar al dormitorio con el café. Esa noche había sufrido una crisis de asma y ahora atravesaba por un estado de sopor. Pero se incorporó para recibir la taza. —Y tú —dijo. —Ya tomé —mintió el coronel—. Todavía quedaba una cucharada grande. En ese momento empezaron los dobles. El coronel se había olvidado del entierro. Mientras su esposa tomaba el café, descolgó la hamaca en un extremo y la enrolló en el otro, detrás de la puerta. La mujer pensó en el muerto. —Nació en 1922 —dijo—. Exactamente un mes después de nuestro hijo. El siete de abril. Siguió sorbiendo el café en las pausas de su respiración pedregosa. Era una mujer construida apenas en cartílagos blancos sobre una espina dorsal arqueada e inflexible. Los trastornos respiratorios la obligaban a preguntar afirmando. Cuando terminó el café todavía estaba pensando en el muerto. “Debe ser horrible estar enterrado en octubre”, dijo. Pero su marido no le puso atención. Abrió la ventana. Octubre se había instalado en el patio. Contemplando la vegetación que reventaba en verdes intensos, las minúsculas tiendas de las lombrices en el barro, el coronel volvió a sentir el mes aciago en los intestinos. —Tengo los huesos húmedos —dijo. —Es el invierno —replicó la mujer—. Desde que empezó a llover te estoy diciendo que duermas con las medias puestas. —Hace una semana que estoy durmiendo con ellas. Llovía despacio pero sin pausas. El coronel habría preferido envolverse en una manta de lana y meterse otra vez en la hamaca. Pero la insistencia de los bronces rotos le recordó el entierro. “Es octubre”, murmuró, y caminó hacia el centro del cuarto. Sólo entonces se acordó del gallo amarrado a la pata de la cama. Era un gallo de pelea».
También la lluvia es la atmósfera del día del armisticio en Cien años de soledad:
«El martes del armisticio amaneció tibio y lluvioso. El coronel Aureliano Buendía apareció en la cocina antes de las cinco y tomó su habitual café sin azúcar… de acuerdo con lo dispuesto por él mismo no hubo música, ni cohetes, ni campanas de júbilo, ni vítores… en cierto momento pareció tan entusiasmado con la idea de una nueva guerra… el pretexto se le ofreció, efectivamente, cuando el presidente de la república se negó a asignar las pensiones de guerra a los antiguos combatientes… se morirán de viejos esperando el correo».
Pero volvamos al Coronel no tiene quien le escriba. Sigamos la ruta de la lluvia en su narración. Gabo la escribe en París, hoy una placa lo recuerda en el corazón del Quartier Latin. También era el invierno y esperaba el correo como el coronel. Esperaba un cheque de El Espectador o de sus amigos para sobrevivir a las lluvias y al rastro de tu sangre en la lluvia. Metáfora dentro de otra metáfora, teatro dentro del teatro, a la manera de la Dama de Shanghai de Orson Welles.
«Encontró en el baúl un paraguas enorme y antiguo. Lo había ganado la mujer en una tómbola política destinada a recolectar fondos para el partido del coronel. Esa misma noche asistieron a un espectáculo al aire libre que no fue interrumpido a pesar de la lluvia. El coronel, su esposa y su hijo Agustín —que entonces tenía ocho años presenciaron el espectáculo hasta el final, sentados bajo el paraguas. Ahora Agustín estaba muerto y el forro de raso brillante había sido destruido por las polillas. —Mira en lo que ha quedado nuestro paraguas de payaso de circo —dijo el coronel con una antigua frase suya. Abrió sobre su cabeza un misterioso sistema de varillas metálicas. —Ahora sólo sirve para contar las estrellas. Sonrió. Pero la mujer no se tomó el trabajo de mirar el paraguas. “Todo está así”, murmuró. “Nos estamos pudriendo vivos”. Y cerró los ojos para pensar más intensamente en el muerto».
