MY VERY OWN PÁGINA EN BLANCO
Por Sebastián Antezana*
Entonces, cuando todavía nada había pasado, se veía como un puntito verde y azul, pacífico, flotante, en medio de una calma ingrávida. Después del impacto todo quedaría arrasado y no habría más tiempo, pero entonces todavía existía y por eso puedes contar una historia.
Esa noche estás con Laura. Mientras le acaricias el pelo piensas que la quieres mucho y que por eso la situación es terrible. Además, piensas en el cuento que estás escribiendo, en la inminente llegada del asteroide. Allí, eso de que, finalmente, el planeta vaya a ser golpeado por una roca celeste, después de verlo retratado hasta el cansancio en multitud de libros y películas, es de tan mal gusto que resulta irresistible: millones de personas esperando a que un cliché aniquile de un solo golpe la Tierra. Ves a Laura, es algo ancha de cintura y bonita. Mientras le susurras al oído que quieres hacérselo una última vez, le pones las manos sobre las caderas y sueñas, como en el cuento, con irte a vivir a una de las muchas estaciones-bar que orbitan la Tierra, múltiples pequeños satélites que forman un ancho cinturón verde y difuso hecho de alcohol metílico. Piensas que sería hermoso ser uno de los pocos privilegiados que pueden ver desde allí, desde una estación lo suficientemente lejana a la colisión y sosteniendo un vodka tonic, cómo el asteroide impacta el corazón del sudeste de Asia, devastando en milésimas de segundo todas aquellas islas y todos aquellos mares que súbitamente se transforman en materia ígnea y convulsionada, mutante y volátil, y que se dispersa irremediablemente a los confines del espacio. Todo convulsionado. El universo en sus primeros días.
Laura es viuda. Cuatro años atrás estaba con Mario cuando el Chevrolet que manejaban se metió bajo el camión de una planta empacadora de carne en mitad de la carretera. Para entonces ella y Mario habían estado casados por dos años y vivían hacía uno en el sur de la Florida. Ese día aseguraron con doble seguro las puertas de la casita que compartían y cerraron la llave del gas. Iban a pasar el fin de semana en las playas cercanas, así que decidieron sacar el Chevrolet que casi nunca utilizaban. Mario se puso al volante y mientras encendía la radio se prometió no pasar de los 90 kilómetros por hora. Condujeron cuarenta y cinco minutos por la carretera ancha y luminosa hasta que vieron a la distancia la mole de la parte trasera del camión, blanca y rodeada de luces rojas y amarillas. Entonces Laura dijo algo, que por favor abriera o cerrara la ventana, que le subiera a la música o le cambiara de estación. Mario accedió, lanzó una sonrisa tranquila al aire de la mañana e inmediatamente salió expelido por el parabrisas del Chevrolet hacia la puerta trasera del camión, contra la que su cabeza se comprimió en la primera décima de segundo y explotó en la segunda, regando fragmentos de piel, astillas de cráneo y materia cerebral por la carretera.
Laura, sostenida por el cinturón de seguridad, se rompió la cabeza contra el tablero, pero tras unos días de recuperación volvió a su pequeña casa del sur de la Florida. Al principio, las primeras veces que estuviste con ella, la situación te parecía perfecta, porque hacía mucho tiempo que no tenías algo tan bueno y porque además lo habías conseguido fácilmente, sin mucho aspaviento. Entonces todavía te sorprendías y te felicitabas por tu suerte, pero después de un tiempo y de que el sexo con Laura se volviera una actividad incomprensible las cosas tomaron otro cariz. Le decías vamos, Laura, let’s do this, después de echarte en la cama de tu casa o del hotel en que hubieran recalado en la ocasión, y mientras tú le metías los dedos Laura comenzaba a chuparte la herida.
Desde que llegaste a Estados Unidos, hace ya casi dos décadas, has trabajado de electricista. Como siempre lo hiciste de forma independiente, el oficio te permitía regular tus horarios y era relativamente fácil, pero después de tanto tiempo lo encontrabas rutinario. Ibas temprano en la mañana a casas y departamentos donde señoras mayores en batas y pijamas te pedían reposicionar la antena de televisión, reparar el triturador de basura de la cocina y arreglar el alumbrado de su lado de la calle. No te molestaba particularmente, pero ya tenías cincuenta y ocho años, las rodillas resentidas y preferías no pasarte el día haciendo un trabajo en gran medida físico para el que ya no eras apto. Querías dedicarte a otras cosas. Además, se te había metido en la cabeza la idea de escribir. Conociste a Laura en uno de esos trabajos. Te llamó desde un pequeño departamento de Monroe County y fuiste a ver si podías reparar un refrigerador viejo, pequeño y totalmente lleno de hielo. Laura se había mudado pocos meses después de la muerte de Mario. Tú llegaste con los shorts verde olivo que usabas todos los días, rematados con el cinturón utilitario en el que guardabas desarmadores, cinta aislante, una linterna y varios otros implementos del oficio. Poco después lo dejaste. En el departamento de Monroe County supiste que no podrías separarte de Laura; supiste que en esa visita, mientras arreglabas el termostato de su refrigerador, mientras le mirabas los ojos grandes y ausentes que parecían haber registrado una profunda tristeza, acababas de cruzar una línea: ahora la necesitabas, ya no podías estar sin ella.
