Escritor del Mes Cronopio

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El mundo despues

EL MUNDO DESPUÉS

Por Alejandro Varderi*

Beatriz abrió las cortinas del cuarto para encontrarse frente a frente con la mañana que comenzaba a despuntar. La noche anterior había llegado su hija de Chile, donde se refugió cuando el país empezó a desintegrarse, comprándose un pequeño apartamento frente a la Plaza de Armas que reconstruyó por completo. Se instaló en él sin mayores angustias, gracias al trust fund paterno, a fin de poder dedicarse de lleno al diseño de su línea de lingerie y a los encuentros con un amante, a quien los padres habían igualmente becado, pudiéndose, él también, consagrar a la composición musical y pasear con su polola por las mucho más tranquilas avenidas de Santiago.

Enormes esfuerzos le había costado a Beatriz la separación de Jorge Andrés quien, no obstante, se portó generosamente, dejándole las propiedades de las cuales seguía extrayendo excelentes rentas, al alquilárselas a los recién llegados empresarios iraníes, chinos y sirios con quienes se había aliado la revolución, además de contar con el asesoramiento de su hijo menor, analista financiero en un banco de Chicago. Y le había costado, pues, en el fondo, Beatriz odiaba estar sola; no por nada había pasado tantos años aguantando las infidelidades del marido, hasta el desgaste acabar por erosionar lo poco existente aún entre ellos. Por eso reunirse aquí o en Margarita, con los contados amigos que todavía no se habían establecido —nunca emigrado— allende las fronteras bolivarianas, ya no era una cuestión de sociabilidad sino de sobrevivencia.

De la cocina le llegó el aroma del café y las arepas de Octavia, amarrándola al país con una fuerza superior a las consignas opositoras y las marchas contra el gobierno. Nada como despertar entre las sábanas perfectamente almidonadas por aquellas manos y degustar las delicias de su desayuno criollo para retomar los girones del país perdido, pero aferrado aún a los intersticios de quienes siguen montando a caballo en el Country y la Lagunita, celebran bodas en la Quinta Esmeralda o participan en un torneo del Valle Arriba Golf Club.

«Como si las cosas no hubieran cambiado», pensó, mordiendo una arepita de queso guayanés, mientras afuera el tráfico se intensificaba y la mañana atravesaba con fuerza el enrejado y la frondosidad de las matas de la terraza. Mientras se tomaba el segundo café, aprovechó para escribirle un mensaje de texto a Alfredito, su vecino del 7-B, quien llevaba varias semanas en Nueva York, retozando de una página web a otra con todos los niños que se le pusieran al alcance, aprovechando una temprana jubilación de la magistratura, donde había servido como juez especializado en materia civil, con lo cual logró evadirse de las presiones gubernamentales e, incluso, la cárcel cuando algún veredicto no favorecía a los personeros del Estado, tal como le había ocurrido a varios de sus colegas. «Alfredito supo muy bien bandear esas situaciones», se dijo Beatriz mientras le escribía. «Amorcito, espero que estés disfrutando de mi ciudad predilecta a donde quiero volver tan pronto como me lo permita el país, entre manifestaciones y cacerolazos a la espera de las elecciones, si el que te conté no vuelve a Cuba indefinidamente. Pero como sea, y aunque se ponga a toda mecha en campaña, ni de casualidad le moverá el tapete, como dicen los mexicanos, a Henrique Capriles; imparable en las calles y en las encuestas. Subiendo cerros, bajando quebradas, atravesando, en fin, la geografía de lado a lado va nuestro hombre, apoyado por un creciente jolgorio humano sin precedentes en mi memoria. Ante tal esplendor, la rabia, acechándonos desde hace tantos años, pareciera haber dado paso a una suerte de fiesta colectiva donde la gente marcha eufórica al ritmo de las canciones de moda. Incluso, al voltear cualquier esquina, te sorprende el arrebato de inventivas coreografías espontáneas y el meneíto adquiriendo estatus de bélica melodía, a pesar de los apagones, la escasez y el desgobierno. Hasta los más jóvenes claman por su derecho a inscribirse en el Registro Electoral Permanente, negado por los atornillados del régimen, cual si fuera la taquilla del Poliedro para ver un concierto de Guns N’ Roses. Claro que no todo son ‘roses’ y la ciudad se ha llenado de pancartas y pintas cantando las loas al sabanetero, aún en los lugares más emblemáticos del centro y el este de la ciudad. Me produce un escozor terrible ver a tanto joven sin oficio ni beneficio rayando paredes. Definitivamente tienen el rancho en la médula y no pueden ver nada medianamente limpio porque van corriendo a arruinarlo. Y aquí me detengo, pues no quiero distraerte más con los desbarajustes patrios; sigue disfrutando de esa isla de las maravillas, pero no te olvides de nosotros.
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«No te olvides de nosotros», se repitió Beatriz con incredulidad al apretar la tecla de enviar, asombrándose de unas palabras que nunca hubiera pronunciado antes del chavismo; como para recordar y recordarse a sí misma la profundidad de los cambios acaecidos en su propia psiquis, espejeando los del terruño durante el accidentado periplo de esta revolución quinceañera, si bien no sería ella quien iría a levantar un dedo para presentarla en sociedad. Para eso ya tenía una corte de pretendientes recién llegados y reciclados de la Cuarta República, encompinchados con el caudal de nuevos y viejos ricos haciendo negocios con los restos de lo que todavía quedaba en pie.

