Escritor del Mes Cronopio

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Humo y cotorritas

HUMO Y COTORRITAS

Por Nestor Ponce*

A Eva

OCHO Y CATORCE

Antes había venido la Pufi con un petardo megafenomenal y nos quedamos en las piedras detrás del bosque de acacias, comentándolo. Ella sabía que mañana era el gran día, la gran pucha que es el gran día. Después cayó la Pecosa con Trébol y me estuvieron haciendo preguntas por el asunto del regreso de mi hermano.

—A mí en el fondo me importa un pito. Que venga y chau —les contesté.

Y ellas se asombraron por mi falta de interés y seguro que en el fondo no me creyeron, aunque yo necesitaba convencerme de que sí.

El petardo nos dejó un poco mareadas, es muy fuerte dijo la Pufi, y nos matamos de la risa un rato, Trébol se acostó boca arriba sobre una piedra plana, cuarteada por la humedad y el sol sesgado del verano, y el sol le pegaba en el ombligo, caracoleaba bailando alrededor del diamante, hasta que empezó a soplar el viento del sur y la luz a cuajarse. Agarré mi mochila y les dije hasta mañana, babies, mucho blues con la flia esta noche.

Y me despierto pensando en todo eso, porque apenas dormí, toda la noche dándole vueltas al asunto y dándome vueltas en la cama, dale que dale, sin pegar un ojo, hasta que el cansancio me arrinconó. Serían como las cuatro o las cinco. A propósito no quise mirar los números de cuarzo rojo del reloj. Me despierto y no tengo nada de sueño, los ojos como tasos, blancos y de cartón. Pero un cansancio pegajoso me friega el cuerpo.

OCHO Y VEINTISIETE

Me pega en la cara, en el pelo, corre por los hombros. Me miro los pies: ¡cómo separás los dedos! ¡Megafenomenal! me dice la Pecosa entre las rocas. Saco los pies de las sandalias y apoyo la nuca en la mochila, acomodando los libros. Separo los dedos como abanico, los dedos como cuentas de abalorio. Nos encontramos entre las piedras todas las tardes, incluso cuando llueve, una vez llegué toda mojada y después la mather me vino a buscar al cole con el cuatro por cuatro durante toda la semana. Horrible a la salida la camioneta esperándome, los hijos de los infrasociales me miraban de reojo, Rochus, el matón de tercer año de Excelencia, mascaba una pajita alzando el mentón, los policías en la pick–up fumaban dejando colgar los brazos por las ventanillas.

—No vengas más, ma, por favor —le rogaba.
—Y vos no te hagas más el salame entonces, que te vas a pescar una pulmonía.
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Ese día la lluvia caía, caía como lluvia radioactiva sobre el parabrisas, era un sueño insomne y yo cantaba igualito que ahora bajo la ducha, con un temblor como un hilo cortante de metal a punto de rebanar una hilera de helados de frutilla.

Fui a la cocina con el pelo sin secar, se tumbaban las gotitas sobre la blusa, los vaqueros, las sandalias. Dominga me saludó como todas las mañanas y sacó la leche de la heladera. La radio hablaba de las cosechas, de los molinos a tope, de las usinas de transformación y los olores pútridos de la Fábrica de conservas. Publicidades de la Pizzería Barelletti, Italia en su cocina, tiene el pelo muy mojado, niña, se lo voy a secar. No me dejó responderle, ya había salido con el mismo paso acolchado, de vieja gastada, que le conozco desde que nací, porque está en casa desde no sé cuánto hace y hasta parece que ella lo cuidó a él. A mí nunca me lo dijo, pero la infrasocial que trabaja en lo de Trébol se lo contó a ella y ella me lo contó a mí.

—Le voy a narrar un hecho que tengo de mi madre —le soltó una vez mientras le ponía el producto contra los piojos.

Y así como quien no quiere la cosa le comentó que en el Barrio El Bajo, donde se amontonan los infrasociales de atrás de los monoblocs del este, una de sus vecinas era de la familia de Dominga. Me quedé de hielo. Nunca pensé que Dominga fuera infrasocial. Es decir, nunca se me ocurrió que tuviera familia. Dormía en casa, comía en la cocina lo mismo que nosotros y los restos para los ahijados de papá que venían a pedir.

