Escritor del Mes Cronopio

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En cuanto a las relaciones internacionales, simplemente he de recordar dos imágenes: la del smoking que le quedaba gigante a nuestro amito frente al rey de España, y un magnífico ejemplo de su diplomacia folclórica: cuando el presidente Uribe le iba a poner un carriel al Papa Juan Pablo II (que por ese entonces ya miraba a Saturno): hay una fotografía publicada en primera página de El Tiempo, donde el Secretario de Estado del Vaticano hace una cara de horror ocultando con una sonrisa jesuítica sus palabras: «¡No le ponga eso!» He ahí otra muestra de la diplomacia colombiana sin pormenorizar en el recuento de gamonales nombrados en consulados y embajadas –a excepción de Carolina Barco y tal vez otros pocos–, que jamás balbucearon el idioma del país donde nos representaban. Felizmente el sucesor del amito Uribe fue supremamente astuto y, reemplazando al mandarín entronizado, designó a tres fantásticos ministros: Juan-Camilo Restrepo pulverizando a «Uribito», María-Ángela Holguín en cabeza de las relaciones internacionales (la única funcionaria que le renunció por tramoyero a Uribe en la diplomacia colombiana), y Germán Vargas-Lleras que se atrevió a contradecir al todopoderoso presidente antes de su campaña. ¡Qué casualidades! Numerosos académicos se quedaron esperando que la trastocada gestión de Doña Fernanda Campo, que provenía de la Cámara de Comercio de Bogotá y no propiamente del sector educativo, siguiera regocijando a más maestros…
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Voy directo al discurso del universitario, subrayado en nuestro país con el fracaso político de Antanas Mockus. ¡Hay que aceptarlo! Estábamos tan huérfanos que algunos le adjudicamos cosas que él no tenía o no podía dar. Como si alguien en Facebook se siente seducido por otro perfil virtual creyendo que es el amor de su vida. Y no voy a hablar de la palada, la tajada, la mordida, la movilización de Familias en acción, la propaganda sucia atribuida a J-J Rendón. No. Simplemente, voy a referirme al horror que experimentamos los profesores ante el matemático y gran intelectual representándonos, incapaz de traer a Juan-Manuel Santos a su terreno: el de la cultura. Cierto, muy civilizado, muy honesto, muy ético, diciendo la verdad, no pudiendo mentir, pero: ¿Para qué se mete uno a un campo donde no se sabe jugar? Además ¡qué fatalidad la «misa carismática» que celebró el 30 de mayo, cuando puso a saltar a sus seguidores! ¿Cómo no iba a perder de ese modo? La gente esperaba a un jefe de estado, no a un pastor protestante tarareando boberías: «Yo vine porque quise, a mí no me pagaron». ¿Acaso no estaba claro? En la sala había un tablero gigante que lo subrayaba: los verdes pasaban a segunda vuelta, cierto, pero raspando y sin posibilidades de mejoría, salvo si el profesor abandonaba la comedia. ¿Se atrevió a hacerlo? Por sí solo se enredaba, trastabillaba, no hacía sino embarrarla, parecía taimado, como si se hubiera fumado los girasoles de su partido, no daba pie con bola. Esa era la triste realidad y había que aceptarla, con toda la terquedad que lo caracterizaba. Además parece que nunca leyó los informes que le prepararon: con cifras precisas proyectando metas, estableciendo prioridades, clarificando objetivos. El muy impávido jamás presentó su programa de gobierno, juraba que con canturreos triunfaría: «La vida es sagrada», sí, «los recursos públicos hay que valorarlos»… ¿Pero idolatrarlos? Tampoco se quitó el traje habano que en televisión aturdía, ¡pobre profe debatiendo! La oligarquía se burló de él inflándolo en las encuestas, los medios le dieron casquillo para que figurara. Creyéndose el cuento cumplió su cometido: idiota de los políticos.

