EL TEATRO DE CIRCE: REVOLUCIONES, LEVANTAMIENTOS POPULARES Y EL MITO DEL ETERNO RETORNO
Por Marta Lucía Fernández Espinosa*
Ya sabemos, Circe parece tener mucho que tejer. Los enemigos parecen llegar voluntarios a su mansión de piedra, lo intuimos porque en lugar de salir de cacería o alimentar un ejército, ella prefiere tener un telar.
Bajaré del trono de los humanistas a una preciada revolución que por los tiempos que van desde su acontecimiento, a todos los hombres de bien ha dejado orgullosos. Era la promesa evangélica de la igualdad, la libertad y la fraternidad cumplida. Era el fin de los tiempos. Señalada entonces como frontera para el fin de la historia. Los coros cantaban el Himno a la Alegría y Beethoven se inmortalizaba.
Nadie vio detrás de aquella revuelta milagrosa y popular nada sospechoso, todo plausible mérito de la unidad de los pobres y de la nueva burguesía naciente. La edad de oro de la razón, decían los racionalistas. Nadie miró las causas de la revolución para los que la albergaron; me refiero a los que la financiaron y permitieron. Sabemos, no obstante que el único logro de la revolución francesa (ahora sí con minúscula, perdida su importancia y su mentira) fue la pérdida de la monarquía para los franceses, que no para la monarquía en general. ¿Tanta algarabía para tan poquito? Nos preguntamos con todo derecho. Sí, tanta algarabía para tan poco. Porque solemos evaluar todo movimiento por el lugar al que hace llegar un cuerpo. Ese es su indicador por excelencia. Y «ese» fue su logro más importante. Nada que celebrar. Ningún motivo para cantar el Himno a la Alegría. Ninguna hermandad.
La revolución burguesa era el teatro. La escenificación de la guerra popular, la plebe conducida por Circe a atiborrarse de sangre soñando la igualdad esquiva, la que jamás conoció. Ese no era el fin de quienes patrocinaban y aupaban las causas populares. Una revolución de la misma importancia aconteció a los alemanes y también perdieron su derecho de sucesión al trono. Mientras para los franceses, con más fanfarria, el éxito de sus mentidas leyes y su estado de derecho, ocasionaban los aplausos populares e intelectuales. Para los alemanes su revolución fue un acto vergonzante, uno que cargan por ahora durante un siglo y que seguramente cargarán por los tiempos venideros. Estos fueron los humillados de la escena. Su pequeño tirano ridiculizado hasta el cansancio, con una voz chillona y un bunker que lo acogería por última morada, son el símbolo de la burla que ocasiona la palabra nacionalismo. No obstante la democracia, más aplaudida y noble, ocasione risitas burlonas entre pañuelos y abanicos a los más versados asistentes a la opereta.
Circe aproximaba las bacanales de licores y copiosas comidas al burdo pueblo, y este, ebrio de llenuras y promesas, ingresaba en la oscura noche de luna negra. El 21 de enero y el 16 de octubre de 1793 su orgiástica noche oscura bañaba la plaza pública con la sangre de cabezas cercenadas. Luis XVI y María Antonieta de Austria, habían sido sometidos al escarnio público. Su deuda era cobrada por unos enemigos del sistema protegido de mercado del trigo que impedía el ingreso de mercaderías piratas en la economía nacional francesa. Un poco más de un siglo después, el modelo cameralista, el exitoso modelo capitalista de los alemanes, pasaría por las armas ante los mismos enemigos de Luis XVI y María Antonieta de Austria. El nacionalismo y la democracia fueron declarados enemigos públicos y en
consecuencia castigados sus gobiernos con la pérdida del derecho de sucesión del trono. La monarquía no ha muerto y los modelos económicos no se han transformado a voluntad de las mayorías y sus revueltas populares. Estas mayorías en cambio han sido usadas con toda su sangre para tejer (como lo hace Circe) las condiciones económicas favorables a unos pocos. Podría hacerse el mismo examen minucioso a la pérdida de autoridad de los Zares y la abolición de la monarquía en Rusia, con la revolución socialista de 1917. Un tanto más diverso el análisis, aunque también contemporáneo con el de Alemania, cabría con la abolición de la monarquía en Italia, en donde los grandes beneficiarios fueron los fundadores del Estado del Vaticano, casi apenas centenario; el cual lograron en tiempos de Mussolini. Todo tan sórdido como una noche oscura, tan oculto como un maleficio circense (de Circe o de circo si se le antoja).