OCHO Y CUARENTA Y NUEVE

El cuatro por cuatro me deja en la esquina de la escuela. Mamá ya está fumando y parece que durmió tanto como yo. ¿Y tus padres?, me preguntó la Pecosa. Lo que es yo ni por lo bajo los oí hablar del tema, baby. Hice esfuerzos por acordarme si en los últimos días hubo un signo raro, pero no. Cenábamos como siempre a las ocho y media en el comedor, Dominga traía los platos, los recogía, servía el vino, ellos comentaban las noticias del día, algo de la cosecha, de los molinos, de las fábricas del polígono industrial, del diputado, del viaje a la capital, del asado en el Club el domingo con espectáculos de destreza criolla. Nena sentáte bien y Dominga traéle las vitaminas. Mi padre me observaba levantando una ceja, no hacía falta más. Me palpaba un brazo y soplaba: ésta ya anda bordeando la anorexia. A mamá no le hacia gracia el chiste y encendía el cigarrillo esperando el café y ponía la silla junto a papá, que escogía alguna noticia del periódico y la leía en voz alta. Dominga bajaba el sonido de la pantalla mural. No hay nada esta noche, comentaba mamá y ésa era la palabra que anunciaba la conexión con el video–club, nada de cine nacional, por favor pedía él y ella se lo acordaba, algo en V.O. insistía y se ponían en el sillón viendo desfilar las publicidades hasta que aparecía en incrustaciones doradas el título gótico de la novela de la noche.

—Las casas de los infras parecen ojitos de abejas, todas con la misma imagen —comentaba ella viendo el desfile cuadriculado de las imágenes en las que se subdividían los cristales de la pantalla.

Con las chicas habíamos observado de lejos las ventanas de los monoblocs. Un sábado por la nochecita, antes de ir a bailar. Desde una esquina se veían desmoronarse los callejones del bajo hacia el río, como cajas de zapatos en desorden, no había coches y por ahí frenó un patrullero. Se bajaron todos como en operación comando y qué están haciendo por aquí se han vuelto locas. Nos hicieron subir a las cuatro en el asiento de atrás y dos vigilantes quedaron en la vereda, con las manos semiplegadas sobre las culatas de las .45 esperando refuerzos.
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El comisario del búnker nos recibió en su despacho con un escritorio despatarrado cubierto de banderitas y hollín en las paredes. Los carbones incandescentes de un brasero de hierro forjado ennegrecían la pava para el mate.

—¿Cómo pueden las susodichas atravesar los retenes y penetrar zonas de riesgo ciudadano?

Nos hicimos las boludas. Tanto que al tipo creo que le entró la lástima y aseveró que por ésta no procedo a informar a sus progenitores. Nos dejaron en el patrullero cerca de la discoteca y atravesamos sin otro particular todas las áreas de control.

NUEVE Y TRES

Formamos en el patio y la directora trae la bandera patria en una bandeja plateada. El alumnado canta el Himno. Le guiño un ojo a Trébol que me hace una mueca; la Pufi nos ve y apenas aguanta la risa. Después me pregunta algo sin pronunciar palabra. No puedo leer en sus labios, está a diez metros, del otro lado del mástil, y ya nos tentamos otra vez. La Trébol interviene y repite la mueca, picoteándose las mejillas no sin haber verificado antes que ninguno de los celadores la tiene en su punto de mira. Los alumnos están firmes y nadie parece darse cuenta de las morisquetas. Entiendo por fin que se refiere a la Pecosa. La busco siguiendo la dirección imaginaria de las cejas que se alzan indicándome su paradero, mientras el alumnado levanta el tono inflamado de un sano patriotismo, alta en el cielo un águila guerrera. Por fin localizo el rostro ovalado de la Pecosa entre los chicos de la Clase Suprema: se ha hecho unas coletas a ambos lados de las orejas que parecen dos zanahorias fláccidas. La vamos a volver loca en el recreo. Sin querer, Rochus está en su campo de visión, en la misma hilera, al fondo; me choco con la mirada de la cabeza que sobresale. Alza el mentón audaz como el vuelo del águila guerrera, imperturbable. Es el matón infrasocial. De becado en el Colegio. Una vez le dijo a la Pecosa: ustedes fomentan sus pingües riquezas sobre las espaldas de la cansada sociedad. Cuando oyó esto, Trébol casi se desmaya. No hay que darle pan al que no tiene dientes.