También Beatriz se alzó de su lugar, dejándole a Octavia vía libre en las labores de arreglo y limpieza matinales. Gabriela todavía dormía, cansada del viaje, con lo cual se dispuso a completar su toilette sin distracciones antes de lanzarse al tráfico caraqueño. Por suerte, eran pocas cuadras hasta la galería, que hoy debía abrir con puntualidad, pues la dueña había citado a un cliente interesado en adquirir una de las obras de la última exposición. Algo curioso el fervor coleccionista del venezolano, comprando y vendiendo arte como en las mejores instancias de la democracia fundacional. No era de extrañar entonces que curadores y críticos temblaran ante la suerte del patrimonio museístico, especialmente desde la desaparición, entre otras obras, del Matisse en la colección del Museo de Arte Contemporáneo. «Nada más fácil que meter dentro de una carpeta un grabado y salir tranquilamente a la calle», le comentó una curadora de la Galería de Arte Nacional, a quien los abusos y arbitrariedades no habían apartado todavía de su lugar dentro de la institución. «O simplemente sustituir la obra auténtica por una falsa», pensó Beatriz, a propósito del cambalache ocurrido con la odalisca del pintor galo.

Mientras recogía el bolso y las llaves del carro, le entró un mensaje de María Conchita, quien se había deshecho recientemente de casa, trabajo y demás pertenencias para mudarse con el marido a Nueva York y reinventarse, ya cerca de la setentena, en la ciudad de su juventud. Pero al poco de llegar, el hombre desapareció con otra, dejando a la pobre María Conchita con cincuenta dólares en la cuenta corriente y un abultado contrato de alquiler. Ella, sin embargo, no se había amilanado ante la debacle y, sacando fuerzas de flaqueza, así como parte de las ganancias obtenidas con la venta de sus bienes caraqueños, se mudó a un pequeño estudio del Upper East Side desde donde, sitiada por cuadros, vajillas y muebles adquiridos para llenar espacios mucho más generosos, lanzaba mensajes de auxilio a propios y extraños.
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Beatriz, solidarizándose con la memoria de las décadas transcurridas desde que sellaron su complicidad en las aulas del Colegio Nuestra Señora de la Consolación, respondía inmediatamente a las urgencias de María Conchita, procurando animarla cuando se sumergía en la tristeza, además de recomendarle una vuelta a Caracas aunque fuera con lo puesto. Algo que esta no quería enfrentar, prefiriendo seguir enviando currículums a empresas de ramos varios, mientras daba clases de español a los ejecutivos del vecindario entre sesiones de terapia, yoga y Feng Shui. «Quizás María Conchita tenga razón y seamos nosotros quienes estamos errados», atajó a calibrar, si bien se dispuso a comunicarle un optimismo tiznado de cierta desesperación. «No te angusties Conchi. Ten paciencia, pues el futuro venezolano se vislumbra luminoso. Estamos