Escritor del Mes Cronopio

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Se hizo un espanto, creció un coágulo, se alzó la pus, pero la profe, que es medio rarita, cortó de cuajo con eso de que cada argumento vale lo que vale, vamos a digitalizar una foto de Mick Jagger a los ocho años y llevarla hasta los sesenta y cotejar con la realidad. Todo de un saque sin respirar, con fondo de Have you seen your mother, baby, standing in the shadow? Y media rara, digo, porque una vez la vimos que se metía por los callejones que dan a los monoblocs y hasta dicen que algunos oyeron que entraba en la Pizzería Muñeca Dorada, frente al terraplén que da a El Bajo, ésa que dicen que la zona no fumadores es un rincón de uno por uno, con un banquito bajo una horca de soga trenzada que cae del techo, para que te cuelgues, chabón.
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—A ver usted, María Eugenia Valenzuela, sáqueme de una duda —me dice la profe que se ha acercado sin que me diera cuenta—: ¿estaba en el espacio interestelar o en los meandros de los circuitos de procesadores y memorias sintéticas?

DIEZ Y CUARENTA Y SEIS

Bajaba las escaleras de a dos en dos, apretándome la pollera contra los muslos, cuando en el recodo me choqué de frente con la profe. Más que un choque fue un topetazo, amortiguado por la prolífica y goleadora delantera que la separaba del mundo, según escribió un infra en el patio del fondo, junto a los baños. Tu hermano, siseó la lengua y el cordel vocálico. Lo oí clarito. No daba más, ya.

—¿Qué pasa con mi hermano?

Pasa que es la memoria viva de esta ciudad, pasa que es el corazón latiente de este establecimiento. Le da esperanzas a muchos… Aunque no te escamoteo el dato que otros piensan incluso que es un acolchado para evitar el estallido. Me dijo.

La noche anterior yo había abierto la ventana del fondo de mi cuarto para que no quedara mucho olor a petardo, uno buenísimo éste, con tabaco cubano con incrustaciones de Colombia, prendía inciensos de perfumes rijosos durante toda la noche y por la mañana dejaba abierto. Pero esa vuelta tenía la cabeza como pelota de sintético, los martillazos venían de todos los ángulos, era un arco a la deformación de los techos y a las paredes onduladas.

—¿Por qué me sale con eso ahora?

La profe se ofuscó y me atrajo hacia el rincón del descanso, como si alguien quisiera oírnos. Tu generación se despreocupa de la memoria más reciente, no toma en cuenta el brillo de la ilusión. Me dijo.

—María Eugenia, ¿tan rápido y ya levantó vuelo? —me coloca ahora la nariz a dos pulgadas del rostro. Mas allá, el resto de la clase es el fuelle de un tubo de aluminio del que caen garfios y risas chifladas en dientes separados.

DIEZ Y CINCUENTA Y TRES

Fue un sábado por la tarde y las cuatro veníamos cruzando la plaza principal, como convenido nos detuvimos a comprar rositas de maíz en el único distribuidor automático al lado del monumento y agarramos la diagonal tomadas del brazo. Era sábado y la circulación escasa, había un patrullero y cinco motociclistas por cada tres coches. Parecía la escolta del gobernador provincial. Mirábamos vidrieras y el sol se achicharraba como las tripas de una perra atropellada en medio del pavimento. Llegamos al monumento del águila de Plaza Malvinas y miramos la multitud que serpenteaba, una culebra en la ruta que ascendía a Monte de Las Peladas. Era día de procesión y los infras trepaban entre los carritos de rositas con leche condensada, choripanes, medallitas del Manosanta, pizzas y agua bendita. El vapor tibio de la multitud se engarzaba con la humareda de los alimentos y el calor de la fe. La gente se movía como un pesado caracol dando vueltas de carnero en el engrudo. Los miradores del Anillo Periférico estarían saturados, el heliódromo organizaba excursiones desde las principales ciudades del país y el restaurante ofrecía en la pantalla mural imágenes exclusivas de la procesión. Habría primerísimos planos de gurúes que atizaban la fe, servicios de seguridad de los infras que controlaban la circulación desde las casetas que ordenaban el ritmo del movimiento, paso simple, medio paso, pie contra pie, detención, oratorio y reflexión, pie contra pie, medio paso, paso simple. El santuario abrigaba las imágenes y las plaquetas de promesas. Habíamos visto todo eso en la tele y mi papá se presentaba en una imagen del clip de la campaña arrodillado y persignándose en el umbral de la gruta, bajo la imagen tutelar y enseguida dando el puntapié inicial de un partido de Deportivo La Conserva.

