Escritor del Mes Cronopio

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Cuervo

LOS HERMANOS CUERVO

Por Andrés Felipe Solano*

EL OLOR DE LA GASOLINA EN LAS CALLES

El primer día que pisé la casa, la abuela me recibió en una salita en miniatura dispuesta para las visitas rápidas e informales. Unos metros más allá estaba la sala propiamente dicha, un espacio tan amplio como la mitad del apartamento en el que yo vivía. Vi muebles tapizados en un terciopelo color durazno, un bar con dos botellas de whisky Passport y otras de licores exóticos que parecían no haber sido abiertas en años, un radio grande donde quizás alguien oyó que el comandante Yuri Gagarin había alcanzado el espacio y tapetes de varios tamaños sobre un piso de madera lustroso. No existían porcelanas ni cuadros, la abuela los aborrecía, solo una pared con un espejo en cristal de roca que iba hasta el techo, a casi dos metros de altura sobre mi cabeza. Recuerdo que la casa olía a humedad y a ropa recién planchada. La mía siempre olía a lentejas.

Había visto a la señora de lejos cuando fue al colegio a la primera entrega de calificaciones. El director de estudios, el rector y ella se reunieron a puerta cerrada ese día. Acordaron que serían sus propios nietos los que recogerían las libretas de notas y se las entregarían para que las firmara. Si se presentaba un problema, la abuela estaba dispuesta a ir, pero confiaba en que no sería necesario. Con el tiempo supimos de esta excepción y de otras más por una secretaria a la que Machado le llevaba chocolatinas a cambio de información. Ella le contó que los hermanos no habían tenido que pasar un examen de admisión, ni siquiera llenaron un solo formulario para entrar a estudiar con nosotros. Un familiar de su abuela era cura y ocupaba un puesto importante dentro de los jesuitas, la orden religiosa que dirigía el colegio, así que los hermanos fueron recibidos sin obstáculos. También nos enteramos de que no habían estudiado antes en ninguna parte. El nombre del sitio que mencionaron el primer día era inventado y por eso no lo pudimos reconocer. La abuela, que fue una de las primeras profesoras de la Universidad Nacional, los había educado en su casa.

Antes de entrar en la mansión de los Cuervo esperaba encontrarme con una vieja mohosa y extravagante que me llenaría de estupor. Confiaba en que la visión de la mujer sería tan impresionante que me obligaría a repudiar su encargo, sin importar que se hubiera ofrecido a pagarme el triple de lo que le hice saber que le cobraría. De hecho había accedido a ir a su casa luego de que mi mamá me dijera que los hermanos Cuervo estaban buscando un profesor de guitarra solo para poner un pie en sus dominios y estar frente a frente con la señora, ver su barbilla peluda, temblorosa, amarillenta, y después contarlo en el colegio con detalles de mi propia cosecha. Al ver cómo bajaba la escalera sin sujetarse del pasamanos de madera y metal, con su espalda recta, su ropa impecable y su rostro despejado, sufrí una desilusión tan grande como el día en que mis papás se negaron a comprarme una guitarra eléctrica. A cambio me dieron un trasto de madera que había pertenecido a un tío abuelo. Mi papá además me dijo que la tenía que cuidar como a mi novia. Esta era una de sus expresiones preferidas. «Linda como una novia, perfumada como una novia». La usaba para todo, pero estaba lejos de ser la que yo más odiaba. La vulgar y máxima ganadora era una a la que acudía cuando se molestaba conmigo por uno de mis despistes. Me ladraba «pellízquese los huevos a ver si despierta». A mí me salía espuma por la boca de la rabia. Esa misma desilusión de no tener una Fender o una Gibson entre mis manos me llegó cuando tuve en frente a la abuela. No era un esperpento, ni mucho menos una bruja. Me pareció que tenía una expresión entre severa y melancólica. Aristocrática, diría Zorrilla. Apenas la vi supe que era una de esas personas que jamás usaban un diminutivo de no ser necesario. Nunca ofrecía un vasito de agua, por ejemplo. Rendido de par en par ante su presencia, mis confusas hormonas me llevaron incluso a indagar por su juventud y descubrí en su cara a una mujer de portada de revista. Esa tarde, lo único fuera de lo común en aquella majestuosa señora era un anillo con la forma de un escarabajo gigante que llevaba en el índice. Y sus manos. Me dio un apretón firme al saludarme. Sentí sus manos cálidas, tan libres de arrugas y manchas que se parecían a las de mi mamá, que apenas había cumplido cuarenta años. Y su nombre. Me encantó su nombre. Se llamaba Rosa.

Después de ese encuentro no tuve otra opción que aceptar enseñarles a tocar guitarra a los hermanos Cuervo dos veces por semana. Caí en su telaraña cuando ya había pasado la peor época de las bombas en las calles. Aun así nos sentíamos en plena guerra mundial. Todo a causa del apagón decretado por el Gobierno que recortó la electricidad de nuestras casas todas las tardes y noches durante más de un año. Si no estoy mal, la energía regresó a nuestros hogares en abril o mayo de 1993.

