EL FALSO JUDÍO
Por Elkin Restrepo*
La primera carta, con la noticia de su fallecimiento, la echó el muerto bajo la puerta de su vieja casa familiar, un martes al mediodía. Era la primera que le escribía a su esposa en diez años. Ella la recogió y sin mayor interés la puso sobre la mesa del comedor para leerla cuando tuviera tiempo. Aquel era un día gris que no había tardado en volverse lluvioso y que oprimía el corazón.
Aunque el corazón Corina había dejado de sentirlo hacía mucho tiempo, un día así le quitaba aún más las ganas de vivir. Para no dejarse llevar de sentimientos negativos, se había ocupado en bastear un mantel que recién había pintado con motivos campestres donde el sol, el risueño protagonista, orquestaba una sinfonía de colores estridentes. Luego había llamado a su madre para contarle las nuevas sobre su hija Maribel, que hacía un mes se había ido a vivir a Londres.
Casi había olvidado la carta –del marido hacía mucho lo había hecho, cuando dejó de creerle sus embustes–, cuando ésta a causa del viento helado que entraba por una rendija de la ventana, voló hasta posarse sobre la alfombra de la sala donde era imposible no verla. Sin embargo, Corina no se movió, irritada con el recuerdo de aquel hombre que, pese a sus promesas, huyó a la primera oportunidad, obligándola a enfrentar responsabilidades para las cuales no estaba preparada. Empezando por tener que velar por una hija y por el suegro, cuyos cuidados la excedían y ahora heredaba. Y porque su existencia, en lugar de tomar el camino de sus ilusiones, como corresponde a una muchacha, comenzó a vacilar cargada con un peso sin redención.
El pretexto: irse a Norteamérica, reunir unos cuantos dólares y luego regresar; sólo que nunca lo hizo porque, como decía su padre, «Armando era un desgraciado y un sinvergüenza».
Para Corina, ver llegar los días sin noticia alguna del ausente, fue no sólo doloroso sino humillante. Si al menos hubiera tenido la decencia de decirle que la abandonaba, que todos aquellos preparativos y planes para el futuro no eran más que una estratagema… pero no, el marido más feliz del mundo volaba a un país lejano para trabajar duro, llenar la bolsa y hacer de la vida familiar una verdadera fantasía. Lo que se merecían. Pero ni cuando murió el padre, quien se dejó morir para no atosigar más a su nuera y a su nieta, Armando escribió o llamó o se hizo sentir. Aquel padre, al parecer, nunca tuvo un hijo.
A partir de entonces, Corina supo que a ella le correspondía labrarse su suerte sola. Estudió de noche y, bien que mal, con un taller de costura que montó en su casa, sobrellevó la situación. Valor no le faltó y, con los ahorros, costeaba ahora los estudios de diseño de su hija Natalia en Londres, su gran orgullo.
De pronto, movida por otra corriente de aire, la carta vino a parar a sus pies. Corina la tomó al fin, mirándola al trasluz, no fuera a guardarle una desagradable sorpresa. En el dorso, en letra apeñuscada, confusa, como de quien no quiere que se conozca su alma, aparecía el nombre de su marido y una dirección en Nueva York, en Williamsburg, para ser más exactos. Cuando la abrió, sólo encontró una nota donde, después de saludarla, le daba la noticia de que él había muerto el día anterior, 6 de septiembre, al ahorcarse en el arce que crecía en el patio trasero de su casa situada en el sector puertorriqueño del barrio. Añadía que la noticia seguramente no la iba a trastornar, lo que era entendible, pero que para aliviar su culpa, les dejaba a ella y a su hija cien mil dólares en una cuenta bancaria del City Bank, cuyo número no recordaba ahora, pero que se lo enviaría luego, en próxima carta, junto con la autorización para retirarlos. Como tampoco parecía faltarle el humor en ese momento, firmaba adornando la rúbrica con el dibujo de un colgado.
