Escritor del Mes Cronopio

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Sacerdotiza

LA SACERDOTISA DE LA LUNA

Por Emma Ros*

«Prestada tenemos tan sólo la tierra, oh, amigos,
hemos de dejar los bellos cantos,
hemos de dejar las bellas flores.
Por ello me entristezco en mi canto al sol.»
(Poema náhuatl extraído de La vida cotidiana
de los aztecas en vísperas de la conquista,
Jacques Soustelle, Fondo de Cultura Económica,
México, 1984, págs. 240-241).

Océano Atlántico, año de Nuestro Señor de 1529

El viento del este henchía las velas de la nao y la alejaba del amanecer. Como cada mañana desde que zarparan de Sanlúcar de Barrameda, el mágico trino de aquella voz misteriosa recorrió la cubierta. Los marineros subidos a los mástiles se sentaron en las perchas transversales arrullados por aquella voz. Algunos se acercaron al castillo de popa y otros simplemente alzaron la cabeza y sonrieron. El trino se convirtió en una melodía envolvente en la que dos pájaros dialogaban hasta que se encontraban en un canto al unísono que hacía soñar a los marineros con su llegada a tierra firme. La voz tomaba forma, se elevaba con claridad y parecía no proceder de ningún lugar. Pero ellos sabían que aquella melodía sólo podía provenir de aquella mujer.

Con un vestido ligero y su negra cabellera recogida, la hermosa silueta parecía una ofrenda a la salida del sol. Y los marineros que la habían podido contemplar de cerca se dejaban llevar por la evocación de sus bellos rasgos y su piel aceitunada. Nunca olvidarían el rojo pálido de sus labios y el reflejo melancólico de sus grandes ojos almendrados. Sólo podía ser, como decía el capitán, una princesa india que regresaba a su tierra. Una princesa, para ellos un regalo, que aligeraba los largos días de navegación con el deseo de un nuevo amanecer.

El canto se silenció a medida que la luz del sol emergía para inundar la cubierta de la nao. La magia del momento se desvaneció, y los marineros volvieron a sus tareas con el eco de aquel canto en sus corazones.

En el castillo de popa, el capitán oteaba el horizonte. Unas nubes grises se arremolinaban al oeste, donde tenían fijado el rumbo. Los pocos pasajeros que iban en la nao mercante habían salido a cubierta a disfrutar de lo que, por el momento, era otra plácida y monótona mañana de travesía. Desde que su majestad autorizara los desplazamientos de sus súbditos a la Nueva España, los viajes eran más entretenidos, pero en ninguno de ellos se había hallado con una situación tan particular.

El capitán se volvió, y en una esquina del castillo, observó a la princesa india y al misterioso noble que la acompañaba, alto, rubio, discreto, ataviado con elegancia, pero sin ostentación. Ambos contemplaban el mar, entre silencios y miradas huidizas que a veces interrumpía un breve intercambio de palabras en aquel idioma extraño.

—No es latín —aseguró uno de los pasajeros.
Acodado en la barandilla, los observaba junto a su esposa.
—Pues yo les he oído hablar castellano —dijo el capitán—, aunque ya se ve que ella es extranjera.
—Tiene una cara extraña pero hermosa —intervino la mujer—. Tenga cuidado, no embruje a sus marineros.
—¡Oh, vamos! —rió el capitán—. Es cristiana. Ha estado en Roma, enviada para cantar ante su Santidad el Papa.
—Ya hemos oído eso, pero no deja de ser extraña esa lengua. Y ya se sabe lo que hacían esos indios en sus rituales. Debo confesar que me incomoda su presencia en la nao, y no soy la única.
—Me sorprende que él hable ese idioma —comentó el marido—. Según usted, es un conde.
—Sí, efectivamente, pero me imagino que si conoce esa lengua habrá estado antes en la Nueva España. Lo curioso es que también es médico.

La tormenta llegó finalmente y se prolongó durante muchos días. En los camarotes, un mercader de aceite fue el primero que cayó enfermo, presa de una alta fiebre a la que se añadió un sarpullido rojizo que le recorría frente, mejillas, pecho… Muchos pensaron que era una suerte tener a un médico a bordo.

Pero cuando la tormenta al fin amainó al séptimo día, como si Dios les hubiera querido dar un descanso, eran muchos los enfermos, tanto entre los miembros de la tripulación como entre los pasajeros. Y la buena predisposición hacia el médico ya no era la misma, pues a nadie se le escapaba que aquella india le ayudaba en sus atenciones a los enfermos. Estos habían sido trasladados a un camarote comunitario, y el capitán observaba los jergones, intranquilo, mientras el médico examinaba a un recién llegado.

