Escritor del Mes Cronopio

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—Que uno de los chicos te preste y se lo devuelves luego— dijo.

Yo quería subir. Era un antojo, no una necesidad. Andrew o Justin, que traen dólares de sobra, me hubieran prestado. Fue una de mis cosas raras, ganas de andar por la clase desnuda de voces y mirar por la ventana el mar. Un deseo semejante al que me da por las tardes, cuando voy en bicicleta a la costanera, donde a pesar de algunos perros y algunas gaviotas y algunos viejos, el mar reina con su silencio que murmura. Ahora paseo menos, mamá se pone nerviosa cuando salgo, como no sabiendo qué hacer con papá y con ella misma, los dos solos en casa. Hasta tal punto llega su nerviosismo que al regresar, una de estas tardes, me ha dado un coscorrón. Se arrepintió después y me pidió disculpas y lloró con esa tos seca que le agarra cuando llora.

Ashley y Caroline distrajeron a la señorita con preguntas sobre el proyecto de ciudades con nombres de santos y santas que debemos entregar a fin de mes. Aproveché para salir sin que me viese. Sé que la señorita Francis se olvida rápidamente de uno, enfrascada en el próximo alumno que le conversa, el próximo proyecto, el próximo castigo.

Subí la escalera impecablemente solitaria de escuela en domingo, ni siquiera de sábado. Recogí en el trayecto papeles de caramelos y una hoja pisoteada, con marcas de suelas como huellas digitales, y me enorgullecí por contribuir a la rehabilitación de la escuela de la suciedad desparramada por mis roñosos compañeros.

«¿Qué hace por aquí, señor Crofton?», preguntó el señor Harter, aunque si yo fuera una autoridad y no un pobre niño de novela de Dickens, como dice mamá cuando se toma un whiskey y me mira emocionada, debería haber sido yo quien le preguntara a él qué hacía en el tercer piso.

No lo hice, entre otras cosas porque era una pregunta retórica, según dice la profesora Conti que nos ordenó una vez que leyésemos un cuento de Dickens, donde había una multitud de gente desgraciada. Retórica, es decir inútil, ya que todos sabemos bien que en el tercer piso el señor Harter visita a la señorita Talkaberry, la profesora de inglés de los cursos elementales. Mi prima Brigid dice que ella está loca por él y que él se deja adorar. La señorita Talkaberry es mucho más vieja que el bibliotecario, quien a su vez es apabullantemente viejo.

El señor Harter siguió de largo, arrastrando los pies, y sin esperar mi contestación hizo otra pregunta. Tuve que detenerme y darme vuelta para enfrentarlo y allí estaba, con tanta luz en los anteojos que no le vi la mirada de pez, los ojos ligeramente saltones, gelatinosos.

—¿Cómo está su papá, Sean?

—Bien —dije como siempre digo para evitar nuevas preguntas, condolencias, movimientos de cabeza, consuelos no pedidos.

El señor Harter y papá tomaban una copa los domingos después de misa en el bar de Teddy, cuenta mamá. También de esto sí me acuerdo, jugaron una noche al billar y yo fui con ellos. El señor Harter es muy culto y tu padre no, comenta ella. El señor Harter nunca lo ha visitado, quizás porque es muy culto y papá no. Quizás porque se hartó de escuchar la historia que papá repite en sus momentos lógicos. El hombre no llegó a la luna, porfía papá. Es una colosal mentira del astronauta Amstrong y el gobierno de los Estados Unidos. Se lo contó, creo, cuando jugábamos al billar y, conociéndolo, debe haber retomado el tema en lo de Teddy.

Además el señor Harter padece un mal propio de las bibliotecas, me da la impresión, y probablemente no quiere reunirse con otros enfermos. Es una curiosidad de las especies bibliotecarias, un mal que contraen junto con sus asistentes porque la señorita Fanaghan, su ayudante con la cara roja y el pelo rojo, camina igual. No te creo, dijo mamá. Sí, y se lo juré por Dios y por la abuela Shannon, de quien sacó el nombre mi mal ejemplo. El señor Harter y la señorita Fanaghan arrastran los dos los pies con pasitos cortos, los dedos gordos apuntándose uno al otro y los talones enemistados, hacia afuera. Puede ser que los dos tengan pie plano… aunque creo que es una desgracia que viene con las alfombras y el silencio y la tristeza de que no devolvemos los libros.