A Corina, el asombro le mudó el rostro. ¿Era una broma? Aunque el simplón de su marido no daba para tanto, el asunto la intrigó. Con tanto dinero, la vida se le arregla a cualquiera. Pero el interés no le duró mucho, escéptica como era, sobre todo tratándose de un individuo como aquél. A nadie mencionó el asunto, incluida su madre con quien compartía tristezas y alegrías.
Ocho días más tarde, el muerto dejó una segunda carta. En una nota apenas más amplia que la anterior, le contaba que había sido enterrado en el sector del cementerio judío destinado a los suicidas, un lugar que a él le parecía igual a todos, y que esperaba, era el último deseo de un moribundo, que con el dinero recibido, aunque no fuera judío y no creyera en esas cosas, madre e hija lo visitaran y pusieran algunas piedras sobre su tumba. Cuestión de gustos, los mismos que le habían llevado a cambiar su apellido Marín por el de Cohen, que sonaba menos raro y el cual abundaba en el directorio de New York. También, agregaba, había dejado de llamarse Armando y ahora respondía al nombre de Smuel, Smuel Cohen. Para finalizar, le anotaba el número de la cuenta abierta a nombre suyo con una suma equivalente a la tercera parte de lo prometido.
Corina, que apenas le había prestado atención al hecho, no dejó de intrigarse. Averiguó en el banco y allí se lo confirmaron, un nuevo problema porque no sabía qué hacer con tanto dinero. Por primera vez tuvo un pensamiento amable para su marido, cuya imagen colgando de un árbol intentó espantar de su mente. En almacenes de marca compró los vestidos que siempre había soñado tener y empezó a darse la gran vida sin remordimiento alguno. A la hija le abrió una cuenta, olvidándose de mencionarle el compromiso de visitar la tumba del padre en Nueva York. Corina entonces floreció como las flores de mayo. Pero, manirrota, gastó sin detenerse a pensar que el dinero también se acaba.
Un día despertó apenas con lo necesario para el diario; entonces, mal acostumbrada, sin detenerse a pensar en lo macabro de la situación, esperò con afán una nueva carta del marido muerto, pero éste, fiel a su condición, parecía haberse olvidado de ella y, lo peor, de la suma faltante.
Ninguna carta le llegó en tres meses.
Cuando ya se resignaba de nuevo a una vida de dificultades, un día de tempestades ciclónicas, aventada bajo la puerta, le llegó la tercera.
Smuel volvía con la misma retahíla de su tumba en el cementerio judío y de lo irritado que estaba porque nadie la visitaba. Del resto del dinero, ni una sola palabra. Sin embargo, le contó de sus negocios con un amigo colombiano que vivía en Queens, testaferro suyo, con los que obtenía pingUes ganancias, multiplicadas aún más después de muerto. Se disculpaba de antemano por no escribirle pronto, el invierno allí es cosa seria, inmoviliza los miembros y pudre también las buenas intenciones. No obstante, si su mujer pudiera ir a visitarlo…
A Corina, el mensaje no le gustó, ¿de dónde iba a sacar el dinero para los gastos del viaje? ¿Qué ocurrencia era esa? ¿Desde cuándo los muertos eran tan exigentes? Pero no dejó de pensar en la cantidad prometida, en las sumas que Armando seguía recibiendo de su amigo de Queens, en la ambición que mata. Él era su marido y tenía obligaciones que cumplir, las condiciones no iban con ella.
Como si la hubiera escuchado, Armando no volvió a escribirle.
Ni la primavera ni el verano parecían haberle renovado las fuerzas al judío. Daba la impresión de que aquel invierno riguroso lo había enterrado a él de verdad, y que era inútil tener otras esperanzas al respecto. Corina, entonces, por primera vez, sintió lástima del marido muerto. Lloró mucho teniendo en mente la imagen del ahorcado balanceándose en lo alto, pero tampoco pudo controlar la risa al recordar su nuevo y astuto nombre: Smuel Cohen, judío ortodoxo de Williamsburg. Al menos le había servido para enriquecerse, así le tocaran las migajas a ella.