Música: Les feuilles mortes, Yves Montand
La narración avanza al compás de la lluvia, como quien usa la luz, lo tenue, lo aparente, lo disuelto en un escenario, como quien crea una apariencia de profundidad, un señuelo, para hacernos sentir parte de la obra. Llueve, escampa, llueve, escampa. Exterior, interior, exterior, interior. Adentro y afuera del coronel. Adentro y afuera de Gabo en París. Metáfora y escenografía vital y melancólica:
«Escampó después de las nueve. El coronel se disponía a salir cuando su esposa lo agarró por la manga del saco. —Péinate —dijo. Él trató de doblegar con un peine de cuerno las cerdas color de acero. Pero fue un esfuerzo inútil. —Debo parecer un papagayo —dijo. La mujer lo examinó. Pensó que no. El coronel no parecía un papagayo. Era un hombre árido, de huesos sólidos articulados a tuerca y tornillo. Por la vitalidad de sus ojos no parecía conservado en formol… La humedad continuaba pero no llovía. El coronel descendió hacia la plaza por un callejón de casas apelotonadas.
»Al desembocar a la calle central sufrió un estremecimiento. Hasta donde alcanzaba su vista el pueblo estaba tapizado de flores. Sentadas a la puerta de las casas las mujeres de negro esperaban el entierro. En la plaza comenzó otra vez la llovizna. El propietario del salón de billares vio al coronel desde la puerta de su establecimiento y le gritó con los brazos abiertos: —Coronel, espérese y le presto un paraguas. El coronel respondió sin volver la cabeza. —Gracias, así voy bien. Aún no había salido el entierro. Los hombres —vestidos de blanco con corbatas negras— conversaban en la puerta bajo los paraguas. Uno de ellos vio al coronel saltando sobre los charcos de la plaza. —Métase aquí, compadre —gritó. Hizo espacio bajo el paraguas. —Gracias, compadre —dijo el coronel… Otras mujeres vestidas de negro contemplaban el cadáver con la misma expresión con que se mira la corriente de un río… Sudó. Le dolían las articulaciones. Un momento después supo que estaba en la calle porque la llovizna le maltrató los párpados y alguien lo agarró por el brazo y le dijo: Apúrese, compadre, lo estaba esperando. Era don Sabas, el padrino de su hijo muerto, el único dirigente de su partido que escapó a la persecución política y continuaba viviendo en el pueblo. “Gracias, compadre”, dijo el coronel, y caminó en silencio bajo el paraguas. La banda inició la marcha fúnebre. El coronel advirtió la falta de un cobre y por primera vez tuvo la certidumbre de que el muerto estaba muerto. —El pobre —murmuró. Don Sabas carraspeó. Sostenía el paraguas con la mano izquierda, el mango casi a la altura de la cabeza pues era más bajo que el coronel. Los hombres empezaron a conversar cuando el cortejo abandonó la plaza… Un momento después el coronel reconoció la voz del padre Ángel conversando a gritos con el alcalde. Descifró el diálogo a través de la crepitación de la lluvia sobre los paraguas. —¿Entonces? —preguntó don Sabas. —Entonces nada —respondió el coronel—. Que el entierro no puede pasar frente al cuartel de la policía. —Se me había olvidado —exclamó don Sabas—. Siempre se me olvida que estamos en estado de sitio. —Pero esto no es una insurrección —dijo el coronel—-. Es un pobre músico muerto. El cortejo cambió de sentido. En los barrios bajos las mujeres lo vieron pasar mordiéndose las uñas en silencio. Pero después salieron al medio de la calle y lanzaron gritos de alabanzas, de gratitud y despedida, como si creyeran que el muerto las escuchaba dentro del ataúd. El coronel se sintió mal en el cementerio. Cuando don Sabas lo empujó hacia la pared para dar paso a los hombres que transportaban al muerto, volvió su cara sonriente hacia él, pero se encontró con un rostro duro. —Qué le pasa, compadre —preguntó. El coronel suspiró. —Es octubre, compadre. Regresaron por la misma calle. Había escampado. El cielo se hizo profundo, de un azul intenso. “Ya no llueve más”, pensó el coronel, y se sintió mejor, pero continuó absorto»
Música: Testamento, Bovea y sus vallenatos
Como absorto estaba Gabo pensando en su Macondo, en la literatura por venir que había ya esbozado en un texto temprano publicado en la revista Crónica en Barranquilla, la de su mejor week end:
«La casa de los Buendía. Cuando Aureliano Buendía regresó al pueblo, la guerra civil había terminado. Tal vez al nuevo coronel no le quedaba nada del áspero peregrinaje. Le quedaba apenas el título militar y una vaga inconsciencia de su desastre. Pero le quedaba también la mitad de la muerte del último Buendía y una ración entera de hambre. Le quedaba la nostalgia de la domesticidad y el deseo de tener una casa tranquila, apacible, sin guerra, que tuviera un quicio alto para el sol y una hamaca en el patio, entre dos horcones… la construcción de la casa se inició cuando dejó de llover, sin preparativos, sin orden preconcebido». P 241
Bienvenido Granda, A la orilla del mar
Absorto estaba Gabo en Bogotá y en París. Allí también están la lluvia, el hambre, la espera, la casa, las pesadillas. La mala hora, La hojarasca, Las putas tristes, El amor y otros demonios.
