Escritor del Mes Cronopio

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Margaritas

MARGARITAS PARA UN DESCONOCIDO

Por Patricia Nieto*

En el pabellón de caridad las arañas tensan sus hilos de seda y solo gorjea un pajarito. Las lagartijas atrapan crías de mosquito y las hormigas pasan como si fueran segundos. Escucho el canto bajo de mi corazón y siento la tibieza del aire que respiro. En este inframundo la vida hierve en la araña que engulle su propio telar; en el pájaro que celebra el silencio perturbador; en el zancudo que escapa a la lengua de la lagartija; en la hormiga que rompe filas; en la atracción que sobre mi ejerce Milagros: una sucesión de letras negras y redondas escritas en el limbo inferior del paredón, a donde nadie llegaría a depositar un beso.

Milagros me saca de la conciencia de mi propio cuerpo vivo. Al acercarme a ese nombre sin apellidos, dejo de percibir la sangre que palpita en mis sienes, la saliva seca en mis labios y el olor de mi piel cuando sudo. Frente a la lápida amarilla, donde florece una rosa de plástico, asisto a una historia suspendida en el clímax de la intriga. Como no se conoce comienzo ni desenlace, el libreto está hecho solo de preguntas: ¿Quién yace en la primera bóveda de este albergue de los olvidados. De cuál linaje se desgranó sin dejar huella. Cómo se llama el que allí se deshace mientras pasa el tiempo. Cuáles palabras susurró o —quizá— gritó mientras le quitaban la vida. Quién lo busca. Por dónde vagan los que lo lloran. Cómo llegó a este puerto de cuerpos sin nombre?

‘Es un muerto del agua’, dice alguien al pasar. Levanto la mirada y veo a un hombre alejarse. Con las manos atrás, tendidas sobre la cadera, sostiene un ramo de flores blancas. Lo veo ir hacia el fondo del pabellón expuesto a la luz del medio día. Con el puño apretado golpea tres veces una lápida de cemento. Lo escucho persignarse y luego hablar en tono confidente. No reza. Cuenta una historia mientras trata de encajar los tallos en los imperfectos del revoque. Acentúa los dramas del relato con gestos de boca y manos. La excitación cede y entra en el silencio. Se sienta en el suelo, desgonzado. La muralla de muertos le sostiene la espalda, cierra los ojos y respira hondo.

El hombre que descansa no me ve. O no le importa que lo contemple tendido ante su obra fúnebre. Margaritas para un escogido podría llamarse el cuadro que observo. Las flores bordean los cuatro lados de la lápida pintada de celeste. Dos letras apenas dominan el plano y significan que allí descansa un desconocido. A los pies del hombre anónimo, mecido en su muerte por aguas del río Magdalena, un sufriente descarga su dolor, su miedo y su esperanza.

‘Hay que tenerlo siempre en la mente y traerlo a la boca en todo momento’, instruye una mujer a su hijita dispuesta a entrar en comunicación con los muertos. La niña, sentada con las piernas cruzadas como su madre, trata de ver a través de las rendijas a aquel que deberá invocar en cada acto de su vida. Tomadas de la mano se disponen a orar por las almas benditas después de quitar la suciedad de una lápida abandonada. La madre apoya los codos en las rodillas y con las manos sostiene un folleto deshojado. Lee oraciones viejas y la niña acosa a un sapito que entra y sale de la oscuridad de la bóveda. Hay angustia en el rostro de la madre cuando se dispone a hablar en intimidad. La niña se aleja saltando y trepa a las tumbas engalanadas de los que sí tienen nombre.

Desde los cactus que custodian una suntuosa tumba en tierra sale la niña cuando la madre la apura. Le entrega un delgado tizón negro que sirve de lápiz. La hijita, en cuclillas, ensaya letras. Después de observar lo escrito y repasar los trazos, la madre sube la niña a la canastilla de una bicicleta y la empuja hasta salir a la vía polvorienta por donde llegan todos los cortejos. Sobre el fondo blanco leo una palabra que, revestida ya de oraciones, sella el vínculo de estas mujeres con el anónimo que ocupa un nicho casi a ras de piso. Han escrito ‘escogido’ para anunciar su decisión de entrar en comunión con el espíritu de ese alguien del que no se ha dado noticia de su muerte.