En cuanto a mi querido amigo, Fernando Vallejo, en el 2009 propuse su nombre para que obtuviera un doctorado Honoris Causa de la Universidad Nacional de Colombia. Entre tanto, debo decir algo que me cuesta creerlo: que en mi Alma Mater propusieron para el doctorado Honoris Causa del 2010 a Luís-Carlos Sarmiento-Angulo. ¡Qué barbaridad! Afortunadamente no pasó, porque entre Fernando Vallejo y Luís-Carlos Sarmiento-Angulo hay años luz de distancia, abismos astronómicos entre un Rodolfo Llinás, un Rogelio Salmona, un Álvaro Mutis, un Orlando Fals-Borda… y un Luís-Carlos Sarmiento-Angulo Ltda. Eso no, no y no. Siquiera no prosperó. En este mismo instante recuerdo cuando Vallejo dijo hace años, durante un festival de literatura, en el Parque Nacional de Bogotá: «Muchachitos de Colombia: no se reproduzcan, no le hagan a otro el daño que a ustedes les hicieron. Porque les tocará irse, pero cuando quieran huir no les darán visa como a mí, que sí me pude largar de aquí, por eso no se reproduzcan». Fantástico, ¿no? Maravillosa la histeria de ese hombre-niño que se atreve a proclamar a los cuatro vientos que Colombia es un desastre sin remedio y una maldición que no se puede cambiar por ninguna… Como alguna vez lo proclamó R-H Moreno-Durán: «Nuestra patria sólo puede dar señales de vida por medio de la muerte». He ahí pues el tercer discurso, el del histérico que canta las verdades de un país hipócrita, cuya estupidez proclama ante los cuatro rincones de la tierra ser de los más felices del mundo, justamente porque su Don de la vida radica en la muerte.
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Prosiguiendo, más allá de esos tres discursos, Lacan habla de construir otro distinto, que obviamente es del psicoanálisis. Yo hablaría de un cierto discurso del deseo (@), cuya verdad sea el saber (S), ante sujetos divididos ($), capaz de expulsar para siempre a todo amo (-A). Pues bien, ese discurso consiste en un saber crítico sobre el quehacer práctico, que debe reconocerse en la palabra cultura. Y esa es la gran misión y visión de la universidad que, me temo, se está perdiendo y anda tambaleando. Como en repetidas ocasiones lo subrayara Michel Foucault en sus cursos del Colegio de Francia, es necesario hacer que lo invisible sea visible para que quienes buscan reconocimiento sean vistos y no solo tolerados, sino que interactuando con otros, éstos reconozcan la posibilidad de ser interpelados por aquellos. Porque es lo diferente aquello que se reconoce, no lo similar que debe ser conocido. Pero para poder ver lo diferente es necesario un lenguaje que mencione lo que hay que ver y las maneras como ello debe ser visto.

Afortunadamente la identidad hoy no es más que una categoría abstracta de la que se habla cuando se pierden los valores forzados y forzosos que como artículos de fe se prescribían para creer. Hoy la identidad, como la cultura, se presenta en gerundio, es decir, a través de un quehacer permanente que sólo cuenta entrelazándose con la sociedad. Resulta bastante deplorable que en un país tan diverso como Colombia, sólo hasta hace 20 años se reconociera jurídicamente a las comunidades indígenas y afrodescendientes que a él pertenecen, puesto que antes se les consideraba como menores de edad o «incapaces de auto-determinarse», y por consiguiente se les privaba de los derechos que les permitían asociarse libremente o reformarse dentro del mundo al que pertenecían. Felizmente, el artículo 70 de la constitución de 1991, en uno de sus apartes declara que: «la cultura en sus diversas manifestaciones es el fundamento de la nacionalidad», dándole la vuelta a la idea de una unidad preexistente a los grupos que integran la Nación, reconociendo y obligando a proteger la igualdad y la dignidad de todas las culturas que conviven en el país. Es allí cuando el primer paso (el de la visibilidad) hasta hace muy poco se dio, quedando pendiente el ámbito no tanto de la aceptación o de la tolerancia, sino el del reconocimiento y respeto en la práctica de esa diversidad.

