LA TRIBU DE CAMELOT, LOS PÁJAROS ENLOQUECIDOS
Por Gemma Lienas*
Marcos estaba plasta, plasta, plasta.
—¿Los compraremos, Rosa? Anda, di que sí, por favor. Rosa, sin dejar de accionar su silla de ruedas, puso los ojos en blanco. Y, aunque es muy paciente, resopló ruidosamente. —Marcos, si me lo vuelves a decir, te vas a quedar sin cromos. —Venga, Rosa, no seas así… —No soy de ninguna manera. Te lo repito: cuando lleguemos, compraremos un sobre de cromos de La guerra de las galaxias si no has hecho el tonto…
—No estoy haciendo el tonto. Rosa le dirigió una mirada de aviso y yo le pegué un codazo, a ver si se enteraba de una vez. —… y dejas de dar la vara con eso de comprarlos. ¿Entendido? Marcos dijo que sí con la cabeza y, luego, disimuladamente, me dio una patada. —Va por el codazo, Carlota —explicó por lo bajini. Le saqué la lengua. Parecía imbécil, mi hermano; encima de que trato de ayudarlo… Fuimos andando, desde el colegio hasta llegar a nuestra calle, bastante silenciosamente, lo cual fue una hazaña increíble tratándose de Marcos. Debía de estar medio loco por conseguir esos cromos. En cuanto estuvimos a unos pasos del quiosco de Mordret, Marcos miró a Rosa con cara de perrito hambriento. Y nuestra cangura sonrió: —Muy bien. Te has portado genial, así que aquí tienes dinero para comprarlos. Marcos dio un brinco y soltó un alarido de alegría, mientras el reloj de la plaza tocaba la media.
Y, en ese mismo instante, yo solté otro alarido, no precisamente de alegría, sino de terror. —¡Nos atacan! —gritó en seguida el microbio, que había visto lo mismo que yo. Rosa, que tenía la silla de ruedas mirando hacia el quiosco de Mordret, no había podido observar lo que se estaba preparando a su espalda, así que se dio la vuelta con expresión de «estoy harta de vuestras payasadas». Y, entonces, la cara se le contrajo en una mueca de horror. —Pero… pero… ¿qué es esto? —dijo apretando los puños sobre las ruedas de la silla. Una bandada nutridísima de pájaros volaba rápidamente en dirección a nosotros.
—Esto parece la película Los pájaros de Hitchcock —dijo Rosa, con la cara pálida. —¡Sálvese quien pueda! —gritó Marcos, corriendo a resguardarse tras la silla de Rosa. Yo lo imité. Reconozco que no fue una acción demasiado heroica, pero estaba muerta de miedo.
Nuestra cangura se replegó sobre ella misma, poniendo la cabeza sobre su regazo y tapándose con los brazos. Y, en ese instante, una bandada de palomas, capitaneadas por tres gaviotas feroces y seguidas por cinco loros verdes y unos cuantos gorriones, con los picos por delante y las alas extendidas, pasaron en vuelo rasante sobre nuestro grupo para acabar entrando en el quiosco de Mordret. —Fuera, fuera, fuera —empezó a gritar el quiosquero descontroladamente. Entonces recordé que, cuando investigábamos la desaparición del canario, descubrimos que Mordret tiene fobia a los pájaros. Vamos, que les tiene un miedo insuperable. Marcos y yo sacamos la cabeza por encima de la espalda curvada de Rosa y pudimos contemplar al gordo quiosquero moviendo los brazos como si fuera un molino de viento. Pronto estuvo completamente rodeado de palomas que revoloteaban a su alrededor enloquecidas, bajo la atenta mirada de dos de las gaviotas, que se habían posado en el mostrador sobre unas revistas del corazón. Mordret, aterrado, cogió un periódico, lo desplegó y se lo puso sobre la cabeza a modo de tejado de dos vertientes. Por debajo de una de las hojas asomaba su tatuaje en forma de serpiente. —¡Socorro! ¡Que alguien saque de aquí a estos bichos asquerosos!
Los pájaros habían ido colocándose a su alrededor: sobre las cajas de chicles, sobre las de cromos, junto a las pinzas de madera que sujetaban los periódicos… Un gorrión voló hasta la cima del tejado de papel debajo del cual se hallaba la cabeza del quiosquero y se puso a picotear las letras de imprenta. —¡Ayuda, ayuda, por favor! —gritaba aquel gigantón de Mordret. Marcos y yo nos miramos, sin poder contener las ganas de reír. Pasado el susto inicial que nos había provocado el ataque pajaril, ahora que ya sabíamos que ni palomas ni gorriones ni gaviotas ni loros querían hacernos daño, nos partíamos de risa. De pronto, Rosa levantó la cabeza, se dio la vuelta y nos miró reprobadoramente. —Vergüenza debería daros. En lugar de burlaros de esta forma, id a ayudar al quiosquero. ¡Vamos! Corrimos hacia el quiosco y lo rodeamos para llegar a su parte trasera, donde había una estrecha portezuela, que abrimos. El suelo del quiosco estaba lleno de palomas grises, bastante asquerosas, por cierto. Sus arru1los llenaban el aire. El gorrión del tejado de papel seguía picoteando noticias y una gaviota miraba con ojos golosos la serpiente dibujada en el brazo de Mordret. —Venga conmigo, señor quiosquero —le dije tomándolo de la mano. El hombre, como un corderito, me siguió fuera, entre una nube de palomas. Una vez allí, busqué un banco en el que sentarlo. Cuando se hubo acomodado, se quitó el periódico de la cabeza. —Me va a dar algo —decía. Y parecía que le iba a dar un ataque porque estaba muy muy sofocado. Rosa se colocó junto al banco.
