EL DÍA QUE UNOS SENOS ME LLAMABAN
Había sol, un sol penoso pero sol al fin, un sol que se asomaba vencedor de una garúa y a lo Pirro. Yo iba por ahí, como suelo ir: cruzando el patio cuadrado que se asemeja al de un cuartel porque fue de un convento y ahora sigue siendo de una especie de claustro. Como sea: vi que ella venía de frente, con paso firme pero no tan decidido como para disponerme al escape. Entonces, ella avanzaba, aplastando las baldosas y las hojas esparcidas en el patio. Yo no me deslicé ni alteré un milímetro mi trayectoria y continué, dispuesto a colisionar de frente si ella no se desviaba.
Íbamos los dos como trenes por la misma vía a punto de encontrarse por obra de la casualidad o de un disparate de la cronología. Que me choque, pensé, sabiendo que de un accidente así no se sale malherido. Ella aminoró el paso, y a una distancia en la que reconocerme era inevitable, me ofreció ancha una sonrisa. Dijimos: buenos días, y ella agregó que me esperaba, que quería verse conmigo. Me fallaron las palabras, también los ojos que, en vez de atender los suyos, descendieron la cumbre de su nariz y el abismo de su boca y, por el camino del cuello, se detuvieron en el paisaje de postal que trazaba su piel y el canalillo.
De inmediato comprendí que mi descortesía pasaba ya a ser atrevimiento y que urgente debía corregir la posición de mi mirada. Sin embargo, no había caso. Insurrectos, los ojos se estancaron en el hueco abierto, franco, lozano donde la prenda exponía su contenido a la curiosidad malsana. Me alarmó, al principio, pero pronto vislumbré que no era mi desfachatez o desparpajo lo que me mantenía hipnotizado sino el llamado, sí, el requerimiento silencioso pero indudable que provenía de ellos, como un clamor, como el grito desesperado de quien se está ahogando.
Era claro: sus senos me interpelaban ahí, como desbordando el escote, saltando las defensas que los retenían queriendo echarse en la cálida contención que ofrecían, tácitamente, mis manos. Ella parecía no percatarse de aquello y me seguía interrogando. Sí, como si no fuera la dueña o portadora de esas criaturas curiosas, inquietas, tremulantes, que palpitaban dentro o debajo de la blusa, pretendiendo lo que la decencia y los prejuicios reprueban como inconveniente y excesivo. Preguntaba, ella, insisto, acerca de hechos o ideas insustanciales porque, ya estamos de acuerdo, preguntar es sólo lenguaje y prosodia mientras los senos, tan de ella como la voz inquisidora, saltaban como un enjambre de electrones estimulados por el coqueteo de los protones.
El cuerpo habla sin que uno pueda controlar sus modulaciones. Es cierto. Por eso no podía culpar a ella de que sus senos me llamaran. A ver: ella tenía una larga relación con sus senos. Habían nacido allí, donde acostumbran formarse por razones anatómicas naturales, y habían sido potencia, primero, luego sospecha o esbozo, más tarde retoño y al fin, hacía tiempo, maduros y firmes compañeros. Esto no invalida que, crecidos ya, contaran con cierta autonomía. Por tanto, aunque trinen y truenen las mentes estrechas, me estaban reclamando en su aleteo y eran imperiosos e imperativos, una demanda que no admitía hesitación o reticencia.
Cierto es que yo no respondía. Que ella hablaba como una catarata o una canilla abierta, sin permitirme una interrupción para indicarle que ahí, tan cerca de ella o en ella misma, había una demanda insatisfecha. Imagínense, es como si yo dijera que un día unos senos me llamaban, y dijera que fue una mañana tibia en que el aire fluía entre el humo del cannabis y que debía fingirme distraído, yo, por deber o por recato, sordo a la urgencia de tacto de aquellas bailarinas atrapadas. No se me creería, pero era así y no había testigos en las inmediaciones, nadie que pudiera intervenir en mi defensa. Así que estábamos ellos y yo, y también ella, sumidos en la atroz incertidumbre. Ella por mi silencio y la dirección de mi vista, y yo, porque ni los compañeros de Odiseo con las sirenas habían pasado una situación semejante. Claro, porque de pronto se pusieron a cantar una melodía que aludía a lo que consideraban una cobardía de mi parte. No recuerdo la letra, pero era una burla flagrante a mi hombría, a mi dignidad, a la caballerosa mesura que me autoimponía.
