El tercer piso quedó completamente desierto aunque nos tenía a la hermana Margaret y a mí respirando en la crisálida del silencio. La hermana había empezado a pegar los tulipanes de cartón en la pared y parecía concentrada.
—Sean, ¿conoce usted a una estudiante Nathalie Andersen? —preguntó.
Yo también me hacía humo en el vértigo de las puertas y no le contesté.
(…)
La escalera vacía y el ventanal enorme en el descanso fueron míos. De un salto bajé cuatro escalones, afición que conservo de mis primeros seis años cuando vivíamos en la casa de Queens con una escalera en la entrada y un jardín, antes que papá optara por el mar, Rockaway Park y los olvidos. Con otro salto cubrí el territorio del descanso y me quedé pegado, abierto de piernas y los brazos en alto, igual que un insecto aplastado contra el parabrisas.
Lo vi irse en dirección opuesta al mar. Por la calle de abril, con las ruedas de los patines brillantes a pleno, como espuelas o soles caídos. Deseé que se volviese a mirarme por una última vez con un giro elegante y triunfal de campeón de los patinadores. Su espalda grande y flaca continuó indiferente, la cabeza erguida alejándose, achicándose la cola de caballo, mi compinche del corredor se deslizaba hacia la desmemoria de los minutos pasados.
Apreté sus veinte dólares junto con mis tres billetes en el puño y golpeé el vidrio sabiendo que no me iba a oír. Sentí una tristeza grande, como si en vez de darme los dólares me hubiese arrancado a mí la cartera beige.
Me llené de pena y me llené de pánico. Papá estaba allí, doblando la esquina casi al mismo tiempo que el negro que pareció esquivarlo. El viejo se dio vuelta y miró la espalda huesuda y grande o el espíritu de la espalda que en dos patinadas ya no estaba más. Pensé que era un mal chiste. Peor que eso, un chiste cruel del día horrible en que nací. Papá en el colegio, sin motivo y sin saber qué hacer. Simplemente obedeciendo los pies, el hábito de poner una planta frente a la otra y otra y otra y continuar… ¡Lo odié tanto! ¡Tanto! Dije las peores palabras del universo entero. Aproveché y me relamí en cada palabra puerca ya que mamá no andaba por los alrededores para abofetearme. Papá era un viejo de…, no lo voy a repetir porque me da no sé qué pero era un viejo de eso y el colegio era una mierda y las profesoras, chismosas de mierda.
Y Nicole… cómo odié a Nicole aunque no tenía nada que ver con este lío. Detesté a Nicole con sus dientes chuecos y su aire de superioridad y su risita de bruja y su secreteo con las otras chicas. Dije puta y mierda y deseé que el viejo se muriera como el padre de Joe, que se murió de cáncer y que nos dio la oportunidad de que asistiésemos a un buen funeral en el que los cinco hijos varones se turnaban como si fueran novios para sostener a la madre que ese día parecía joven, muy joven y estaba pálida, muy pálida. Además unos gaiteros tocaron ‘Danny Boy’ y la señorita Francis lloró acongojada. No sé si querría cuidar de mamá como Joe Field y sus hermanos, pero capaz que lo haría si tuviera una audiencia grande y un funeral que impresionara a mis compañeros.
Supe que no almorzaría, ni bien ni mal ni nada. Que quería irme al fin del mundo o hundirme en el fondo del océano, donde no me molestara el pez Robert, mi madre pulpo, la hermana anguila, Highsmith tiburón, el pingüino Harter y Margaret foca; donde no me reconociera ni siquiera el querido Gregory hipocampo, noble y gracioso, algo desmesurado Gregory para hipocampo. Quise hundirme en el fondo junto a los cardúmenes cuyas bocas se abren como si besaran soltando burbujas mudas, y nadar como ellos con la cabeza llena de agua, rebotando, dando coletazos inaudibles en el silencio. Plop…y otra vez, plop.
