EL PROFESOR
Por Jonathan Caicedo Girón*
«Hay que guardarse de los numerosos libros
que contienen versos,
ya que son libros de pura magia».
(Roger Bacon)
«¡Hay golpes en la vida, tan fuertes, tan fuertes…Yo no sé! Golpes como del odio de Dios»; mientras navegaban por su mente aquellos versos inmarcesibles, Danilo, el maestro de la escuela, preparaba su clase de Literatura y Letras.
Se acordaba de Vallejo, y sentía cómo su estómago vacío hacía catarsis con los versos del apesadumbrado poeta. Al igual que el escritor, el profesor tampoco tenía el mínimo trozo de pan. Su situación era cada vez más precaria. Una lluvia de espinas penetraba las carnes de su estómago. Para acabar de completar con sus penurias, la escuela andaba en quiebra. Le adeudaban seis meses. Su escenario no podía ser más vil.
En casa el ámbito no era distinto, vivía en una añeja pensión de paredes blancas selladas con arena y cal. El techo se componía de una madera espinosa y desgastada, que le permitía entrada para el concierto que emitía la lluvia cuando el cielo borracho de ira escupía dagazos de agua.
En una mañana, cuando Danilo se dirigía para la escuela, la casera le expresó en tono amedrentador: — te sacaré de aquí a ti, y a tus ¡COCHINOS LIBROS!…
¡Danilo abstraía la dimensión de esa sentencia!
La otra vez le dejó por fuera dos días, aunque el azar jugó a su favor cuando la casera en un descuido dejó entre abierta la puerta, y Danilo aprovechó la oportunidad de escurrirse por la verja, aunque fue descubierto in fraganti.
—Esta sí es la última vez, profe, —le dijo—; ya estoy cansada de cobrar la renta, y no tiene más objetos de valor, excepto esos cochinos tratados de poesía, pero no me encartaría con un montón de basura. ¿Qué ganaría leyendo eso?…
Justamente, Danilo, recordó cómo muchos de los escritores que tanto amaba, también habían tenido que pasar las duras y las maduras. Por ejemplo, se acordó cómo García Márquez, había vivido tomando agua hervida de las maticas que tenía Mercedes en el impío invierno Galo. O cómo a Julito los estudiantes le apodaban: «Largazar», «Pobrazar», pues se vio en la obligación de ser maestro de una anticuada escuela de un barrio porteño, para poder llevar mate a su madre. O cómo al antipoeta le tocó vender caramelos en Puerto Montt, para alimentar las cuerdas de Violeta.
Volviendo en sí, Danilo se sintió mal, pues el hambre se tornaba insoportable. La casera sintió pesar y lo dejó en la desbarajustada habitación por unos días, además caviló que era mejor hacer una obra de caridad, pues en la capilla, el padre había predicado que era menester ayudar al prójimo, ya que era la única empresa realmente digna entre los hombres.
Lo miran. Se hacen gestos. Se hacen señales entre ellos. Detallan su viejo pantalón de chalís de color caqui. Una camisa a cuadros manga corta, y una corbata con adheridos de la Hora Warner, comprada, seguramente en: «Las Pulgas». Se sientan de manera solemene, y guardan un silencio sepulcral. Saben la importancia de escuchar. Sus miradas se detienen en los viejos apaches de color marrón del profe. La vieja mochila donde carga los amarillentos textos, se evidencia hecha jirones. Los estudiantes comprendían perfectamente el dantesco camino que peregrinaba Danilo.
La última vez lo levantaron del piso, cuando en una agitada disertación, y en la izada de bandera, el profesor decidió declamar los versos de aquel viejo bigotón de gafas curvas y lenguaje pulcro: «Juego mi vida, cambio mi vida, de todos modos, la llevo perdida», y sí, efectivamente, casi deja la existencia en el patio. Sus compañeros lo levantaron. Le sugirieron que fuera al médico; sin embargo, él tenía una enfermad muy común por esos días: hambre le llamaban. Luego recordaron que existía una bebida que podía sanar todos los dolores de la vida, y del alma: aguapanela. [1]
—«Nada es más importante en la vida que dejarse ser por los libros». «La literatura es la única resistencia a los declives de la vida», con esas sentencias abría la clase al día siguiente. Los discípulos, absortos, escuchaban, y se deleitaban con el susurro que emitía con el alma el «profe poeta» (como solían llamarle con fulgor y fraternidad).
