Entrevista Cronopio

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“NARRAR ES DESCUBRIR DELFINES DE SÁNDALO”: CONVERSACIÓN CON ALEJANDRO JOSÉ LÓPEZ CÁCERES

Por María Fernanda Correa y Ramiro Padilla Quintero*

Alejandro José López Cáceres es un escritor vallecaucano, licenciado en Literatura, Especialista en Prácticas Audiovisuales, Magíster en Literaturas Colombiana y Latinoamericana de la Universidad del Valle. Ha sido finalista en varios concursos nacionales e internacionales, entre ellos, Art Nalon Letras 2003, en cuento corto (Asturias, España). En 1999 obtuvo el primer puesto de la Asociación Iberoamericana de Televisiones Regionales y Afines en reportaje (Valencia, España). En este mismo año publicó el libro de crónicas y reportajes Tierra Posible; en 2003, el libro de ensayos Entre la Pluma y la Pantalla: Reflexiones sobre Literatura, Cine y Periodismo; en 2005, el libro de cuentos Dalí Violeta; en 2007, las entrevistas y crónicas de Al pie de la Letra. Es autor de varios ensayos sobre literatura, cine y periodismo publicados en diversas revistas universitarias e integrante del taller literario Botella y Luna. Profesor Asociado de la Universidad del Valle, fue director de la Escuela de Estudios Literarios de la misma universidad y actualmente realiza estudios de Doctorado en Literatura y Medios audiovisuales en la Universidad Complutense de Madrid. Disfruten de esta conversación con el autor
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Pregunta: Al leer sus cuentos, los cuentos recogidos en «Dalí violeta», se encuentran algunos temas reiteradamente. Ahí aparecen asuntos que parecen obsesiones, asuntos como el deseo, la culpa, o la verdad como algo siempre relativo ¿Por qué precisamente esas cuestiones y no otras?

Respuesta: No creo que un escritor escoja sus temas. Uno puede, claro, redactar sobre cualquier tema; pero escribir es otra cosa, la literatura es otra cosa. Hay quienes buscan las tendencias del momento y hacen libros tratando de insertarse ahí, bajo las inclinaciones que dicta la moda. Y venden montones de libros, miles. La industria editorial impulsa este fenómeno y en gran medida vive de él. Sin embargo, el hecho de que el libro circule socialmente, como cualquier otra mercancía, no significa que la literatura también lo sea. Se trata de una cautivante paradoja: ese objeto llamado libro, que enhorabuena transita de una mano a otra, al modo de una golosina producida en serie, contiene, no obstante, algo absolutamente personal, íntimo, único. Esto, desde luego, en el presupuesto de que estemos ante un volumen literario.

En todo caso, no deja de ser curioso que uno de los expedientes indispensables para que un escrito devenga en literatura sea precisamente la capacidad del autor para abandonarse a sus obsesiones, a sus fantasmas. Tal vez podríamos aventurar una hipótesis: cuanto más deliberadamente se escojan los temas; es decir, cuanto más intervenga la razón en la selección de aquello que va a ser contado, menos probable será que el resultado llegue a ser una obra literaria.

P: ¿Y cuál sería el lugar del lector? Porque lo que acaba de decir podría sonar a que la literatura procede de un ejercicio narcisista. Pero sus relatos se dejan leer con facilidad y ya van teniendo muchos lectores, más que todo en la web.

R: No cabe duda de que haría falta incorporar aquí algunos matices. Por supuesto, cuando escribo me interesa interpelar a un «Tú»; es decir, al lector. Así que me concierne sensiblemente la comunicabilidad, la cual percibo como un valor literario positivo y deseable. Esto hace que intente desarrollar estrategias atractivas al lector, que me proponga usar un lenguaje familiar; en fin, que trate de provocar su interés. Con todo, no estoy queriendo decir que asuma la escritura como una claudicación. Porque sucede que —como contrapartida a esta interpelación del «Tú»— procuro mantenerme atento a la marea de mis propias pasiones; en otras palabras, no me interesa renunciar a los estímulos más íntimos que me llevan a escribir. En esta necesaria tensión se inscriben mis procesos creativos. Quizás no sea del todo descabellado afirmar que la escritura literaria se teje en una interminable dialéctica entre aquellas exigencias que provienen del «Yo» y del «Tú». Cuando un autor se aliena de sí mismo, sus creaciones transitan hacia la incomprensibilidad; cuando declina ante los requerimientos ajenos, sus obras dejan de ser literatura para convertirse en mero divertimento. El escritor anda siempre sobre una cuerda floja.

P: O sea que nunca piensa en el tema cuando va a escribir un cuento.

