ENTRE LA PLAZA Y LOS RECUERDOS. SOBRE LA NOVELA INÉDITA DESDE EL BANQUITO

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entre la plaza y los recuerdos

Por Alejandro Varderi*

El paso a la tarde plena se manifestó en los blancos dejados por quienes paulatinamente se habían ido retirando hacia sus casas o lugares donde comer, especialmente las terrazas, llenas una vez más para reiterar la continuidad de las costumbres, a pesar de las muy fuera de lo ordinario formas de movilizarse ahora entre los intersticios de lo ordinario. Que lo extraordinario fuera entonces la consistencia de las vecinas para reunirse en la plaza y compartir una parte de sus historias, interiorizadas desde las raíces, pues resulta ser la sola forma de transmitirlas sin llegar a adulterarlas.

Llúcia lo sabía y por eso cuando encontraba un oyente potencial, ya fuera entre sus familiares o como aquí con las vecinas, aprovechaba para explayarse rizando el rizo de las anécdotas acumuladas durante sus décadas de vida venezolana. Emocionada ella en tanto iba construyendo escenarios, personajes y sonidos cónsonos con un desarrollo cinematográfico que nunca fue suyo, pero quedó consignado en sus anotaciones guardadas entre las recetas pasteleras, pese a no considerarse escritora y mucho menos cineasta. Dos profesiones a las cuales estuvo llamada desde la vez cuando a los doce años, las monjas del colegio la llevaron a ver a Juana de Arco, en la producción dirigida por Victor Flemming, y se quedó hipnotizada frente a los primeros planos del rostro de Ingrid Bergman alzado hacia el firmamento en éxtasis místico. No que ella, lógicamente, hubiera pensado en emularla, pero quedó hibernando allí el placer por aquella misteriosa pantalla abriéndole un mundo muy distinto al de la mercería.

«Los domingos iba al Núria, el Fantasio o el Selecto donde ponían dos películas y podíamos beber alguna cosa en el intermedio. Mi madre me regañaba por gastar tanto en cine pero para mí era el escape a una semana de un trabajo repetitivo y sin ningún estímulo. Por suerte alguna amiga siempre me acompañaba pues no me hubiera gustado para nada ir sola, con todos aquellos hombres mirándola a una como si se la quisieran comer. Pero cuando empecé a ir con aquel pretendiente fugaz, ya dejé de prestarle atención a las películas porque en la oscuridad de la sala era uno de los pocos sitios donde podías hacer una mica d’arrambada; y allí íbamos las parejas o algunos sin pareja pero atentos a pescar a alguna chica si los dejaban. Aunque también había unas de cascos ligeros haciendo negocio en los lavabos de hombres, me decían. Yo nunca las encontré de frente o si lo hice, no me di cuenta pues siempre estaba como en babia. Debía ser por ser tan confiada y de buena fe, al punto de haberme enredado con aquel mozo y sin saber lo que me esperaba al desembarcar en puerto venezolano.

Allá todo parecía posible y se vivía con mucha libertad y tranquilidad entonces, muy a diferencia de aquí donde había mucho miedo por el control al cual nos veíamos sometidos todos. La llamada Liga Española contra la Pública Inmoralidad encompinchada con la policía, regulaba desde los cines hasta los bares de alterne, y aunque muchos encontraban formas de burlarla nunca era lo mismo. Personalmente no me afectaba tanto porque en casa no me dejaban salir de noche y tampoco me lo hubiera podido permitir, pero lo del cine sí pues las películas venían con cortes de la censura, y a veces eran tantos y tan seguidos que era difícil seguir el hilo. Pero con todo nos abrían los ojos a un mundo de fantasía, especialmente las americanas, con aquellas casas, aquellos vestidos, aquellos aparatos tan modernos nunca vistos por nosotros; y con unos comercios llenos de productos, y los mercados y tiendas a rebosar, mientras aquí nos faltaba de todo, y si lo había, pocos lo podían adquirir.

