EL ROSTRO DE LA ÚLTIMA HORA

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el rostro de la ultima hora

Por Víctor Daniel López*

Despertaste una mañana, y de pronto, tu vida, sin avisarte más, dio un giro imprevisto. No había cambiado gran cosa, el día seguía siendo día, y la noche, oscura; el cielo seguía estando arriba, y tú, parado aún sobre la tierra. Los colores eran los mismos. Las nubes, flotando, seguían diversificando sus formas sin quedarse fijas en una ni otra. El discurso de la rutina igual que el de todos los días. El mundo seguía girando, y tú, junto con toda la gente que iba y venía, andando, girando, avanzando. Pero algo había cambiado ese día. Y aunque no supieras qué, tú sabías que así era. Te diste cuenta justo cuando saliste de tu departamento, y al atravesar el mismo parque de todos los días, sentiste una extraña presencia detrás de ti, como si alguien te estuviera siguiendo. Volteaste. No era nadie. El mismo viento de todos los días corría y el mismo sol te observaba con la única mirada habida desde su origen. Continuaste avanzando, pero siempre con la sensación de cargar algo a tu espalda. Te puso nervioso. Sentiste desconfianza. Pero ese fue sólo el primer día. Los demás vinieron, y entonces nacía con más fuerza esa sensación de acoso, como si arrastraras algo que sabías era tuyo, pero habías ignorado siempre. Quizá tus venas, o tus arterias. Tal vez tus propias vísceras aún con un poco de vida. Después, ya no solamente era la percepción de que alguien te seguía, sino que ya también advertías que la gente a tu alrededor en la calle depositaba sus miradas en ti, como si fueras de otro planeta, como si fueras un ser extraño al que nunca habían visto. Pensabas que se te había olvidado vestirte o que llevabas algo pintado en el rostro o incluso podría ser un mono bailando sobre tu cabeza. Pero nada de eso. Te revisabas una y otra vez al espejo o en los vidrios de las casas y automóviles, pero nunca encontrando nada más allá del reflejo de tu persona. Solamente un poco más cansado. Quizá solamente hastiado. Tal vez con sueño. Sólo eso.

Pasaron las semanas y tu miedo iba creciendo. Alguien se encontraba al asecho de tus pasos y tus palabras, estabas seguro. Llegaste a pensar que a lo mejor también hasta de tus propios pensamientos, que se suponen son de uno y se supone resultan íntimos. Pero ya vez que no. Ya vez que nada nos pertenece en este mundo. Escuchabas voces que no venían de ninguna parte, murmullos susurrados apenas al oído y que te erizaban los vellos. Aunque tú quisieras esconderlo, te agitaba todo esto el corazón, y en el fondo percibías un pequeño soplo de miedo. Escuchabas las mismas voces cantando, como si fuesen coros gregorianos. Escuchabas pisadas en el departamento de arriba. Escuchabas cómo arrastraban cadenas que no existían, o que existían pero sin estar sujetas a nada por los extremos. Escuchabas toda la madrugada a alguien en el departamento contiguo que parecía estar nervioso, buscando algo en la oscuridad, entre baúles, cajas y quién sabe cuánto más, pero que al parecer no encontraba lo que fuera que había perdido o que jamás le había pertenecido. Maullaban los gatos. A veces llovía. El viento no silbaba, pero sabías que corría con fuerza potente allá afuera mientras anochecía. A lo lejos, escuchabas a una loca gritar, maldiciendo a su padre muerto porque la dejara entrar al cielo.

El mundo parecía haber enloquecido. O a lo mejor solamente eras tú. Pero todo había cambiado, eso era un hecho, y te lo decía el color de las hojas de los árboles que se habían camuflado con el color de tu sangre. Las aves, cuando despertabas, te lo cantaban mientras se posaban afuera de tu ventana. Te miraban fijamente, te sonreían, y tú lo notabas. Cerrabas la ventana, pero sabías que eso no acabaría con el síndrome de persecución que tú mismo te adjudicaste. Escuchabas a la gente hablar a tus espaldas, señalándote. Veías rostros de personas que hacía años no veías, o que incluso estaban muertas, andando sin pena ni preocupación por las calles. Olías todo el tiempo, en cualquier lugar y rincón, un aroma parecido al de incienso de mirra, o al del perfume de alguna mujer que antaño te cantaba al mecerte, vestida quizá de verde, vestida quizá de blanco. Comenzó después a dolerte el pecho, como si algo adentro quisiera estallar y salir, volver a su hogar o a su origen, algo que lo llamaba y era atraído por la gravedad o la inercia. Tus pensamientos gritaban tanto hasta hacerte doler la cabeza. Cada mañana amanecías con un nuevo rasguño sobre la piel de tu cuerpo sin saber de qué manera te los habías hecho. Y no, no eran estigmas.