Carpe Diem, mis niños, Tempus Fugit, recitaba, y movía sus lánguidas manos de arriba para abajo, advirtiendo a los niños lo fugaz del amor y del tiempo. Les explicaba que el dinero no tenía importancia, pues debían levantarse todos los días apasionados por aquello que les hinchaba el corazón.
Entonces, con sus ojos fulgentes, decía: «De la vida no nos moverá ¡Nadie!».
Luego de unos momentos donde el alma se había elevado, y los niños de la escuela por un momento habían «dejado de ser pobres», Danilo planteó: ¿Por qué no pensar que vinimos al mundo a escuchar a Julio Jaramillo, o a soñar con un tango de Gardel, o mejor aún, vibrar con la guitarra del tipo que le hizo: «¿Preguntitas sobre Dios», o ¿por qué uno no podía bailar resueltamente al ton y son de Totó la Momposina?
Esas son cosas que valen la vida, los sueños, los anhelos, camaradas, les susurraba melodiosamente al oído. Mientras tanto, el viento administraba esas palabras para que hiciesen casita en las almas de los estudiantes.
Carlos levantó la mano y preguntó: —profesor, ¿Para qué leer poesía en estos tiempos donde nada nos salva de la pobreza? —Danilo quedó absorto, mientras meditaba: ¿Para qué servía efectivamente su discurso poético, si hasta las mariposas se le habían muerto de la desnutrición en el estómago? Además, el hambre de a pocos le arrebata la lucidez, porque eso sí, se necesita de un buen trozo de pan, y un vaso de aguapanela, para pensar por lo menos en un par de buenos versos.
Después de una larga pausa, el profe exclamó: —Mira, Carlos, el asunto es sencillo, uno desayuna dos o tres hachazos de Raskolnikov, y con eso o te llenas el alma, o te la partes, pero alguna cosa haces.
Solo Mariana y Villalobos sonrieron quedamente. El chiste había sido pésimo y los estudiantes habían bajado de su idilio. Sin embargo, seguían creyendo que Danilo, a pesar de su mal sentido del humor, seguía siendo como el pequeño poeta que intenta llegar por lo menos a las pantorrillas de Dios, pues algo es bien sabido y es que si Cristo existe en este mundo, es por los versos que laboriosamente decantaron los poetas.
Las doce del mediodía, la campana de bronce, golpeada por los años como la roca incrustada en el riachuelo, titilaba pobremente; y el sonido se hacía humo en el oído de los estudiantes que, tristemente, debían abandonar su catarsis para continuar con lo miserable de sus vidas.
—Hasta mañana, «Profe Poeta», —le decían con nostalgia.
Una lluvia de palomas ensopó el medio día y los estudiantes se perdían como puntos negros en la línea que linda con el horizonte.
—Danilo, hemos notado con preocupación que cada día se encuentra más delgado y taciturno. Inquirimos que algo le está pasando —le indagaba la rectora, dueña del colegio.
—En verdad no es nada, —contestó el profe; —sólo que he tenido unos cuantos problemas personales, pero estoy bien, —argumentó el pobre esqueleto.
—Sí. Pues no es secreto a voces que ya estaba pensando en un reemplazo para usted, además, algunos de los honorables padres de familia se han quejado de sus clases, argumentan que sus hijos ya no quieren ver más televisión, prefieren leer todo lo que se encuentran por ahí tirado; y que es sinceramente preocupante no poder compartir la telenovela de la noche en familia, pues la clase del «profe revolucionario», (como han osado tildarlo), fracturaba las relaciones de fraternidad en el hogar.
Después de esta efímera conversación, el profesor, algo cabizbajo, decidió prometer a Graciela, que esto no volvería a suceder, y le suplicó que repensara su continuidad en el trabajo que tanto amaba.
¡No podía irse ahora! ¡No quería ser Una carroña en vida! Rememoraba los versos de aquel poeta maldito que supo morirse asfixiado por los flechazos propiciados por los gusanos que emitían las prostitutas más abyectas.
Ahora bien, la dueña, efectivamente, reflexionó que su deuda con Danilo era muy alta y, por ende, adoptaba esos comportamientos insoportables. No obstante, decidió brindarle una oportunidad más, ya que el profe le colaboraba al finalizar el año pintando los puestos y los muros de la escuela.