R: Lo que pasa es que la toma de consciencia sobre los temas sucede en un momento posterior a la escritura narrativa, al menos ese es mi caso. Vos te topás con algún destello que te atrapa —un personaje, una imagen, una anécdota—, así que empezás a reburujar ahí, como si fueras un mago metiendo la mano en un sombrero ajeno; entonces, en lugar de conejos aparecen delfines de sándalo. Y cuando estás completamente seguro de haber agarrado una copa de vino, sacás la mano y surge un reloj de arena contando los minutos que te quedan de vida. Narrar es descubrir. Si lo relatado vale la pena, el autor es el primer sorprendido.

P: ¿Como quién dice que un escritor es al mismo tiempo el mago y su público? Eso querría decir que no hay truco sino magia en estado puro.

R.: No, el público es el lector y a él se debe el mago; aunque no de manera obediente o simple. Lo que vendría a desvirtuar las posibilidades artísticas de una obra no es el hecho de tomar en cuenta al lector sino la renuncia del creador al escrutinio de su interioridad. Porque una escritura sin alma jamás llagará a ser literaria. Y en cuanto a la magia, uno quisiera decir que en el arte no hay trucos; pero eso no es del todo cierto. Preferiría afirmar que están presentes las dos cosas. Hay trucos en la medida en que un autor se hace con el repertorio expresivo que la tradición literaria le aporta; luego, claro, va tomando los dispositivos verbales que mejor se avienen a sus requerimientos y va bebiendo de ese torrente extraordinario hasta configurar aquello que suele llamarse «una voz propia».

Con esto lo que quiero implicar es que en literatura no todo es «originalidad», como tanto se nos repite, sino que hay mucho de técnica; mejor dicho, de artesanía. Pero también está lo otro: la magia. Alguna vez le escuché a la novelista española Rosa Montero esta expresión que me pareció muy afortunada: «Escribo para averiguar lo que no sé… que sé». Sí, el arte de narrar cobra sentido en la medida en que sea un viaje hacia lo desconocido, lo cual implica tomar riesgos; sin embargo, sólo de esta manera podrá resultar una experiencia reveladora tanto para el lector como para el autor. Y es precisamente esa revelación lo que constituye el trasfondo mágico de la escritura.

P: Usted ha usado las palabras «técnica» y «artesanía». A propósito de ellas, hoy en día se venden muchos manuales de escritura y están en auge los talleres literarios. ¿Qué opina usted sobre estas cosas, le parecen útiles?

R: La literatura es el reino de la excepción, así que algo puede funcionar muy bien para una persona y ser un fiasco para otra. La utilidad de un manual o de un taller literario depende de muchos factores. Pero lo que sí me parece desaconsejable son esas indicaciones categóricas que suelen abundar en los circuitos dedicados a escritores principiantes. Déjenme ponerles un ejemplo. Cuando el maestro García Márquez publicó «Crónica de una muerte anunciada», a comienzos de los años 80, dijo que había tratado de evitar los adverbios terminados en «mente» porque le resultaban desagradables, poco sonoros, desangelados. Bueno, pues de inmediato aparecieron batallones de alfiles literarios dispuestos a aplastar esos vocablos indeseables y antiestéticos; incluso, si hacía falta, aplastarían también a todo aquel que los utilizara, por insensible y desconsiderado.

Pasé una parte de mi adolescencia convencido de esta verdad que se repetía en distintos círculos y tertulias; hasta que, a mediados de aquella década, descubrí a León de Greiff. Justamente ahí, en esos poemas extraordinarios, estaban las palabrejas aquellas. ¡Y de qué manera! Asimismo, por el estilo, hay un montón de «máximas», de recomendaciones absolutamente inconsistentes y absurdas sobre el arte de escribir. Como esta, que es famosísima: «El adjetivo cuando no da vida, mata». O esta otra: «La novela sólo tiene sentido cuando se escribe en primera persona». O una más: «La novela que cuenta historias ha muerto». En fin, el catálogo sería interminable porque, además, cobija todos los géneros literarios. Por eso preferiría decir que un manual y un taller son útiles si defienden la libertad creativa y estimulan la curiosidad.

P: En relación con este tema —la libertad del escritor—, ¿no le parece que vivimos una época bastante abierta? En otros tiempos, la cuestión del compromiso político, por ejemplo, pesaba excesivamente sobre los autores. Pero hoy en día muchos ni siquiera se piensan este tipo de cosas.

R: Cada momento tiene sus particularidades. Ahora las restricciones a la libertad creativa provienen mayoritariamente de otros ámbitos. Fíjense en lo que sucede con el asunto editorial, donde la sobreoferta y la feroz competencia comercial que ésta genera han terminado imponiendo la cultura del «Best-Seller». Y de los muchos efectos que esto tiene, quizá el más indeseable es cierta estandarización progresiva del gusto lector porque empobrece el horizonte espiritual de todos, incluido el de los escritores. Me explico: cuanto más se aleje una obra de los parámetros que dicta ese gusto homogeneizado, más difícil será que las editoriales de mayor renombre y circulación lleguen a publicarla. Con lo cual se completa un círculo vicioso que contribuye a restringir la libertad en la escritura. Pero, bueno, también es normal que toda generación literaria se debata con su época. Así como en los años 70 el gran dilema se establecía entre literatura y compromiso político, el de hoy lo hace entre literatura y mercado editorial.

