Entrevista Cronopio

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LA ACTUALIDAD ENFRENTADA AL PASADO: IMMANUEL WALLERSTEIN

Por Alfredo Gómez–Müller y Gabriel Rockhill**

Gabriel Rockhill: Usted es principalmente conocido como el autor de la obra Modern World System, lo que lo convierte en uno de los fundadores del análisis del mundo–sistema. Ahora bien, en tanto que historiador, usted no se ha contentado únicamente con inclinarse sobre el pasado. Usted es igualmente «historiador» del presente y, podría decirse, del futuro, lo que le confiere a su trabajo al menos dos singularidades: la multidisciplinariedad o la unidisciplinariedad que desborda los marcos tradicionales de la disciplina histórica, de una parte, y el hecho que las apuestas de la historia son para usted, igualmente, apuestas del presente, de otro. ¿Cómo ve usted, pues, la relación entre el trabajo del historiador y el tiempo presente? ¿Hay lugar para hablar de un compromiso del historiador, tal y como Sartre hablaba de un compromiso del prosista?

Immanuel Wallerstein: No renuncio a las etiquetas: en el nivel institucional, no soy historiador. Tengo un doctorado en Sociología y siempre he enseñado la sociología. Pero como estoy contra todas esas divisiones, llevo también el título de historiador así como el de politólogo, de filósofo, de economista o de antropólogo. Llevo diversamente todas esas designaciones, y no me molesta en absoluto. Es por esta razón que rechazo la distinción comúnmente operada entre el trabajo que se hace sobre el pasado y aquel que se hace sobre el presente, de la misma manera que me opongo a la similar distinción referida a los trabajos que se hacen sobre el futuro. De cierta manera, toda persona que escribe sobre las realidades sociales escribe esencialmente sobre el presente: el autor que escribe sobre esas realidades tiene por tarea la interpretación de aquello que ha ocurrido en el pasado, así como la anticipación de aquello que va a producirse en el futuro, refiriéndose, en los dos casos, al presente. Nos encontramos ante un saber que progresa continuamente, en la medida en que el presente evoluciona en sí mismo, es decir, que el presente de hoy es el pasado de mañana. El presente no existe sino durante un nano–segundo.

En mi historia personal, comencé escribiendo sobre la actualidad. Mis primeros escritos trataban sobre lo que acontecía en la cotidianidad del África. Comencé, pues, como africanista. Escribía sobre lo que pasaba en África durante el final de los años coloniales, hasta los primeros años de la independencia. Siempre he tenido la tendencia de situarme en un contexto de larga duración —expresión que me era completamente extraña por la época.

En mi primer libro, cuya traducción francesa es intitulada ‘L´Afrique et l´indépendance’, ediciones Presencia africana, el primer capítulo trata de la historia del África a través de dos mil, hasta tres mil años, y, en el resto de la obra, me intereso en la actualidad propiamente dicha. Me parece evidente que no se puede escapar de aquello que se llama comúnmente la flecha del tiempo. Ella está ahí, insertada en todo lo que hacemos. Y, para un intelectual comprometido, que tiene fama de interpretar la situación política, histórica y social actual, es importante tratar sobre la dirección que vamos a tomar. Es por esta razón que, desde hace ya unos veinte o treinta años, trabajo sobre tres dominios específicos que, a pesar de sus diferencias, se encuentran ligados.

El primero consiste en describir el desarrollo histórico que denomino el mundo–sistema moderno. Se trata de la economía–mundo capitalista que comenzó en el siglo XVI y que existe todavía: es el sistema en el cual vivimos. Tengo una serie de escritos que tratan sobre el tema, aunque trabajé siempre sobre el presente. Escribo mucho sobre lo que sucede en el mundo contemporáneo, lo cual representa otra serie de escritos que no son sin embargo completamente diferentes de la serie anterior, pues yo sitúo siempre mis análisis en el contexto del sistema–mundo moderno. Mis escritos que tratan sobre la actualidad me conducen, la mayor parte del tiempo, a una especie de anticipación del futuro, de aquello que está a punto de producirse: es el segundo momento.

Por otro lado, he observado que, en el desarrollo de mis trabajos, puedo encontrarme confrontado con muchas objeciones de tipo metodológico, y sobre todo epistemológico. En consecuencia, me intereso, en el tercer dominio, por esos diversos temas y he constatado por otro lado que uno de los pilares del sistema–mundo moderno está constituido precisamente por las estructuras del saber. Estudio en consecuencia el trayecto histórico de esas estructuras, lo cual me ha permitido descubrir que el sistema de saber del mundo moderno es completamente diferente de los sistemas antiguos, en aquello que el sistema actual es productor de lógica. En fin, desde hace una decena o una quincena de años, he redactado toda una serie de escritos que tratan menos de cuestiones económicas que de cuestiones epistemológicas. He ahí, en síntesis, mi trayectoria.