El caso del reconocimiento a las comunidades indígenas y afrodescendientes que forman parte de la nación colombiana, es tan solo un ejemplo del inminente ejercicio que debe realizarse en materia de cultura desde la Universidad. Es necesario superar las visiones reduccionistas (tanto conservadoras como supuestamente progresistas) que pretenden aislar a dicha noción, protegiéndola del mestizaje y la hibridación, en aras de esencias que en modo alguno se sostienen en el mundo contemporáneo.

Del mismo modo que hay muchas formas de ser, hay igualmente indefinidas maneras de expresar los modos de sentir, pensar y actuar de un individuo o grupo de individuos. Conjugar la cultura en plural implica promover la libertad para que una persona pueda expresarse y darse a conocer, así como identificarse sin ser marginada por ello, del mismo modo que generar una promoción para que cada individuo pueda elegir los elementos de identidad que le son propios frente a los contenidos de su cultura.
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Más acá de la noción de «campo cultural», es indispensable promover la movilidad. Numerosos estudios demuestran cómo lo sociocultural no puede ser pensado en un espacio nacional acotado, delimitado por fronteras estatales. Múltiples investigaciones en el ámbito de las culturas juveniles dan cuenta hoy de la explosión de subjetividades, estéticas, gustos y vínculos transnacionales que indudablemente desconciertan a las nociones cosificadas de cultura. En Colombia vale la pena preguntarse por el tipo de sociedad y relaciones sociales que culturalmente hemos forjado. Porque no basta con la valoración de las artes y las letras, ni con la reivindicación y patrocinio de las culturas populares, si los elementos elitistas e informales no se conjugan en mejores ámbitos de convivencia. De suerte que la pregunta por el tipo de ciudadanos que queremos formar en Colombia es altamente pertinente cuando se aborda el tema de la cultura.

Un diagnóstico bastante acertado, circunscrito a condiciones históricas que deben ser rigurosamente analizadas, nos muestra un profundo desajuste entre lo que establece la ley (deber ser), lo que se dice que se hace (la moral), y lo que en realidad se practica (la cultura). Si bien es cierto que en la mayoría de sociedades no existe un equilibrio entre estas tres dimensiones, para el caso colombiano es conveniente tratar de armonizarlas pues actualmente se presenta un abismo entre ellas, recreando ámbitos capaces de permitir a nuestros ciudadanos una correcta inserción en otros registros y horizontes culturales. Saber que no estamos solos y que no podemos aislarnos como país, implica un compromiso para una vez más pensar nuestra diversidad propendiendo por su reconocimiento y justa compresión, más allá de los conflictos que consecuentemente esto genere.

Porque el mundo se ha urbanizado y es indispensable convivir con ello, corresponde saber que a grandes y medianas escalas conviven la ciudad mundial, con todas sus promesas de desarrollo tecnológico y conectividad, con la ciudad mundo, saturada de contradicciones e inequidades sociales que obligan a multitud de individuos a desplazarse por razones de la injusticia, la pobreza o la guerra. Esas contradicciones se multiplican a escalas alarmantes y es necesario prepararse para enfrentarlas, sin perder de vista la noción aristotélica de «vida buena» que, pareciera reservada a unos pocos privilegiados de nuestra sociedad.