—Ah, Sean, usted me debe… —reclamó por la fuerza de la costumbre.
—Sí, señor, el de la Piedra de la sabiduría.
—Y varias monedas de veinticinco como multa.
—Mañana mismo, señor…
—Eso espero. Dele saludos a su madre y a su padre, excelentes personas. Rezo siempre por ellos.

Digamos que fue una combinación de detalles lo que protegió al ladrón de que el señor Harter lo viera con claridad, como esa serie de incidentes que terminan en un choque de autos o en que alguien se agarre un resfrío. Es decir, una sucesión de fragmentos encadenados que concluyen en el estornudo: hay una corriente de aire, yo estoy sin saco, Brigid se ha resfriado y reparte gérmenes, la muy guaranga, y a la noche o al día siguiente estoy con fiebre y encima, según mamá quien exagera la cuestión del saco, tengo la culpa. En este caso, mientras mandaba saludos a mi familia al señor Harter le picaron los ojos, se quitó los lentes y se restregó uno de los párpados atoldados que cubren sus globos azules. Inclinó la cabeza en dirección al suelo y buscó en un bolsillo una franelita verde para limpiar los vidrios y en ese momento de picazón y de sumergir la cabeza, el negro cruzó el corredor, de una de las aulas a otra que quedaba justo enfrente, y el señor Harter todavía con los lentes en la mano, vio algo que no supo qué era pero que yo creo que debe haber sido una franja de los vaqueros azules que desaparecían en la clase.

—¿Quién anda allí? ¿Entró alguien en la clase? ¿Usted vio a alguien, Sean?

No contesté. En realidad, ahora pienso, no estaba seguro de lo que había visto. Una espalda, unas piernas largas. Una de las chicas grandes, pensé primero, no iba a delatarla.

Entramos, yo seguí al señor Harter, a esa aula vacía con olor a muchos chicos, a rancio, a rastro de gente, que persiste en la soledad, medio asqueroso.

—Abra las ventanas, Sean.

La puerta que comunica el aula con otro salón estaba entornada.

El bibliotecario la abrió y observó otra clase menos olorienta, una de las ventanas allí de par en par, una mezcla de luz desnuda y una pizca de brisa. Y más silencio, del cual hubiese disfrutado a mis anchas, si el señor Harter no se hubiese encontrado en aquel salón arrastrando los pies y si no me hubiese arrastrado a husmear.

Volvimos al corredor y al único que encontramos fue al Sagrado Corazón, inmóvil en el único lugar eternamente sombrío del piso, pese a la ventana que parece pintada pues nunca da suficiente luz.

—Sean, si alguna de las chicas anda por aquí desobedeciendo el reglamento, le dice que baje. Es una orden. Lo hago a usted directamente responsable.

Bastó que el señor Harter arrastrara los pies hacia la escalera y se las ingeniara en bajar los escalones con su andar peculiar, para que el negro se materializase alto, ganándole a Gregory y a mí llevándome dos cabezas, y con esa sonrisa amplia que parecía de muchacha. Me lanzó la sonrisa como flecha y desapareció al instante como flecha en una de las aulas donde lo habíamos buscado con el señor Harter. Es decir, regresó a concluir algo de lo que no quise enterarme. Por un momento, el Corazón de Jesús se ausentó detrás del negro, oculto por la altura de jugador de basket del ladrón, pero luego en el corredor quedamos la estatua y yo enfrentados y a mí no se me ocurrió rezar. En realidad, no se me ocurrió nada, permanecí sin saber qué hacer oyendo retumbar mi corazón en el silencio que se había desbocado con la desaparición del patinador.

Me dio un frío que debe haber sido miedo, un retorcijón de estómago, ganas pasajeras de ir al baño. Hubiese vuelto a la cafetería, sin dinero y con hambre… ni siquiera con hambre porque me la había matado el miedo. Habría vuelto, si las piernas desobedeciéndome no me hubiesen llevado a la clase.

A papá le desobedecen los recuerdos y las palabras. Mamá dice que un día se le rebelará el cuerpo. Ahora sé lo que es que a uno se le amotinen las piernas. Quizás yo también un día esté como papá, quizás comience por la otra punta del semicírculo y vaya de la rebelión de los pies a la rebelión de los nombres.