Sobre la multitud zumbaba un helicóptero. Por momentos daba vueltas y después encaraba un ir y venir desde la cima hasta la base del cerro. No se oían los aletazos que le pegaba al aire caldeado, pero se presentían los movimientos cuando descendía y barría las copas de los pinos. Los faros de los patrulleros picoteaban la oscuridad de la muchedumbre.

La Pufi prendió un pucho y la Pecosa convidó alcohol de papas del botellín que llevaba en la mochila.

—No seas boluda —se quejó Trébol—. Escondé la botellita, que nos van a ver.
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La policía de la ciudad había sido equipada desde hacía poco con largavistas infrarrojos que numerizaban y ampliaban las imágenes automáticamente. No era el momento.

ONCE Y TRES

Crucé el patio y sentí que cientos de pares de ojos se me apoyaban en los hombros y en la nuca como cotorras cariñosas. En el fondo, entre los grupos de alumnos, las chicas me habían guardado un lugar en un banco. No me dijeron nada y lo aprecié.

—Esta tarde se vienen todas a casa. Es sábado y teóricamente mis padres están en el Club jugando al paddle.

Trébol me abrazó, la Pufi apretó los puños tanto que se le pusieron blancos los nudillos y la Pecosa se puso de pie y manoseó unos pasos de baile abriendo los brazos, segura de que todo el patio la miraba.

—Sos única —dijo alguna y enseguida las tres sacaron los celulares y enviaron escuetos SMS a las matrigenitoras.

ONCE Y TREINTA Y NUEVE

Dejamos atrás la última diagonal y apretamos el paso. Dimos a una calle estrecha que contorneaba los cubos angulares de los monoblocs; pasillos filosos como un hilo de sudor que recorre la espalda. Pilas de tambores metálicos se alzaban contra las altas paredes de cemento. Arriba, un cielo de plomo acompañaba nuestro recorrido. Anduvimos así varios minutos y los últimos metros los hicimos a la carrera. El candidato opositor apoyaba la idea de levantar un muro alrededor de la ciudad y los monoblocs, para separarnos del anillo de El Bajo y, más allá, de El Desierto. Dicen que fue ahí cuando perdió las elecciones. Los infras sólo hubieran podido penetrar en la ciudad por los retenes, el ascenso social se vería debilitado y quizá hasta terminarían aliándose con los excluidos que vivían en El Desierto y organizaban malones esporádicos cuando no terminaban despanzurrándose entre ellos. Los viernes, el programa de más rating era El Show del Desierto. Pasaban imágenes satelitales de los excluidos en sus tiendas de campaña, tomando mate con pastillas, o preparando malones interdesérticos que dejaban cientos de víctimas.

ONCE Y CUARENTA Y DOS

No vimos ninguna patrulla fronteriza y atravesamos las vías, bajo el paso a nivel para peatones. Los yuyos crecían entre los montones de basura, las piedras y los huecos de los rieles arrancados. Sacamos de las mochilas los gorros y los pañuelos que atamos arriba de la nariz. La bebida me había quemado la garganta y ahora llevaba una soledad rastrera debajo de los collares. Como nos habían indicado, del otro lado de las vías, que todos llamaban así empecinadamente, a pesar de que hacía añares que no pasaba ningún tren y que los infrasociales las arrancaron para vender como chatarra vieja, del otro lado, había una placita pelada donde seguramente jugaban al fútbol y árboles cortados muy bajito, que dejaban planear una sombra compacta.

