ALATRISTE: CAPA Y ESPADA
Soy un fan irredento de Alatriste, de Arturo Pérez-Reverte, en cuanto saga y en cuanto que supone la resurrección de un subgénero narrativo, el folletín, que está en el centro de mis intereses como lector desde que comencé a serlo en serio, hace casi cincuenta años. Alatriste es un folletín. ¿Y qué demonios es un folletín? Veámoslo sin más demora, teniendo en cuenta que el ámbito en que nace, crece y se desarrolla el folletín es, fundamentalmente, francés, y que es en el seno de la literatura francesa del siglo XIX donde hemos de ir en busca de los principales modelos temáticos y estilísticos de la escritura alatristesca, por más que mi admirado Pérez-Reverte beba en fuentes plurales y diversas, pues para él, como para el personaje de Terencio, «nada de lo humano le es ajeno». Las letras francesas decimonónicas constituyen, por lo demás, un territorio por donde siempre he discurrido con gusto e interés.
Ya en marzo de 1800, el diario francés Le Journal des Débats comenzó a dedicar la parte inferior de cada página, llamada rez-de-chaussée («planta baja») o feuilleton («folletín»), a temas de crítica literaria, teatral y musical. A partir del 1 de julio de 1836, las cosas iban a cambiar. Fue entonces cuando los empresarios Émile de Girardin y Armand Dutacq lanzaron de manera simultánea Le Siècle y La Presse, ofreciendo suscripciones a mitad de precio y aumentando considerablemente el número de anunciantes. Para granjearse aún más el favor de los lectores, a Girardin se le ocurrió publicar en la «planta baja» de su periódico, y a lo largo de varios números, una novela completa. Había nacido el folletín, tal y como lo entendemos hoy. La primera novela que se publicó de este modo, entre el 23 de octubre y el 30 de noviembre de 1836, fue La vieille fille, de Balzac.
Poco a poco, la «planta baja» va especializándose en obras de ficción: de septiembre a diciembre de 1837, Le Siècle publica unos capítulos de Las memorias del diablo, de Frédéric Soulié (1800-1847), y, acto seguido, una novela completa de Alejandro Dumas, El capitán Paul. El éxito es impresionante, las suscripciones se multiplican. Dumas perfecciona su técnica y publica en 1841, siempre en Le Siècle, su primer folletín histórico, El caballero d’Harmental.
El medio es nuevo y, por lo tanto, las técnicas literarias deberán adaptarse a él. Dumas y sus rivales —Soulié en Le Journal des Débats, Eugenio Sue en La Presse— transforman esa novela arbitrariamente fragmentada, que era el folletín primitivo, en una novela pensada ex profeso para la «planta baja» de los diarios. Así aparecerán los grandes folletines del siglo: Los misterios de París, de Sue (1842-1843); Los misterios de Londres, de Paul Féval (1843-1844); Los tres mosqueteros, de Dumas (1844); El judío errante, de Sue (1844-1845), y El conde de Montecristo, de Dumas (1844-1846). Con razón escribía en 1845 un columnista anónimo en L’Époque: «El diario era una costumbre y la novela lo ha convertido en una necesidad.»
Pero el cansancio de un público cada vez más harto de intrigas disparatadas y de autores que cobraban por línea escrita, no tardó en bajar las tiradas de los periódicos. Además, el folletín se hizo sospechoso, a ojos del establishment, de constituir un fermento de agitación popular. De nada servirá que, en febrero de 1852, se suprima la tasa de un céntimo, llamada «tasa Riancey» (por el nombre del diputado que hizo votar la ley), que gravaba la compra de todo diario que publicase obras novelescas. Los días de gloria del folletín habían pasado: Sue, desterrado en Saboya, publicó por entregas (un procedimiento ajeno a la prensa diaria) Los misterios del pueblo; Alejandro Dumas creó su propio periódico, Le Mousquetaire, para publicar en sus páginas la novela Los mohicanos de París.