—Disculpe, doctor, el ambiente se está poniendo tenso —le dijo en cuanto este atendió al enfermo—. ¿No puede hacer nada?
—Es sarampión —replicó—. Con suerte, al séptimo día mejorarán. El mercader casi ya está restablecido.
—Siete días… Espero que esté en lo cierto.

La tempestad había amainado, los enfermos se recuperaban, y al fin pude subir de nuevo al solitario castillo de popa en busca de la paz que me rehuía desde que abandoné mi hogar. Una bruma lánguida difuminaba los reflejos anaranjados del amanecer que anunciaban, una vez más, la victoria de Huitzilopochtli, el dios sol, sobre su hermana luna. Como cada mañana, me preguntaba sobre el significado del dolor que me embargaba. Pero abrumada por el recuerdo de mi hogar y la expectativa de mi regreso, prefería no ahondar en él. ¿Qué hallaría tras un año de ausencia? Tenía que contarle la verdad a mi acompañante, se lo debía, pero en realidad yo tampoco la sabía. Ignoraba si hallaría a mi hijo vivo, y tampoco podía imaginar qué haría con mi vida sin la guía de mi adorada diosa, Xochiquetzal, dormida entre las ruinas de los templos donde una vez fui sacerdotisa.

Sólo cantar me devolvía algún atisbo de paz. Pero cuando entreabrí los labios para que fluyera el canto de los pájaros, el peso de lo perdido y de la incógnita que se abría ante la decisión que debería tomar enmudeció mi voz. Durante el resto del viaje, al amanecer, salí a popa para esperar en silencio. Y en esos momentos acudían a mí con mayor intensidad los recuerdos de la caída de Tenochtitlán, cuando dejé de ser sacerdotisa y mi vida empezó a discurrir entre un mundo derrotado y otro desconocido. Todo comenzó ocho años atrás…

Año de Nuestro Señor de 1521

Las hogueras habían ennegrecido los muros de aquel salón palaciego, cuyas delicadas pinturas de flores habían adquirido un aspecto grotesco. Una gruesa capa de hollín cubría sus colores, deformando su intrincado diseño, y comprendí que con ellas también desaparecían el orden y la belleza del que había sido mi mundo. La lujosa sala, digna de recibir a los más altos cargos de Tenochtitlán, ahora cobijaba los cuerpos de los pocos heridos y enfermos que sobrevivían, y sólo quedábamos dos personas para atenderlos. Los últimos en caer perecían en las calles llenas de escombros; no había quien los trajera a aquel lugar. Aunque las explosiones eran cada vez más cercanas, ya no las temía, pues la desesperanza se había apoderado de mí desde que la sacerdotisa mayor de Xochiquetzal enfermó entre fiebre y vómitos. Sentada a su lado, murmuré una plegaria a la diosa mientras con un trapo arrancado de mis vestiduras humedecía sus labios agrietados. Luego tomé su cuerpo esquelético y la acuné, como ella hizo durante mi primera noche en el templo cuando, con doce años, la nostalgia de mi hogar se apoderó de mis sollozos.

—Ameyali, Ameyali —me llamó con la mirada perdida—, eres la elegida de la diosa. Cuídala, pequeña, venérala. Sólo quedas tú.

Acaricié su cabello. ¿Elegida? La abandoné, como todos abandonamos a nuestros dioses. Asediados por la batalla, no pudimos celebrar los cultos que tocaban en aquella época del año. Abandoné a Xochiquetzal, la flor hermosa, diosa de la belleza, del amor y las artes; su talla, regalo de mi madre antes de partir de mi Acolman natal, quedó entre las paredes que me habían albergado el último año, cuando todas las sacerdotisas nos vimos obligadas a refugiarnos en el recinto del templo mayor. No me la pude llevar conmigo, estaba demasiado asustada y no pensé en ello. Por eso siempre he creído que aquel olvido se convirtió en mi propia maldición durante los años que habían de venir.

A los pies del templo de Huitzilopochtli, ni el gran dios de la guerra pudo protegernos. La pólvora rasgaba el aire desde los canales, con los bergantines que destruían edificios a cañonazos para evitar los ataques desde las azoteas.