Existía mucha necesidad. Veías a la gente con cara de hambre arrastrando los pies por las calles extasiada ante los escaparates llenos de mercancías inalcanzables. Los ancianos se desmayaban en las aceras y los mendigos, que según me contaba la mare habían desaparecido durante la guerra, volvieron a aparecer y entraban a los locales a pedir o se quedaban de pie en las esquinas esperando. El pare comentaba cómo durante la guerra se pasaba hambre por falta de comida, pero después teníamos la comida frente a los ojos y no el dinero para poder comprarla, lo cual era aún peor. Aquellos con familiares o amigos del bando nacional no lo pasaban tan mal, creándose mucho resentimiento entre quienes no los tenían o consideraban una traición a la República aprovecharse de esos contactos. El resto dependíamos de lo poco a ganar con nuestro trabajo; pero poniendo todos aquellos pocos juntos íbamos llegando a fin de mes, aunque el abismo entre quienes tenían y quienes no, ya muy profundo antes de aquel cataclismo, se fue abriendo cada vez más».

Unos abismos distintos se iban expandiendo ahora en tanto más se extendía el virus y sus consecuencias, todavía imposibles de cuantificar pero dables de generar un efecto multiplicador en la cadena de dramas estallando constantemente por todos los rincones del planeta. Pero los pájaros seguían saltando entre las ramas de los tipuanes, los surtidores continuaban mostrando su altura para juntarse enseguida con el agua de la fuente, las parejas mantenían encendidas las chispas de sus confidencias mientras hablaban muy juntos en los banquitos, los columpios y subibajas persistían en la función de alzar a sus ocupantes hacia un cielo donde nada parecía presagiar algún peligro inminente. Era pues, una tarde más en la cotidianeidad de un barrio obrero de Barcelona, distante en origen y acciones de incontables barrios en otros puntos del globo, aunque cercano en su propósito de contener y guarecer a quienes habían hecho allí casa.

Las vecinas arribaron a tales predios por distintas vías y movidas por diversos motivos en el calendario de las buenas intenciones. Amèlia, la más veterana del lugar, se mudó a él poco antes del sonado asesinato del Primer Ministro franquista Luis Carrero Blanco, cuando debieron dejar el piso familiar en los alrededores del mercado de Santa Catarina, pues el edificio iba a ser derribado para dar paso a la ampliación de la Avinguda de Francesc Cambó. Llúcia, por su lado, llegó poco después de los Juegos Olímpicos que abrieron Barcelona al mundo y marcaron el principio del fin para la democracia venezolana, con el intento de golpe de Estado en febrero del mismo año. Montse se hizo presencia en aquellas calles tras los ataques terroristas sobre su ciudad, que destruyeron las torres del World Trade Center y acabaron con las esperanzas de paz y progreso puestas por los más optimistas en el nuevo milenio. Episodios violentos, en puntos geográficos conectados por una memoria común, proveniente de los recuerdos compartidos donde se mezclaban experiencias de infancia, extrañamientos geográficos y la desaparición de quienes las habían acompañado a ellas por aquella jornada, ahora cerrándose sobre sí misma, pero no sin antes permitirles conciliar y conciliarse con lo tenido y perdido una vez más.

«A veces cuando me siento en la cama de mi minúsculo cuartito, miro por la ventana también reducida, y me pregunto cómo acabé allí. Ciertamente mi falta de decisión tuvo mucha culpa, pues no me permitió actuar con rapidez; una vez mi hijo, pero sobre todo su mujer, empezaron a atosigarme con ofertas para vivir conmigo. ‘Amèlia, así estará más acompañada’, me reiteraba constantemente ella con la aquiescencia de mi hijo, quien no intervenía directamente en aquella estratagema pero la apoyaba tácitamente al no pronunciarse a mi favor. Probablemente pensaba en lo que se ahorrarían de alquiler, además de heredar adelantadamente el piso, cuando mi Eusebio me había prevenido más de una vez de sus intenciones. Pero así somos las madres y acabamos siempre cediendo a las exigencias de los hijos; especialmente si nos vemos ya al final del sendero del cual no se regresa. Y aunque a veces trato de hacerme a la idea de que todo se termina, no puedo dejar de entristecerme cuando veo la falta de solidaridad y egoísmo por donde se mire.