todos súper emocionados con el empuje de Capriles y el deterioro del que te conté. Ni arrastrándolo con una gandola va a volver a llegar el robolucionario a la silla presidencial; esta vez sí va a volteárseles la tortilla a los sátrapas que tienen a nuestra querida Venezuela secuestrada desde hace tres lustros. Mi bruja me lo confirmó, tras actualizarme la carta astral cual si se tratara del último gadget de Apple, así que estoy blindada para cualquier eventualidad, aun cuando no haya cabida ya para el pesimismo. Estamos llenos de fe, y con la ayuda de los santos, arcángeles y potencias celestiales alcanzaremos el triunfo. Hasta Panchita —¿te acuerdas de Panchita?— quien nunca se había metido en política ni marchado anteriormente, anda como loca preparándose para ser presidenta de mesa en el centro electoral del colegio, segura de que no se le va a escapar ninguna irregularidad, mientras organiza escrupulosamente el survival kit para acompañarme en la próxima manifestación de apoyo a nuestro candidato».

Octavia tocó repentinamente a la puerta para recordarle que iba con retraso, con lo cual Beatriz dio fin al mensaje, mandándolo mientras acababa de arreglarse. Desde las ventanas del dormitorio, el Ávila se destacaba nítido por encima de tejados y azoteas, abrigando con su vegetación la esperanza de quienes también confiaban en un viraje electoral, con miras a recobrar la paz espiritual o deshacer las maletas, antes de lanzarse a lo desconocido aguardándoles en otras latitudes; si bien la cadena criolla iba conformando una población flotante, allende las fronteras nacionales, cada vez más nutrida, con lo cual encontrar areperas por Canadá o Suecia ya no era desvarío sino realidad. De hecho, cuando Beatriz empezaba a cepillarse el pelo, le entró otro mensaje, invitándola a un arepazo en Central Park donde se le exhortaba a proveer, como soltera, nata, mantequilla o mayonesa a fin de aderezar el relleno de carne mechada, caraotas, pollo y atún, que correría a cargo de las familias, y preparar así las clásicas reina pepeada, pelúa y tumbarranchos, mientras participaba en competencias de perinola, dominó y bolas criollas.
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Beatriz estuvo tentada a reenviarle el mensaje a Alfredito, pero imaginó que su vecino andaba por el Norte buscando escapar justamente de iniciativas tan pavosas, si bien necesarias para mantener la moral del colectivo, por eso lo borró, anulando también con ese gesto el poder de las voces llamando y llamándose con objeto de no diluirse completamente. Un clamor, debía igualmente reconocerse, aclarándose, como el Ávila en esta mañana de junio, mientras más se oscurecía el futuro y se deformaban los modos de vivir anteriores al chavismo, férreo en su contienda por convertirlos solo en memoria, cual estrategia perfecta para desvanecerlos del todo, al ser la memoria el atributo más frágil de un país.