En 1857, año en que muere Sue y en que Flaubert publica Madame Bovary, el folletín da sus últimas bocanadas: Ponson du Terrail, en La Patrie, comienza el ciclo de Rocambole, y Paul Féval, en Le Siècle, triunfa con El jorobado. Pero, poco a poco, la «gran» literatura se desmarca del folletín que la había acompañado durante una generación. En lo sucesivo será la prensa de cinco céntimos —Le Petit Journal, La Petite Presse, Le Petit Moniteur— la que se hará cargo de la literatura «folletinesca».
Le Petit Journal, concretamente, explotando el filón de los archivos criminales, iniciará con Émile Gaboriau, secretario de Paul Féval, un género nuevo: El caso Lerouge (1866) se considera ya la primera novela policíaca stricto sensu de la literatura universal, puesto que Los crímenes de la calle Morgue y El misterio de Marie Rogêt, relatos del maestro Edgar Allan Poe en los que brillan las dotes deductivas del caballero Dupin, no pueden considerarse propiamente «novelas». Pronto triunfará una variante del género policíaco, la «novela de error judicial», cuyo mejor ejemplo será Roger-la-Honte (1886-1887) de Jules Mary (1851-1922).
Todo en la saga del capitán Alatriste contribuye a hacernos creer que el glorioso folletín decimonónico sigue vivo, a pesar de las vicisitudes que acabo de contar. En ocasiones, uno tiene la sensación de que el tiempo perdido puede recuperarse, de que puede regresar del olvido aquella época en que la rez-de-chaussée de los periódicos franceses ofrecía a diario un fragmento de novela con una obligada palabra final entre paréntesis: el fascinante término continuará. Las novelas que componen la saga de Alatriste tendrían que haber aparecido bajo la especie de folletín en la «planta baja» de los diarios españoles de nuestro tiempo. Pero los diarios de nuestro tiempo no están por esa labor. Andan, por el contrario, en la tarea de proporcionarnos día a día la dosis de la droga doble que procuran los medios de comunicación contemporáneos a sus abrumados usuarios: el aburrimiento y el horror. ¡Qué hermoso hubiese sido que, al menos, la primera novela de la saga, urdida por Arturo Pérez-Reverte y su hija Carlota con el título de El capitán Alatriste, nos hubiera llegado troceada en el folletín de los diarios! El capitán retirado Diego Alatriste y su joven amigo Íñigo Balboa se merecían ese honor, que algunos le hemos otorgado haciendo trampa y leyendo cada capítulo como si hubiese visto la luz de forma seriada y bajo la excitante forma de folletín.
Creíamos que la literatura había muerto ya, devorada por la pedantería y por la ambigüedad moral más repugnante, cuando hete aquí que un padre y una hija urden en los años 90 del siglo pasado un folletín siguiendo ad pedem litterae las leyes más estrictas del género, y nos sitúan en el Madrid barroco del siglo XVII para ofrecernos una acción trepidante, estupendamente ambientada desde el punto de vista histórico y cuajada de episodios inolvidables. Siempre he pensado que nuestros Siglos de Oro han sido desaprovechados por nuestros novelistas como escenario de sus ficciones. Si los narradores y cineastas norteamericanos han hecho del Far West un espacio mitológico, no sé por qué nosotros, salvo honrosas excepciones, no hemos hecho lo mismo, por ejemplo, con nuestra época áurea y, dentro de ella, por citar un ejemplo irrefutable, con la América hispana del descubrimiento, de la conquista y de la colonización, como si lo que hicieron nuestros mayores por aquellos parajes no fuese una de las gestas más dignas de celebración y memoria que han visto los últimos veinte siglos (por lo menos).