Escuchemos ahora una pesadilla que evoca Gabo en su entrevista con Camacho Ramírez en la HJCK en 1954, en el programa Cuál es su hobby.
No escampaba para Gabo en Bogotá ni en París. El mejor week end estaba solo en Barranquilla.
«El coronel se ocupó del gallo a pesar de que el jueves habría preferido permanecer en la hamaca. No escampó en varios días. En el curso de la semana reventó la flora de sus vísceras. Pasó varias noches en vela, atormentado por los silbidos pulmonares de la asmática. Pero octubre concedió una tregua el viernes en la tarde».
Así van transcuriendo los días, esperando siempre el viernes, el día del correo, esperando el gran día que gane el gallo…
«Llovió después de la medianoche. El coronel concilió el sueño pero despertó un momento después alarmado por sus intestinos. Descubrió una gotera en algún lugar de la casa. Envuelto en una manta de lana hasta la cabeza trató de localizar la gotera en la oscuridad. Un hilo de sudor helado resbaló por su columna vertebral. Tenía fiebre. Se sintió flotando en círculos concéntricos dentro de un estanque de gelatina. Alguien habló. El coronel respondió desde su catre de revolucionario. —Con quién hablas —preguntó la mujer. —Con el inglés disfrazado de tigre que apareció en el campamento del coronel Aureliano Buendía —respondió el coronel. Se revolvió en la hamaca, hirviendo en la fiebre—. Era el duque de Marlborough».
En los intertextos fantasmales de la vida de Gabo en París se anuncia con intermitencia la nacionalización del canal del Suez, es también la guerra de Argelia, el premio nobel de Camus (marcado por su profesor del colegio como lo dejó inmortalizado en el discurso del nobel) y el encuentro fugaz con Hemingway en el Boulevard Saint Michel: «hey, Ernesto, le gritó Gabo en español… Gabo delira, Hemingway delira»:
Música: Hemingway delira, Eliades Ochoa
«Todavía el problema de Suez —dijo, leyendo los titulares destacados—. El occidente pierde terreno. El coronel no leyó los titulares. Hizo un esfuerzo para reaccionar contra su estómago. “Desde que hay censura los periódicos no hablan sino de Europa”, dijo. “Lo mejor será que los europeos se vengan para acá y que nosotros nos vayamos para Europa. Así sabrá todo el mundo lo que pasa en su respectivo país”. —Para los europeos América del Sur es un hombre de bigotes, con una guitarra y un revólver —dijo el médico, riendo sobre el periódico—. No entienden el problema. El administrador le entregó la correspondencia. Metió el resto en el saco y lo volvió a cerrar. El médico se dispuso a leer dos cartas personales. Pero antes de romper los sobres miró al coronel. Luego miró al administrador. —¿Nada para el coronel? El coronel sintió el terror. El administrador se echó el saco al hombro, bajó el andén y respondió sin volver la cabeza: —El coronel no tiene quien le escriba».
El monólogo del coronel avanza. Hay goteras. En la casa se precipitan los acontecimientos, sobre todo en la cabeza del coronel…
Música:Hemingway delira, Aute.
