Escritor del Mes Cronopio

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Diana querida

DIANA QUERIDA

Por José Prats*

Carta de reinvención, Diana. Trataré de unir fragmentos ante los minutos movedizos. Pero tal vez lo sensato sería el silencio. Perdóname entonces el egoísmo de la escritura. Y hacerte el truco de postergar el enigma para el final, sencillamente porque para mí nunca lo fue. Al menos, cuando termines de leerla, abrirás otro azar. Quiero que la flor se deshoje solita en tu cuarto, sobre la cama que nunca usamos, sin que ni siquiera yo llegue a saber por cuál pétalo optaste, cuál opinión sobre mi actitud será la que construyas.

Sólo reinventaré dos recuerdos. Del primero te enterarás ahora. El segundo cubre la decisión. Los dos parecen irse de cacería por un bosque, detrás de un ciervo. A los dos los acompaña una jauría de perros al acecho, prestos a descubrir la víctima del acoso. Es decir, prestos a morderme, desmembrarme.

El primer recuerdo es un poema que he intentado escribirte varias veces. Los versos quisieron ser otra carta. Rompí el último simulacro, se parecía demasiado al de un poeta portugués que leí hace tiempo. No te alarmes, apenas tengo en la memoria una borrosa idea de mis renglones manchados, martillados sobre el cristal de esta mesa. Pero sí el sabor espléndido de las ironías que en el original son como un picante azteca. El olor a piña de una sabiduría agridulce.

Dice, más o menos, que todas las cartas de amor son ridículas, pues no lo serían si no fuesen ridículas. El poeta habla de que en su tiempo había escrito cartas de amor, como las demás, ridículas. Porque las cartas de amor, si hay amor, tienen que ser ridículas. Entonces, sin importarle la repetición de palabras, o más bien buscándola, empieza a desatar la ironía. Reflexiona que, al fin, sólo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor son las que son ridículas. Afirma que, la verdad, son sus recuerdos de esas cartas de amor los que son ridículos. Termina, si la memoria no me engaña, con un sarcasmo contra las palabras esdrújulas, contra la humanidad y los sentimientos esdrújulos porque son, naturalmente, ridículos.

El primer recuerdo, como ves, no pasa de ser una ridiculez. Pero a través del poema, de las torpezas esdrújulas, preciso la decisión que espero comunicarte en el último párrafo, después que logre hilvanar los fragmentos del juego, del destino incesante, y llegue a la privacidad del silencio, a la firma que debes leer como mi último escondite. Desde luego, un escondite íntegramente ridículo.
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Parece que la casualidad cubre los extravíos del segundo recuerdo. No pensaba ir a la casa de la playa, ni sabía de la excursión. Ovidio me llamó desde la acera y a grito limpio pudo convencerme. Desidia y embullo, Diana querida. Porque detesto los domingos, son peores que los lunes, se desbaratan en la obligación de divertirse. Y aquel día, quizás lo recuerdes, estaba medio nublado. Por inercia, y por no hacerle el feo a Ovidio…

La reconstrucción de lo que precedió al baño no merece detalles: olas y chistes, arena y chismografía, sol y más obligación de estar alegres. Verte salir del agua sí fue, literalmente, una conmoción. Sabía que de seguirte mirando fijo un espeso embarazo envolvería al grupo. Ariadna, Penélope, Helena, Orestes, Ulises, Ovidio…, todos se darían cuenta. Bajé la vista. El esfuerzo me latía en la boca. Disimulo: castigo sin haber hecho nada, culpa gratis, oferta de la carne apresada en las dos piezas de la trusa. Perversidad de la mirada.

Ante lo que sucedió después sólo puedo abrir unas preguntas. Porque lo cierto tal vez sea que uno no escoge. Hay un desvarío que nos posee sin pedirnos permiso, una emboscada que por comodidad o por ignorancia decimos que estaba escrita, que es obra de los dioses.

¿Por qué entré a bañarme si normalmente me quedo con la sal en el cuerpo, espero a llegar a la casa, darme la ducha de agua dulce con la ventaja del champú para enjuagarme bien el pelo? ¿Cuál curiosidad me hizo seguir las voces del portal y escucharte decir que estabas apurada por bañarte porque debías preparar esa noche no sé qué seminario de tu escuela? ¿Cómo me entró la obsesión de verte desnuda, contra la posibilidad cierta de un escándalo? ¿Por qué la disposición emboscada del deseo me llevó a explorar las dimensiones del closet, experimentar la alegría de hallarlo vacío, de que sí cabría un poco apretado, de que por las persianitas tendría una visión perfecta de la bañadera? ¿Cómo logré urdir el plan en tan vertiginosos segundos, a pesar del nerviosismo galopante, de los ladridos que me advertían las posibilidades de ser insultado, expulsado para siempre del grupo entre burlas y desprecios?

Me vestí en un dos por tres. En otro dos por tres salí al portal, me cercioré de que supieras que el baño ya estaba libre, y con el pretexto de ir a tomar un vaso de limonada casi corrí a escabullirme dentro del closet, a esperarte con la mirada transgresora, preso de la astucia erótica, de la maldición que impelía la animalidad y del milagro que caería junto con el telón de la trusa.

Mancillé tu cuerpo, Diana. Insulté maravillado la naturalidad con que zafaste el broche del ajustador, la rapidez de tus caderas desembarazándose del diminuto pantalón de licra blanca. El tiempo se suspendía en el espacio donde el chorro de agua iba golpeando suavemente tus pezones erguidos, la línea dorsal, la firmeza de tus nalgas, la oquedad de los muslos. La aparición tenía un poder divino donde yo entremezclaba la erección con el desvanecimiento, la culpa de saber que no debía estar allí con la pasión de que por eso mismo estaba contra las persianitas, sin respiración, atónito desde la eternidad redonda de tus hombros, desde la delgadez de tus muñecas y manos.

