Cronopio Leído

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EL VIAJE

Por Memo Ánjel*

El hombre se llamaba Rubén Papo y tenía la piel marcada por muchas picaduras de mosquitos. En su pasaporte, un documento sucio y grasoso, repleto de sellos negros, rojos y azules, se leía que era turco. En la estación de policía del puerto revisaron con atención el documento. Uno de los agentes, de gran barriga y con cadenas de oro en el cuello, miró también al hombre de los pies a la cabeza y le calculó que no traía nada que valiera la pena. Con Rubén Papo habían llegado una mochila, unas botas barrosas, un sombrero de trapo y una cara de enfermo. Y ya estaba en el puerto, después de un viaje de no sabía ya cuántos días.

—¿Qué viene a hacer? —le preguntó un policía que sudaba detrás de una mesa. A su lado había una pequeña estatua de un buda que reía. Encima, un abanico sin moverse y por todos lados, un calor pegajoso en un ambiente verde y cobre con cucarachas pisadas en el piso. Detrás del hombre que preguntaba, se veía un mapa de Colombia con muchos puntos señalados en tinta roja y algunas cagadas de mosca y grillo. Una bombilla de luz blanca mostraba la oficina: cuatro sillas, una mesa, una foto de mujer con cara de cansancio, tres policías de cuero brillante, unos papeles pegados a la pared con un clavo y una caja de cerveza con las botellas vacías.

—Vengo a dormir. Necesito una cama limpia y un baño —respondió Rubén Papo. Luego tosió un par de veces, la segunda tosida con un ruido sordo. El policía de las cadenas en el cuello sonrió. Tenía dos dientes forrados en acero. Del exterior llegaba una música tropical. Sonaba muy duro.

—¿Trae dinero?, preguntó el policía que seguía con el pasaporte en la mano.

—Unos reales brasileros —murmuró Rubén Papo. La mochila en la espalda le daba un aspecto de camello viejo.

—No serán falsos —se rio el policía de la mesa y le entregó el pasaporte. —Ya es hora de cambiar esta porquería—. La música que venía de afuera aumentaba el calor. Ese calor macizo de antes del aguacero. Por esa selva llovía cada tanto, de improviso, y después de las aguas caídas del cielo se iban los barrancos al río, subía la inundación y el río se llenaba de culebras y gusanos.

Cuando Rubén Papo salió de la estación de policía, miró al rio. Anclados al muelle, vio dos barcos de quilla oxidada, la lancha a motor en la que había llegado y muchas canoas ya sin nadie. El cielo estaba entre azul y gris, la tormenta no tardaría en llegar. Volteó la cara y miró a la calle larga que se extendía delante de su nariz. Un par de indios pasaron por su lado con bultos a la espalda. Eran pequeños y de pies muy abiertos. Podrán nadar también como patos, supuso Rubén Papo. Él sabía que con esos pies abiertos, los indios subían como micos a las palmeras de chontaduro, manejaban las cuerdas con las que ataban sus bultos y sostenían el cordel cuando los peces que pescaban eran muy grandes. Unos pies que son manos, callosos y ágiles. Dejó que los indios lo adelantaran y luego comenzó a caminar. La música salía de los bares y las casas de putas. Vio hombres bebiendo cerveza y cachaza, mujeres acomodándose los senos y sacando la lengua, niños de estómago redondo, comerciantes con la cara entre las manos, una mujer vieja que dormía de pie contra una pared. Abundaban los avisos de colores, los jeeps sucios, los billares llenos de ruido, la gente armada y el calor. Rubén Papo miró con atención las fachadas: en alguna aparecería la palabra Hotel. Y una cuadra más allá, todavía entre el ruido de la música, la palabra apareció en letras marrones. Dos pisos, seis ventanas cerradas, una puerta con olor a pintura de aceite y un pasillo que daba a un patio con macetas. Entró.