Con todo, no dejó de pensar en aquella riqueza flotante y a punto de perderse seguramente. Debía actuar con premura pero, salvo la mención al fulano de Queens, carecía de pistas. Consultando el directorio de Nueva York, se encontró con que la lista de los Smuel Cohen desbordaba todo cálculo. Sin embargo, viajar se hacía cada vez más apremiante. Desde Londres, la hija que no había malgastado su porción, le mandó un pasaje en una línea barata que volaba primero a Atlanta y luego a Manhattan.
Una vez llegó, se dirigió a Queens, al barrio de los colombianos, reconocible enseguida por los nombres de los negocios y restaurantes. Quizás allí le informaran por Smuel Cohen, el marido muerto.
Al principio no le fue fácil, empezando porque cualquier clase de averiguación, tratándose además de una recién aparecida, despertaba sospechas. Pero pasó el tiempo, Corina se hizo una figura familiar en el entorno, y algunas indagaciones comenzaron a dar resultado. Por lo pronto, los Cohen no eran muchos ni muy queridos en esta otra banda del río y ninguno, por lo demás, respondía a la fotografía que la mujer mostraba a todo el que se cruzaba.
Las cosas mejoraron cuando, preguntando por Armando Marín, mecánico automotriz, oriundo de La Ceja, Antioquia, supo que alguien, con esas señas, se había movido en aquel sector hacía algún tiempo, sólo que el individuo había estafado a medio mundo con unos dineros invertidos en una millonaria remesa de coca, que la policía incautó en Santa Marta, perdiéndose enseguida.
De su suerte nadie volvió a saber nada, aunque algunos juraban haberlo visto en Atlantic City y otros en Cape Cod. Con todo, la opinión mayoritaria era que la mafia había cobrado venganza y que Armando seguramente flotaba mar adentro, si no era que los peces ya habían hecho lo suyo. A Corina, sin embargo, los pasos la condujeron hasta una gasolinera cerca de Corona donde el dueño, después de que ella lo amenazara con ir a la policía, aceptó haber sido amigo del marido y haberle tendido la mano en repetidas ocasiones.
Se trataba de un mexicano, una réplica del Ricardo Montalbán de La isla de la fantasía, de unos cuarenta años, envuelto en agua de colonia, que mantenía una media sonrisa, como si algún nervio facial se le hubiera secado de repente. Hablaba a medias palabras, mascullándolas, se diría que de manera intencional, para que nadie las descifrara.
La mujer lo visitó una y otra vez; por él supo que Armando había muerto pero no a causa de negocios sospechosos, sino por una gripe contraída en una sinagoga donde se había citado con un vendedor de joyas de la 5ª Avenida. Supo también, que ambos habían sido socios en empresas cuyos dividendos les aseguraba una existencia sin apuros y que, por lo que sabía, los valores y dineros de su amigo estaban depositados en una casilla del City Bank, a la espera –no había que desecharlo – de quedarse el Estado con todo. Se lo contaba para que hiciera valer sus derechos. Y sonreía, con una risa ratonil, que a Corina no dejaba de inquietar.
La inquietó aún más cuando, sin más dinero para permanecer allí, el fulano no sólo le pagó las deudas del hotelucho donde paraba, sino que además le ofreció albergue en un apartamento de su propiedad y le extendió un cheque para atender a las necesidades más inmediatas. No sin remilgos, Corina aceptó, pero sólo mientras el banco le autorizaba a disponer de lo suyo.
La mujer comenzó a combinar los papeleos con las visitas a lugares como la Estatua de la Libertad, Central Park, o el puente de Brooklyn. Para acompañarla, por supuesto, se ofreció el mexicano, cuya media sonrisa empezaba al fin a completar su forma.
De estos tratos, sin que lo hubiera previsto, fue surgiendo una relación, que la mujer ya no supo cuál era, cuando el individuo, una noche minada de estrellas, de regreso a Queens en su Mercury descapotable, la besó en la boca, aprovechándose de que a ella el champagne aún le burbujeaba, obligándola a cerrar los ojos. Hecho que al parecer no la disgustó, ni ésa ni las siguientes veces cuando, con ardores renovados, el amigo de su marido aprovechó la circunstancia, cualquiera que ella fuera, pues al fin y al cabo no recibía un beso hacía años. «Bienvenida a la isla de la fantasía», se dijo mentalmente, sintiéndose que nacía una ilusión.