‘Para qué ponerle un nombre si es un ene ene’, pregunta una dama negra que se desplaza con autoridad por el pabellón. Habla sola, como respondiéndose preguntas del pasado. No hay vacilación en sus actos. Camina con los brazos un tanto separados del cuerpo como cuidándose. Toma una escalera con una mano mientras que con la otra sostiene flores y follaje. Trepa hasta el último peldaño y allí, arriba, se aplaca su ánimo. Apoya la frente contra el muro y llora sin agitarse. Las lágrimas caen suavemente por los pómulos. No hay angustia ni desesperanza. Parece un llanto sosegado como el que viene cuando los malos tiempos han pasado.

Con el pulgar izquierdo, abrazado por una argolla que semeja una enredadera, la mujer repasa los signos con los que distingue a su amigo sin nombre conocido: N.N. 1999. Descarga el punto final y se dispone a pegar flores sobre la lápida tinturada con el color de la berenjena. Recobra la fortaleza y en un monólogo prolongado repasa los sucesos de la semana porque es lunes de difuntos, día de arrepentimientos y de promesas. Al descender asegura que volverá porque su gratitud no tiene fecha de vencimiento.

Desde el pequeño jardín de los cactus, vecino de la parcela que fue el muladar, el pabellón de caridad del cementerio de Puerto Berrío semeja un caleidoscopio. Cuadrados iridiscentes se reproducen ante mis ojos por el efecto de la luz de las dos de la tarde. Amarillos, ocres, magentas, índigos, púrpuras danzan sobre la superficie rústica de la sección destinada hace cuarenta años para los más pobres de una tierra bañada en agua, sembrada de bosques, iluminada por el oro, repleta de petróleo.

A lado de los desheredados han encontrado lecho los cuerpos inflados, perforados, picoteados que el río deja en playas oscuras desde 1948 más o menos. Los pescadores se cansaron de verlos deshacerse en jirones a la orilla del río. Hoy son colección y propiedad temporal de un pueblo católico que no solo los invoca a cada minuto. Los rescata, les quita el lodo con tapones de esparto [1], los nombra, los sepulta y adorna sus tumbas como queriendo señalar que la muerte hace vibrar la vida. Se les somete.

No hay lunes sin misa de difuntos, sin oración por los sin nombre. Escucho a la multitud implorar a Dios por todos los que han muerto en su misericordia. Repaso la tumba de Milagros: plana, tersa. Pienso en escogerla. Será frío el vínculo con los muertos. ¿Con cuál lenguaje se les hablará. Por qué tatuar mi mente con la presencia severa de un ene ene. Podré sobrevivir a la certeza de jamás conocer el origen de ese que no me habla. Seré capaz de conversar con el ánima de un desconocido. Soportaré la familiaridad con el más allá. Tendrá calma mi ser después de imaginar de mil maneras su minuto final. A quién amaré cuando lo invoque. Podré compartir el espacio con los espíritus. Para qué ingresar en el mundo de los muertos de la guerra arrullados por el agua?

Desisto.

NO HAY PEPES EN EL RÍO

A media noche, la brisa es propicia para la faena. En el lance de la familia López algunos remiendan redes y otros se hacen al agua. La embarcación es una canoa estrecha y alargada, labrada en el vientre de una ceiba. Los pasajeros se acomodan uno detrás del otro. Ninguno lleva chaleco o flotador. Camisetas raídas y pantalones cortos son la única indumentaria. No hay joyas adornando los cuellos, anillos rodeando dedos, o relojes para ver como minutero y segundero se alinean a las doce. Lámparas aseguradas con elásticos a las cabezas de los pescadores son su única dotación. Los pies se hunden en el fondo mohoso de madera expuesta a la intemperie. El capitán, sin más distintivo que su voz de lobo viejo, ordena navegar.

Las bombillas que dan luz sobre el puente que une a Berrío con Olaya me ayudan a ver las orillas del gran río por el que nos internamos ahora. El agua del Magdalena es insabora y tibia aunque ahora el viento trae una lluvia fría que aporrea mi cara. Saúl Polo, el capitán de 65 años, ha escogido el centro de los quinientos metros que son su línea de pesca para detenerse. Ciro Bedoya, 24 años en el río, tira la cuerda de la que pende un peso de plomo para anclar. Wilder Sierra, que aprendió primero a nadar que a caminar, mantiene la posición remando a veces. Y César, de 12 años, se lanza al agua para estirar la red y asegurar sus extremos con cubos pesados para que no la arrastre la corriente.