Cuando Laura se va te deja en la cama y tú te metes en el baño. Como siempre que se va desde hace algún tiempo, te sientes culpable y te duelen las rodillas por el esfuerzo. Tomas una ducha larga y poco satisfactoria y notas que tienes hambre. La situación no puede seguir así, por lo que has hecho exactamente lo contrario a lo que quieres, acabas de decirle que es mejor si dejan de verse por un tiempo, que necesitas pensar un poco las cosas. Cada vez se te hace más clara la idea de que estás aprovechándote de ella y no quieres hacerlo más. Porque la quieres. Porque Laura se te ha vuelto imprescindible. Y el que te corresponda, esa posibilidad que cada día parece más remota, se te ha vuelto una obsesión. Crees que si pasan unos días apartados, si dejan de verse por un tiempo, es posible que deje de quererte sólo por la cosa que tienes en la pierna y que se abra a la posibilidad de algo más serio, más normal. Por eso le has dicho que es mejor que se vaya. Una vez solo, entonces, ya limpio al salir de la ducha, decides dejar que el tiempo opere y concentrarte en otras cosas.
Cuando lo piensas con calma, te das cuenta de que querer convertirte en escritor a estas alturas de tu vida, en un país que no es el tuyo y en un lenguaje que pese a los años no logras dominar, es una idea ridícula. Y, sin embargo, no puedes quitarte de la cabeza la extravagante idea de llegar a los 60 habiendo conseguido cierto reconocimiento. O, por lo menos, una moderada aceptación del mundillo literario del que por el momento permaneces apartado, como uno de los tantos satélites que en el cuento rodean al planeta formando un hálito difuso, como una de las muchas estaciones-bar que, esperando la llegada del asteroide, orbitan la Tierra sin tocarla, alimentándose de los viajeros desesperados y fatalmente seducidos que han decidido abandonarla para siempre ante la inminencia del desastre.
Y sin embargo todavía no has conseguido nada. Con el transcurso de los meses se te hace más concreta la idea de que has pasado de ser un buen electricista a un escritor mediocre. Pese a que tienes un par de originales que te parecen aceptables, las editoriales a las que los has mandado no han visto en ellos nada rescatable. Una te mandó una carta de rechazo. La otra nunca te respondió. Stagnant Water, la novelita que has escrito apenas cambiar de oficio, no pasa de 140 páginas y te ha tomado cerca de tres meses de trabajo. While It Happens in the Backroom, el libro de cuentos, medio año. Como no puedes sacártela de la cabeza, has disfrazado a Laura con otro nombre y la has puesto como protagonista de la novela.
Mientras piensas en ello, después de secarte y vestirte, y mientras te sientas frente al escritorio, Laura se aleja del edificio y camina lentamente por la calle. Hace sol y un viento ligero le roza los párpados y la punta de la nariz. Tiene todavía en la boca el sabor ferroso y mineral de tu sangre, y un minúsculo resto de costra pegado al labio superior. Laura piensa que, pese a todo, las cosas no han mejorado. Piensa que pese a tu cariño y tus atenciones le es muy difícil salir del estado de autoinfligido anonimato en que vive desde la muerte de Mario. La noche pasada soñó con el accidente, con la cabeza de su esposo que quebraba violentamente el parabrisas del Chevrolet e iba a estrellarse contra la puerta trasera del camión de la planta empacadora de carne. Mario volaba por el aire en cámara lenta y ella, a pesar de estar viéndolo todo y de saber cómo terminaba la historia, no podía hacer nada, no podía abrazar su cuerpo y detenerlo, no podía ni siquiera decirle que por favor no la dejara, que ella lo quería muchísimo, que no iba a saber qué hacer sin él. Cuando despertó, recuerda mientras sigue alejándose, sintió más que nunca la urgente necesidad de que Mario siguiera vivo. Desde el accidente nada había vuelto a ser igual. Era como si el mundo se hubiera vaciado de golpe, como si una súbita ingravidez hubiera desprovisto de peso a todas las cosas, que desde entonces no eran más que cáscaras vacías, fantasmas de algo hace mucho extraviado.
Desde el primer momento Laura se sumió en una extraña depresión. Estaba permanentemente atontada, ausente, pero pese a ello podía comer, ir al trabajo y hacer sus actividades regulares. Lo que no podía hacer era dormir. Se acostaba cada noche en una amplia cama de la que era entonces la única dueña y se pasaba el tiempo dando vueltas con una idea fija en la cabeza: necesitaba sentir dolor. No era insensible ante la muerte de su esposo, en lo absoluto, pero el hecho la había dejado en un profundo estado de shock y por eso incapaz de reacción. Por un largo tiempo estuvo sorda ante el mundo, inmóvil frente al escenario que se derrumbaba. Era como si el golpe que se había dado contra el tablero del Chevrolet la hubiera privado de toda posibilidad de mantener una vida interior. Lo único que conservaba desde el accidente era un vago sentimiento de desesperación replegado bajo un manto de mutismo.