El espléndido diseño gráfico de Manuel Estrada, las soberbias ilustraciones de Carlos Puerta y de Joan Mundet —muy en la línea de las que Luis Vigil dedicara hace años a las novelas de Emilio Salgari publicadas por Editorial Gahe—, la cuidada tipografía, los pastiches en verso urdidos por el admirable filólogo y poeta Alberto Montaner Frutos —eruditísimo editor del Cantar de Mio Cid—, todo asume en la saga del capitán Alatriste un papel vindicativo contra la inanidad retórica y el tedio que estropean, cuando no arruinan, gran parte de la producción novelística española de las últimas décadas.
La primera novela de la saga, El capitán Alatriste, vio la luz en noviembre de 1996, y hasta un año después, cuando salió Limpieza de sangre, no volvimos a saber de nuestros héroes favoritos. Bien es verdad que en la solapa posterior de cada libro de Alatriste figura un rótulo alentador, «Próximas aventuras del capitán Alatriste», y la relación de los títulos que, a la manera de los viejos y nobles folletines, o de las entrañables novelas por entregas, amenazan con alimentarnos mental y moralmente hasta 2010, por lo menos. A finales de 1998 ya eran tres las novelas de Alatriste que estaban en la calle, pues en otoño de ese año se puso a la venta El sol de Breda. En cuanto a El oro del rey, cuarta entrega de la serie, no apareció hasta 2000. El caballero del jubón amarillo se publicó en 2003, y Corsarios de levante en 2006, el mismo año en que se estrenó Alatriste, la película de Agustín Díaz Yanes que, protagonizada por el gran Viggo Mortensen, cubre el itinerario biográfico de nuestro capitán hasta la triste cuanto heroica jornada de Rocroi. Un lustro después aparecería la última novela de la saga publicada hasta hoy: El puente de los asesinos (2011).
Quince años, pues, contemplan lo aparecido hasta la fecha de la saga de Alatriste, y aún esperamos los dos títulos que se anuncian en la solapa de contracubierta de El puente de los asesinos: La venganza de Alquézar y Misión en París (siempre que Arturo quiera limitarse a esos títulos y no modifique sobre la marcha el plan de su epopeya folletinesca). Lo cierto es que sabemos por la película que Alatriste va a morir en Rocroi. Pero también murió Sherlock Holmes en las cataratas de Reichenbach y luego fue resucitado por Conan Doyle. Con los héroes de folletín nunca se sabe…
La novela histórica nació a comienzos del siglo XIX de la mano del escocés Walter Scott. Sus primeros frutos en Francia datan del período plenamente romántico. Cinq-Mars (1826) de Alfred de Vigny, Los Chouans (1829) de Balzac y Nuestra Señora de París (1831) de Víctor Hugo anuncian ya las normas del género: pasiones ardientes e insospechadas consecuencias de esas pasiones en medio de una atmósfera fiel a una época determinada y a su colorido local. Por esas mismas fechas se afianza también la novela de aventuras con el americano James Fenimore Cooper, pues en 1823 comienza a publicarse su ciclo de Calzas de cuero (del que forma parte El último de los mohicanos).
Entre la novela histórica, de la que toma su atmósfera y su vestuario, y la novela de aventuras, a la que debe sus continuas peripecias y la naturaleza heroica de sus protagonistas, la novela de capa y espada floreció durante un siglo largo, desde el período romántico hasta los años inmediatamente anteriores a la Segunda Guerra Mundial, pero fue en el siglo XIX, entre 1850 y 1900, cuando alcanzó su mayor nivel literario. Esa novela de capa y espada es la que Arturo Pérez-Reverte, tras las huellas de su admirado Michel Zévaco (1860-1918), autor de Los Pardaillan, resucita y conduce a su cumbre más alta en la saga del capitán Alatriste, cuyo «continuará» sigue actuando como elemento justificador y alentador de nuestro futuro como lectores.