Al terminar la primera lección, cada uno de los hermanos cubrió con una manta su guitarra española de clavijas de marfil envejecidas y la guardó en un estuche duro como un ataúd. El mayor me miró con sus ojos vacíos y me preguntó si quería dar una vuelta por la casa. Usó el tono desenvuelto y al mismo tiempo orgulloso que detecté en la voz de Gómez cuando unos meses atrás me había dicho que me presentaría a una prima suya que vivía en los Estados Unidos. Me explicó que Miranda, así se llamaba, se había ido muy pequeña a Miami y que acababa de regresar a Colombia con sus papás. Lo que no me dijo es que los habían deportado después de que el tío de Gómez pagara un tiempo en la cárcel por llevar cápsulas de cocaína en el estómago. Zorrilla me lo contó, aunque pudo haber sido otra de sus mentiras infames. La prima resultó ser una especie de bomba sexual de quince años con las piernas aún más largas que las mías, y eso que yo hacía parte del equipo de basquetbol del colegio gracias a mi estatura. Es verdad, casi nunca me alineaban para los partidos del campeonato intercolegiado, pero tenía el uniforme oficial y entrenaba todos los viernes por la tarde. En los anuarios del 91 y del 92 salgo con los jugadores titulares en la foto del equipo. En una de ellas aparezco en la esquina inferior derecha. Mi cara está cortada en dos pero todavía se me puede reconocer por el lunar rojo de cuatro centímetros cuadrados (lo he medido muchas veces) que cubre la mitad de mi mejilla derecha. De ahí salió mi apodo, La Mancha.

Miranda, ese era su jugosísimo nombre, hablaba un español enredado, con un ligero acento cubano y siempre olía a Hawaiian Tropic. «El aroma del producto creado para los profesionales del bronceo», rezaba el absurdo lema de la marca, me acuerdo a la perfección. El olor había quedado grabado en mis fosas nasales desde el diciembre negro en que mis papás me arrojaron granujiento y con el pecho muy blanco a una playa llena de mujeres de pieles saladas y cobrizas. Además de su delicioso aroma a coco, Miranda tenía las tetas de una matrona italiana a pesar de ser apenas una quinceañera. La prima patrocinó la mayoría de mis poluciones nocturnas de aquel año en que el pendejo de Gómez me la presentó como si se tratara de una tía desdentada.

Al oír ese mismo tono de desenfado en la voz del hermano mayor cuando me propuso recorrer la casa pensé de inmediato en decirle: «No, no me interesa». Con esa respuesta cortante dejaría trazada entre ellos y yo una línea invisible pero tan contundente como la que demarcaba el campo de fútbol del colegio, al que a veces iban a entrenar equipos de la segunda b. Era necesario marcar distancia, en todo caso yo le llevaba dos años al mayor y más allá de eso me había convertido en su profesor, me dije seguro y con un contoneo imaginario de catedrático importante. Pero pudo más la conciencia de mi estupidez que mi falso orgullo. Ninguno de mis compañeros me lo habría perdonado. Como muchos otros en el colegio, yo también me moría por saber qué escondía en sus entrañas el caserón esquinero, de muros cubiertos por enredaderas y espinos, de techo de tejas de barro con una gruesa capa de liquen, de enormes brevos en los jardines, de ventanas pesadas en perfecta disposición victoriana, de patios secretos, y que todavía tenía al frente, encima de la puerta principal, una barra de metal hueca para poner la bandera nacional en los días festivos. Una bandera que la abuela y los hermanos jamás izaron. Recuerdo que los Cuervo fueron las primeras personas a las que les oí decir abiertamente que no tenían padres, religión o patria.

Gastamos el resto de aquella primera tarde dando vueltas por los laberintos de la casa. Mi primera impresión fue la de estar recorriendo un buque o un hotel abandonado antes que un hogar. Con mi guitarra criolla al hombro, más seguro de ella después de que fue alabada por los hermanos sin asomo de burla, regresé en un estado de absoluta euforia al minúsculo apartamento donde vivía con mis papás. En el camino me distraje reconstruyendo el mundo que se había abierto ante mí, las imágenes de esa nueva galaxia reveladas a la humanidad gracias a la sonda que yo supervisaba en persona. Estaba convencido de que hasta los profesores pagarían por mis relatos acerca de la misteriosa vida en la casa de los Cuervo.

Esa noche, tirado sobre mi cama, hice un listado de los lugares y objetos descubiertos unas horas antes.

Hace poco reconstruí la lista y era más o menos así:

1. Puerta secreta debajo de la escalera principal:
Ubicada cerca de la entrada, tan pequeña que ni siquiera un enano adulto podría atravesarla sin tener que ponerse de rodillas. La gente la abría y encontraba colgado al respaldo un cepillo y un cajón rectangular de quince centímetros, ambos de madera. Estaba diseñada para que los visitantes encontraran los utensilios y se quitaran el barro de los zapatos raspando las suelas con el cepillo. La tierra seca debía caer sobre el cajón.