Pensar en cuando Eusebio empezó a trabajar en la Seat recién llegado del pueblo y yo con lo que iba ganando en el taller; pero logramos levantar una familia, darles una vejez digna als pares, criar a un hijo y comprar el piso donde después de tantos años he acabado por sentirme extranjera sin haber vivido nunca fuera de Barcelona. Pero el extrañamiento muchas veces no depende de otra cultura ni de otro país, como ocurre con Montse y Llúcia, no. Te puedes sentir extranjero en la ciudad donde naciste y más aún en tu propia casa, a pesar de los años gastados entre la cocina y el salón preparando, organizando, administrando y las tantas horas dándole a la aguja para poder brindarle a nuestro hijo lo que nosotros nunca soñamos en tener.

Aunque, hay que decirlo, después de tantos años desde la guerra y la dictadura España sigue a la zaga de Europa, al hablar de oportunidades para la juventud. No hace mucho leí un artículo donde nos ponían entre los cuatro peores del continente con relación a empleo y vivienda, lo cual influye mucho en el comportamiento de tantos muchachos sin perspectivas de futuro, amén del descontrol que esto les causa. No me extraña ver a tantos enganchados a la droga y a cosas peores aún, cuando escucho del aumento de la violencia, los asaltos y paro de contar pues me va a subir la tensión».

Amèlia sacó una botellita de agua de colonia del bolso y mojó una punta del pañuelo, pasándoselo seguidamente por las sienes con un gesto heredado de madres y abuelas, en tensión ante episodios probablemente más descarnados. Pero ello no minimizaba las angustias de quien siempre estuvo dispuesta a permanecer «al pie del cañón», como le reiteraba siempre su marido. Las condiciones de vida habían cambiado enormemente para ella sin embargo, agudizándose con los radicales cambios en el comportamiento y las acciones por efecto de una pandemia con miras a alargarse indefinidamente.

¿Saldrían Amèlia y sus compañeras de banquito sin daños irreparables, en vidas adelgazándose rápidamente con cada nueva jornada? ¿Acabarían siendo víctimas del deterioro provocado por un virus hasta hacía poco desconocido, pero ya cincelado en el imaginario de la gente y las estructuras del funcionamiento global, tal cual había sucedido con otros aún más mortíferos? Preguntas todavía sin respuesta pero constantes en su labor de descalabrar las existencias de estas mujeres, cual microcosmos de trances todavía peores, al hacerse con paisajes humanos mucho más amplios, y donde las estructuras dables de garantizar su bienestar eran inexistentes. De ahí los espasmos planetarios, producto de una disfuncionalidad global en aumento, cual causantes de hambrunas, autoritarismos y represión puestos a movilizar mareas humanas a niveles nunca vistos. Motivos más que sobrados para una reflexión imposible no obstante de lograr, cuando las urgencias del cotidiano existir sobrepasan las fuerzas de la gran mayoría, silenciosa pero llegando al punto de saturación con lo cual podría dejar de serlo para alzarse con la fuerza de las corrientes y arrasarlo todo.

El devenir de otras corrientes arrastrando la primera parte del día puso en alerta a las vecinas, no fueran a quedarse inmovilizadas en su lugar. Llúcia acopló la vista a las correrías de unos pequeños entre las elásticas formas de los tipuanes. Montse niveló los ojos al ascenso y descenso de quienes se columpiaban en el parque infantil. Amèlia dejó vagar la mirada por el trazado de la fuente y el estremecimiento del agua al contacto con los surtidores. Se abría así un espacio para la meditación, no muy consciente quizás, pues ninguna de las tres se había detenido mucho a modularlo, si bien lo ponían en práctica cuando cotidianamente salían de sus casas a demostrarse a sí mismas que seguían vivas.

La vitalidad del alrededor refutó cualquier intento de congelarlas en mitad del veraniego día otorgándoles más bien prestancia y ganas de continuar formando parte de aquel entorno ahora tan familiar, especialmente cuando su contenido las arropaba con la energía de generaciones más recientes, abriéndose lugar en una sociedad crecientemente decreciente. Y es que desde todos los puntos se han ido gestando funestos movimientos de redes turbias atrapando, exprimiendo, tergiversando, amenazando, dispersando lo cierto e instalando lo incierto y viciado, para abrirse, ellos también, un lugar desde donde corromper y controlar. Algo difícil de revertir dada la volubilidad y ansias de tantos por refrendar creencias infundadas y validar temores atávicos, muchas veces aprendidos en sitios donde reina la intolerancia y el miedo.