En el banco, sin embargo, las cosas no marchaban bien, la DEA había confiscado los dineros depositados y ahora el asunto tenía que dirimirse ante los tribunales. Para entonces las deudas que tenía con su novio, que seguía extendiéndole el cheque semanal, aumentaban de manera preocupante. Confiando en el dinero del banco, ella había comenzado a darse gustos de rica, olvidándose del alto precio que las cosas tienen en una ciudad como Nueva York.
El mexicano, su novio oficial ahora, le había dado mano larga al respecto, sin que su sonrisa inquietante, de pequeño bandido sin alma, cambiara. Sin embargo, cuando seis meses después, los anticipos alcanzaron los setenta y cinco mil dólares, los créditos se cerraron y la mujer pasó a ser, sin forma de escapar a ello, su esclava sexual. Fue entonces, cuando Corina entendió que había caído en una trampa.
Lo confirmaba la última carta del muerto, devuelta a su actual domicilio en Queens, después de varios meses de estar extraviada, donde éste le pedía que volara a Nueva York, para que además hiciera efectivo el pagaré que acompañaba la nota ante su socio fulanito de tal (aquí daba las señas del mexicano) por setenta y cinco mil dólares, cantidad que sumada a los veinticinco mil anteriores, había separado para ella y su hija para que resolvieran sus dificultades. Era la única forma de compensarlas por el abandono a que las había sometido. Que confiara en su amigo, era su última petición.
*Este texto hace parte de su nuevo libro “La Mujer y la Muerte de Casanova”, presto a aparecer este año 2011.
Elkin Restrepo presenta “La bondad de las almas muertas” en El XIV Festival Internacional de Arte de Cali en septiembre de 2009. Clic para ver el video
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* Elkin Restrepo es poeta, narrador, dibujante, grabador, editor y profesor universitario, nacido en Medellín, Colombia en 1942. Perteneció a la llamada Generación Desencantada posterior al Nadaísmo en los años 70. Con José Manuel Arango fundó y dirigió por varios años la revista Acuarimántima que tuvo amplia influencia y abrió espacios nuevos a la poesía moderna en Medellín y Colombia. Ha dirigido además, otras publicaciones similares como Poesía, Deshora y la revista Universidad de Antioquia. Actualmente dirige la revista de cuento Odradek. Su voz poética es reconocida por su originalidad, el tono parco y depurado en el tratamiento del lenguaje, sus temas entre lo onírico y la celebración de la cotidianidad, el misterio y el amor. Sus obras más destacadas son: Bla, bla, bla (Poemas, 1968), La sombra de otros lugares (Poemas, 1973), Memorias del mundo (Poemas, 1974), Lugar de invocaciones (Poemas, 1977), La palabra sin reino (Poesía, 1982), Retrato de artistas (Poesía, 1983), Absorto escuchando el cercano canto de sirenas (Poesía, 1985), La Dádiva (Poemas, 1992), Fábulas (Cuentos, 1992), Sueños (Prosas, 1993), Lo que trae el día (Poesía, 2000), El falso inquilino (Cuentos, 2000), La visita que no pasó del jardín (Poesía, 2002), Luna blanca (Antología, 2005), Amores cumplidos (Antología, 2006), Del amor lo pasajero (Cuentos, 2006), La bondad de las almas muertas (Cuentos, 2009).
Un cuento estupendo, sorprendente y por momentos arrollador. Uno de los mejores cuentos de Elkin que he leido. Y he leido algunos relatos suyos excelentes… Habra que comprar su libro «La Mujer y la Muerte de Casanova”.
Interesante texto, quedamos a la espera de la novela. Felicitaciones, Chente.
Excelente cuento de Elkin Restrepo. Esperamos su libro anunciado para este año.»La Mujer y la muerte de Casanova. Saludos Juan Francisco Castaño