Defendiendo una noción plural de cultura, vale la pena preguntarnos si le corresponde al Estado, a través de la Universidad, dirigir los procesos culturales, o más bien a los maestros ser unos orientadores altamente flexibles de los mismos, sabiendo que son las sociedades y los grupos humanos, los que pueden concentrar en un momento dado las apuestas que en materia de cultura un país debe desarrollar. En ese sentido, las políticas culturales tendrían que cumplir unas funciones transversales que recorran el tejido de la sociedad, adaptándose a cada región para sostener los diversos procesos que allí se desarrollan, sin presionar en direcciones especificas, con criterios lo suficientemente amplios y flexibles para darle cabida a la diversidad, de modo que no caigan en preferencias ni elitismos. Más que una lista de acciones o un directorio de actividades folclóricas que con patrocinios estatales se dan en las regiones, las políticas culturales pensadas y soñadas desde la universidad deben ser unos lineamientos facilitadores para que un país como Colombia se reconozca a sí mismo en el conjunto de naciones, actualice su memoria y potencie sus valores en el mundo global.

Desde la perspectiva de reconocernos «unidos en la diversidad», cuatro ángulos debería promover la universidad en el campo de las políticas culturales colombianas:
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Primero: creación e investigación. Definiendo la Academia como ente del Estado, democráticamente, las direcciones que deben tomar los procesos creativos, así como la necesaria investigación de la historia de cada pueblo y región del país, desde los elementos más visibles tales como las relaciones que se establecen con el medio ambiente, las dinámicas tecno-económicas y sociopolíticas, hasta el ámbito de lo ideológico, es decir los mitos y ritos, cultos y creencias, cosmovisiones y lenguas que en cada contexto se practican.

Segundo: Formación y comunicación. Comprometiendo al Estado, y no sólo al sector publico sino al privado en invertir en dinámicas y procesos culturales, por medio de la fundación de escuelas y academias especializadas, conscientes de la importancia del crecimiento en ese campo, así como de la comunicación de la diversidad a través de emisoras, periódicos, páginas web y canales virtuales que permitan el reconocimiento y la valoración de la alteridad.

Tercero: Conservación y restauración. Porque la pregunta por el patrimonio (no solo material sino inmaterial) es fundamental en toda política cultural, y un patrimonio reducido a su simple exhibición carece hoy de sentido. La Universidad debe incidir en la sociedad para que ésta tome consciencia, defienda, valore y actualice todos sus patrimonios, traduciéndolos al mundo de lo actual y lo cotidiano, de acuerdo a las necesidades y apuestas que en cada región y localidad se determinen.

Cuarto: Proyección y bien-estar. Porque cultura y economía no son incompatibles, la universidad debe multiplicar geométricamente sus recursos de inversión en cultura, involucrando a la empresa privada para fomentar las industrias culturales desde lo local hacia lo global, de modo que se generen dividendos que redunden en el bien-estar de los ciudadanos.
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Finalmente, hay algo que me parece fundamental para nuestra «casa del saber», y es estar a la altura de lo cotidiano. Si la universidad se desconecta del día a día, la universidad se pierde. Si la universidad no aprende a realizar su propio «elogio de la sombra», a valorar ciertas cosas por muy banales que parezcan, la universidad se acaba. Porque la cultura está, sobre todo, en lo cotidiano. Y quiero plantear una consideración, a propósito de algo que hoy día resulta atroz y es el terrible silencio de las instituciones ante las demandas de sentido de los individuos, conjugado a que las universidades se están volviendo imitadoras de un modelo netamente tecnocrático cuando no empresarial, sin darse cuenta que su tiempo no es exclusivamente el de la productividad y los listados de cifras. Actualmente, en buen número de universidades colombianas se están implementando numerosos dispositivos de seguridad para controlar a quienes ingresan o egresan de sus campus. El día en que eso sea moneda corriente, la Academia se pierde. El día en que sea inminente decretar ante las múltiples violencias presentes en nuestros campus universitarios —que incluyen la venta de todo tipo de estupefacientes a diversas escalas—, debido a nuestra incapacidad de exorcizar esos «demonios», que es sólo con la huella digital que alguien forma parte del mundo del saber, se cerró para siempre la universidad pública. Por eso nuestra autonomía depende ante todo de la capacidad de sabernos gobernarnos, administrando esa «heterotopía del territorio» que la universidad significa. Por ello quisiera evocar dos «sentencias», que pueden iluminarnos al respecto.