Las compañeras de banquito prosiguieron invocando sus recuerdos custodiadas por las temporizaciones del paisaje, donde cada elemento tenía una función propia en su intención de abrirse a los episodios allí inscritos, ya fuera un pequeño corriendo alborozado por el perímetro del parque infantil o un anciano bordeándolo, pero para alcanzar uno de los bancos todavía libres en el área donde habían quedado inscritas las vecinas.

«El pare nos inscribió a los tres en la Sociedad Española de Socorros Mutuos de La Nacional tan pronto llegamos a Nueva York porque ‘nunca se sabe’, como le gustaba repetir, llevado por su prudencia y los temores propios de quienes recalan por primera vez en tierra extraña. Mi madre se puso un poco nerviosa, pues a parte de ayudar a encontrar alojamiento a los inmigrantes recientes, socorría a las familias con los costos de las pompas fúnebres, y a ella eso le parecía como llamar al mal tiempo. Pero con todo pudimos emprender una carrera llena de beneficios y dádivas venidas de nuestro carácter emprendedor, lo cual siempre admiró mi marido. Con el tiempo las cosas fueron mejorando y muchos de los españoles, especialmente gallegos que habían llegado al acabarse la guerra, empezaron a abrir negocios y a participar plenamente de la vida neoyorkina. Aunque con todo, la suerte de formar parte de la Sociedad la descubrimos cuando el pare falleció repentinamente de un infarto, y mi madre y yo recibimos ayuda de esta institución; si bien mi marido corrió con la mayor parte de los gastos, tanto de los míos como de los suyos.

Pero siempre fui muy ahorradora, así que pude darles un adiós digno sin descalabrar la economía doméstica. Ya cuando estudiaba con las monjas iba después de clase a ayudar en la perfumería, que unos amigos de mi madre habían abierto en la misma calle catorce, y además de un pequeño sueldo siempre me daban alguna cosa cuando llegaban las fiestas. En las navidades era casi siempre uno de aquellos perfumes de Myrurgia como «Maderas de Oriente» o «Maja» que tanto le gustaban a la mare. Se los regalaba y eso la tenía contenta por varios meses. Y es que mi madre era una mujer de muy buen carácter y raramente se la veía de mal humor; tal vez porque había sufrido mucho durante la guerra, y le costó enormemente dejar a los suyos cuando se casó con mi padre y nos vinimos a América. Especialmente porque la mayoría de los conocidos embarcándose preferían quedarse en algún país donde se hablaba el mismo idioma y las costumbres eran más parecidas.

El pare sin embargo tenía los ojos puestos en el Norte; posiblemente porque le encantaba el cine y comparaba lo que veía en la pantalla con la situación de postguerra en Catalunya, envidiando el alto nivel de vida y la modernidad de las ciudades, sobre todo Nueva York. En su mente se imaginaba llegando en un trasatlántico y entrando por el puerto, asombrado por la visión de la Estatua de la Libertad, y desembarcando en Ellis Island, tal cual hicieron tantos inmigrantes, sobre todo europeos, durante casi un siglo. Claro, a nosotros no nos tocó pasar por allí, pues éramos exiliados de guerra, y mi padre había hecho amistad con algunos de los neoyorkinos que pelearon en la Brigada Lincoln, por lo cual fueron de mucha ayuda para facilitarnos el trámite de los documentos de residencia y poder instalarnos enseguida.