Si Vigny aportó al género la capa, fue Prosper Mérimée quien le añadiría la espada. El autor de Carmen y de Colomba hizo esa sustancial aportación en su Crónica del reinado de Carlos IX (1829), obra en la que, inspirándose en Scott, se noveliza un momento de la historia de Francia, especialmente fértil en violencia y en duelos, el que rodea la matanza de hugonotes de la noche de San Bartolomé (24 de agosto de 1572), siniestra operación auspiciada por la reina madre, Catalina de Médicis. Dumas reflejará esa misma época en su trilogía La reina Margot (1845), La señora de Montsoreau (1846) y Los cuarenta y cinco (1847-1849), que transcurre bajo los reinados de Carlos IX y Enrique III. En lo sucesivo los franceses aprenderán su historia en los novelistas que la hacen revivir, desde Luis XIII hasta la Restauración, pasando por la Regencia y el período revolucionario. Y cuando se cierra el ciclo de la Revolución con La condesa de Charny (1853-1855), del propio Dumas, los lectores están perfectamente preparados para recibir en sus butacas a un nuevo héroe tan valiente como d’Artagnan, tan misterioso como Montecristo, tan generoso como el Rodolphe de Los misterios de París: Enrique de Lagardère, protagonista de la preciosa novela El jorobado, de Paul Féval, y estandarte de todo un ciclo narrativo en su torno.
El héroe de la novela de capa y espada deberá perseguir a los malos y vencerlos en duelo singular, vengar y salvar a los buenos, sacrificar si es necesario su felicidad y su vida en aras de la justicia y la verdad. Es un hombre solo, pero está dotado de grandes cualidades. No ha sido creado para poner el mundo patas arriba ni para subvertir el orden social, sino para evitar que el Mal se salga con la suya. Es generoso con los débiles y con los oprimidos, pero a la manera de un caballero andante medieval, no a la de un utopista aficionado a las barricadas de 1830 y 1848.
La búsqueda de la verdad y la justicia no excluye el deseo, por parte del héroe, de un reconocimiento social. Edmond Dantès hubiese preferido vivir desde un principio una existencia burguesa y anodina junto a su amada Mercedes, pero el Destino no lo quiso así, y es esa amarga voluntad del Hado quien lo sume en el dulce abismo de la novela popular. Niño expósito a veces —caso del mítico «jorobado» Lagardère—, de humilde cuna con frecuencia, sometido siempre a unas complicadísimas pruebas de iniciación que habrá de superar, el héroe de folletín, para alcanzar sus objetivos, tiene que mantener en secreto su identidad (lo hará más tarde Superman refugiándose en el miope Clark Kent, o Spiderman poniéndose las gafas de su alter ego Peter Parker). Rodolphe no dice que es un príncipe, ni Montecristo que fue Dantès. ¿Quién es capaz de reconocer bajo la corcova del jorobado al apuesto Lagardère, el mismo que otro tiempo fuera favorito del tout Paris y que, desde hace dieciséis años, no es más que un fugitivo de la ley?
El héroe popular —y Alatriste lo es, sin que ello disminuya un ápice la carga de genialidad literaria con que Arturo Pérez-Reverte dibuja el perfil de su personaje— no cree que el culpable sea el sistema, sino los individuos. Montecristo no ataca a la Restauración como tal, sino a aquellos que la han traicionado. D’Artagnan no está en contra de Richelieu y a favor de los ingleses, sino con la reina y contra Milady. Lagardère no juzga el régimen de la Regencia; tan sólo quiere castigar a un traidor, Felipe de Gonzaga. Advirtamos de paso que el malo es con frecuencia de origen extranjero y, preferentemente, italiano. ¡Cuántos transalpinos pérfidos y felones en la novela de capa y espada, desde el Concini de Zévaco (El Capitán), hasta el Mazarino de Dumas, pasando por Gonzaga, duque de Mantua y, desde luego, por el Gualterio Malatesta de Alatriste!