DIEZ Y SEIS

Obvio que las chicas me van a sacar el tema de lo de mañana. Pero yo no quiero oír nada de nada de mi hermano. En casa no se habla de eso. Dominga ni levantó la vista cuando le tiré la lengua. Los jardineros se callan cuando paseo entre los rosales y llego hasta los galpones y el jaulón de las cotorritas. Disimulo y me siento con un libro en un banco. Estiro la oreja para captar alguna onda. Nada. Mis ojos atraviesan las páginas, caen picando entre las hormigas. Ni una palabra. Me vuelvo a la casa, me quito las sandalias y separo los dedos. To be or not to be, digo, apoyando el talón en la palma de la mano.
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DIEZ Y NUEVE

—¿Y? —Trébol no puede más y las otras esperan que conteste.

Estamos en un rincón del patio, la pared cubierta de grafittis. Me encojo de hombros. La Pecosa sonríe pensativa, rascándose la rodilla. El sol perla de brillo la pelusa de las piernas desnudas bajo la pollera escocesa.

—Después de todo es tu hermano.
—No te la des de estrella —dice la Pufi.

Me pongo roja como un tomate y quisiera arañarle hasta los huesos. Las chicas se dan cuenta y me tranquilizan. En el medio del patio los más chicos corren. Los de quinto de la Clase Transición fuman a escondidas unos furibundos canutos que les dejan los ojos como zapallos de Santiago del Estero. Los mezclan con tabacos de Virginia y petacas de alcohol de papa. Estos son carne de infrasociales. Terminan escuchando cuartetos y cumbias.

—Hace como veinte años que se fue de la casa y nadie quiere hablar de eso. Se fue después de los Hechos y listo.

Nadie queda convencida. Ni yo. En casa no hay ni siquiera fotos de él y nadie ha pronunciado su nombre en mi presencia. Y si hay imágenes, están ocultas, en DVD o CD, como me dijo una vez, hace años, Trébol. Una tarde de verano buscamos en cajones y cajas, removimos baúles de un desván. Había polvo, insectos muertos y terminamos estornudando y con los ojos llorosos. Ni una foto de mi hermano. Después removimos lo visible, las pilas de CD del mueble del salón. Pasamos a las computadoras, recorrimos la red central, los discos rígidos. Arcones de DVD de juegos de vídeo. Múltiples recovecos de ocultamiento de alta tecnología. Nothing. Igual, si había imágenes, habría cambiado muchísimo.

—Tanto no, pavota —pensó en voz alta Trébol—. Si se fue cuando vos tenías meses y él unos veinte años, ahora tiene treinta y pico. Las que cambiamos somos nosotras. El ya tenía su perfil facial.
—Si llega mañana, hay cinco ómnibus de la capital. Dos son rápidos. Alguien como él viene en rápido.
—¿Y si viene en coche?
—¿O en moto?
—¿O en cuatro por cuatro privada?

Por suerte la estación de ferrocarril estaba desafectada desde hacía años y, a pesar de los esfuerzos de las autoridades, que habían desalojado a varias familias de infrasociales, ahora estaban ocupadas por cooperativas de artesanos que vendían biyuta, artículos de cuero, muebles de flexiplás y materiales variados de recuperación, los sábados y los domingos, en la Plaza Central. Era una estación construida por los ingleses, como un rosbif en medio de la pampa ciega y desolada.