En ese entonces la ciudad era un hervidero de soldados y preparativos para la otra guerra que se avecinaba. Yo no lo recuerdo demasiado pues era muy niña, pero la mare me contó cómo las calles estaban tomadas por la fiebre de luchar contra horrores tan frescos aún para nosotros. Los amigos del pare decían que solo iban a tener tiempo de cambiarse de muda antes de volver al frente europeo, si bien debieron esperar hasta Pearl Harbor para entrar en aquella contienda. Dentro de nuestra comunidad La Nacional se convirtió en el centro del esfuerzo de los españoles contra nazis y fascistas; se hacían tómbolas, degustaciones y veladas musicales para recaudar fondos y armar a los jóvenes que al entrar el país en la guerra fueron llamados a filas. Yo por suerte no tenía hermanos, pero mis amigas con familiares en edad militar estaban muy angustiadas y con razón, pues muchos nunca regresaron y otros que lograron escapar a la mortandad no se recuperaron de los dramas vividos. La lástima es ver cómo a pesar de tantas muertes, el mundo ha seguido enzarzado en guerras sin visos de lograr una mayor comprensión entre los pueblos».

Montse aguzó el oído buscando comprender la conversación de unos adolescentes comparando pantallas cerca del banquito, pero no pudo entender nada. Un drama menos letal, el de la incomunicación, se cernía sobre ella y los de su quinta, cuando paradójicamente comunicarse había sido siempre el móvil —otro, claro está— de una generación cincelada por grandes cataclismos, arrinconados hoy pese al modo como parecían repetirse los incidentes y sucesos llevando a aquellas catástrofes.

«Me envía un mensaje por móvil la hija de aquella amiga perteneciente a la colonia ucraniana neoyorkina, sobre la crispación generalizada por el desplazamiento de brigadas y tanques rusos hasta la frontera. Ella vive en Kiev y no sabe si quedarse o volver a Nueva York, pues teme por la seguridad de sus dos hijas adolescentes “too opinionated for their own good, según me comenta. Pero esa es la incongruencia de los jóvenes de hoy; o viven completamente apartados de todo, con excepción de sus múltiples pantallas, o sacan fuerzas de flaqueza para manifestarse solidariamente contra las injusticias e intransigencias de quienes controlan el poder, al cual accedieron muchas veces de manera fraudulenta o creando situaciones conducentes a enfrentar a una ciudadanía amordazada, manipulada, y puesta entre la espada y la pared a la hora de decidir su futuro».

Muy propias le quedaron a Montse estas reflexiones, infortunadamente por nadie escuchadas, pero mostrando una vez más su madera de activista curtida en las protestas del Nueva York más contestatario del pasado siglo, cuando los espacios de disensión lograron alterar el orden de lo establecido y reconocer los derechos de los grupos menos favorecidos hasta entonces. Si bien en el siglo actual se han revertido muchos de esos logros y devuelto al punto de partida a quienes ya no cuentan con años por delante para reiniciar la lucha, pero esperan que las nuevas generaciones la retomen. Ahí se encontraban las vecinas del banquito, consciente o inconscientemente preparadas para pasarles la antorcha a los jóvenes, al ser ellos quienes más iban a perder si no se contenía el terror.

Pero en vista del movimiento juvenil en torno a la plaza, no parecía que de allí fuera a salir movimiento antiestablishment alguno. Sentados en los banquitos mirando hacia el infinito o la pantalla del móvil, enzarzados en explorar y explorarse apoyados de los tipuanes o las columnas que sostenían una estructura de madera cercana a la fuente los encontraba la tarde; probablemente porque se hallaban en época de vacaciones escolares y no habían tenido ganas ni iniciativa para buscar una ocupación, ya fuera por desidia, holgazanería o temor al virus. Sin embargo, de cada espacio en torno a las distintas estructuras iban generando un movimiento de cuerdas, distinto al de los instrumentos musicales pero igualmente efectivo para liberar energías, sueños o pesadillas, pensamientos conducentes a regenerar y revigorizar lo que podía estar estancado o acabado; si bien la falta de oportunidades en una sociedad cansada y sin visos de renovar estructuras anquilosadas, les hacía postergarse allí o en lugares similares, mientras veían cómo sus esperanzas se desintegraban de uno a otro lado de su particular espectro social. De entre todos, Amèlia se concentró en los infantes del parque pues encontró en ellos trazos del niño que su hijo una vez fue, pudiendo entonces sopesar con mayor precisión los cambios, adelantos o retrocesos de las nuevas camadas con miras a los años por venir.