De cuatro en cuatro subí la escalera nuevamente. La hermana pegoteaba los tulipanes en la pared.
—Sean, ¿otra vez por aquí? ¿olvidó otra cosa?
Empleó el tono de los mayores cuando llenan el aire de palabras por hábito. La curiosidad es el hábito de la hermana.
—Sí, sí —dije y troté el corredor entero hasta la estatua de Jesús para plantarle los diez dólares entre los dedos de la mano levantada, esa que parece jurar a la bandera. Que papá se sanara o se muriese, le ordené y levanté mi dedo derecho amenazante. Borré el pensamiento de la muerte porque era un deseo que me convertía en una basura. Le dije que si no lo curaba, encontraría la manera de recuperar los dólares que le estaba dejando entre los dedos, sí o sí. Las mejillas flacas, los rizos duros y los ojos marrones, fueron reales en ese instante en el que a falta de fondo del mar, los dos flotamos en la penumbra celeste del corredor. Tuve el presentimiento de que cumpliría mi amenaza. Jesús no haría nada por papá ni tampoco por mí. Entendí que me lo había dicho con su boquita rosa de muñeca, perfectamente pintada entre la barba y los bigotes de arcilla. Retrocedí furioso; retrocedí…no sé, de nuevo con esas ganas de irme al fondo del mar, de una vez y para siempre en serio. Del pecho me salió un ruido a sollozo y derramé lágrimas imprevistas.
Por el altoparlante convocaron «urgente» a la hermana Bárbara, otra pechugona en lucha por la disciplina, y me llamaron a mí. En mi retroceso, acabé por chocarme con la señorita Talkaberry y rápidamente me pasé la manga por la cara.
—¡Cuidado, Sean! qué es esto de caminar marcha atrás como un ciempiés —dijo y se la veía trastornada. Fue ella la que me comentó que había dos autos de policía en la puerta.
Al pie de la escalera, conversaban la señorita Highsmith, la señorita Francis y la hermana Margaret, que había descendido aceleradamente con una flor de cartón en la mano. Horriblemente serias, ellas que son horribles de por sí, por partida doble entonces, horribles y serias al cuadrado. Más pálida que de costumbre, trasparente se diría, igual que un agua viva, la señorita Highsmith me empezó a hablar de papá, que se había presentado en la escuela y que parecía algo confundido y se desentendió de la incomodidad de papá y se refirió al negro, un tema que a ojos vista le comía el seso.
—El hombre en patines con quien usted estuvo conversando —dijo la directora con esa voz pegajosa, en la que mezcla cortesía y amenaza, mientras la hermana Margaret me acusaba muda con su fealdad pecaminosa —¿Lo puede describir?
—Supongo…
—¿Podría describírselo a los policías? Hay una larga cola de testigos. Mucha gente lo vio pero nadie atinó a…
—A usted le dijo… —bramó la hermana.
—Es el hermano de una alumna —la interrumpí, contento de tener la mentira protectora esgrimida por mi héroe en patines al alcance de la mano.
—No hay tal alumna —dijo la señorita Highsmith en su estilo de persona perfecta que nunca se equivoca —ese hombre es un ladrón que se llevó la cartera de la hermana Jean con el dinero de las rifas. Vaya, Sean, cuéntele a los oficiales lo que usted vio y charló con ese individuo y ocúpese de su padre. No podemos tener tantos problemas al mismo tiempo.
Tenía razón, por cierto, imposible discutir lo que es verdad. Tenía razón en eso y en que la cola para hablar con la policía era larga pues todo el mundo juraba y rejuraba que había visto al negro bandido. Nicole, por ejemplo, la odiada de los dientes chuecos, decía que había pasado al lado de él cuando había ido a la enfermería por las ganas de vomitar que le habían dado después de comer dos galletas de chocolate demasiado rápido. Yo hubiera querido ver a Jamie en esa fila, pero Jamie, ay, ni siquiera sabía que existía el negro y quizás haya sido mejor así, no me gustaría verla envuelta en este cotorreo.