Por lo pronto, ayer fueron mis piernas las que llevaron mi terror al aula. Enormes se hicieron los ruidos minúsculos, el clic del gancho de la mochila, el silbido de insecto al descorrer el cierre del bolsillo interno, el crujido de los tres dólares que extraje. De los nervios, uno de los billetes se escapó y aterrizó en el piso metiendo un batifondo comparable al derrumbe de todos los estantes de la biblioteca del señor Harter. Los sonidos se desmesuraban y yo salí corriendo de la clase y caminé rápido con un terror hermano del que me da en las noches de verano cuando cuentan cuentos de fantasmas en el jardín y me mandan a buscar cervezas a la casa vacía. El corredor se extendió hasta el infinito, la puerta que da a la escalera se alejó al otro lado del mundo. El negro ya estaba a mi lado con su sonrisa infatigable de chica amable.

—Hola, viejo —saludó y lo vi empujar una cartera beige de mujer dentro del buzo azul que llevaba puesto. Un canguro que protegía a su cría, pensé con esta costumbre mía de obsesionarme con la zoología.

—Hola —dije, la cara en llamas.

Los patines hacían un chirrido de lapicera o de compás en la hoja. Trazaban paralelas invisibles, ángulos rectos en las baldosas amarillentas, un cuaderno cuadriculado que sólo reflejaba nuestras sombras. Yo veía las botamangas azules, las zapatillas y los patines, que también parecían azules. No tanto por miedo, sino por vergüenza de mi propia vergüenza, opté por enfocar al suelo, sintiendo que el sonido de lapicera se agrandaba igual que un rato antes los ruidos en mi aula.

—Esta no es una escuela mixta, ¿no es cierto?
—Únicamente la escuela media. La secundaria es para chicas.
—Tendrás novias para elegir, algunas ya en edad de casarse —se rió con una risa estridente y tan limpia que temí por los vidrios de las ventanas que daban al mar. Entonces me atreví a mirarlo.

Le vi los ojos de madera negra chisporroteante, con un punto rojo junto a una de las pupilas.

—Eres muy grandote, viejo, para ruborizarte.
—Ya sé —dije y la cosa iba de peor en peor, la frente… me quemaban la frente y las orejas. Me pasé el puño con los billetes por la sien deseando que una lluvia de sudor apagara aquel infierno.
—¿Y qué tienes ahí?

Fue en ese momento que creí que tenía decidido matarme y hubiese corrido si la puerta que da a la escalera no hubiese seguido aún en el otro lado del mundo. El tipo se había encorvado para ver mejor y al preguntar había bajado la voz con un tono raro como de castigo, tono de ‘lo que viene después es horrible’. Olía a cigarrillo.

—Nada —pero abrí la mano y le mostré los billetes.
—¿Para el almuerzo?

Asentí. Estiró la mano, la parte rosa y acolchada de su mano a medio asar, de un lado calcinada y del otro cruda. Adiós, pedacitos de pollo. No iba a matarme, lo supe de golpe, iba a robarme y sería la segunda vez que me pasaba, contando la de la bicicleta violeta que unos tipos me sacaron el último verano. Era una bicicleta bien cara y mamá dijo que yo tenía la culpa, naturalmente.

El negro usó los dedos como lo haría un prestidigitador. Se apoderó de los billetes transformándolos en una extensión de los dedos, alas verdes, pájaros verdes, agitados, agitones, pero dóciles, encontrando cobijo entre los delgados tentáculos oscuros.

—No es mucho, ni para volverse rico ni para un almuerzo decente —observó con aquel tono de castigo y por un instante se me reavivó el temor al asesinato. Aunque no puedo decirlo con un cien por ciento de seguridad, creo que sacó el billete que habría de darme del bolsillo de canguro y quizás de la cartera beige. La cuestión es que me devolvió los tres dólares y agregó un billete nuevo de veinte.

—Cómprate un buen almuerzo, hasta puedes invitar a un amigo y todo. Y los tres dólares úsalos para jugar a la lotería. Si ganas, me llamas y repartimos.
—¿Adónde lo llamaría?
—Oh, no importa. Yo te voy a ubicar… Si ganas, vas a salir en los diarios y yo me voy a enterar.

Apareció allí la hermana Margaret, regordeta y eternamente indignada. Furibunda, nos contempló asombrada.

—¿Quién es usted, señor? ¿Qué hace aquí?

No esperó la respuesta. Inmediatamente, en cambio, se interesó por mí.

—¿Qué hace usted, señor Crofton, que no está en la cafetería? Es la hora del almuerzo, usted no tiene nada que hacer en el tercer piso.