«Aunque yo ya no esté aquí para apreciarlo, me preocupa el futuro de mi nieto y de los más pequeños jugando por aquí y por el parque. No estoy muy enterada de lo que ocurre más allá de mi pequeño universo, pero me hago a la idea de los graves problemas de hoy cuando veo a la gente pidiendo por la calle y a tantos muchachos sin oficio ni beneficio congregados por las esquinas del barrio. Nada bueno puede salir de eso. Y pensar en cuando yo tenía su edad y nos faltaban tantas cosas ahora consideradas imprescindibles, aunque trabajábamos enormemente por muy poco, muchas a veces en labores vistas por ellos ahora con desprecio; pero la vida de postguerra era muy dura y no podíamos darnos el lujo de escoger o permanecer de brazos cruzados a ver si nos daban algo. En verdad entonces casi nadie tenía patrimonio y eso nos obligaba a salir fuese como fuese a ver si nos hacíamos con un futuro. Al menos a mí el oficio de modista me permitió mantenernos a flote entonces, pues els pares estaban ya muy mayores y Josep y Ricard demasiado jóvenes aún.

En el taller, la propietaria nos llevaba muy rectas y nos exigía a veces ir sábados y domingos si había entregas urgentes, pero también nos hacía regalos y siempre nos trató muy bien. A mí nunca me importó hacer horas extras pues me encantaba estar en el taller rodeada de tules y organzas; envuelta en el sonido acompasado de las máquinas de coser, tan distinto a los ruidos que venían de la calle o se escuchaban en las noches de verano desde las ventanas de los pisos cercanos. Porque no era como ahora que nadie conoce a los vecinos y constantemente cambian los pisos de inquilino, entonces se vivía con la ayuda en la lengua, ya fuera por un poco de aceite para freír la tortilla a la francesa de la cena o algo de mercurocromo para desinfectar alguna rozadura de los hijos más traviesos, después de la charradeta y antes del regreso de los maridos.

De hecho durante la guerra, gracias a los vecinos, logramos sobrevivir, pues nos ayudábamos y compartíamos lo que tuviéramos aunque fuera poco, porque sabíamos de la importancia de mantenernos unidos. En casa por ejemplo, la abuela tenía mucha artritis y a veces mi madre sola no la podía levantar, pero del piso de arriba bajaba un mozo muy simpático, trabajador en el puerto descargando barcos, y la ayudaba ya que el pare llegaba siempre muy tarde del trabajo y a esas horas solo la mare seguía en pie para darle de cenar y acostarse».

En los árboles cercanos las ramas se recostaban en la luz mecidas por la brisa de la tarde, en una imagen de paz ahora tan buscada y negada a tantos y por tantos. Nada parecía alterar esa sensación de seguridad sin embargo, quizás porque el barrio de estas vecinas poseía, en su cualidad de zona de clase trabajadora, un amplio componente inmigrante y consecuentemente, un catálogo muy amplio de injusticias y exclusiones en muchos de quienes cruzaban solos o acompañados por la plaza en vía a destinos probablemente menos calmados y bucólicos. Por eso los minutos invertidos en hacerse presentes bajo la sombra de los tipuanes y el rocío generado por el agua de la fuente, eran de gran valor y constituían un breve respiro entre una obligación y otra, al tiempo que les permitía diluirse entre la gente alrededor en un crisol de lenguas, culturas y razas ampliándose con cada nueva ola.

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El presente texto es un adelanto de la novela en preparación «Desde el banquito», de Alejandro Varderi.

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*Alejandro Varderi es un narrador y ensayista venezolano. Sus novela incluyen: «Para repetir una mujer» (1987), «Amantes y reverentes» (1999-2009), «Viaje de vuelta» (2008) «Bajo fuego» (2013) y «El mundo después» (2017). Entre sus libros de ensayos figuran: «Severo Sarduy y Pedro Almodóvar: del barroco al kitsch» (1996), «Anatomía de una seducción: reescrituras de lo femenino» (1996, 2008), «A New York State of Mind» (2008), «Los vaivenes del lenguaje: literatura en movimiento» (2011), «De lo sublime a lo grotesco: kitsch y cultura popular en el mundo hispánico» (2015) y «La pasión de ver: imágenes de la literatura y las artes» (2018). Es profesor de Estudios Hispánicos en City University of New York.

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