Entre el estira y afloja de acicalamientos y mensajes telefónicos, Beatriz forcejeó con la idea de alistarse para salir, aunque todavía se le antojaba lejano el momento cuando podría finalmente abrir la puerta de la calle. Y es que, en tanto avanzaba la mañana, el empuje de las primeras horas del día iba en ella dando paso a un sopor donde la percepción del mundo alrededor se convertía en una película en cámara lenta. Era gracias a la insistencia de Octavia que no quedaba completamente paralizada entre la cama y el tocador, y lograba con un esfuerzo supremo asir el bolso o, mejor dicho, asirse a él a fin de alcanzar el ascensor y llegar al estacionamiento. Pero para eso todavía faltaba un rato. De hecho, estuvo a punto de quitarse el vestido, ponerse otra vez la dormilona y regresar al frescor de esas sábanas almidonadas, convocándola con la fuerza de las cosas donde aferrarse, al afuera dejar de ser predilección y convertirse en intromisión.

Pero no es que Beatriz fuera una persona de naturaleza depresiva, no. Aún se emocionaba hoy al evocar los espacios anteriores a Jorge Andrés cuando, siguiendo el consejo de cierto anuncio de Pepsi exhortando a los jóvenes a beberse también la libertad con aquello de «abre tu corazón a la vida», extendía sus pistilos hacia la claridad de salones y jardines por donde se polinizaba con el desprendimiento de quien no teme prodigarse, pues lo mejor estaba aún por venir. Claro que también ayudaba el hecho de saberse existiendo en los alrededores de un país, para el cual la bonanza petrolera apenas comenzaba a esparcir sus dádivas entre los grupos favorecidos por la generosidad gubernamental. Con un comercio local multiplicándose por calles, avenidas y centros comerciales rebosantes de mercancía nacional y, sobre todo, importada, a fin de hacer de Venezuela la perla del Caribe puesta a tentar con su brillo a quienes escapaban entonces de las dictaduras y la miseria latinoamericana.

«Éramos un país generoso», reflexionó Beatriz, sentándose a la orilla del lecho con el cuidado de quien teme ser arrastrado por la corriente hacia aguas más profundas. «De Centroamérica, Brasil, Uruguay, Chile, Argentina aparecían intelectuales y pseudointelectuales con lo puesto buscando refugio. Familias enteras de exilados llegando ‘con una mano por delante y otra por detrás’, como le confesó Isabel Allende a un periodista, cuando desde Caracas empezaba a proyectarse internacionalmente. Lástima que la misma Allende que tanto, según ella, le debe a Venezuela, nunca haya sido capaz de manifestarse públicamente con respecto a los desmanes de la robolución. ¿O será, quizás, que su silencio transpira una aprobación tácita del régimen chavista? Y ella no es la única. Muchos nos han dado la espalda en estos lustros de intimidación y destrucción, tras volver a sus respectivos lugares de origen o cambiar el nuestro por otro país más estable dónde guarecerse. Hasta mi psiquiatra argentino de más de dos décadas hizo sus maletas y se fue para España, tras cerrar la consulta como consecuencia de un robo a mano armada, donde los hampones se llevaron muebles y aparatos electrónicos pues, ya me dirás tú, los objetos de valor dables de encontrar en un consultorio.

Aunque las cosas han llegado a límites tan extremos que la desesperación asalta en las situaciones más inverosímiles. Me cuenta Octavia que por la bajada de Tazón se estrelló un camión con un cargamento de carne congelada y la gente, sin preocuparse por el estado del conductor quien, parece, falleció desangrado, arrasó con la mercancía y no quedó ni un pellejito para un caldito, me dijo. En fin, esto se parece cada vez más al país de Fidel. ¿Serán ciertos esos voceos de uno de los personeros del régimen asegurando que ‘en el apogeo de la escasez se encuentra la esencia del socialismo’? Si así fuera el experimento está siendo de lo más exitoso porque ya pronto nos van a ver arrancándole al vecino la bolsa del mercado, después de haber hecho horas de cola para llegar al recinto y encontrar todos los anaqueles vacíos…»