GR. Usted se ha mostrado muy crítico en relación con lo que llamaría la multidisciplinariedad ecléctica, que consiste en tomar las disciplinas existentes en el siglo XIX para hacer una especie de popurrí teórico en el cual se combina, sin ton ni son, una pizca de historia, algunas gotas de sociología, una puntica de antropología, y así sucesivamente. Opuesto a esta gestión, usted propone regresar a la emergencia histórica de las disciplinas a fin de entender su relación con un sistema de saber y sus límites epistemológicos. ¿Cómo describiría usted la unidisciplinariedad resultante?

IW. Toda la cuestión debe asumirse en el contexto del desarrollo, en el mundo moderno, del concepto de «dos culturas», tal como se denomina en el presente. El famoso divorcio en el siglo XVIII entre la filosofía y la ciencia no estaba inscrito como algo inevitable: proviene principalmente de las necesidades del sistema–mundo moderno, que introduce una ruptura con la unicidad de los modos de conocimiento y de los modos de saber histórico. Al respecto cito el caso de Emmanuel Kant: considerado por todos como un gran filósofo, enseñaba en la universidad de Königsberg a finales del siglo XVIII, en donde daba cursos que calificamos hoy de filosofía, poesía, relaciones internacionales, geografía, etc. Él consideraba que todo aquello seguía en el orden de las cosas y que no se trataba de una práctica extraordinaria o excepcional. Sucede lo mismo con Aristóteles, otro gran filósofo, que escribía sobre ciencia, lógica, política, etc. —categorías que él se oponía a aislar.

Estas separaciones aparecen hacia finales del siglo XVIII y principios del XIX. Se asiste entonces a una reorganización de los departamentos en el seno de la universidades renacientes del siglo XIX: cada departamento es, en adelante, espacio de reflexión de una disciplina, y las disciplinas se suponen ser diferentes unas de otras. El concepto mismo de «disciplina» es un concepto separatista, en cuanto define un campo de trabajo específico sobre el cual hay que especializarse, y que determina de manera precisa la posibilidad de enseñar o escribir en unos dominios muy precisos. He trazado —aquello que ya ha sido hecho por un buen número de autores— la evolución de los nombres de las disciplinas, es decir el hecho que hay disciplinas que llevan nombres bien específicos, tales como «francés», «sociología» o «química». Es al final de esta evolución que son creadas estructuras organizacionales específicas.

Una disciplina es esencialmente tres cosas. Es ante todo una reivindicación intelectual aplicada sobre un área de trabajo legítimo, diferente de los otros y definido de una manera específica. Podría preguntarse, y yo lo he hecho en el marco de las ciencias sociales, sobre el por qué de tal división. Ella pertenece a la lógica del pensamiento del siglo XIX, que admitía, por completo, que una disciplina se distingue radicalmente de otra: la economía no es historia, y menos aún la antropología y la ciencia política; esas cuatro disciplinas se distinguen las unas de las otras. En segundo lugar, después de este argumento puramente intelectual, existe la estructura organizacional: se otorgan ahora diplomas que pertenecen a departamentos específicos y conducen a quienes los detentan a la especialización. De la misma manera, aparecen revistas y asociaciones especializadas en ciertas disciplinas.

Ello crea una atmósfera de encerramiento, en la medida en que cada cual pertenece a una disciplina y debe por consiguiente permanecer en el seno de esta disciplina. Uno está encerrado en su disciplina y especialización, y se siente penalizado.

Es difícil para un joven profesor de geografía hacer publicar un artículo en una revista de psicoanálisis y viceversa, en la medida en que este acto no es necesariamente bien visto. Luego, al lado de este aspecto organizacional, existe también un aspecto cultural, a propósito del cual podemos citar un ejemplo sorprendente: si se le pregunta a un sociólogo: «¿Quiénes son los tres grandes sociólogos?» —hasta la Segunda Guerra Mundial, podemos mencionar a Durkheim, Weber y Marx—, son raros los especialistas de esta disciplina que hayan leído a esos tres autores. Marx no se consideraba sociólogo y mucho menos Weber, que se reconoció a lo largo de toda su vida como economista e historiador, y que no se llamó sociólogo sino hasta el final de su vida.

Nos encontramos hoy en una cultura en la que el hecho de leer ciertos libros remite a un cierto género de personas. Desde la Segunda Guerra Mundial, la lógica intelectual que estructuraba la ciencia social hasta ese momento, se ha hundido por un buen número de razones, mientras que la estructura organizacional se ha reforzado bastante. En el presente, hay gran cantidad de revistas. Existe un desfase entre las estructuras organizacionales y la lógica intelectual, que hace pensar en la necesidad de llenar esta dificultad siendo multidisciplinario, interdisciplinario o pluridisciplinario. Este tema ha sido la fuente de numerosos debates, desde los años cincuenta. Cuando se plantea, por ejemplo, discutir del mundo del trabajo, hay que hacer intervenir la multidisciplinariedad, lo que significa que habrá que llamar a un buen número de intelectuales: un sociólogo del trabajo, un historiador del movimiento obrero, un economista, etc. Cada uno aportará su contribución dando su punto de vista sobre la cuestión: eso es, hoy en día, ser multidisciplinario.