Los artesanos no son como los infrasociales, decía mi padre. Nos sentábamos en los sillones de cuero del salón y prendíamos la pantalla mural. Fijáte, ahí tenés, repetía, señalando las imágenes del cable local: cuerpos y brazos tatuados de los infrasociales, signos distintivos de las distintas bandas arqueando los bíceps, prolongándolos como una manteca de metal sintético. Ya no hacía comentarios sobre las imágenes de su última campaña electoral, aparecía rodeado por musculosos guardias con cascos y viseras de plástico, listos para alzar los escudos y fabricar un techo irrompible ante cualquier agresión, y sin embargo él estaba siempre esgrimiendo impecable dentadura, distribuyendo tenaces apretones de manos. Los primeros planos son demasiado obsequiosos, comentaba al principio mamá, pero después terminó coincidiendo con los argumentos convincentes del productor de la campaña, señora, los primeros planos están de re–moda en las telenovelas y en las microseries, en las transmisiones de las procesiones en el restaurante del Anillo Periférico, le dan a su esposo un toque de modernidad.

Tu viejo argumenta con una discursividad que retoma lineamientos sociales, le había dicho una vez el matón de tercero abriéndose paso entre los codos que le hacían fila de honor, defiende la escuela pública con concesión de becas. Yo me apreté contra la pared cuando lo vi venir, espeluznada de miedo, toda blanca, casi te meás me dijo después la Pecosa, que en ese momento tampoco se reía ni mucho menos y mostraba una piel como de cera transparente atravesada de fibras de vidrio. Los ojos agrietados de Rochus se detuvieron a unos centímetros de la cara. Atrás, las cabezas asentían. Su lugarteniente Carlitos Hoh–Ming, de Segundo Excelencia, el boliviano de facciones comprimidas Berugo Tahuntasi, varios de rostro ranquel, todos becados. Todos aprobaban. Hasta las becadas de pelo de cerda ajustado por anchas vinchas unicolores, que movían los dedos de los pies en las zapatillas con plataforma y taco fino de veinticinco centímetros.
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Y sobre todo por tu hermano, musitó Rochus, es un ídolo. Pero eso no lo oyó nadie. Únicamente lo dijo para mí.

DIEZ Y CUARENTA Y TRES

Nunca se me había ocurrido reflexionar acerca de los medios de transporte, los cuatro accesos de la Autopista al Anillo Periférico, así como tampoco sobre la evolución de un rostro según tratamiento de programas informáticos adecuados. La profe nos hacía traer fotos o imágenes digitalizadas de antes del diluvio, me figuraba a Trébol tironeando la caja de recuerdos con la madre, cómo me vas a mostrar así, antes del derrumbe, le diría su matrigenitora, qué caos, qué catástrofe, un sensible horror, darling. Y así fueron desfilando por las pantallas los rostros de nuestros familiares antes de la acción ácida del tiempo, la profe debía gozar, no sólo porque era apenas un poco más grande que nosotros, sino porque los rostros maternos a menudo estaban más que revocados por incisivos cortes y recortes que armaban un rompecabezas momiesco que olía a láser, anestesia y pastillas para dormir. Párpados hinchados recibían el retoque alado de una tirantez oriental, papadas babeantes se ondulaban alrededor de mentones ovalados, narices ganchudas se erguían en respingues infantiles. Hasta que le llegó el turno a un becado, el único, por cierto, que estaba en una clase de Transición —la mayoría en Suprema y algunos pocos en Excelencia— y el tipo se arrugó en su banco, se agazapó en su rincón para confesar que no, en su casa no había fotos de la madre en la no tan lejana juventud. Mi madre va por los treinta años y no conserva recuerdos del pasado reciente, para nada le sirven. Ella tiende su rostro al sensible porvenir, dijo.
(Continua página 2 – link más abajo)

7 COMENTARIOS

  1. Un ritmo anhelante desde el principio, y más sorpresa y suspenso al final. Impresionante pintura de los modales adolescentes, como vividos desde dentro. Hasta se podría reconocer a algunas estudiantes nuestras. Una lectura que se hace de un tiro y le deja a uno inquieto…

  2. Me encantó el relato, homenaje a Cortázar y al mismo tiempo, un lenguaje deslumbrante: la literatura como descubrimiento de la maravilla.

  3. Fascinación y reencuentro. Somos de la misma generación, fuimos al mismo Colegio, andamos dando vueltas por el mundo. Néstor (Chiquito) escribe, yo leo; reconozco las palabras, disfruto de la trama, me siento feliz de que La Plata siga prohijando narradores.

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