Cada noche, los mexicas abrían zanjas en las calzadas para dificultar el paso del enemigo. Pero los tlaxaltecas, e incluso los texcocanos, aliados con los hombres blancos, se encargaban de rellenarlas. Luego pasaban por ellas los castellanos; a caballo y a pie, se dispersaban por todo Tenochtitlán y mataban a nuestros guerreros. Debimos darnos cuenta de que cada espada de hierro clavada en un torso mexica, cada cuerpo reventado por un arcabuz, eran una señal de retirada de nuestros dioses; desprovistos de la sangre que les daba la muerte florida, no recibían el alimento que les fortalecía. Ni los tlaxaltecas ya querían apresar a sus enemigos, sólo mataban como lo hacían los forasteros. Pero el tlatoani Cuauhtémoc no se daba por vencido e insistía en combatir el fuego con piedras y flechas, y defenderse del hierro con la obsidiana. Cuando los hombres escasearon, mandó a las mujeres tomar las armas. Mientras, los sacerdotes y las sacerdotisas debíamos interceder por los mexicas ante el panteón completo. Y cuando los sumos pontífices dijeron al tlatoani que los dioses nos habían abandonado, Cuauhtémoc no lo dudó y los hizo sacrificar para alimento divino.

De eso hacía ya casi cincuenta días. Entonces el tlatoani Cuauhtémoc ordenó abandonar el recinto del templo mayor para guarecernos al norte de Tenochtitlán, en Tlateloco. Allí, la última sacerdotisa mayor de Xochiquetzal alzó su mano, acarició mi mejilla y murió en silencio.

—No podemos seguir aquí —susurró Yaretzi a mis espaldas.

La voz quebrada y débil de mi fiel esclava me hizo volver a la realidad y se oyeron nuevas explosiones. Parecían estar muy cerca, acompañadas ahora de risas y voces enemigas. Me costaba soltar el cadáver aún caliente en mis brazos, pero si Yaretzi también moría, sería por mi culpa. La mujer, que me amamantó y me crió, había acudido desde Acolman en cuanto supo que los castellanos atacaban Tenochtitlán. Entró por la calzada de Tepeyac, al norte, la única que dejaron abierta al principio del asedio. Me insistió para que huyéramos por aquella misma ruta, pero entonces no pude abandonar a mis hermanas. Ahora ya no quedaba ninguna, y tampoco veía cómo huir. Hacía mucho que los enemigos habían tomado la calzada. Desde entonces, no entraba alimento y ya no recordábamos el último bulbo de dalia que habíamos arrancado del jardín para saciar el hambre. El agua también escaseaba, pues el acueducto que la traía desde la fuente de Chapultepec estaba cortado desde hacía más de setenta días, y los pozos de la ciudad sólo rezumaban podredumbre.

—Mi señora, debemos irnos.

Sentí su huesuda mano sobre mis hombros, me estremecí con su tacto y por primera vez desde que empezara aquel incansable asedio, lloré. A la sacerdotisa mayor no se la llevó ninguna herida, ni las diarreas que provocaba aquella agua salobre y asesina. El hambre y la sed la consumieron, y la diosa no la salvó. Ahora venían, estaban ahí, la resistencia mexica se reducía a unos pocos palacios y no teníamos escapatoria: los dioses nos habían abandonado. Aun así, debía moverme por Yaretzi. Entre sollozos, besé la frente de la sacerdotisa mayor y, con suavidad, dejé su cuerpo en el suelo. Me puse en pie y miré por última vez a mi alrededor. Apenas tres antorchas permanecían encendidas, las suficientes para distinguir los cuerpos agónicos que yacían en el suelo, pocos para los que fueron, la mayoría ancianos y niños, alguna mujer, ningún guerrero. ¿Cómo abandonarlos?

—Vamos —dijo Yaretzi mientras tiraba de mi brazo.

Hacía tiempo que habíamos acabado las hierbas medicinales que la esclava trajo consigo. No podíamos hacer nada por ellos, sólo verlos morir. Perdida en el llanto y movida por la obstinación, agarré trozos de las vestimentas de los muertos y los rasgué mientras decía:

—Todavía podemos humedecerles los labios y aliviar su sufrimiento.

Un trueno acalló los arcabuces y sentí que era una señal de Tláloc, dios de la lluvia. No estábamos abandonados del todo. Con decisión, fui hacia la puerta para humedecer la tela con el agua que empezó a caer, torrencial y furiosa. Pero un bofetón me detuvo. Entonces, la cara de Yaretzi se dibujó ante mis ojos, arrugada y severa.

—Esto se ha acabado. Nos vamos —me ordenó.

Desde fuera, las risas y las voces cada vez parecían más cercanas. Quizá celebraban el agua caída del cielo, quizás agradecían el silencio de la pólvora, pero yo sólo podía mirar a Yaretzi con indignación.

—¿Estás loca? Soy una sacerdotisa y tu señora, ¿cómo te atreves a…?