Yo no estoy de acuerdo con esta práctica, que no constituye una solución; considero que no ha sido pensada con bastante rigor. Ello permite sobre todo reforzar la lógica intelectual establecida, en vez de superarla: constituye, pues, una pista falsa. En mi sistema de pensamiento, insisto principalmente en aquello que denomino «un pensamiento de las ciencias sociales», que consiste en reconstruir desde el principio una estructura uni–disciplinaria. Por supuesto, se que tengo frente a mí, en el plano político, las estructuras organizacionales, y soy consciente de la dificultad de tal proyecto.

Alfredo Gómez–Müller: ¿Tiene esa lógica de separación epistemológica algo que ver con la lógica del capitalismo?

IW: ¡Sí, absolutamente! En el siglo XIX, había tres líneas posibles de división entre los saberes. En primer lugar, la división del pasado y del presente, de la que hablamos al comienzo de esta entrevista: es posible hablar del uno o del otro, pero, en cambio, no es posible hablar de manera simultánea del uno y del otro. Es una división muy simple: la historia, es el pasado, incluso es un pasado bien lejano. El historiador se sumerge en el pasado, por lo que se suponía que no podía escribir sobre los cincuenta o sesenta últimos años. Mientras que aquellos que escriben sobre el presente, son los economistas, los politólogos o sociólogos.

Se trata aquí de la primera división, completamente occidental, en la medida en que en el siglo XIX, las instituciones importantes y los pensadores importantes, provenían, en un 95%, de cinco países: Francia, Inglaterra, Estados Unidos, Alemania e Italia. Los otros representaban una ínfima minoría. La mayor parte de dichos autores escribían acerca de su propio país; había un número limitado que osaba escribir sobre un país diferente al suyo.

La segunda cuestión es la siguiente: ¿Por qué tres disciplinas para el presente y una para el pasado? Eso proviene absoluta y directamente de los principios del liberalismo, pues este último insiste en el hecho de que la modernidad se define por la diferenciación social entre esos tres dominios: el mercado, el Estado y la sociedad civil. Para los liberales, se trata a la vez de una realidad y de un deber: ellos piensan que hay que mantener separados estos dominios, o, de lo contrario, no se es moderno. Así, si uno se detiene en el caso del presente, quienes estudian el mercado son los economistas, quienes estudian el Estado son los politólogos y quienes estudian la sociedad civil son los sociólogos.

Esta separación proviene de la lógica del siglo XIX, que es también la gran época del colonialismo: se organizan expediciones al África y al Asia. Se encontraron nuevos pueblos, y surgió la curiosidad de saber un poco más sobre ellos. Ahora bien, muchos de esos pueblos fueron analizados y descritos como primitivos, nada civilizados. En ese momento, se inventó entonces una disciplina: la antropología. Ella creó métodos especiales que permitían conocer esos nuevos pueblos, y se constata, finalmente, que una buena parte del mundo no se asemeja al mundo occidental. En el siglo XIX, se inventó otro mundo, constituido por las otras civilizaciones que eran la China, la India, Rusia, Persia, el Mundo Árabe o Musulmán es decir, poblaciones que no eran objeto del estudio de la antropología y menos aún de la etnología, en la medida en que no podían ser estudiadas como grupos no civilizados.

Así pues, se creó otra disciplina: el orientalismo. Los orientalistas debían aprender las lenguas, muy difíciles, de esos pueblos; tenían una diversidad de documentos para estudiar —la mayoría eran documentos religiosos, pero no de manera exclusiva—. Debían entender la totalidad de una civilización. ¿Por qué? En mi opinión, es porque esas civilizaciones no eran modernas. Era preciso explicar por qué esas civilizaciones son civilizadas sin ser modernas: no son modernas porque están, de una u otra manera, congeladas. He ahí cómo se formaron tales disciplinas. No entraría en el debate que consiste en interrogarse acerca de la objetividad de todas las cuestiones importantes de esa época, pero, desde un punto de vista organizacional, todas esas separaciones que se han creado podían ser justificadas desde el punto de vista del siglo XIX.