Después de algunos meses, en un coctel al que asistió como una sonámbula, conoció a un hombre. No podía quitarle los ojos de encima al gran parche de piel quemada que tenía en la mano izquierda. Esa noche fue la primera vez que tuvo sexo con otro que no fuera Mario. En un enorme cuarto que hacía de escritorio, Laura se sentó sobre sus rodillas y, mientras lo besaba, sostuvo con fuerza la mano quemada y llena de cicatrices y comenzó a masturbarse con ella. Después conoció a otro hombre, un tipo sin demasiada gracia que se le había acercado en la cola de un cine para preguntarle la hora. Se le quedó viendo fascinada. Tenía un enorme labio leporino que le marcaba la cara y le dejaba un boquete, donde había estado la boca, que una sutura quirúrgica no conseguía disimular. Laura le dijo que eran casi las ocho de la noche y luego lo llevó a su casa, donde se quedó lamiendo el boquete por horas mientras él la penetraba.
Tú fuiste el siguiente. Cada vez que están juntos Laura se sienta sobre ti dándote la espalda, se lleva tu pantorrilla a la boca y empieza a chupártela como si una víbora acaba de inocularte su veneno, desesperadamente, haciéndote sangrar y previniendo que la herida se cierre del todo. Pero Laura es sólo el cascarón de una persona, una máquina extractora de la que no consigues sino monosílabos. Tú la dejas hacer pero sabes que no deberías, porque la quieres, porque te has enamorado violentamente y sabes que ella sigue estancada con Mario en alguna parte, porque sabes que la única forma de que ella permanezca a tu lado es desviando la mirada, dejando que las cosas sigan como están. Después de un tiempo, sin embargo, no puedes seguir con ello. La quieres y disfrutas el sexo, pero necesitas ser algo más que una particularidad física. Un prurito de moralismo te impide simplemente usarla. Lo has pensado y repensado muchas veces y la única salida que contemplas es pedirle que se aleje. Las cosas son así.
Tras la partida de Laura y mientras tratas de concentrarte en el cuento, descubres que, a pesar de todo, tienes hambre. Abres el refrigerador y encuentras un plato de sopa de zapallo, una manzana y dos latas de cerveza. Estás escribiendo una historia de ciencia ficción. Crees que has encontrado una flexibilidad sorprendente dentro de las reglas del género y, como generalmente haces, has trasladado tus obsesiones a la ficción. Allí la Tierra está al borde de la destrucción. M.A.R. 10, el asteroide que se dirige hacia ella, la golpeará a una velocidad de 62.300 kph. y con una fuerza de 36.17 millones de toneladas. El evento se espera en cinco días. Mientras tanto, la gente, entre aterrorizada y resignada, especula. Hay teorías que sostienen que la Luna se formó hace 4.5 millones de años, tras el choque de un asteroide de un tamaño similar al de Marte con la Tierra. Tras la titánica colisión, en un gesto de cósmica impotencia, enormes cantidades de roca y materia fueron expulsadas al espacio, y con el tiempo y la atracción gravitacional formaron lo que hoy se conoce como Luna. Se especula que algo similar será la consecuencia del impacto de M.A.R. 10. Que después de algunos cientos de miles de años un segundo cuerpo celeste, una segunda luna, podría encumbrarse en el horizonte de lo que para entonces será seguramente una Tierra devastada. Hay algo, al parecer, profundamente grabado en el ADN de nuestro planeta que lo hace propenso a las catástrofes. Como es natural, al descubrimiento de M.A.R. 10 y al reconocimiento del inminente final de la vida le siguieron primero el pánico y luego la locura, la natural guerra desesperada que el hombre mantiene contra sí mismo a las puertas de su destrucción. Algunos habitantes de la Tierra, los menos, pudieron salir a tiempo e instalarse en algunos de los múltiples satélites y estaciones que están lo suficientemente alejados de la colisión como para no ser afectados por ella, pero al mismo tiempo lo suficientemente cercanos para poder contemplarla casi a simple vista. Hay algo terriblemente morboso e hipnótico en el asunto, algo violento hasta la seducción: ver desde la seguridad de cierta distancia, desde esos bares, hoteles y estaciones en órbita, cómo gran parte del planeta —y posiblemente el planeta entero— es devastado con violencia por la llegada del asteroide, como una fruta contra la que se dispara una pistola de alto calibre, que recibe la bala totalmente vulnerable y es traspasada y desecha por el proyectil. Se especula que hay ciertos sectores —quizá algunos lugares cercanos a las Américas— que podrían salvarse de la aniquilación inmediata, pero se sabe que el golpe será devastador y que, eventualmente, toda la vida del planeta sucumbirá ante la presión, el calor y la implacable erosión consiguientes.
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