«—¿Qué día me incluyeron en el escalafón? La mujer no interrumpió la oración para pensar. —12 de agosto de 1949. Un momento después empezó a llover. El coronel llenó una hoja de garabatos grandes, un poco infantiles, los mismos que le enseñaron en la escuela pública de Manaure. Luego una segunda hoja hasta la mitad, y firmó. Leyó la carta a su mujer. Ella aprobó cada frase con la cabeza. Cuando terminó la lectura el coronel cerró el sobre y apagó la lámpara. —Puedes decirle a alguien que te la saque a máquina. —No —respondió el coronel—. Ya estoy cansado de andar pidiendo favores. Durante media hora sintió la lluvia contra las palmas del techo. El pueblo se hundió en el diluvio. Después del toque de queda empezó la gota en algún lugar de la casa. —Esto se ha debido hacer desde hace mucho tiempo —dijo la mujer—. Siempre es mejor entenderse directamente. —Nunca es demasiado tarde —dijo el coronel, pendiente de la gotera—. Puede ser que todo esté resuelto cuando se cumpla la hipoteca de la casa. —Faltan dos años —dijo la mujer. Él encendió la lámpara para localizar la gotera en la sala. Puso debajo el tarro del gallo y regresó al dormitorio perseguido por el ruido metálico del agua en la lata vacía. —Es posible que por el interés de ganarse la plata lo resuelvan antes de enero —dijo, y se convenció a sí mismo—. Para entonces Agustín habrá cumplido su año y podremos ir al cine. Ella rió en voz baja. “Ya ni siquiera me acuerdo de los monicongos”, dijo. El coronel trató de verla a través del mosquitero. —¿Cuándo fuiste al cine por última vez? —En 1931 —dijo ella—. Daban “La voluntad del muerto”. —¿Hubo puños? —No se supo nunca. El aguacero se desgajó cuando el fantasma trataba de robarle el collar a la muchacha. Los durmió el rumor de la lluvia. El coronel sintió un ligero malestar en los intestinos. Pero no se alarmó. Estaba a punto de sobrevivir a un nuevo octubre. Se envolvió en una manta de lana y por un momento percibió la pedregosa respiración de la mujer —remota— navegando en otro sueño. Entonces habló, perfectamente consciente. La mujer despertó. —¿Con quién hablas? —Con nadie —dijo el coronel—. Estaba pensando que en la reunión de Macondo tuvimos razón cuando le dijimos al coronel Aureliano Buendía que no se rindiera. Eso fue lo que echó a perder el mundo. Llovió toda la semana. El dos de noviembre —contra la voluntad del coronel—, la mujer llevó flores a la tumba de Agustín. Volvió del cementerio con una nueva crisis. Fue una semana dura. Más dura que las cuatro semanas de octubre a las cuales el coronel no creyó sobrevivir. El médico estuvo a ver a la enferma y salió de la pieza gritando: “Con un asma como ésa yo estaría preparado para enterrar a todo el pueblo”. Pero habló a solas con el coronel y prescribió un régimen especial».
«Este es un pueblo de mierda», pensaba Gabo para sus adentros en su mala hora, cuando era joven e indocumentado. Joven, feliz e indocumentado. Cuando lo confundían con un árabe en París y debía evadir las redadas. Cuando era un árabe más. Pueblo de mierda allá en las guerras de Colombia y en las de Francia en esos años cincuenta. Sin cuenta, decía Guadalupe Salcedo en el teatro la Candelaria y Pedro Manrique Figueroa como Tigre de papel en Luis Ospina.
«—Espérese y le presto un paraguas, compadre. Don Sabas abrió un armario empotrado en el muro de la oficina. Descubrió un interior confuso, con botas de montar apelotonadas, estribos y correas y un cubo de aluminio lleno de espuelas de caballero. Colgados en la parte superior, media docena de paraguas y una sombrilla de mujer. El coronel pensó en los destrozos de una catástrofe. “Gracias, compadre”, dijo acodado en la ventana. “Prefiero esperar a que escampe”. Don Sabas no cerró el armario. Se instaló en el escritorio dentro de la órbita del ventilador eléctrico. Luego extrajo de la gaveta una jeringuilla hipodérmica envuelta en algodones. El coronel contempló los almendros plomizos a través de la lluvia. Era una tarde desierta. —La lluvia es distinta desde esta ventana —dijo—. Es como si estuviera lloviendo en otro pueblo. —La lluvia es la lluvia desde cualquier parte —replicó don Sabas. Puso a hervir la jeringuilla sobre la cubierta de vidrio del escritorio—. Este es un pueblo de mierda».