Fue la suma de todo eso, más que ella lanzó un suspiro. Sí, y al inflar el pecho para soltar el aire, como dos canguritos calvos, sus senos dieron un brinco. Fue mi límite. Como llevaba la mochila y andaba suelto de manos, me lancé derecho y sin avisos directo al objetivo que mis ojos tenían bien focalizado. Fui ligero, pero ella me repelió justo cuando estaba a punto de abrazarlos y cumplir, cumplir con ellos, darles la caricia que me estaban reclamando. Fallé, por un milímetro, y fue fallar y no poder concebir lo que sucedió de inmediato. Ellos, sus senos, aletearon con coraje y saliendo del corpiño y sus elásticos, emergieron del escote y juntos, muy juntos, se elevaron.
─¿Qué hiciste, inconsciente, qué hiciste? ─gritó ella con espanto.
Y yo me quedé frío, inmóvil, alelado, alzando la vista hacia el firmamento ─que allí tiene la forma de un cuadrado─ viendo cómo ellos, los que me habían llamado, se echaban a volar entre las nubes que rasgaba el sol, ese sol que, como saben, parecía anémico o resfriado.
─¡Desubicado! ─bramó apretando la blusa vacía con la carpeta que llevaba bajo el brazo.
Verlos alejarse así, asustados e ingratos, haciéndome cargar con una culpa inmerecida porque, vamos a ver, si se fueron es que ya lo tenían planeado y esperaban a un gil, a un distraído, a un inocente, para fugarse de un sitio donde no los trataban bien o no era de su agrado.
─Disculpame ─atiné a decir, ─pero ellos me estaban llamando…
─¡Ridículo! ─me censuró, esquivándome y soltando un quejido que era preludio del llanto.
Giré sobre mis talones para llamarla, para ponerme a su disposición si quería que partiera al rescate de sus senos. Dije que giré, y me encontré su espalda, su figura que se iba en franca retirada. Bajé apenitas los ojos, apenitas, y encontré su vaquero ceñido, rabiosamente ajustado y debajo de la tela, sus glúteos firmes que se iban agitando. No, no era posible… esa vocecita inquietante, sensual, melosa, ¡era de sus glúteos que me estaban llamando! No, no, no. Demasiado para un solo día, para una mañana. Hice oídos sordos de ese nuevo ruego y retomé mi camino tratando de irme pronto de ese patio cuadrado, de ese sol enfermo y tibio y del aire que corría entre el humo del cannabis.
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* Federico Ferroggiaro, es periodista y Profesor Universitario en Letras (U.N.R.). Actualmente se desempeña como Director de Prensa de la Universidad Tecnológica Nacional — Facultad Regional Rosario en su ciudad de residencia. En el ámbito docente, es auxiliar de «Literatura Italiana» en la U.N.R. Facultad de Humanidades y Artes y profesor en escuelas secundarias. Como escritor participó de varias antologías locales y nacionales y ha recibido premios y menciones en diversos certámenes literarios entre los que se destaca, en el año 2004, el Primer Premio en la categoría Cuento de la Asociación Santafesina de Escritores (ASDE) y en año 2008, el Segundo Premio Ciudad de Rosario (Editorial Municipal de Rosario) en la categoría ficción. Como resultado de esta distinción, fue publicado su libro de cuentos «El pintor de delirios» (EMR 2009). En el año 2011 publicó el libro de relatos «Cuentos que soñaron tapas» (El ombú bonsai, 2011). En 2012, su cuento El mensajero fue incluido en la antología «Rosario: ficciones para una nueva narrativa» de la Editorial Baltasara. En 2013, obtuvo el Premio La Lenteja de Oro de la Armuña y publicó su libro de cuentos «La niña de mis ojos» (El ombú bonsai, 2013).
¡Me gustó mucho!
Muy Bueno los dos cuentos