Íbamos en fila india y al alcanzar la placita, luego de haber dejado atrás la calle de tierra, nos colocamos de dos en dos y nos separamos unos metros, tal como nos indicó el hermano de Trébol. No llamar la atención, intentar pasar desapercibidas lo más posible, mantener la misma indumentaria como toda banda de infras digna de ese nombre. Mi mirada se cruzó con la de la Pecosa que iba a medio metro mío y leí lo que leí: pánico, horror, el pasmo abismal de caer de ese lado para siempre, para nunca más salir. Le sonreí para calmarla y enseguida pensé que estaba megaboluda ese día, que mi amiga no me podía ver con el paliacate rojo cubriéndome media cara.

Cruzamos en diagonal y alcanzamos el otro borde la plaza, o más bien del terreno baldío que servía como frontera última entre los monoblocs y El Bajo. Un puñado de corredores irregulares se abría allí. Contamos cuatro de la izquierda, según indicaba el plano y cruzamos casi a la carrera, contradiciendo todas las instrucciones y el sentido común. Trébol había memorizado el derrotero hasta que le dolieran las neuronas: la cuarta casa a la derecha, toda pintada de rojo con la puerta azul. No había ni un alma en el pasillo, nadie andando por sobre los ladrillos, la tierra, el pedrerío, los charcos. Todos estaban en la procesión, frotándose los codos, ondulando como las vértebras de un lagarto que corre al sacrificio. Como previsto, la puerta estaba semientornada y Trébol la empujó. Durante unos segundos estuvimos cayendo en un pozo de brea y orines.
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—¿Qué quieren ustedes?

La voz provenía del hueco de una puerta que tardamos en localizar. Una vibración nos hizo comprender que las cuatro sabíamos. Yo d.C. dos pasos, como acordado, era a mí a quien le salía mejor la voz. Pero el silencio fue demasiado prolongado, lento, inseguro.

—Venimos por el Mercader de los Zapatos con Alas.

La respuesta tardó tanto que pude oír los golpes de las venas en los brazos, que sentí el frío romper las suelas de caucho de mis zapatillas y subir por los pies, enroscarse a los dedos, trepar por las pantorrillas.

—¿Qué quieren?
—Pastillas de todos los santos.

Las palabras necesarias, había dicho el hermano de Trébol apoyando la espalda en el vano de la ventana. Ni una más. Después discutir el precio. Es la regla.

—La bolsita de quince a trescientos.

—A doscientos cincuenta —apreté los ojos y me mordí el labio inferior hasta que me dolieran los dientes. La única forma de no gritar. La voz armó un cuerpo, una forma oblonga y viscosa que se extendió alrededor como un abrazo.

—Tome, tome trescientos —alcancé a decir. Después la Pecosa me lo reprochó, pero si hubiera sido ella la que negociaba, en ese momento, le hubiera entregado la mochila.

No había terminado de contar el dinero que ya estábamos saliendo.

—Qué apuro, qué apuro —nos paralizó. Luego se oyó una risa y salimos primero caminando, y una vez en el pasillo a pasos largos, enseguida a la carrera, una carrera ahogada y sin freno que sólo contuvo la protección del yuyal de las vías. Trébol se bajó el paliacate y estaba morada, con saliva en las comisuras.

—Ahora a abrir los ojos con las patrullas —atiné a decir.

DOCE Y TRES

—Quihubo —saludó la Pufi cuando nos vio salir. Nos esperaba en un ángulo de las escaleras de entrada. Pasamos junto a la caseta de vigilancia de entrada y fuimos caminando hasta casa. Las paletas de un helicóptero le daban ritmo a nuestro movimiento. En las esquinas, los paneles electrónicos de la municipalidad anunciaban el gran evento del fin de semana, el match del cuadro local, Deportivo La Conserva frente a Boca Juniors. La empresa y la colectividad había fomentado la práctica deportiva, papá era uno de los pilares de la operación, y el equipo de la fábrica había ganado todo los campeonatos regionales y subnacionales para acceder a la división superior. Los infras estaban enloquecidos y los accesos a la Autopista y al Anillo Periférico se colapsaban los días de partido.