Y un pueblo de mierda había sido el título original de su novela, La mala hora (1962) con la que había ganado el premio Esso de novela. Tuvo que cambiarlo…
«El paraguas tiene algo que ver con la muerte —dijo. El coronel no le puso atención. Había salido de su casa a las cuatro con el propósito de esperar el correo, pero la lluvia lo obligó a refugiarse en la oficina de don Sabas. Aún llovía cuando pitaron las lanchas… El coronel se acercó a la ventana. Llovía implacablemente. Una gallina de largas patas amarillas atravesaba la plaza desierta. —¿Es cierto que están inyectando al gallo? —Es cierto —dijo el coronel—. Los entrenamientos empiezan la semana entrante. —Es una temeridad —dijo don Sabas—. Usted no está para esas cosas. —De acuerdo —dijo el coronel—. Pero ésa no es una razón para torcerle el pescuezo. “Es una terquedad idiota”, dijo don Sabas dirigiéndose a la ventana. El coronel percibió una respiración de fuelle. Los ojos de su compadre le producían piedad. —Siga mi consejo, compadre —dijo don Sabas—. Venda ese gallo antes que sea demasiado tarde».
Ahora es diciembre, en diciembre llegaban las brisas, decía, escribía también Marvel Moreno unos años después, la esposa del viejo amigo Plinio, cuando era Plinio el joven, el de Prensa latina, y no Plinio, el viejo, el de ahora, el de… es diciembre, es otro viernes sin carta, como una crónica de una muerte anunciada…
Música: en Barranquilla me quedo. Joe Arroyo.
«No se arrepintió. Desde hacía mucho tiempo el pueblo yacía en una especie de sopor, estragado por diez años de historia. Esa tarde —otro viernes sin carta— la gente había despertado. El coronel se acordó de otra época. Se vio a sí mismo con su mujer y su hijo asistiendo bajo el paraguas a un espectáculo que no fue interrumpido a pesar de la lluvia. Se acordó de los dirigentes de su partido, escrupulosamente peinados, abanicándose en el patio de su casa al compás de la música. Revivió casi la dolorosa resonancia del bombo en sus intestinos».
Unas páginas atrás nos ha dicho el narrador que la música es un mambo. Quizá similar al que escuchaba y trataba de bailar Gabo en París, un mambo en París, como una bola de nieve, como un mambo de tu rastro en la nieve. Como una guaracha también, a la manera de Bienvenido Granda, de donde Gabo tomó para siempre su bigote…
Música: mambo en parís, Bola de nieve
Y entonces se precipita el final, memorable, con la palabra justa:
«Y mientras tanto qué comemos», preguntó, y agarró al coronel por el cuello de franela. Lo sacudió con energía. —Dime, qué comemos. El coronel necesitó setenta y cinco años —los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto— para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder: —Mierda».
(París, enero de 1957)
Al fin y al cabo, decía Bolaño, que la mejor novela corta que había leído era El coronel no tiene quien le escriba.
TELÓN
REFERENCIAS:
Carlos Martín, poesía completa.
Gabo, Vivir para contarlo.
Gabo, cuentos completos.
Gabo, primer poema, revista credencial
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El presente comentario fue presentado en el programa de radio «La Bailarina sonámbula», emisión 76. www.ckweb.gov.co
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* Alberto Bejarano (Aquiles Cuervo) es escritor patafísico nacido en Bogotá. Vive entre Rosario y París. Ha publicado una decena de cuentos, en concursos y revistas colombianas, chilenas y argentinas. Su proyecto principal ha sido desde hace un tiempo escribir una novela ucrónica titulada «La viudez como forma de vida», basada en los encuentros fantásmicos de Anna Dostoievski con Sofía Tolstoi en Crimea a principios del siglo XX. Su primer libro de cuentos («Lichis de Madagascar») fue publicado en enero de 2011 en la Editorial argentina El fin de la noche.
Correo-e: otrasinquisiciones@hotmail.com
Investigador en literatura comparada en el Instituto Caro y Cuervo. Poeta y dramaturgo de monólogos. otrasinquisiciones@hotmail.com