EN SUSPENSO
Por Paola Vicenzi*
Corre con dos dedos la ligera cortina y mira hacia la avenida. Detiene sus ojos empañados en el tránsito caótico de un jueves pasadas las siete de la tarde. Los peatones se apuran ante la inminencia de un chaparrón de verano. Lucio imagina gritos, insultos y bocinazos. Solo los imagina. Nada llega hasta el noveno piso, habitación 905: allí el silencio aturde. Suspira y se aparta de la ventana. Menea la cabeza, es un acto reflejo que niega. Niega. Y es que no, no es posible. Camina hacia la cama, toda la cautela del mundo en esos poquitos pasos, como si ese leve movimiento pudiese despertarla. Pero no. El médico le dijo que le dieron un sedante potente. Fue la única manera.
Se sienta en el butacón de cuero. Primero estira la espalda y luego se inclina, los codos sobre las rodillas. La observa. Observa su pecho, que sube y baja con ritmo regular. Su pecho. Sus pechos. Sus pechos que ya no.
Casi parece sonreír, los labios trazan una curva suave, una curva apenas. Vaya a saber qué sueños la dibujan, se dice Lucio. O sí, sabe bien qué sueños son. Y el saberlo le atenaza la garganta.
Unas horas, dijo el doctor. En unas horas se va a despertar. Va a abrir sus preciosos ojitos miel, los que hasta anoche eran chispas de plena felicidad. Y Lucio será el encargado de matar esa felicidad. Será el mensajero cruel, y el receptor inicial de su odio. Y sí, no está dispuesto a engañarse: será odio, quién puede otra cosa que no sea odiar cuando le toca escuchar, una vez más, aquellas palabras.
El odio se convertirá, de nuevo, en una mancha de aceite que se extenderá en múltiples direcciones. De Lucio a los médicos, de los médicos a la naturaleza, de la naturaleza a Dios, de Dios a todas y a cada una de las mujeres que sí lo han logrado.
La esperan tiempos de oscuridad. De palpar el hueco en la cuna, en el móvil con ositos de peluche, en la mecedora y en las pilas de impecables ropitas. La espera una tristeza devenida en amargura, que destilará en frases hirientes, que vestirá de egoísmo y escarnio. Dejame tranquila, no tengo ganas, no es lo mismo, vos no entendés.
Y él entiende, o cree entender. Porque no es lo mismo, no, aunque es muy parecido.
La esperan visitas no deseadas, la madre con sus fuentes de comida, las hermanas con sus invitaciones al cine, a caminar o a no importa qué. Y las amigas que ella prefiere que ni se acerquen, de qué se quejan las desgraciadas, con un crío o dos de la mano o colgándole de las caderas.
La esperan tiempos de puros no. Que no quiero, que no puedo, que no me interesa.
Lucio vuelve a sentarse recto y se rasca la barba de dos días. Dos días de rezar y blasfemar a partes iguales.
Ya ni reza ni blasfema. Solamente pide fuerzas, fuerzas por favor. Un ruego sin destinatario preciso.
Se acerca. Le quita un mechón de la frente. Le toca, con la suavidad que el miedo le dicta, la muñeca en la que lleva la vía. Tantas inyecciones, tantos esfuerzos, tantas ilusiones. Tanto poner el cuerpo y el alma, y al final para qué.
Se muerde el labio inferior, echa el torso hacia atrás y aprieta los párpados.
A él también lo esperan cosas. Las palmadas en el hombro y las frases de circunstancia de los compañeros de oficina, las preguntas indiscretas de la portera del edificio, los ojos lastimeros de las vecinas en el ascensor, las huidas mal camufladas de los que optan por evitarlo al no tener qué decir. Y no piensa culparlos, qué tendría él para decir en una situación semejante.
No siempre habrá una nueva chance, no siempre es válida la monserga esa de que el tiempo acomoda y lo vivido se termina transformando en un mal sueño, no siempre es cierto que todo va a estar bien.
Lucio detesta los intentos de consuelo. Los forzados y los genuinos. Ahora mismo haría una fogata con los libros de autoayuda, los pósteres con sentencias optimistas y los videos de relajación que les fueron regalando a lo largo de estos años. Una hoguera de consejos bienintencionados, buenas vibras, rosarios y estampitas.
Quisiera bajar a un bar cualquiera, acodarse en la barra y pedir un whisky, y otro, y otro más. Que el líquido febril le roa la garganta, que le robe la voz, para no ser capaz de pronunciar, otra vez, aquellas malditas palabras. Y así no ver cómo, en un instante, sus hermosos ojos miel se vacían. Cómo se escapa de su cuerpo. Cómo corre a refugiarse en su letargo hostil dejándolo solo, tan solo.
Durante su invierno, un invierno que quién sabe cuánto durará —si es que algún día cesa— ella bajará sus signos vitales, actividad y temperatura a la mínima expresión. Es un mecanismo de supervivencia, el único modo de lograr que el dolor no se la lleve. Se convertirá en un algo sin alma que rondará la casa.
Lucio prepara las espaldas para aguantar, los brazos para sostener, la paciencia para continuar. Lucio comprende.
Sin embargo, o quizá justo por eso, le urge estallar su puño contra un vidrio, sangrar, hacer que brote, que salga, que desborde. Romper. Morder. Gritar. Que reviente, que explote. Que no se haga nudo, que no se vuelva piedra.
Pero no habrá oportunidad. Tampoco esta vez la habrá. Ella acaba de abrir sus ojitos miel y de clavarle con ellos, en medio del alma, la pregunta fatal.
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* Paola Vicenzi nació en Buenos Aires en 1972. Es escritora y correctora de textos. Su camino literario comenzó con la publicación del libro En su propio vuelo, narraciones breves vinculadas a su experiencia como madre de trillizos. En 2017 obtuvo el Premio MGE de Editorial Random House por la autobiografía La otra vida de papá, y en 2018 fue reconocida con el Primer Premio de la Revista Literaria Guka por el microrrelato Monstruo. En 2019 publicó la novela Recién ahora, que aborda el tema de la infertilidad. En 2020, la serie de relatos Cuarentena en Buenos Aires y el libro de microficción Camino inverso. En 2021 su obra Equis Equilibrio fue galardonada con el XXVI Premio Vargas Llosa de Novela, otorgado por la Cátedra Vargas Llosa de la Universidad de Murcia.
Web: www.paovicenzi.com
Hermoso texto, me gusta que el narrador sea el marido y no la pobre mujer. Me gusta mucho el lenguaje coloquial que utiliza. ¡Aplausos!