—¿Está usted bien? —preguntó. En ese momento se acercó un hombre mayor de pelo rizado bastante largo y barba blanca. —¿Se encuentra bien? —preguntó también. El quiosquero todavía tenía la mirada extraviada. —¿Está usted bien? —repitió Rosa, mientras le daba un cachetito amable en la mejilla. Mordret reaccionó: —Pues sí. Gracias por ayudarme —dijo. Marcos y yo nos miramos sorprendidos. —Anda, hasta puede ser amable —dijo Marcos en voz baja, pero no tanto como para que nuestra cangura no pudiera oírlo. Y Marcos se ganó una mirada asesina. Mordret suspiró, esbozó una sonrisa y soltó una frase que parecía un refrán o algo por el estilo:
—El amigo que no ayuda y el cuchillo que no corta, que se pierdan poco importa. El hombre barbudo dio un respingo y Marcos me miró con cara de merluzo.
Rosa también se había quedado algo desconcertada pero, al fin, reaccionó: —Tiene usted razón, amigos y amigas estamos para ayudar.
—Ahora sí se entiende, ¿no? —le dije a Marcos, que ponía cara de no pillarlo aún. Después de esa declaración de Rosa, el tipo de la barba se fue. Y Mordret se lamentó: —Me han atacado. ¿Os habéis dado cuenta? Rosa movió la cabeza sin saber si darle la razón. —Bueno, más que atacarlo a usted, esos pájaros parecían muy interesados en el quiosco. —Todavía lo están —sollozó Mordret, señalando su garita llena de alas, picos y revoloteos—. Así será imposible que pueda cerrarlo hoy. —Lo vamos a ayudar —dijo Rosa con voz decidida—. Vamos, Marcos y Carlota. Primero tuvimos que ahuyentar a todas aquellas aves, que se alejaron piando, graznando y arrullando. Y luego fuimos siguiendo las instrucciones de Mordret para ir recogiendo el material. Pronto tuvimos los periódicos amontonados y pudimos tirar de las persianas metálicas para cerrar el quiosco. Así Mordret pudo irse a su casa, y nosotros a la nuestra. —Por fin —dijo Rosa cuando hubo cerrado la puerta del piso tras su silla.
—Oye, ¿qué has dicho antes de un tal Hitchcock? —le pregunté. —Un director de cine muy conocido que, entre otras, dirigió una película titulada Los pájaros. En ella, una familia es atacada por un grupo de aves enloquecidas. —¡Vaya! Qué coincidencia. Sólo entonces Marcos se acordó de que no había comprado los cromos de La guerra de las galaxias y montó un pollo de campeonato. Rosa parecía derrotada. —Por favor, Marcos, deja de hacer el tonto y pasa a la ducha. Pero el microbio no estaba dispuesto a ceder ni un pelo: quería los cromos que le había prometido. Me dispuse a hacer de hermana mayor comprensiva: —¿Sabes? Si te callas y te duchas rápido, mañana te llevo a comprar cromos. Los quejidos de Marcos se acabaron en seco. De modo que, cuando llegó papá de la agencia, nos encontró ya duchados, en pijama y cenando.
—Gracias, Rosa —le dijo a nuestra cangura—, te puedes ir. Ya me quedo yo con las fieras. Cuando Rosa se hubo marchado, papá se fue aflojando el nudo de la corbata mientras nos decía: —Voy a contaros algo espeluznante. Marcos y yo lo miramos con los ojos abiertos: no era habitual que papá contase historias de terror.
—Pues resulta —dijo— que el quiosco que hay en la entrada norte del parque ha sido atacado hoy a las cinco y media por una bandada de pájaros. Casi me atraganto con la sopa. ¿Otro quiosco atacado por los pájaros a la misma hora? No podía ser una coincidencia. Aquello olía a misterio.
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* Gemma Lienas i Massot (Barcelona, 1951) es una reconocida escritora de Cataluña, España. Es una de las escritoras más influyentes de su generación. Ha escrito básicamente novelas, aunque también ha cultivado y ha escrito en otros géneros. En especial, destaca Carlota, un personaje que ha protagonizado algunos de los libros con más éxito de Lienas. Por otro lado, como activa feminista, también ha escrito ensayos sobre diferentes temas ligados al mundo de la mujer como Rebeldes, ni putas ni sumisas o Quiero ser puta. Su obra ha sido traducida al alemán, euskera, italiano, portugués, entre otros. Licenciada en Filosofía y Letras por la Universidad Autónoma de Barcelona, ejerció como profesora y editora antes de comenzar a escribir. Su primera obra publicada se titula Cul de sac (Callejón sin salida), una novela juvenil que apareció en 1986. l nocturn (catalán). Es autora de las novelas Anoche soñé contigo / Una nit, un somni (catalán). El final del joc (catalán) / El final del juego. Atrapada al mirall (catalán) / Atrapada en el espejo. Vivir sin ellos, los hombres no son imprescindibles. Rebels, ni putes ni submises (catalán) / Rebeldes, ni putas ni sumisas. Quiero ser puta. Contra la regulación del comercio sexual / Vull ser puta. Contra la regularització de la prostitució. Pornografia i vestits de núvia (catalán) / Pornografía y vestidos de novia. Us espero a taula (catalán).
Estimada Gemma: Te felicito por tu bien narrado cuento y por tu extensa obra literaria. Besos, Chente.