—A lo mejor ya llegó tu hermano —dijo Trébol.

Las tres me miraron. Me encogí de hombros.

—Los viejos no dijeron nada de nada. En casa no hubo ningún preparativo. Pero supongo que si viene, va a tener que pasar por casa y ver a su megasister que no lo conoce…
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Asintieron. El razonamiento era lógico. El coche de la vigilancia estaba atravesado en medio de la calle y los guardaespaldas me saludaron. Los de vigilancia civil hasta se quitaron la gorra marrón y nos franquearon el paso. Dominga les había prevenido que llegaba con amigas y la comida estaría lista.

DOCE Y CINCUENTA Y SIETE

Me cambié las zapatillas por las sandalias, para poder mover en paz los dedos de los pies y fuimos a la pérgola, junto a la jaula de las cotorritas, a quemar unos petardos. Los viejos no estaban y ni noticias de la llegada del hermano. Trébol la fue a tantear a Dominga sin éxito. Ni la radio ni el cable local interrumpieron las informaciones para anunciar la presencia de Robin Hood. Los jardineros estaban entrando cajas con abono y con paja en la caseta junto a la jaula y no podíamos fumar. Trébol propuso que fuéramos a otro lado, pero yo noté que eran las últimas carretillas y nos quedamos cultivando el deseo.

Fue un megaéxito. Las primeras bocanadas cayeron como empanadas desde el cielo.

—Esta noche inauguramos las pastillas del Mercader de Zapatos Alados.

Todas asentimos. Habíamos hecho la promesa de aguantar hasta el sábado por la noche. Me encargaron que guardara la bolsita en mi cuarto, entre los CD de música metal que nadie más que yo podía tocar. La Pufi encendió un petardo y achinó los ojos, le quedaron como incisiones entre las cejas y las mejillas. Aspiró hondo y dijo me entró hasta acá, señalando las inmediaciones del ombligo.

El cielo estaba quieto, las cotorritas a menudo tan ruidosas ni siquiera volaban hasta el alambre que envolvía la jaula, tampoco iban de palo a palo, de hamaca a hamaca. A veces, sola, podía quedarme horas mirándolas, inmóvil, y me parecía entonces que sus pequeños ojos negros me entendían, se apretaban en luces cómplices, como si oyeran la mismas seis horas de música que había grabado en el patch y me dijeran vos dale, dale para adelante, con sencillos aleteos e inclinaciones de cabeza.

Me quité las sandalias, alcé los pies, los levanté y separé los dedos. La Pecosa quiso imitarme y fue un desastre y nos estuvimos muriendo de risa y pasándonos el petardo un buen rato, un megabuenrato demasiado corto, porque el petardo empezó a consumirse y discutimos acerca de la oportunidad de prendernos otro, porque si empezamos así esta noche no llegamos a la discoteca ni por SMS ni por retransmisión directa. Y la Pufi se tiró al suelo a festejar el dato de Trébol, «que tengo de buena fuente», de que Rochus se hizo poner un diamante ya sabés dónde ahí entre las piernas.

—Cuando mirás las copas de los árboles desde acá abajo y ves el humo del petardo y oís las cotorritas, el tema no es el mismo.

Todas nos sometimos a la experiencia y ya nos reíamos de otra cosa, con otro petardo y un botellín de alcohol de papa que empezó a dar vueltas cautelosas cuando vino dando tumbos el revuelo. Algo pasaba en casa, en la entrada, frenazos de coches, bocinazos, puertas que se abren y se cierran, motores que se apagan y se encienden, carreras y gritos. Por una de las calles de polvo de ladrillo llegaron a la carrera mi madre y Dominga, agitando los brazos, apenas alcanzamos a esconder el petardo y los dos botellines en la caseta junto a la jaula que vení rápido María Eugenia, por favor, la exaltación era latente, se volcaba y le clavaba las uñas a los troncos de los árboles como una rata que escapa de la lava, vení rápido vengan chicas vengan que el hermano está acá. Me costó incorporarme, más por la emoción que por el efecto del porrazo, una emoción que era una catarata honda, una cuerda que me tironeaba hacia unas alturas que no tenían fin.