Como puede empezarse a sospechar, una revolución motivada por el líder absoluto de la iglesia o con el auspicio de los poderosos no será jamás una revolución popular. Y en ello hemos ya caído con múltiples repeticiones como si de una historia cíclica se tratara. Lo que no hemos dicho a través de los siglos de desarrollo de investigaciones históricas es que los hechos cuanto más memorizados más tienden a repetirse. Ya sabemos que memorizar no es aprender y mucho menos conocer, saber. La memorización atañe al adiestramiento. Esto lo sabe su mascota, y usted lo sabe con ella. Si todas las veces que usted quisiera que hiciera algo se lo dijera de diversas maneras, de seguro no le funcionaría ese lenguaje que con ella sostiene. De ese modo, mientras más adiestrados en la historia, más condenados a repetirla. Así es que se nos ha mentido. No es el pueblo que no conoce su historia el que está condenado a repetirla; es el que más adiestrado está en ella el que más la repite. Podríamos culpar a los malos historiadores, a los que gozan lustrando las botas de sus héroes de piedra de las plazas públicas. Podríamos juzgarles de pervertidos maestros y obligarles a tomar la cicuta por haber enrarecido la esperanza de futuro a la juventud.
Como podrá comprobarse, el mismo estilo revolucionario lo ha aplicado con toda amplitud la iglesia católica, promoviendo libres interpretaciones de la biblia [sic] e incluso apoyando reinterpretaciones protestantes para simular revoluciones. Una larga historia que puede hallarse rastreando preguntas al respecto, detrás de la manera como la iglesia romana enfrentó a los pobres de Cristo, valdenses, cátaros, pobres de Lion, Jan Hus y todos los que, en atención a su interpretación acuciosa de las escrituras, llegaron a encontrar a la iglesia católica, como institución corrupta, inmoral e ineficaz en la comunicación con Dios. Todo esto sin contar con las contradicciones de esta iglesia con la iglesia primitiva y el ejemplo de pobreza cristiano auténtico. Todos estos son antecedentes, vividos por más de un siglo, del proyecto protestante, en el cual se pusieron grandes capitales que de Italia iban emigrando a la Alemania del llamado período de Renacimiento. Los tiempos de la inquisición más aguda acontecen contemporáneos con los tiempos del préstamo de las escrituras a empresarios de la nueva religión (los Warburg, por ejemplo) para su traducción y nueva interpretación luterana. Al interior de la iglesia católica, inflexibilidad (prohibición de traducir los textos desde el latín, exigencia a las monjas cistercienses de leer las escrituras en latín, etc.), de seguro para conservar algún redil importante; y en su política económica hacia afuera, invertía y promovía una nueva religión cuya sede no iba a ser Roma, ni mucho menos Alemania, territorio experimental de los grandes capitales contemporáneos. Esa sede iba a ser el territorio donde se establecía la Compañía de las Indias Orientales. El muy amigo arzobispo de Canterbury hoy del papa católico demuestra las saludables relaciones amistosas que estas dos iglesias han conservado a lo largo de sus siglos de existencia. Invertir en revoluciones populares para acallar las verdaderas revoluciones del pueblo. Esa ha sido la táctica. Una Revolución protestante planificada que acallaba más de un siglo de secretas y visibles luchas de los pobres de Cristo.
Otro motivo se halla a la base de la emigración de los puritanos europeos, los cuales sufrirán la misma táctica. El puritanismo insumiso ante la autoridad romana exigía la libre interpretación de las escrituras. Una exigencia herética por la cual habían muerto las víctimas de la inquisición. Una empresa económica rentable era no pasarlos por las pailas ni las torturas de los inquisidores, sino hacerlos herederos de una tierra prometida, bien lejos del pueblo de Israel, allí donde llegarían con la promesa de ser elegidos entre todos los habitantes del territorio. Así llegaron a bordo del Mayflower a tierras estadounidenses, con su revolución a cuestas y toda su fortuna de menos habiendo comprado el derecho a habitar una nueva tierra. Eran el redil insumiso y encerrado en su propia mansión de piedra. Así establecieron su comunitarismo, su verdad a medida, sus espasmos avivados por la hechicera presencia de un espíritu. Llegaron a cazar brujas. Una revolución de mentiras para evitar una revolución real.
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El presente texto hace parte del libro «Luna Negra. ¿Una historia cíclica?» de Marta Lucía Fernández Espinosa, publicado por The Glocal Workshop / El Taller Glocal, 2022.
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* Marta Lucía Fernández Espinosa. Licenciada en Historia y Filosofía (universidad Autónoma Latinoamericana). Especialista en planeamiento educativo (universidad Católica de Manizales) con diplomados en Gestión administrativa, adaptaciones curriculares y desarrollo de habilidades organizacionales en diversas universidades antioqueñas). Autora del libro Pentimento. Sus investigaciones han sido trabajos de campo con comunidades a través de las cuales se generaron desde proyectos educativos intitucionales y manuales de convivencia, hasta la construcción de aulas por gestión comunitaria y la creación de la educación de adultos como estrategia para minimizar el impacto de la violencia en un sector deprimido de Itagüí (Antioquia). En 1989 el consejo de facultad de la Universidad Autónoma le otorgó una beca en reconocimiento a la importancia de su libro Pentimiento.