P: Dicho así, el panorama no parece muy prometedor; en especial porque se trata de un problema que dificultaría la divulgación de las obras más renovadoras. Aunque también es cierto que hoy existen muchos circuitos alternativos, ¿no cree?

R: Por supuesto: los seres humanos tenemos una capacidad extraordinaria para desarrollar vacunas contra los virus que nos vamos encontrando o que engendramos —sabemos que tanto la sobreoferta cultural como la tiranía del mercado editorial son productos de nuestro tiempo. Pero la verdad es que, si pensamos en la publicación propiamente dicha, nunca antes había sido tan fácil hacerla; sin contar, además, con las posibilidades extraordinarias que la Internet ha abierto. Por tanto, no me parece que el problema central de hoy sea la divulgación, sino más bien la legitimación de los nuevos referentes literarios y culturales.

Y aquí el panorama sí que se muestra cenagoso. Porque visibilizar una obra o un autor, en medio de todo lo que hay, requiere un gran tinglado de aparatos extra-literarios. Notemos que este fenómeno presenta manifestaciones muy evidentes, como la tremenda incidencia que ahora tiene el entorno dedicado al marketing del libro, con prescindencia de la calidad literaria que puedan tener las obras. Aunque, insisto, no se trata de rasgarse las vestiduras con esto. Prefiero pensar que estamos ante una expresión de nuestra época, la cual le plantea ciertos retos al escritor, para quien, en definitiva, la literatura ha de ser siempre lo fundamental.

P: Antes de que concluyamos, háblenos un poco de su trabajo narrativo, de cómo escribe sus cuentos. ¿Tiene algún tipo de rutina o de requerimiento particular?

R: Lo que puedo decirles es que escribo con muchísima dificultad porque tengo un temperamento obsesivo, casi hasta un grado enfermizo. De manera que, como decimos en Colombia, «no me rinde». Avanzo en la página a pasos de escarabajo aunque mi mente vaya a saltos de gacela. Y esto, me temo, tiene una razón: me gusta más corregir que escribir. Disfruto puliendo cada frase, pero me angustia tener que anotar la siguiente. Como quien dice que la literatura es, al mismo tiempo, mi felicidad y mi drama. Respecto a la rutina, en este momento de mi vida estoy dedicado a los libros de tiempo completo; o sea que leo y escribo durante todo el día. Ya en lo que toca a los requerimientos, tengo muy pocos: un computador, tiempo, silencio y una buena taza de café.

P: Y las historias… ¿De dónde suele sacar sus historias?

R: No tengo mucha claridad en relación con esto. A veces me cuentan una anécdota que me resulta interesante o esta me sucede directamente. También puede pasar que conozco a alguien que me llama la atención y lo intuyo como un embrión de personaje. O leo algo que me sugiere asociaciones eventuales. Quizá el misterio y la fascinación del trabajo creativo estén ligados a los motivos por los cuales nos seduce tal anécdota, o personaje, o idea. Habiendo tantos otros posibles. La suma de lo que somos, de lo que hemos vivido, nos predispone hacia determinados intereses; en muchas ocasiones, incluso, contra nuestra propia voluntad.

A los gigantes de la literatura les ha ocurrido lo mismo que a nosotros los pigmeos. Miren el caso de Flaubert: detestaba la estulticia y, no obstante, esta aparece una y otra vez a lo largo de su maravillosa obra. A Flannery O’Connor le espantaba la falta de compasión y vean las anécdotas que narra en sus relatos extraordinarios. Y a Julio Ramón Ribeyro le inquietaba la marginalidad y sus cuentos irrepetibles contienen un gran mosaico de perdedores. En fin, seguramente la mayor empresa que puede acometer todo narrador es la de vérselas a fondo con sus propios fantasmas; mejor dicho, en últimas, la de permitir que sus historias lo escojan.

P: ¿Qué está escribiendo ahora?

R: Estoy cerrando una colección de ensayos sobre literatura latinoamericana contemporánea.

P: ¿Y de narrativa?

R: Hace poco terminé una novela que se llama «La suerte del picabuey».

P: ¿Cuándo piensa publicar estos dos libros?

R: El año entrante, espero.

P: Pues estaremos muy pendientes…

R: Muchas gracias.
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* María Fernanda Correa (Cali, 1974) y Ramiro Padilla Quintero (Cali, 1980) son estudiantes de último semestre de Licenciatura en Literatura, en la Universidad del Valle (Colombia). Actualmente están realizando su monografía de grado sobre la cuentística de López Cáceres. Esta entrevista hace parte de dicho trabajo crítico.

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