Tres siluetas delgadas de pie en la canoa y un niño flotando a la espera de que caiga la presa, es lo que veo. Lo demás son aguas oscuras que se iluminan con los rayos de una tormenta lejana. No se escuchan los truenos. Saúl, Ciro, Wilder y César no necesitan verse ni hablar para entenderse. Vigilan el agua. Atentos al cambio de la corriente, al aleteo, al revolcón en la profundidad. Giran las cabezas hacia el punto de la novedad y los farolitos dejan ver las huellas de alguna caza en el agua. Sin noticia regresan a sus pensamientos remotos, a su silencio imperturbable de hombres del río y de la noche.

‘El agua seda’, recuerdo a una isleña diciéndolo frente al mar. Apacigua, serena, calma debería concluir al ver a los tres pescadores y al niño buzo esperando, atentos, el ajetreo de un pez al tratar de liberarse de la red. Comienza abril y hace una semana debieron colgar las redes para no interrumpir el ciclo natural del apareamiento. Me han contado que los peces bajan desde Honda rumbo a las ciénagas que forma el Magdalena antes de encontrarse con el mar. Las hembras, en la flor del río, descubren su aparato reproductor y los machos con apenas un roce fecundan los huevos, explican los pescadores. En invierno, como ahora, las aguas turbias protegen las larvas. Las arrastran hacia tierras anegadas donde quedan a salvo mientras crecen y se aventuran por la corriente del río más largo de Colombia. Entonces será tiempo de subienda y Saúl recordará la feliz jornada de 1957 cuando pescó 300 arrobas de bagre con apenas un chinchorro. Pero hoy es víspera de veda y no quedan casi presas en el río.

La lluvia arrecia. El viento mece la canoa y el silencio de la madrugada se impone. Agacho la cabeza para no ver la corpulencia del río que sacude la embarcación. Una voz casi extinguida anuncia que hay pesca. Abro los ojos cuando ya César ha vuelto de la profundidad para anunciar que se trata de un pez grande. Lo ha visto pese a la oscuridad aguas abajo. Los hombres maniobran un extremo de la red. El niño vuelve al agua. Me explican que va a conducir el animal hasta nosotros. Al sumergirse no deja ni una estela. Parece un animalito de agua. No hay aspavientos. Solo miradas fijas en la corriente. Wilder dirige su lámpara a la superficie, ubica a César y lo guía con un rayo tenue. A la voz de tres, los hombres levantan el manto de la red vuelto un nudo. Lo descargan en el fondo de la embarcación. Ciro desenvuelve las cuerdas, y dice que le gusta asegurar la pesca.

A mis pies un ser del río abre y cierra la boca. Lo examinan con la luz de las tres lámparas y confirman lo que el tamaño predecía. ‘Es una bagre’, dice Wilder. Saúl me da las gracias por traerles la suerte encarnada en los 28 kilos de una hembra formidable. Ciro procede a inmovilizarla para que la canoa no zozobre con su lucha de pez fuera del agua. El niño vuelve a su trabajo de vigilante anfibio y los otros dos a atisbar desde popa y proa. Ciro acaricia la piel fría y cerosa del animal. Me confiesa que no le gusta ir a bordo, sino permanecer en el agua entendiéndose con los bocachicos que saltan como atletas y brillan como monedas de plata.

‘La pesca no siempre es buena’, dice Ciro buscando mis ojos. Todavía era un niño cuando el río dejó de parecerle el paraíso. Sintió que la red se templó y con solo mirar a su padre supo que debía sumergirse, nadar hasta el punto de tensión, valorar la presa y subir para dar aviso. Lo visto no le pareció conocido. Se acercó, lo palpó y supo que no era piel de animal de río. Con solo tocarlo, las carnes se deshacían. Lo rodeó a nado y lo exploró. Era el cuerpo de un hombre boca arriba, desnudo, con la cabellera revuelta y los dedos descarnados. Solo en la superficie, cuando recuperó el aliento, se dio cuenta de que lloraba como el niño que era. Se echó a flotar y lloriqueó mirando el cielo, de espaldas al agua que lo arrastraba. Después de un suspiro hondo, retornó al seno del río con la pena de haber perdido la inocencia. Liberó el cuerpo de la red y dejó que la corriente se lo llevara.