Me interrumpieron unas risas que, de pronto, llegaron desde la puerta. Sólo vi una silueta en el umbral, pero pude sentir el fuego de su mirada al recorrer mi cuerpo, paralizado por el miedo. Portaba en la mano una espada de hierro cuya hoja se iluminó con un tenue resplandor. Al cinto llevaba un puñal y de la espada de obsidiana sólo se veía el mango a la espalda, junto al escudo. La armadura de algodón le cubría el torso, pero no lucía penacho alguno y su cabello, negro y liso, caía desordenado sobre los hombros. Era un guerrero tlaxalteca.

—¡Esta noche los dioses nos han premiado! —dijo victorioso. Tras él, una cortina de lluvia anegaba el suelo.

En cuanto oyó su voz, Yaretzi se acercó a mí, pero no alcanzó a cubrir mi cuerpo antes de que apareciera otro guerrero, más bajo, más corpulento, con la misma mirada lasciva.

—No se atreverán —bramó mi esclava con los brazos abiertos—. Es una sacerdotisa, los dioses la protegen.

Los hombres la miraron y se echaron a reír. Era una mujer menuda, y la escasez había dejado su cuerpo seco y ligeramente curvado, pero se mantenía firme mientras me daba la espalda.
—No te preocupes —respondió el más alto mientras dejaba su espada de hierro apoyada en el quicio de la puerta—. Tampoco hace falta usar la fuerza. Amigo Tochtli, anda, saca una tortilla. Queréis un par, ¿eh? Una para ti, vieja, y guardas la otra para la chica, ya que tanto te importa.

El guerrero más bajo mostró una bolsa y la agitó en el aire. Entretanto, su compañero se acercaba hacia nosotras, y sentí que el aire se secaba a mi alrededor y se hacía irrespirable. Entonces Yaretzi se abalanzó corriendo hacia el guerrero; entre risas, él se apartó de un salto, pero ella no pudo detener su loca embestida.

Ya sin nada que me resguardara, el que venía hacia mí alzó las manos abiertas, como si quisiera mostrarme que no llevaba armas, que no me haría daño. Pero mis piernas temblorosas retrocedieron, y el miedo me atenazó con fuerza, como si quisiera expulsar la vida de aquel cuerpo antes de que llegara a tocarlo el guerrero. Entonces todo se aceleró. Recuerdo ráfagas iluminadas por los relámpagos, el cuerpo de Yaretzi golpeando contra la pared tras un puñetazo, el hombre de la puerta doblado por la risa y el otro saltando sobre mí como un jaguar sobre su presa.

Caímos encima de un cadáver. Luego sentí su armadura mojada por la lluvia restregándose contra mis senos, y su miembro duro sobre mi vientre. Él me abofeteó y grité de dolor. Mi propio aullido convirtió el miedo en fuerza y furia. Empecé a golpearle en los costados, pero se rió, pues mis puños rebotaban contra su armadura mientras sus manos oprimían mis piernas y buscaban separarlas. Aun así, no desfallecí, pues si él soltaba mis piernas para sujetar mis brazos, su miembro no hallaría entrada a mi cuerpo, y si no dejaba de moverme, tampoco lo lograría. Le golpeé en los costados, y una de mis manos topó con el filo de obsidiana del puñal al cinto. Él consiguió separar mis piernas; yo así el arma. Hizo ademán de penetrarme y elevé los brazos, sosteniendo la empuñadura con ambas manos. Vi sus dientes hundirse en la cicatriz sacerdotal de mi seno, y con un alarido, clavé el puñal en su nuca. Su cuerpo muerto cayó sobre mí. No sé durante cuánto tiempo permanecí inmóvil, sólo sé que relampagueaba y que llovía cada vez menos. Entonces oí aquella voz rasgada con la que había crecido en los campos de Acolman.

“La sacerdotisa de la luna” de Emma Ros. Pulse para ver el video. Cortesía de Urano Ediciones:
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El presente texto hace parte de su novela La Sacerdotisa de la Luna, publicada por  Umbriel Editores (Ediciones Urano).
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*Emma Ros es periodista y escritora española. Ha desarrollado la mayor parte de su carrera literaria dedicada a la literatura infantil, en lengua catalana. Nacida en Montgat, Emma Ros es licenciada en periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona. Creadora del personaje de dibujos animados Pipsqueak, escribió los guiones de las populares series El Planeta de Pipsqueak y Pipsqueak y los deportes, en las cuales también intervino primero como ayudante de realización y después como correalizadora. Autora de cuatro libros infantiles editados en catalán con el mismo personaje, en 2007 publica su primer libro para adultos, una recopilación de relatos sobre hábitos de alimentación. Es autora de «En tierra de Dioses».

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