Mi tumulto se transformó enseguida, cuando comenzó la ceremonia del jabón. Casi me parecía oler la frescura que exhalaba tu cuerpo. No siento rubor al escribirte cómo a plena luz tu cuerpo se me hacía líquido y se transparentaba como si fuera una estatuilla de jade. Quizás mi desenfado en esta carta es porque logré resistir las tentaciones de interrumpir el baño, lanzarme hacia ti con la grotesca avidez de lamer toda la espuma del jabón. Quizás se deba a que contuve el deseo endemoniado cuando la vulva sonrosada resbalaba entre tus dedos, cuando descubrías sin preocupación los labios secretos mientras la espuma blanca serpenteaba y hacia pompas por los pelos negrísimos, como si un poco de mercurio sobre la plata del pubis los dividiera en ramas y hojas que representaran tu árbol, que en el centro esperaran el tronco.
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La zarza ardiente, Diana. Inalcanzable y por ello más transgresora, más apetitosa. Disidente y procaz contra las gotas de agua que yo imaginaba como mi saliva por el cuello, por las axilas, por los senos. Si, así fue: la delectación de mi vista uniendo los sentidos, multiplicándolos rabiosamente desde el closet-gruta, desde el closet-caleidoscopio, desde el closet tan real y tan virtual como tu piel de oro.

No hacia falta que me masturbara. Mientras te secabas tuve el éxtasis que sé imposible de volver a lograr nunca más en mi vida. El prodigio sin tocarme, sólo contra el roce sedoso de mi vista oblicua sobre tus carnes. Intenso y eterno, duro a pesar de los chorros de savia que comencé a lanzar con fuerza, con espasmos que despedazaban los sentimientos de culpa, la sensación del delito porque parecían abrirte los muslos con el ardor de un ácido, penetrarte con la danza de una orgía que se celebraba en los dos o tres metros que nos separaban.

Sí, mi vista era una flecha roja y blanca temblando en el arco de un carcaj de plata, era tu ignorancia y tu virginidad como blanco y rojo inalcanzable. Me creía un diosecillo cuya impudicia retaba el vulgar comercio de los cuerpos, las trilladas uniones entre mujeres y hombres, el sexo corriente, aburrido, milenario. Te juro que en ese momento yo era Dionisos. Mientras te vestías se encarnaba en mí un impulso suspendido que me hacía sentir único, diferente. Aquel rodeo por ti y por mí transformaba la separación en un encuentro tan raro como la metamorfosis de un hombre en ciervo, más demente que si hubiéramos retozado juntos bajo la ducha. A mi vista no podía torturarla ninguna torpeza física, ningún detalle helado. Era, sencillamente, invencible.

Por eso cuando todo comenzó a desmoronarse empecé a llorar de miedo. Pero no por ti, ni por el grupo, ni por la sorpresa, sino por la imagen que se fragmentaba, que se caía a pedazos. Porque verte avanzar hacia la puerta del closet, abrirla, mirarme de arriba a abajo con aquella sonrisa picaresca, fue dejarme ciego. Me sentí rodeado de perros, llegué a sentir las mordidas, los colmillos que me desmembraban con furia, que me castigaban entre ladridos de triunfo por haber culminado la cacería.
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La ridiculez de la carta de amor que nunca te escribí es tan esdrújula como el cuento del baño. Por eso no queda ningún enigma. Tú misma te encargaste de romper el misterio. Y no puedo, así no me interesa. Prefiero quedarme con mi vista, con los tumbos de la imaginación sobre tu cuerpo mojado… Entiende la decisión. Comprende que no deseo verte más para seguir viéndote, para que nada rompa aquellos minutos donde encarné la transgresión.

Adiós Diana querida, siempre tuyo,
Acteón
1996

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* José Prats. De este escritor cubano, conocido por su obra narrativa y ensayística, dijo su maestro José Lezama Lima: «Armado de un sentido crítico que colma en la balanza la trenza de la lechuza y el arcoíris del sunsún». En el prólogo a su primera novela (Mariel, Ed. Aldus, México, 1997, Finalista en el Concurso Rómulo Gallegos, 1998), Álvaro Mutis escribió: «Es uno de esos libros exigentes por el rigor de su construcción y por la profundidad ejemplar de las vidas que allí respiran por su propio peso y virtud convincente». Junto a sus textos de crítica literaria, relacionados con su trabajo docente universitario y sus investigaciones sobre poesía hispanoamericana, ha publicado otras dos novelas: Las penas de la joven Lila (Ed. LunArena, México, 2004) y Guanabo gay (Ed. Hora y Veinte, México, 2005). Los cuentos agrupados en Por sí o por no (Ed. Aurora Boreal, Copenhage, 2013) corresponden a una selección posterior a Erótica (Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1988) y Cuentos (Ed. Arquitrave, Colombia, 2007). Su más reciente libro de ensayos es Lezama Lima o el azar concurrente (Ed. Confluencias, España, 2010). En 2014 aparecerá en New York The Sorrows of Young Lila (Ed. Harper-Collins) y acaba de aparecer en Madrid la edición definitiva de Mariel (Ed. Verbum).

2 COMENTARIOS

  1. Estos Cronopios le hubieran encantado a Julio Cortázar, a quien tuve el placer de conocer en La Habana, sin saber que estaría en sus funerales en París. Gracias por publicar mi cuento, recreando la leyenda.

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