En Puerto Berrío está prohibido pescar los muertos del agua; que alguien les de sepultura, que alguien, incluso, les llore. [2] Ciro lo sabe desde la primera noche que se hizo al río y ensayó a orientarse en la oscuridad hace más de 24 años. Sus tíos escucharon la orden por boca del abuelo hace 40 años. Y al viejo se lo advirtieron hace 63, cuando el río se convirtió en el cementerio de los asesinados en caseríos chiquitos como Aipé, Purificación, Suárez, Flandes, Nariño, Alvarado, Beltrán; y en pueblos grandes tipo Neiva, Natagaima, Espinal, Girardot, Puerto Salgar, La Dorada, Puerto Triunfo, Puerto Boyacá, Puerto Berrío.

Desde hace veinte años los hombres apostados en las orillas del Magdalena repiten la historia de José Rodolfo Acosta como si fuera una parábola. La escuché esta mañana en un café vecino de la iglesia y ahora presto oído a cómo la relata Ciro. Le contaron que Acosta salió con un amigo a pescar un domingo en la mañana. Al momento de tirar el plomo, en una revuelta del río cerca a Puerto Triunfo, Acosta sumergió el remo y en lugar de arena sintió un lecho blando, como de algodón. Al mover la pala, cuerpos humanos recién asesinados salieron a flote. Dicen que las extremidades desmembradas todavía sangraban. Los pescadores fueron testigos del horror que espanta, enmudece, paraliza. Un día después cuando recobró la voz, Acosta denunció lo visto. Veinticuatro horas más tarde, el 25 de septiembre de 1991, lo mataron con la carga de un fusil.

La voz seca de Saúl, llama a Ciro. El capitán, al controlar a un bagre macho, ha decidido recoger la red, levantar el plomo y volver a la orilla. Lo hacen con parsimonia y sin bajar la guardia para no alterar el ritmo solapado de las aguas que bajan. Los remos no salpican ni chocan. Se deslizan y empujan la canoa sin apuros. En tierra, sobre una empalizada descargan las presas. A la hembra no le dan tiempo de sacudirse. Dos hombres la sostienen mientras que otro le descarga un martillazo en la cabeza. Al macho, simplemente le quiebran la mandíbula.

Paso sobre los cuerpos. Veo el hilito de sangre que cae al río. Me dirijo a la ramada donde Harold López enreda pitas y se protege de la lluvia. Descubre el pasmo en la severidad del cierre de mis labios. Pregunta si me gustó el viaje. No aparta la mirada de sus puntadas en la red. Pienso en la canoa arrullada por el río, en los rayos reflejados en el agua, en la serenidad del capitán, en el silencio, en la brisa, en la lluvia. De pronto le pregunto si ha encontrado muertos en el río. Me responde con la mirada directa de sus ojos aguamarina.

Harold vuelve a su tejido y me cuenta que en Puerto Olaya, un pueblo que no era más que tres calles, una tienda y un billar, el amor se aprendía a la sombra de los árboles, en los pesebres, en las playas que forma el río. Entonces, a una playita de arenas blancas y suaves, que solo aparece en verano, se fue con su noviecita niña. Jugaban a tirar piedras al río y a seguirlas hasta donde los ojos fueran capaces de verlas cuando el agua les trajo, casi a los pies, un saco de cabuya. Él, muchachito valiente, capaz de dominar peces grandes y de atrapar pequeños, hurgó el paquete con una vara. La bolsa se deshizo como si estuviera tejida con hilos de bejucos verdes. A la vista quedaron los zapatos de colegial del niño que viajaba adentro. ‘Ayúdelo a embarcar’, le dijo la novia del mismo modo que hablaba su padre cuando le advertía cómo sortear lo inevitable: el encuentro con un muerto del agua. De nuevo la corriente hizo su trabajo.
(Continua página 2 – link más abajo)

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