Fuimos a la carrera, a los saltos, las seis, Trébol que era muy buena en gimnasia tomó la punta, yo la alcancé y la pasé entre las aceleraciones de pedales, embreajes de asombro, ripio que salta, barreras que se abren y se cierran y la locura del portal electrónico y las luces verdes y rojas que parpadeaban como aplausos cerrados, las cuatro por cuatro y las pick–ups de las patrullas de la frontera.
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Nada que ver, pero entre los abrazos, los brazos, los dedos y los pelos, los guardianes que nunca había visto con los ojos así, así de grandes, transmitiéndose informaciones por los micrófonos del circuito interno, la pantalla que destellaba las imágenes de la multitud que captaba la cámara de la esquina, las paladas mecánicas de los helicópteros y los altoparlantes, entre todo eso se levantó la columna de humo y qué rápido llegó el equipo de bomberos para apagar el incendio del revoloteo de plumas y carne chamuscadas, pobres cotorritas, lo que deben haber chillado antes de asarse y con el batifondo no se oyó nada, nada de nada, humo y cotorritas, un desastre que no impidió ni Robin Hood.

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* Néstor Ponce nació en La Plata (Argentina) en 1955 y se instaló en Francia desde 1979. Es autor de seis novelas, un libro de cuentos, tres de poesía y de varios ensayos. Novelas: El intérprete (premio Fondo Nacional de las Artes, 1997, ed. Beatriz Viterbo 1998), La bestia de las diagonales (finalista premio Planeta, Simurg, 1999), Hijos nuestros (México, El Viejo Pozo, 2004), Una vaca ya pronto seras (premio narrativa internacional Siglo XXI editores, 2006; 2° edición Arte y literature, Cuba, 2010), Azote (México, Terracota, 2008), Sous la pierre mouvante (inédito en castellano, Francia, 2010), Toda la ceguera del mundo (Colombia, ediciones B, 2013). Cuentos: Perdidos por ahí (Siglo XXI México, 2004). Es autor asimismo de tres libros de poesía, Sur (España, SHE,1982), Desapariencia no Engaña (2010, ed. Argentina, 2° ed. 2014; España, 2013) (Trad. al francés, Désapparences francés, 2013), La palabra sin límites (España, Follas Novas, 2013; Argentina, El Suri Porfiado, 2014). Publicó también una docena de ensayos, como Diagonal del Género (2001; 2° ed., México, 2014), Crimen, antología de cuentos policiacos y negros en América Latina (2005, Memorias y cicatrices. Estudios sobre la literatura hispanoamericana contemporánea (México, 2013). Actualmente es profesor de Literatura y Cultura Hispanoamericana en la Universidad de Rennes II, donde dirige la revista electrónica Amerika y la unidad Interlangues: Memoria, Identidad, Territorios (ERIMIT 4327). En 2013 fue nombrado Caballero de las Artes y las Letras de la República Francesa.Es autor invitado en septiembre 2014 a la Feria del Libro de Medellín.

7 COMENTARIOS

  1. Un ritmo anhelante desde el principio, y más sorpresa y suspenso al final. Impresionante pintura de los modales adolescentes, como vividos desde dentro. Hasta se podría reconocer a algunas estudiantes nuestras. Una lectura que se hace de un tiro y le deja a uno inquieto…

  2. Me encantó el relato, homenaje a Cortázar y al mismo tiempo, un lenguaje deslumbrante: la literatura como descubrimiento de la maravilla.

  3. Fascinación y reencuentro. Somos de la misma generación, fuimos al mismo Colegio, andamos dando vueltas por el mundo. Néstor (Chiquito) escribe, yo leo; reconozco las palabras, disfruto de la trama, me siento feliz de que La Plata siga prohijando narradores.

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