2. Habitación en el primer piso que los dueños de casas similares llamaban «cuarto del chofer»:
En aquel cuarto de piso de madera podrida que nunca ocupó un conductor, la abuela guardaba enlatados suficientes para alimentar a un batallón en caso de que estallara una guerra nuclear. Esa primera tarde los hermanos me mostraron los más antiguos, un par de latas de aceitunas y cebollitas con una fecha de vencimiento increíble: mayo 4 de 1979. «Todos los 15 de enero hacemos mercado de enlatados», dijo el hermano mayor devolviendo una lata de palmitos a un estante.

3. La camioneta:
Una especie de tanque de guerra casero, sólido pero lleno de remiendos, que estaba parqueado en el garaje, adonde daba una de las dos puertas de la habitación de los enlatados. No sé por qué pero el carro tenía un aire a las camionetas de las cadenas de radio que hace unos años se parquearon cerca del Palacio de Justicia, durante la toma guerrillera. Uno de mis tíos estaba prestando servicio militar y lo pusieron a hacer guardia en plena Plaza de Bolívar. Estuvo presente cuando el Palacio empezó a arder y con una Kodak Instamatic tomó fotos del lugar envuelto en llamas. Me contó que dos capitanes habían penetrado por la puerta principal del Palacio con tanques como si fueran niños furiosos conduciendo un triciclo. En aquellas fotos también salían los carros de las transmisiones radiales. Las llevé al colegio para llamar la atención, pero nadie se fijó en los rollos. El papá de Castro, el presidente del salón, era periodista de televisión reconocido y tenía un video de la toma que vimos en clase, dejando mis ilusiones de popularidad por el piso. En esa camioneta-tanque los hermanos Cuervo aprendieron a manejar. Me contaron que le habían pagado a uno de los mecánicos del barrio para que les enseñara a escondidas de la abuela.

4. Los citófonos negros:
Estaban repartidos por toda la casa y en algún momento sirvieron para comunicarse con las habitaciones, el comedor, el patio de ropas o el cubículo de planchado. Los hermanos me dijeron que en ese entonces solo funcionaban el citófono de la cocina y el de la habitación de la abuela.

5. La escalera de servicio:
Un largo armazón de metal pintado de azul cielo y peldaños de cemento pulido, que conectaba el patio interior con la parte trasera del segundo piso, donde, entre otros, había un cuarto que estaba destinado exclusivamente a guardar la ropa de cama y las toallas. La misma escalera conducía a una especie de apartamento independiente donde dormía la empleada, a la terraza y a «La Gruta». Ese era el nombre que los hermanos le daban a la buhardilla.

6. «La Gruta»:
En mi apartamento lo más parecido que tenía a un escondite era un hueco con puertas corredizas de vidrio en el techo del baño, donde mi mamá acomodaba las maletas. Cuando estaba pequeño había tratado de hacer mi guarida allí pero apenas si cabía acostado. En el momento de señalar la entrada a la buhardilla desde la terraza, los hermanos me prometieron que algún día me dejarían subir a su santuario. No supe si tomar su frase como una humillación o como un voto de confianza.

7. La antena parabólica:
Era como si un platillo volador se hubiera incrustado en el techo. Solo podía verse desde el patio trasero. Al parecer la abuela fue una de las primeras personas en la ciudad en tener televisión por suscripción.

8. El cuarto secreto:
Habitación al fondo del segundo piso donde solo entraba la abuela. Ella misma la limpiaba. Traté de entrar varias veces por mi cuenta pero no pude forzar la cerradura.

*Este fragmento hace parte de su novela “Los  hermanos Cuervo” publicada por Alfaguara (2012).

Andrés Felipe Solano. Pulse para ver el video:
[youtube]https://www.youtube.com/watch?v=bbCLfEX31A4[/youtube]
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* Andrés Felipe Solano (Bogotá, 1977). Es novelista y periodista. Autor de la novelas Sálvame, Joe Louis (Alfaguara, 2007) y Los hermanos Cuervo (Alfaguara,2012). Sus artículos han aparecido en diversas publicaciones como SoHo, Arcadia, Gatopardo (México), La Tercera (Chile), Babelia-El País (España), Granta (España, Reino Unido), The New York Times Magazine y Words Without Borders (Estados Unidos). En 2008 fue finalista del Premio Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, institución presidida por Gabriel García Márquez, por su crónica «Seis meses con el salario mínimo», que fue incluida en Lo mejor del periodismo en América Latina (FNPI-FCE, 2009) y en Antología de crónica latinoamericana actual (Alfaguara, 2012). En 2010 fue escogido como uno de los veintidós mejores narradores en español por la revista inglesa Granta.

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