Se miraban quedamente. Comprendían que el día soñado había llegado. El profesor había anunciado que en clase platicarían sobre los mayores exponentes de la poesía latinoamericana. Imaginaban a Danilo declamando Patas arriba con la vida, de la célebre poeta que supo morirse de poesía, o escuchar las Soledades de Pizarnik, o rozar la faz del rostro al unísono de Amado Nervo. En fin, las quimeras eran tan elevadas que en el aura del salón solo se respiraba el hálito del verso bien logrado.
Minutos después los estudiantes empezaron a musitar entre ellos, y a preguntarse: ¿Qué había acaecido con la clase de Letras? y ¿Qué había pasado con las voces de los poetas latinoamericanos?, pues el maestro no llegaba, y efectivamente, habían inferido sobre la significancia del rótulo: ¡Tempus! que ronroneaba en sus cabezas como el alarido de la gata que aborta su castidad en las arenas edificadas de las tejas de zinc.
—Indaguemos qué ha pasado con el «Profe Poeta», —exclamó Carlos. —Estoy de acuerdo, —dijo Villalobos. Cuando se proponían atravesar la puerta verde oliva, se les cruzó la señora Gabriela, quien, con un parsimonioso y suave apretón en los hombros los invitó a que se sentasen y escuchasen lo que les debía advertir.
Se movió hacia el frente y se puso delante del salón. El tablero verde hizo de telón para acrecentar su figura. Frunció el entrecejo y exclamó: —No entiendo qué ha pasado —dijo. —¡Estoy desvanecida!
Los estudiantes guardaron silencio.
—Niños, continuó Graciela, —hoy el profe ha sido encontrado muerto en la habitación que había rentado hace algún tiempo. —¡Dicen que fue el Cólera!
Pero no se preocupen, pensando en ustedes, y en la economía de sus corazones, ya conseguimos el reemplazo: un catedrático de religión, quien se hará cargo de la clase de Letras y Literatura, pues como todos saben, no existe ningún inconveniente en que el nuevo maestro les enseñe eso de leer y hacer planas…
¡Ahhh!, olvidaba indicarles que las exequias se llevarán a cabo mañana sobre las diez; sin embargo, el problema es que se nos cruza con la clase de Ciencias, y sería una pena no saber cómo es que funciona la teoría de Mendel.
El silencio fulminó el espíritu de los estudiantes, quienes absortos escuchaban el discurso de la propietaria. Las lágrimas caían como catarata hambrienta y dejaban la humedad manifiesta en los pómulos, así como las sombras que dejan las flechas al pasar por las arenas amarillas de un campo aqueo. La mañana se ensombreció, y un hálito de reminiscencias pobló el viejo salón de paredes tristes.
Ahora no olvidarían las enseñanzas, y todo el legado inmaterial que les había heredado el profesor. Su forma genuina al declamar, y los guijarros de reflexiones filosóficas sobre la importancia del arte y la literatura para el buen almacenamiento de la sensibilidad.
Al otro día se llevaron a cabo las exequias: ¡Ningún estudiante asistió a la escuela! No les importó Mendel, ni el tremendo castigo que debían afrontar cuando sus padres se enteraran de lo acontecido.
Encima de la achacada caja de madera dejaron las siguientes inscripciones:
«Desde ahora transitaremos por los paisajes de la poesía».
«Esperamos no importunar».
«Lo dejamos conversando con las mejores almas del pasado».
Con afecto: los estudiantes que se nutrieron del pan, que es lo mismo que la poesía.
Se alejaron y se perdieron como puntos negros en el horizonte. Ya no acaeció una lluvia de palomas, en cambio un torrencial aguacero de nostalgias atravesaba el día. La campana no volvió a sonar como antes.
NOTA:
[1] Bebida dulce, a base de azúcar en bruto o panela, muy usada en Colombia como base para preparar el café u otras bebidas. El tomarla sola se asocia con condiciones de vida austera y pobre.
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* Jonathan Caicedo Girón es poeta y narrador bogotano, del municipio de Soacha. Es Magíster en Estudios Literarios de la Universidad Santo Tomás y Licenciado en Humanidades de UNIMINUTO. Es autor del poemario Mediaciones de la locura (2019). Ha publicado poemas y cuentos en revistas colombianas y latinoamericanas.
En la actualidad es docente de la Universidad Minuto de Dios y de la Universidad Santo Tomás, en donde orienta las cátedras de comunicación escrita y algunas asignaturas afines con la literatura. Finalmente, fue invitado al primer Congreso Nacional de creadores literarios, celebrado en la ciudad de San Luis Potosí, en México. Allí presentó el poemario Más allá de las palabras (2018).