A decir verdad, ni siquiera es extraordinario que al tipo casi no le llamase la atención y dirigiese su artillería en contra de este servidor. El alumno fragante. En fragante. No me acuerdo bien la expresión, me la enseñó Shannon. «Yo estoy siempre en fragante», decía. Que todo lo que hacía estaba mal y era culpable, eso quería decir. Algo así.

La hermana Margaret es el guerrero por excelencia en la lucha por la disciplina. Nadie como ella para suspender a los alumnos y convocar a los padres con notas que explican lo horribles que somos. Tampoco hay quien la supere cuando se trata de desenmascarar mentiras. Es un verdadero tigre. Un olfato espectacular. Nos agarra del brazo, nos sienta en la capilla y no nos suelta si no confesamos. Es capaz de dejar al mentiroso hasta el atardecer y al día siguiente lo vuelve a meter en la capilla hasta que se rinde. Se comenta que tuvo acorralado a un estudiante un mes entero, pero me da la impresión de que es otra de esas mentiras de las que a la hermana le gusta ocuparse.

Esta vez se equivocó de presa y se distrajo conmigo. El tipo enfiló hacia la puerta despacio mientras yo trataba de encontrar explicaciones. No importaba que él fuera un perfecto desconocido ni que estuviera patinando en el tercer piso de la escuela en una hora en que no había nadie. La hermana estaba excitada y a punto de ponerse fuera de sí por mi presencia en el tercer piso.

—Vine a buscar el dinero para el almuerzo que me había dejado olvidado.
—¿La señorita Francis le dio permiso?
No le respondí. Las palabras no vinieron en mi rescate pero el ladrón me salvó.
—Y para darle una limosna al Corazón de Jesús —le explicó a la hermana.
—¿Y quién es usted, señor? —dijo ella súbitamente interesada en aquella aparición traída de los pelos.

El morocho se había parado muy cerca de la puerta y su sonrisa era tan grande que le ocultaba la cara.
—Soy hermano de la alumna Nathalie Andersen.
—¿Nathalie Andersen? —con las arrugas del ceño en conferencia y los ojos entrecerrados, la hermana repitió el nombre sin que le dijera mucho.
—Una alumna de primer año, hermana. Motudita, con la nariz larga y los ojos grandes. Flaquita y muy reservada —dijo él con voz monocorde— que sea tan reservada nos inquieta; a la familia me refiero. Hoy se descompuso y nos llamaron. Yo subí a buscar esto que se había dejado en la clase —y mostró parcialmente la cartera beige. Ofreció su explicación con calma, mirándola a la hermana sin pestañear.
—Bien, pero le diría que la espere en la oficina del primer piso. No queremos que los familiares se paseen por la escuela. No es bueno para la disciplina de las chicas.
—Ciertamente —coincidió nuestro ladrón. Obediente, patinó su fuga hacia la puerta. A mí de nuevo me ardía la frente, los cachetes, las manos, las orejas. Quería devolverle el dinero y no sabía cómo hacerlo con los ojos rabiosos de la hermana prendidos a mi nuca.

Estoy convencido que la hermana desconfió. Se plantó en la puerta del salón 312, enderezando los carteles en la pizarra de anuncios y ordenando los tulipanes de cartulina amarilla y rosa con nombres de alumnas que pegaría en la pared. Se quedó controlándonos con el rabillo del ojo.

—Esto es mucho, le dije al tipo intentando hablar bajo para evitar la oreja de la hermana ya que no podía esquivar sus ojos.

Se dio vuelta, giró para mirarme por una última vez con esa prestancia única de los patinadores, la sonrisa pequeña y menos falsa, la voz honda e inaudible para quien estuviera a más de diez pasos.

—Es lo que dije antes: juegas a la lotería, te compras un almuerzo y si quieres le haces un regalo a Jesús, siempre por alguna cosa a cambio. Si no te la concede, le retiras la donación. Sin remordimientos, le sacas los billetes, viejo. Esto me lo enseñó mi abuela, que a su vez se lo habían enseñado los italianos mafiosos que organizan la feria de San Gennaro. ¿El santo no cumple? Se acabó, le sacan las limosnas. ¿Qué pedirías?

Iba a contestarle, no me dio tiempo, se encogió de hombros, después de todo qué podía importarle, sonrió una vez más y abandonó el corredor. Las puertas se agitaron detrás de él como suspirando por su desaparición.
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