Escritor del Mes Cronopio

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Piel roja

LOS FUMADORES DE PIELROJA

Por Reinaldo Spitaletta*

Humo sos y en humo te convertirás. Tal vez no fue esta sentencia la que los indios de Guanahaní pensaron al ver al Colón de sus descubrimientos; simplemente, muy curiosos y admirados ante la mágica visión extranjera, le entregaron unas «hojas secas que debe ser cosa muy apreciada entre ellos», según escribió el almirante. Y este gesto de los nativos revolucionó el mundo, ¡quién lo creyera!

El tabaco alteró la vida cotidiana europea: antes no había tabernas con humo, ni poetas fumadores, ni pensadores arrojando volcánicas fumarolas, ni los ingleses —tan finos y estilizados ellos— tenían pipas. Sir Walter Raleigh, que puso «un poco de la tierra de América» en manos de la reina virgen, la reina de los mares, Isabel, y también tabaco, es el culpable de adulterar la flema británica. Cosa asquerosa el tabaco, diría la reina, tan purista y delicada. Pero sus súbditos, no. Y fumaron, gracias a Sir Walter, gracias a los indios tainos. Y supieron que ahí, además de placer, había fortuna.

Y así, de los indios de las Américas, pasó el vicio a los blancos. Y a los negros. El tabaco transformó economías. Hubo monopolios y estancos e impuestos y contrabandos y gestas independentistas. La reina inglesa murió sin probarlo (se privó igual de otros placeres), Colón también. El cigarrillo y el cigarro radicalizaron al mundo entre fumadores y no fumadores. «Fumar es un placer», se cantaba en el orbe entero, tanto que se desconfiaba de quien no aspirara humos: «¡qué otros tremendos vicios tendrá!», decía el cronista antioqueño Luis Tejada.

Y en este punto aterrizamos por tierras de Medellín, antes también de indios. La llamada en otros tiempos «planta de la felicidad», creadora de tabacaleras y fábricas, tuvo en Colombia, en la década del veinte del siglo veinte, un producto estrella, cuyas memorias aún persisten entre dedos y bigotes nicotínicos. Y vea usted, que como de indios se trata, apareció el Pielroja, emblemático producto de Coltabaco, que antes, amable lector, fumaron abuelas, bisabuelos, tíos, obreros, lavanderas (muecas y con dientes), poetas, intelectuales, estudiantes, prostitutas, profesores, camajanes…

El caricaturista Ricardo Rendón, panida, amigote de Tejada y de otros locos, diseñó el primer indio, nada que ver con los de la isla primera «visitada» por Colón, y más bien evocando a las muy bravías tribus de Norteamérica. El indio carirrojo, de fuertes facciones, estaba de perfil y exhibía un penacho de once plumas.
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La imagen, más tarde, en los cincuenta, retocada por el artista José Posada, que le suprimió una pluma, se convirtió en un símbolo popular, una parte de la memoria colectiva, que además aparecía —creo que todavía aparece— en almanaques con rostros de mujeres y en avisos de neón, como el que, por muchos años, estuvo en los altos de la plaza de toros La Macarena, en Medellín. Ese cigarrillo, del que hubiese abominado la reina, pero acogido por proletarios y burgueses, lo elaboraron, primero, con tabacos turcos y amarillos, y después, con tabacos negros de Santander y también de Kentucky. Era el cigarrillo de los fumadores duros, de los ortodoxos. Mejor dicho, su eslogan era preciso: «satisface plenamente el deseo de fumar».

Fumarlo era toda una provocación. Con él, los pelados de los sesenta, incumpliendo prohibiciones, se graduaban de varones. A escondidas se aprendía a aspirarlo, con un agravante: para quitar su olor no valían chicles ni mentas ni unos sobrecitos de un aromatizador bucal llamado Sen–Sen. Ni nada. Era un cigarrillo delator. Ah, y los marihuaneros lo apetencían —claro que no más que al Lucky «cincoletras», un pasante especial y rubio— porque del paquete podían extraer los «cueros», un papel de seda, único para la elaboración de los puchos.

De lo contrario, había que destruir biblias y otros libros de papel de arroz. El Pielroja era para los auténticos viciosos, para el amante de la emoción radical, sin suavizadores ni atenuantes. Nada light, como se ha vuelto el mundo. Los «pechis», con cajetillas de dieciocho pielrojas, tenían su encanto. Es más: hubo un tiempo en que los combos de barriada coleccionaban cajetillas y aunque las del Pielroja eran las más comunes, las más proletarias, se usaban como si fuera la «menuda» en aquellos desaparecidos juegos infantiles de la calle. Valían más las extranjeras, como las de Camel, Lucky, Viceroy y Mapleton.