Aquí Beatriz interrumpió el curso del agua o sus pensamientos para sortear a Octavia quien, como un obstáculo en el cauce del lecho —nunca mejor dicho— volvió a tocar a la puerta, esta vez con mayor insistencia, para recordarle que debería haber salido hacía por lo menos media hora si quería abrir la galería a tiempo. Pero, «qué es el tiempo», podría estarse preguntando Beatriz mientras, haciendo caso omiso al golpeteo de Octavia, se extendía de largo a largo sobre las prístinas sábanas, en tanto dejaba caer hacia sus profundidades un reguero de ropas, joyas, zapatos y accesorios para quedarse mirando al techo en sostén y pantaletas.
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«‘A partir de hoy, y producto de esta conspiración de la oligarquía contra el pueblo y la revolución, he mandado comprar un alicate para apretar las tuercas que estén flojas. La oligarquía se equivocó conmigo de pelo a pelo, de punta a punta’, exclamó entre amenazadoras gesticulaciones y sudores el hombre aquel, en el paroxismo de uno de sus arrebatos, cuando se le ocurrió lanzar una nueva ley de tierras y desarrollo agrario, un ya lejano dos mil uno, para adueñarse de las haciendas y ponerlas a producir pues, según él, la llamada ‘oligarquía’ tenía las tierras acaparadas e inservibles. Más de dos lustros han pasado y los hatos expropiados o comprados por cuatro lochas han quedado en la esterilidad más absoluta, destruyéndose además la estructura que daba empleo al campesinado sobreviviente de las migraciones urbanas. Si no pregúntenle a mi cuñado quien tenía en el suyo una considerable producción de leche, queso y vacuno, devastada hoy, habiéndose visto forzados los trabajadores a engrosar las zonas marginales por los alrededores de Caracas y demás ciudades del interior. En tanto, la escasez de productos básicos se ha multiplicado exponencialmente, porque no solo no hay producción interna, sino que el país está sin divisas para importarla de quien se la quiera vender, a precios astronómicos, obviamente. Pero eso de la ‘conspiración de la oligarquía’, sigue estando en boca de los robolucionarios, como si nada de esto hubiera sucedido».

Beatriz hizo pausa, zambulléndose con gusto en el tranquilo remanso de sus almidonadas sábanas, mientras las advertencias de Octavia se iban alejando, cual si en verdad fuera navegando por aguas tocadas por resplandores puestos a enceguecer las malandanzas políticas, empeñadas en filtrarse con la luz que las persianas entreabiertas dejaban caer sobre su pequeño universo: los potecitos de crema que le traía Arturito o algún otro de sus incondicionales a la vuelta de los viajes donde se detendría minuciosamente para no perder detalle, las fotografías de afectos y defectos entrañables a la distancia de los años, sus cuadros favoritos salvados a las pérdidas y divisiones patrimoniales dirigidas por los hombres que le organizaron la existencia, la cascada de vestidos anegando los armarios y la memoria de cada episodio por ellos protagonizados, entre sus mejores momentos y los que la iban acercando, un poco más cada día, al lugar de donde no se regresa. Todo, confabulándose para retenerla allí, entre las paredes de esa casa, es decir, el país, anclándola.

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El presente texto hace parte de su novela inédita El mundo después.
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* Alejandro Varderi es narrador y ensayista venezolano. Coeditó las antologías Ettedgui: arte información para la comunidad (1985) y Bridging Continents: Cinematic and Literary Representations of Spanish and Latin American Themes (2005). Sus novelas incluyen: Para repetir una mujer (1987), Amantes y reverentes (1999-2009), Viaje de vuelta (2008), Bajo fuego (2013) y El mundo después (en preparación). Es también autor de los siguientes libros de ensayos: Estado e industria editorial (1985), Anotaciones sobre el amor y el deseo (1986), Severo Sarduy y Pedro Almodóvar: del barroco al kitsch (1994), Anatomía de una seducción: reescrituras de lo femenino (1994, 2013), A New York State of Mind (2008) y Los vaivenes del lenguaje: literatura en movimiento (2011). Se desempeña como profesor de estudios hispánicos en The City University of New York.

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