Meses más tardes, algo peor fue ocurriendo durante las noches. Tocaban al timbre, y tú, por el interfono, tratabas de averiguar quién era y qué podía ofrecérsele a altas horas de la madrugada. Pero nunca nadie contestaba al otro lado. Solamente lograbas escuchar una respiración sutil y, podrías llegar a jurar, hasta sentir el frío de un aliento que parecía congelarse. Siempre te despertaba ese sonido aterrador. Un timbrazo. Dos. Tres. Hasta que te hacía levantar de la cama para ir a descolgar el auricular. Te quedabas quieto. Escuchabas la misma respiración. Hasta que colgaban y regresabas a tu cuarto, metiéndote entre la cama con el corazón galopando y con el dolor de pecho que te hacía creer sufrirías de un infarto. Tardabas horas en dormirte, y cuando lo hacías, te sumergías en sueños surrealistas en donde generalmente navegabas por mundos flotantes, con murallas altas y seres coníferos gigantes con tentáculos largos que terminaban en pinzas. Eso soñabas, hasta que al fin abrías los ojos justo al dejar escapar un grito. Despertabas muchas veces alrededor de toda la noche. Algunas de ellas, preferías no dormir, pero entonces escuchabas el timbre o los sonidos arrastrados del piso de arriba, o los pasos y la desesperación del vecino de al lado al que nunca habías visto, o a la loca gritando allá afuera a las sombras que no existían o que tú no veías. Entonces, mejor te ponías tus audífonos y escuchabas arias de Verdi a máximo volumen para ignorar todo el ruido que había alrededor tuyo, así como alejar aquel que comenzaba a originarse dentro de tu inquieta mente.

Así pasó el tiempo, hasta que llegó el día. De nuevo hizo su aparición por la noche. Volvieron a tocar el timbre. Pero esta vez no te levantaste siquiera de la cama. Dejaste sonarlo. Timbró por largos minutos. Te parecieron eternos. Después cesó. Tu corazón latía con tanta fuerza como nunca lo había hecho. Minutos después, golpearon a tu puerta. El corazón, sentiste, casi se te congela. Seguiste sin levantarte. Seguían tocando la puerta allá fuera. Parecía como si estuvieran a punto de quebrarla. De pronto, en el departamento de allá arriba, y en el de al lado, y en las calles de afuera, y desde el ruido de la noche, comenzó a sonar el Coro de Esclavos de Nabucco. Dejaste pasar un tiempo hasta que al fin pudiste calmarte. Aún seguían tocando a la puerta. Hasta que lograste juntar el valor suficiente para levantarte de la cama e ir a hacerle frente a lo que sea que te estaba esperando allá afuera. Atravesaste el corto pasillo hasta llegar a la entrada. Y en ese momento dejaron de golpear. Abriste la puerta. Y entonces, mientras te envolvía el frío viento que entraba en una ráfaga, pudiste ver finalmente el rostro de aquel que tanto delirio te había estado causando durante los últimos meses. Viste esa mirada negra, penetrante. Esa sonrisa sin ser sonrisa, escondida detrás de sus labios de diamante. Aplastaste tu miedo hasta acabar con todo rastro de él. Entonces, diste un paso al frente, quedando a escasos centímetros de sus labios. Sentiste su frío aliento. Te acercaste a su oído. Y, apenas con tu voz suave, le murmuraste justo en el momento en que dibujabas una hipócrita sonrisa sobre tu cara: «lo siento… pero no creo en la muerte». Te devolviste adentro y cerraste la puerta, azotándosela hasta casi quebrar la noche. Regresaste a tu cuarto. Te metiste entre las sábanas. Y cerrando los ojos, murmuraste a la oscuridad y al silencio: «no, hoy no será».

Sin embargo, aquella noche dormiste tanto, como nunca lo habías hecho. Dormiste tranquilo y sin despertarte entre sueños. Sin escuchar los gatos, sin escuchar cadenas, sin escuchar la lluvia, ni voces o cantos, ni a la loca, ni a alguien buscando entre muebles y cajas, revolviéndolo todo. Dormiste sin soñar con aquellas criaturas gigantes y aterradoras. Tampoco sonaba ninguna ópera. Pero dormiste. Y lo hiciste durante mucho, durante largo tiempo. Porque habías logrado al fin escapar de lo que tanto habías estado huyendo.

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*Víctor Daniel López es escritor, poeta y gestor Cultural. Tiene estudios en Historia del Arte por la Universidad del Claustro de Sor Juana, así como también en Mitología Griega por la misma universidad. Ha participado en cursos y talleres como Redacción (UNAM), Creación Literaria (El Péndulo), Crítica Literaria y El Telar de la Narración (Casa del Lago). Posee también certificaciones en Neurociencias y Arte y Mediación para crear Sentido por el Museo Nacional de Arte (MUNAL).

Escribe cuento, poesía, novela y crítica. Ha sido publicado en antologías de cuento y poesía en México, España y Argentina. Actualmente es colaborador de: Revista Alegato, Pueblos de la Mixteca y Voces Santa María la Ribera. Tiene dos novelas publicadas: El laberinto de don Artemio Bonilla y Sombras Verdes: Hacia el último atardecer.

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