El Pielroja dejaba sus huellas. Uno sabía que alguien era un fumador empedernido con solo mirarle el corazón y el índice: eran amarillos. En las zonas cafeteras y, en general en los montes, también se prendían pielrojas para espantar mosquitos. Tal vez eso tan espeluznante que llaman el «síndrome de abstinencia» golpeó con rudeza a los fumadores de Pielroja cuando estalló, el 16 de agosto de 1967, una huelga en Coltabaco. Los obreros pedían «aumento de salarios básicos» de trescientos pesos y respeto a su estabilidad laboral, entre otros puntos de su pliego petitorio.

Antes de la hora cero de la huelga estalló la especulación en las tiendas, que aumentó con la parálisis. Paquetes de Pielroja a un peso con ochenta centavos, cuando en tiempos normales era a noventa centavos. Los fumadores aullaban. Nada, ni el Lucky ni el President y mucho menos un tabaco, satisfacía «el placer de fumar». Se recogían cuzcas en la calle y se pagaba por ellas. Se compartía un cigarrillo entre diez o quince ansiosos pielrojistas, e incluso, como pasaba en algunos negocios de la carrera Junín, se «vendía fumada de Pielroja a diez centavos». Se imploraba que apareciera un taumaturgo, estilo Cristo, y multiplicara un cigarrillo en millones.

El Pielroja era el cigarrillo ideal para las adivinas de barrio que leían sus cenizas. No sé cuánta gente fuma hoy ese cigarrillo, que recuerda al gran caricaturista de Rionegro. La imagen del indio se veía, en los noventa, estampada en camisetas juveniles. Los pielrojas, como tribu, se esfumaron.

Quizá sobreviven las palabras del jefe Seattle y su carta al presidente gringo Franklyn Pierce: «Cuando el último pielroja haya desaparecido de la tierra y su memoria sea solamente la sombra de una nube cruzando la pradera, estas costas y estas tierras aún albergarán el espíritu de mi gente, porque ellos aman esta tierra como el recién nacido ama el latido del corazón de su madre».

Indio sos y en humo te convertirás decía el fumador, que se quemaba los dedos, con miras a prolongar el placer. Y el indio ardía. Y nacía de nuevo de sus cenizas. Qué extraño y particular fénix. Los fabricantes de humo te saludan a bocanadas.
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* Reinaldo Spitaletta es comunicador Social-Periodista de la Universidad de Antioquia y egresado de la Maestría de Historia de la Universidad Nacional. Presidente del Centro de Historia de Bello. Docente-investigador de la Universidad Pontificia Bolivariana. Es columnista de El Espectador, director de la revista Huellas de Ciudad y coproductor del programa Medellín al derecho y al revés, de Radio Bolivariana. Galardonado con premios y menciones especiales de periodismo en opinión, investigación y entrevista. En 2008, el Observatorio de Medios de la Universidad del Rosario lo declaró como el mejor columnista crítico de Colombia. Conferencista, cronista, editor y orientador de talleres literarios.
Ha publicado más de una docena de libros, entre otros, los siguientes: Domingo, Historias para antes del fin del mundo (coautor Memo Ánjel, 1988), Reportajes a la literatura colombiana (coautor Mario Escobar Velásquez, 1991), Café del Sur (coautor Memo Ánjel, 1994), Vida puta puta vida (reportajes, coautor Mario Escobar Velásquez, 1996), El último puerto de la tía Verania (novela, 1999), Estas 33 cosas (relatos, 2008), El último día de Gardel y otras muertes (cuentos, 2010), El sol negro de papá (novela, 2011) Barrio que fuiste y serás (crónica literaria, 2011), Tierra de desterrados (gran reportaje, coautor Mary Correa, 2011), Oficios y Oficiantes (Relatos, 2013). Tiene inéditos los libros, producto de investigaciones sobre el Barrio Antioquia, el movimiento estudiantil de 1971 y Lovaina, cuando Medellín era la sucursal de Sodoma y Gomorra. Actualmente, adelanta una investigación sobre mujeres trabajadoras entre 1900 y 1930, con el personaje central de la líder obrera Betsabé Espinal. En 2012, la Universidad de Antioquia y sus Egresados, lo incluyeron en el libro «Espíritus Libres», como un representante de la libertad y de la coherencia de pensamiento y acción.

El presente relato aparece publicado por la Editorial de la Universidad Pontificia Bolivariana en la colección Club de Escritores. Número 12 de dicha colección: Oficios y Oficiantes. ISBN 978-958-764-086-1. 150 páginas.

2 COMENTARIOS

  1. Aunque nunca fume pielrojas, este texto me trae a la memoria lo que vi y compartí de primera mano. Una cosa más, en Bogota, en los viejos y destartalados buses de transporte, cuando se empezó la prohibición de fumar en ellos, en la puerta de salida del bus, y algunas veces en la de entrada, aparecía la cara del indio piel roja al lado del letrero «no fumar».

  2. Exquisito relato, aún sin gustarme el Pielroja, logré sentir senderos de bocanadas, y evoqué, gracias a estas letras, las de algún amigo, que sumó sus humos a esta tribu!

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