En 1950, introduciendo las obras completas de Marcel Mauss, el célebre antropólogo francés Claude Lévi-Strauss, afirmaba que el hombre a quien llamamos sano de espíritu, «es aquel que se aliena porque es consciente de existir solamente en función de su relación con otro». Cierto, la educación también nos aliena. Por supuesto que hay reglas de juego, como en todas partes. Cuando un profesor inicia sus cursos dice: «Aquí tienen las reglas de juego. Discutámoslas y listo». Por ejemplo, «en adelante se apagan los teléfonos celulares porque la clase es sagrada». Siempre debe haber una alienación: si yo me hago amigo de un lector, él me aliena y yo lo alieno. Empero, al mismo tiempo, nuestra mutua amistad puede liberarnos. Es una enorme paradoja de la cual Jacques Lacan hizo elogio al referirse a Freud, que en alemán quiere decir alegría. Y el autor de los cuatro discursos que he mencionado, en algún momento afirma: «Qué curioso. Se llamaba alegría, ese hombre tan profundamente pesimista sobre el destino de la humanidad»… Pero ese hombre, Sigmund Freud, sostuvo una correspondencia magnífica con Albert Einstein, justo en el momento en que estallaba la guerra. Y en una de esas cartas, Einstein le pregunta a Freud: ¿Por qué la guerra? Y Freud se inventa, en ese preciso momento, la pulsión de muerte. Años después se observan las secuelas del desastre humano, y Freud le vuelve a escribir a su amigo Einstein diciéndole: «El instinto es muy fuerte y nos desborda: puede más que la razón… Pero aunque el instinto pueda más que la razón, hay que apostar por la razón». Pues bien, ese es el sentido de la universidad: apostar por una razón sensible en este mundo, para contribuir a pensar y sentir mejor nuestro destino común.
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Concluyo con una consigna de un autor que admiro profundamente, Samuel Beckett, la cual fuera el lema de campaña cuando me postulé para ser el decano más joven de la Universidad Nacional de Colombia. Mi consigna era «fracasando mejor». Entonces, cada vez que inauguraba un nuevo espacio, saludaba a los alumnos o estrenábamos muebles en las aulas decía: «Fracasando mejor». En vista de que numerosos colegas y estudiantes se burlaron de ello, debí publicar un folleto traduciendo las últimas palabras que Beckett no alcanzó a precisar en francés, cuyo título es Worstward Ho, es decir, «Rumbo a peor», donde cabe citar algunas frases para terminar este ensayo: «Aún Di aún Sea dicho aún De algún modo aún Hasta en modo alguno aún Dicho en modo alguno aún (…) Todo de antes Nada más jamás Nunca probar Jamás fracasar Da igual Prueba otra vez Fracasa otra vez»… Universidad: fracasa mejor.

Debate sobre pobrezas: ‘Consumos que empobrecen’ / Fabián Sanabria – ICANH. Cortesía de la Universidad de los Andes. Pulse para ver el video:
[youtube]https://www.youtube.com/watch?v=lZXs-ZiE8Co[/youtube]
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* Fabián Sanabria es antropólogo y Doctor en Sociología de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Profesor asociado de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Colombia, donde dirige el Grupo de Estudios de las Subjetividades y Creencias Contemporáneas, GESCCO. Actualmente Director General del Instituto Colombiano de Antropología e Historia, ICANH.

El presente artículo es una re-elaboración a partir de la conferencia dictada el 4 de agosto de 2010, en el marco de la Cátedra libre de la Universidad de Antioquia, titulada: Pensar la Universidad Hoy.

1 COMENTARIO

  1. Sanabria cree que rajar de sus colegas en una novela es hacer literatura. Lamentables sus chismes «sociológicos». Ese tipo es a la sociología colombiana lo que El Lavadero es al periodismo, por eso nadie se lo toma en serio.

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