ROSANÍA Y LOS GÓNSOLOS
Por Rodrigo Soto*
¿Cuándo inició el acoso de los gónsolos? Rosanía se lo pregunta siempre, se lo ha preguntado infinidad de veces, pero a ciencia cierta no puede responder. Pudo ser ayer, puede que fuera hace veinte años, puede que no ocurra jamás, aunque esto último es improbable que suceda. Pues aunque los gónsolos, en sentido estricto, nunca la hayan atacado, su acoso es real y antiguo como la muerte, y como la muerte misma, podría decirse que la anteceden. La anteceden, sí, los malditos gónsolos, pues cuando piensa en ella, cuando se dice a secas: «Soy Rosanía, la de la llanura», o «Soy la flaca Rosanía», o «Soy Rosanía, la de las muchas pecas en la cara y en la espalda», o «Soy Rosanía y no sé quién soy, o qué, pero aquí estoy para servirle a usted y a su familia»… En fin, cuando dice estas cosas, o las piensa, o las siente, Rosanía evoca siempre a los gónsolos, como si esos bichos viscosos, repugnantes y escurridizos estuvieran ligados a ella, como si habitaran sus tripas o cavernas, o como si fueran su lado más oscuro y le pertenecieran.
¿Quiénes son los gónsolos? Rosanía lo ignora tanto como ignora quién es ella (salvo —claro—, que se limitara a decir: «Soy Rosanía, la que detesta (¿y teme?) a los gónsolos.» «¿Y quiénes son los gónsolos?», preguntaría uno entonces, razonablemente. Y ella no podría más que responder: «Aquellos a quienes detesto (¿y temo?)». Pero hacer esto sería una trampa, y aunque Rosanía no sepa de filosofía, se daría perfecta cuenta de ello, y por eso se limita a admitir que ignora quiénes son.
Asunto muy diferente es dilucidar si Rosanía teme a los gónsolos. ¿Les teme? Sí. ¿Les teme? No. Los detesta y los odia y les teme, es verdad. Pero, al mismo tiempo, admite que temería incluso más su inexistencia. ¿Quién llenaría el vacío de los gónsolos, de no existir ellos? Sin duda seres aún peores —más horribles, más amenazantes y vulgares—: entidades malignas que ni siquiera osa imaginar.
Con los gónsolos es distinto… A fuerza de convivir con ellos ha terminado por conocerlos: babas viscosas, lenguas funestas que llamean desde lo hondo. Los conoce. Los detesta. Les teme, sí, claro que les teme. Pero más temería su inexistencia, pues ese vacío, ese espacio de precipicio, sería habitado por otras entidades, sin duda más amenazantes y malignas.
Menudo dilema el de Rosanía: dilucidar quién es ella y quiénes son los gónsolos. Peor aún: entrever —con horror— que ella y los gónsolos son una y la misma cosa, o al menos que ninguno podría existir sin el otro. «¿Quién soy yo? ¿El reverso de un gónsolo?», medita Rosanía a veces, en sus horas extremas, cuando la desolación la abate. Y desde su interior, un gónsolo sombrío responde: «No: yo soy un eco de Rosanía, su reverso insomne…»
Los dos tienen razón. Ninguno la tiene. Pues Rosanía es algo más que el reverso de un gónsolo, y estos, a su vez, son algo más que meros ecos de ella. Pero la diferencia es sutil, y en las horas de insomnio o desánimo, a cualquiera se le escapan los detalles. Peor aún, abominamos de ellos: uno quisiera aferrarse a lo obvio, a lo simple, lo brutal —mejor si cruel y despiadado—, como si con ello quisiera castigar ¿a quién?, redimirse ¿de qué?
En las horas malas la sutileza se vuelve enemiga, le escupimos a la cara con sarcasmo: «¡maldita puta vieja, no vengás a confundirme ahora, dejame hartar mi mierda en paz, hundirme en esta desolación que solo es mía!»
Peor para nosotros, pues la naturaleza —o como prefieren llamarla otros: la realidad— es sutil, nos guste o no…
¿Puede pensarse en algo más delicado que el plumaje de un colibrí o las tonalidades de un atardecer? Ahí vemos que no existen cortes brutales, sino más bien traslapes, superposiciones, sutiles deslizamientos donde de manera casi imperceptible algo se convierte en lo otro…
Lo mismo ocurre con Rosanía y los gónsolos: sus territorios se confunden y se superponen, aunque los separe un abismo. Pues ese precipicio lo crearon ellos y les pertenece en su totalidad.
Y así pasa su vida: escabulléndose de los gónsolos, buscándose en ellos, como si Rosanía supiera —y lo sabe— que sus destinos están unidos, aunque no sepa bien desde cuándo ni cómo ni por qué motivo.
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* Rodrigo Soto nació en San José de Costa Rica, en 1962. Estudió filosofía en la Universidad de Costa Rica, y guión cinematográfico en la Universidad Autónoma de Madrid. En 1983 publicó su primer libro de cuentos, Mitomanías, que recibió el Premio Nacional de cuento de Costa Rica. Posteriormente ha publicado varias novelas, colecciones de relatos y poemarios. Es colaborador regular en la prensa de su país. Algunos de sus cuentos han sido traducidos e incluidos en antologías internacionales. Fue becario de la Agencia Española de Cooperación Internacional y de la Maison des Ecrivains Etrangers et des Traducteurs de Saint-Nazaire, Francia. En el campo audiovisual, su trabajo se orienta a la producción de documentales de carácter educativo e institucional, relacionados con temáticas como los derechos humanos, la juventud y el medio ambiente. Algunos de ellos han recibido reconocimientos en la Muestra de Cine y Video Costarricense y se han exhibidos en festivales internacionales. Trabaja también como asesor y consultor en el área de comunicaciones para organizaciones como el Instituto Interamericano de Derechos Humanos, la Fundación Arias para la Paz y el Progreso Humano, el PNUD e IDEA Internacional —Latinoamérica—, en campos como producción editorial y el desarrollo de campañas informativas y de divulgación. En la actualidad vive en San José de Costa Rica.
Los gónsolos son como esos bichos oníricos raros que no permiten la lucidez de la noche.