A diferencia de la noche anterior en que me había dicho «no sé quién eres, pero sé que te quiero», papá me reconoció. Allí en la secretaría me llamó Sean y me palmeó un cachete. Me extrañé de mí mismo. «¡Qué misterio que somos!», dice mamá a menudo. Me extrañé que verlo y que me reconociese me pusiese contento y me alegró también que llevara su campera elegante de gamuza y que oliese bien y al mismo tiempo me sentí una porquería por haberle deseado la muerte. Le di un beso y chocamos palmas. Y pensé lo siguiente: pensé en Joe Field a quien sólo le queda el recuerdo de su papá y en mí, que tengo la cáscara, como la corteza de lo que fue papá. Pensé en las semejanzas y en las diferencias, y en que yo aún puedo darle besos a ese montón de piel medio arrugada de papá y en un buen día, hasta chocar palmas. Según sea cómo me despierte y lo que vaya pasando de un momento a otro, creo que Joe tiene suerte o que yo soy el de la suerte. En la secretaría sentí que era yo.
La señorita Nolan que se encarga de los teléfonos y ayer ocasionalmente de papá, dijo que había llamado a casa y que mamá venía con el auto. No quedó claro si para buscarnos o buscarlo.
Papá aparentaba estar más interesado en la charla con la señorita Nolan que en los policías con aspecto de mellizos gordotes que interrogaban a Jean Prisley, la hermana despojada.
—Hubo un robo —me informó él y abrió la boca para darme más detalles y se quedó así con la boca en espera de una cuchara inexistente unos segundos y yo me puse de nuevo nervioso pero no le deseé la muerte. Finalmente la cerró porque no conocía la historia del hurto y si la conocía, si alguien le había hecho una muy veloz síntesis, se le había olvidado. Continuó entonces con su parloteo destinado a la señorita Nolan que respondía ‘sí, sí’ mechando con algún ‘¿de veras?’. Me apoyé contra el mostrador de la oficina con ganas de curiosear el registro en el que los profesores firman asistencia. Esperé y sin poder acceder al registro, me entretuve pensando cómo sería eso de considerar un manjar el cerebro de un mono. Papá le estaba dando su charla favorita a la señorita Nolan. Le contaba que el hombre nunca había llegado a la luna, que era todo un truco en la carrera armamentística. En las fotos, explicaba, la bandera ondea y todos sabemos que en la luna no hay viento.
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* Mónica Flores Correa es escritora y vive en Nueva York. Nació en Buenos Aires y estudió Letras en la universidad estatal de esa ciudad. Trabajó en diversos medios periodísticos argentinos, entre ellos, los diarios ‘Buenos Aires Herald’ y ‘Página 12’. En 1989, por su trayectoria en la actividad periodística obtuvo la beca Nieman de la universidad de Harvard. Fue corresponsal en Estados Unidos de ‘Página 12’ durante diez años. Por este trabajo, fue nominada para el premio Clara Moors Cabot (1995, Universidad de Columbia, Nueva York). Actualmente se dedica a enseñar español y literatura en Nueva York y a su primer amor, escribir ficción. Trabaja en dos proyectos literarios, una ‘novella’ y un par de cuentos que serán publicados en un volumen independiente. Entre sus trabajos artísticos figuran el guión del documental «Burnt Oranges/Naranjos» dirigido por Silvia Malagrino, artista residente en Chicago, que obtuvo, entre otros, el premio ‘Cine Golden Eagle’ (Washington, 2005) y el premio al mejor documental del Toronto Reelheart Festival (Toronto, 2005). Participó en la antologia «27 cuentistas hispanoamericanos», (Sin Frontera Editores, 2004). También participó con la colección de cuentos «Agosto» (Artepoética Press,2010), al que pertenece el cuento «Abril» que Revista Cronopio publica en esta entrega. Contacto: aguasaco@hotmail.com