—Necesito una habitación por dos días —le dijo Rubén Papo a una mujer que se miraba unas uñas pequeñas y rojas. La mujer levantó la cara: tenía unos puntos tatuados en la frente y la señal de que había sufrido de viruela.

—¿Será un cuarto? —preguntó la mujer y agregó: —¿Con ventana o sin ventana?, ¿con matamoscas o sin matamoscas? ¿De puerta roja o azul?

—Solo necesito un cuarto y un baño —respondió Rubén Papo, mirando las cuentas de colores que daban vueltas en el cuello de la mujer. También miró una guacamaya tallada en madera, la laminita de un santo con una veladora encendida en frente y un calendario de hacía dos años.

—El baño queda al final y el cuarto es el tres, con mirada al patio de atrás. No se demore mucho en el baño que a veces entran animales, —dijo la mujer y extendió un papel: —firme y me paga.

—¿Recibe reales brasileños? —preguntó Rubén Papo. Había comenzado a llover y bajó la temperatura. La mujer apagó el abanico que daba vueltas en medio de la habitación.

—Para que no haya corto, —le dijo. —Y sí, recibo reales pero no doy devueltas. —El hombre se encogió de hombros y le extendió dos billetes. La mujer los miró. —Ajados pero buenos, —sonrió. —Y voy a ser buenita, le encimo una comida y un desayuno. —El agua comenzó a correr por la calle. Unos pericos entraron volando y siguieron de largo. —Tienen el nido en el baño —dijo la mujer. Mostró unos dientes con manchas negras.

La tormenta no fue larga y el cuarto con vista al patio de atrás más parecía un hueco: una cama catre, un jarrón con agua, un mosquitero amarillo y un taburete que cojeaba. Sobre la cama una colcha de retazos, unos de un solo color y otros estampados. Rubén Papo se tiró encima y se quedó dormido con las botas puestas. No soñó nada.

* * *

El viaje de Rubén Papo había sido imprudente, largo y sin sentido. Por ese río habitado por cacharreros, barcos madereros, vacíos inmensos, remolinos, ciénagas y caños, plantas flotantes más grandes que un hombre, serpientes acuáticas, micos burlones, mantas raya que comían tierra, pastores protestantes alucinados y monjas con las mangas de los hábitos remangadas hasta el codo, a más de una multitud de borrachos con uniforme y sin él, no era ya conveniente viajar solo a tomar fotografías. Ya no era un río romántico, con indios de cara pintaba y plumas en la cabeza, sino una vía de comercio y contrabando, explotación desmedida y asuntos ilegales, que incluían esclavos y cangaceiros puñaleros. Allí, en una de las paradas del río, en uno de esos puertos sin muelles pero con cantinas, perdió la cámara en un juego de cartas al que lo obligaron a participar y del que lo sacó una india que, decían, leía sueños y hacía profecías. Y que en lugar de sacarle malos espíritus se lo llevó a la cama y lo hizo beber yagé. Rubén Papo se vio por dentro, voló, le pareció ver a su abuelo resucitado, se hundió en el abismo y al fin despertó en un mar de diarrea verde. La india, a su lado, lo miró con cara de jaguar.

—Tú, hombre blanco, yo india dueña de hombre blanco —le dijo la mujer y le pasó una pluma por la nariz. Y a él le importó poco lo que pasara. Se puso de pie, fue a lavarse y regresó donde la india.

—Mi poder es más grande que el tuyo, si quiero te convierto en un gusano. —La india le sonrió y comenzó a preparar caldo de pescado con fariña. Del fogón salió un humo picante. —Estoy aburrido —le dijo Rubén Papo, recibiendo el plato que la mujer le ponía enfrente. Comieron, mirándose por encima. El hombre se pegó en la frente con la mano. No pudo golpear al mosquito.