Después de la Segunda Guerra Mundial, y los movimientos de liberación nacional en África y en Asia, todo lo anterior ha probado ser inútil. Para los Estados Unidos, o para los países occidentales en general, ya no era útil tener nociones acerca de la etnología de los Baoulés, por ejemplo; lo más importante para ellos era saber por qué se dieron movimientos de liberación nacional en ciertos países. Se buscó entender lo que ellos representaban: ¿Qué era lo que querían? ¿Cuáles eran sus reivindicaciones? Se puede evocar como ejemplo el caso de la China, donde existió un partido comunista que llegó al poder: esto hizo desaparecer inmediatamente la distinción entre el Occidente y el resto del mundo —cuatro disciplinas para el Occidente y dos para el resto—, porque finalmente se hizo intervenir a los historiadores, a los economistas y a los otros especialistas en el estudio del resto del mundo.

AGM: Se ve bien, aquí, el vínculo entre la ideología liberal y esta lógica de la diferenciación. ¿Cuáles serían los vínculos entre el capitalismo como sistema económico y esa diferenciación a nivel epistemológico?

IW: El capitalismo, como sistema económico, necesitaba de una legitimación general y es allí donde la Revolución Francesa jugó un papel importante, al legitimar el concepto de soberanía del pueblo así como la idea de la normalidad del cambio político, lo cual es algo totalmente peligroso.

Se requería hallar los medios para limitar el impacto de esos nuevos temas culturales. Me parece que, en ese momento, el liberalismo se ha construido con la idea de que el mundo cambia absolutamente de manera progresiva, lo cual parece completamente normal, pero también con una inquietud en relación con la soberanía del pueblo. Es importante entender las razones por las cuales el mundo cambia: ¿Cómo y por qué el mundo cambia? Esta cuestión debe ponerse en manos de expertos, porque son sabios y más aptos para manipular razonablemente la cuestión del cambio.

Observamos aquí la finalidad política de la lógica de la diferenciación, que demuestra ser muy útil al capitalismo: ella justifica a la vez el ascenso del liberalismo como ideología y también el de la ciencia social como reflexión desde el punto de vista liberal. La ciencia social siempre ha intentado, de una manera u otra, mezclar el estudio de la realidad, más o menos actual, con el reformismo: se puede constatarlo a través del desarrollo, muy útil, de las disciplinas.

Después de la Segunda Guerra Mundial, estamos de nuevo ante este tipo de situación. Frente a la expresión y a la revuelta del tercer mundo, nos interrogamos sobre las maneras de amansar esta rebelión. Habría que conocer sus reivindicaciones, y en consecuencia, encontrar el medio de hacerlos ingresar razonablemente en el sistema. Esta nueva situación necesita de nuevos instrumentos: así, la teoría de las «áreas culturales» aparece como un medio de adherir a la idea según la cual Occidente es superior, al postular que las otras regiones del mundo conocen también las mismas premisas universales de desarrollo.

Esta es una manera de ponerse de acuerdo sobre el hecho de que todo el mundo recorre el mismo camino de la misma manera, pero no a la misma velocidad: algunos están, por ejemplo, en la fase cuatro del desarrollo, y otros en la fase dos; es muy útil, pues, enseñar a los que se encuentran en la fase dos cómo hacer para pasar de la fase dos a la fase cuatro: para aquellos que están en la fase dos, es una manera de imitar a quienes se encuentran en la fase cuatro. Por otra parte, se plantean nuevas cuestiones, en la medida en que el mundo continúa evolucionando políticamente: por ejemplo, el ascenso de aquello que se podría llamar los «pueblos olvidados»: las mujeres, las minorías, etc. En un momento dado, esos pueblos han insistido en entrar a la academia, sobre todo a partir de 1968: desde entonces, han revindicado estudios feministas, estudios judíos, etc.

Esta es una manera de crear y de ensanchar las estructuras organizacionales en el seno de la universidad. Entre 1750 y 1900 aproximadamente, se constata una especie de reducción de nominativos en la universidad: de doscientos nombres de estructuras de organización, se ha pasado a seis o siete, lo que representa una reducción considerable. Desde 1945, y sobre todo 1970, hay una explosión de nombres en la universidad.

Lea la segunda parte de esta entrevista en la novena edición (última semana de abril) de www.revistacronopio.com
[youtube]https://www.youtube.com/watch?v=wBMnDLQr7-M[/youtube]

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* Entrevista cedida por César Hurtado de La Carreta Editores, que hace parte del texto «La teoría crítica en Norteamérica: política, ética y actualidad».

** IMMANUEL WALLERSTEIN es sociólogo y científico social histórico estadounidense. Principal teórico del análisis de sistema–mundo. Es presidente de la Comisión Gulbenkian para la restauración de las ciencias sociales, encargada de una reflexión sobre el presente y el posible futuro de las ciencias sociales. ALFREDO GÓMEZ-MÜLLER es docente de la Universidad de Tours. GABRIEL ROCKHILL es docente de la Universidad de Villanova en Filadelfia.

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