‘Al río le agradezco el alimento de toda la vida’, exclama Saúl para romper el silencio que se suma a la oscuridad de este caserío sin energía eléctrica. Sus palabras devuelven el tiempo más de medio siglo cuando los niños nacían sabiendo pescar con redes fabricadas por los abuelos. Entonces vendían la arroba de bagre a cinco pesos. No usaban dinamita, ni redes de fibras importadas, ni tóxicos que matan huevos y crías. Él fue uno de los niños que entró a las aguas del Magdalena con apenas horas de nacido y por eso no recuerda su primera inmersión, ni el tamaño de su primera red, ni su primera jornada de pesca.
Harold sí repite la lección. ‘Lo primero que aprendí fue a hacer caso’ porque el río tiene su lenguaje para comunicar el cambio de los vientos, de los remolinos, de los bajos. Eso se descubre mirando el movimiento de las aguas, el vuelo de los gallinazos, la danza de las nubes, el canto de los árboles, las indicaciones de los mayores, las experiencias propias. Una noche se fue a pescar vestido apenas con un jean que le llegaba a las rodillas. Se tiró a las aguas y sintió que su cuerpo se oponía a la corriente cuando el botón del pantalón se engarzó en una rama. Pasó un minuto antes de que pudiera desnudarse para salvar su vida. Otro día, quedó enganchado a un hilo de la atarraya por una argolla de latón que llevaba en el dedo del corazón. Después de forcejear con pita, argolla y dedo logró llegar a la orilla con la mano bañada en sangre, sin argolla y con el dedo desgarrado ya de carnes. También sabe Harold cómo duelen los oídos cuando baja al fondo del río y se entretiene asegurando la red o mirando cosas extrañas del mundo subacuático. De allá regresa con la nariz y las orejas convertidas en ríos de sangre.
‘¿Dolor?… el que deja la picadura de una raya’, dice Saúl. Cuenta que siempre chuza el cuerpo cinco, seis, siete veces con una rapidez que no parece propia de un animal de cuerpo plano, circular, dotado con una cola robusta, pesada. Chuza y se va por donde vino mientras que el pescador herido debe salir del agua porque el dolor se le hace insoportable. Harold y Saúl recuerdan sus propias heridas, se buscan cicatrices en las piernas, en los glúteos, en la espalda. Y traen a la boca a otros animales del río: el barbudo, afrodisíaco y delicioso al paladar; el mata–caimán lleno de puyas y armado con un alicate; el bagre–sapo tan desagradable que no se ve bien en ningún plato pese a que dicen, quienes se han atrevido a probarlo, que no sabe mal; la yumbila que se desplaza con su largo cuerpo como si fuera una culebra; el chango salvado de las redes porque no es apetecido en los mercados; la tota, apodada la manicurista, experta en rebanar las cutículas y los padrastros de manos y pies de pescadores y bañistas; los fenómenos sin ojos o sin aletas o casi transparentes; y los pepes, enormes, arrastrados por el río con un tiro de gracia en la frente.
Una vez palpados o vistos, los pepes no se olvidan. Si van entre las aguas y se quedan en la red es porque les han cambiado vísceras por piedras para que viajen a ras del fondo y nadie sepa que van por ahí. Si flotan, aunque sea en pedazos, es porque llevan un mensaje que anticipa el horror que sobrevendrá a quienes no obedezcan las órdenes de los amos de la guerra. Una vez, les digo, vi un cadáver flotar coronado por un gallinazo con las alas extendidas como si fuera una bandera. ‘Hace un mes bajó uno’, dice Harold. ‘Antier pasaron tres’, actualiza Saúl, y agradece que esta noche de tormenta no hubo pepes en el río.
NOTAS
[1] Así bañaron a Esteban en «El ahogado más hermoso del mundo».
[2] La prohibición de sepultar a Polinices en Antígona.
Patricia Nieto. Cortesía de Última vocal. Pulse par aver:
[youtube]https://www.youtube.com/watch?v=Bg06TOQWAf4[/youtube]
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* Patricia Nieto es comunicadora Social Periodista y Magíster en Ciencia Política de la Universidad de Antioquia, Colombia. Estudiante del Doctorado en Comunicación de la Universidad Nacional de La Plata. Profesora de la carrera de Periodismo de la Universidad de Antioquia en el área de narrativa periodística. El último proyecto dirigido por ella dio como resultado los libros «Jamás olvidaré tu nombre» y «El Cielo no me abandona», escritos por víctimas del conflicto armado colombiano.
Estas dos crónicas hacen parte de su libro «Los Escogidos», publicado por Sílaba Editores (Medellín, Colombia).