—Te dejaré ir, pero cuando quiera te voy a llamar y tendrás que venir —murmuró la india sorbiendo del plato con caldo. A Rubén le pareció que la mujer era una talla de madera parlante. Cuando terminó de comer, se anudó los cordones de las botas, revisó la mochila y miró a la india. No le dijo nada. Puso los brazos a la espalda y tiró de ellos. Traquearon.

—Que la Virgen te acompañe, —dijo Rubén Papo. Esa frase le gustaba mucho, se la había aprendido a unos paisas que negociaban con madera. Y no le sonaba mal en la boca. Hablaba un mal español, pero la frase le salía entera, fina.

—La cámara no te la devuelvo, el dinero sí —dijo la india —quiero tenerte conmigo. —Le entregó un rollo de billetes anudados con un caucho.

Rubén Papó tomó la mochila y salió. Contra el río había unas canoas con frutas y una lancha de motor con tres monjas acomodadas en la proa. Se acercó y pidió ir hasta Leticia. Las monjas le abrieron campo entre un montón de bultos. No preguntó que llevaban ahí, le responderían con palabras que él no entendería bien. Se encogió de hombros y se sentó, después de dar un billete que al asistente del piloto le pareció bien. Y durante cinco horas, Rubén Papo no hizo más que mirar el río mientras oía rezar a las monjas. Vio las sombras de los árboles, las estelas que dejaban otras lanchas, los micos que parecían seguirlos, algunos peces que flotaban y se hundían, pájaros que entraban en las aguas como una flecha y salían con un pescado en el pico. Y así pasó, hasta llegar a la aduana y encontrarse con los policías, dejar sellar el pasaporte y entender que no le preguntarán más. ¿Qué más le podría pasar a un hombre que había llegado con monjas sino decir que venía a dormir? El policía de los dientes de acero pudo imaginarse cosas. Allá él.

* * *

Cuando Rubén Papo se levantó y corrió el mosquitero, un perro ladraba en el patio, una mujer tendía ropa sobre un alambre y un grupo de guacamayas daba vueltas por el cielo completamente azul. Más allá se veía el río mientras desaparecía la niebla. Se quitó las botas y movió los dedos de los pies. Un sabor amargo le subió por la boca y tuvo ganas de orinar. En el baño había dos lagartijas del tamaño de una mano de niño, que desaparecieron por entre la taza del sanitario cuando entró. Y mientras orinaba pensó en la india que se había quedado con su cámara, en que el viaje había sido una confusión, en una mujer que lo esperaba en Villavicencio (eso le había jurado), en sus tierras de más allá del mar. Y en que estaba aburrido, muy aburrido. El viaje se le había venido encima, como un aguacero en el que cayeran también trozos de mango, así que si caminaba podía resbalarse. Nada le había salido bien y solo lucía picaduras de moscos. Rascándose, se aburrió más.

—¡Estoy muy aburrido!, —gritó. De una habitación cercana salió un hombre gordo poniéndose un sombrero blanco, sonriéndole a una mujer de senos grandes. Los pericos que habían entrado en la tormenta por la puerta, entraron ahora por comida. Por la ventana del cuarto, que daba a nada, le pareció ver también a los policías de la estación repartiéndose un dinero, a mucha gente que iba y venía por la calle saludándolo, a él que estaba alucinando. El sonido fuerte de una canción lo situó en la realidad, como si le hubieran dado una trompada. Se sacudió. Bajó a desayunar y la mujer que le sirvió el bocachico frito con yucas, que era la misma que lo había atendido al llegar, le insinuó al oído: yo también hago parte del desayuno. Sonreía y estaba pasada a perfume dulce.

__________

* Memo Ánjel (José Guillermo Ánjel R.), Ph.D. en Filosofía, Comunicador social—periodista, profesor de la Universidad Pontificia Bolivariana (Medellín—Colombia) y escritor. Libros traducidos al alemán: Das meschuggene Jahr, Das Fenster zum Meer, Geschichten vom Fenstersims. En la actualidad se está traduciendo Mindeles Liebe.

 

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