Y es que el héroe popular tiene su asiento conceptual en el maniqueísmo de sus lectores. Constituye una reencarnación del Bien absoluto enfrentado al Mal absoluto. Muchas veces, debe cumplir una misión sin darse a conocer: nació enmascarado de la misma manera que otros nacen de pie. El cine y el cómic nos han acostumbrado a ese género de vengadores con antifaz que, como aves nocturnas, buscan la oscuridad para cobrar su presa: piénsese en Daredevil, en el Zorro, en el Coyote de José Mallorquí, en Batman.
A finales de siglo, la novela de capa y espada comienza a ser sustituida por géneros nuevos. En efecto, la ley de prensa de 1881 produce un aumento impresionante de periódicos tanto en París como en provincias. Todos ellos incluyen en sus páginas novelas-folletines y alcanzan tiradas considerables. Le Petit Parisien, diario fundado en 1876, alcanzaría en 1914 una tirada media de un millón cuatrocientos cincuenta mil ejemplares. Su rival, Le Petit Journal, llegaría a los ochocientos mil diarios. Es el momento del folletín «lacrimoso», un cruce entre la «novela de error judicial» y el drama sentimental. Folletines con pretensiones «sociológicas» que hacen famosos, si seguimos circunscribiéndonos al ámbito francés, a escritores mediocres como Jules Mary, Pierre Decourcelle, Xavier de Montépin o Charles Mérouvel.
Ya en el alba del siglo XX, y sobre todo en el diario Le Matin, autores como Gaston Leroux y Jean de La Hire aportan inspiraciones nuevas. Será entonces cuando la novela de capa y espada conozca una nueva edad de oro con Michel Zévaco (1860-1918). Profesor encarcelado por sus ideas políticas, Zévaco creó un tipo de héroe anarquista, Pardaillan, cuya saga se extiende por distintas novelas publicadas entre 1904 y 1914. A pesar de una intriga disparatada, de unos personajes inverosímiles (como la papisa Fausta), de unos caracteres maniqueos a ultranza y de un estilo demasiado categórico, los héroes de Michel Zévaco —Buridan, Nostradamus, Don Juan, el Capitán, Pardaillan sobre todos— divierten lo indecible al lector, sumiéndolo en un vertiginoso torbellino de cabalgadas y pasiones.
Arturo Pérez-Reverte se ha confesado siempre admirador de Los Pardaillan. Debo confesar, por mi parte, que si me he acercado como lector a Zévaco ha sido a través de Arturo, que puso en mis manos los ocho volúmenes de la saga, publicados en castellano por la editorial Porrúa, de México, dentro de su colección «Sepan cuantos…», en el bienio 1987-1988. Porque Pérez-Reverte es, en la segunda década del siglo XXI y con su saga de Alatriste, el mejor y más alto continuador de una literatura —la folletinesca— y de un subgénero narrativo —la novela de capa y espada— que no morirá nunca, pese a los lúgubres nubarrones que a lo largo del siglo XX se han cernido sobre una y otro. La «modernidad» y la «vanguardia» mal entendidas pueden seguir elaborando sus lamentables proscriptiones y sembrando en derredor los terrores que encierran sus almas confusas y vengativas, que a la postre no van a conseguir erradicar el gusto por la aventura en las letras actuales y por venir. Los mitos y los sueños no mueren nunca, y el folletín y la novela de capa y espada, de los que la saga de Alatriste es destacado ejemplo y modelo sobresaliente, están hechos de mitos y de sueños.
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* Luis Alberto de Cuenca nació en Madrid el 29 de diciembre de 1950. Ha viajado por todo el mundo, pero siempre ha residido en la capital de España. Se licenció (1973) y se doctoró (1976) en Filología Clásica por la Universidad Autónoma de Madrid con sendos Premios Extraordinarios. Es Profesor de Investigación del CSIC en el Instituto de Lenguas y Culturas del Mediterráneo y Oriente Próximo. Ha sido Director de la Biblioteca Nacional (1996-2000) y Secretario de Estado de Cultura (2000-2004). Es Académico de número de la Real Academia de la Historia desde 2010. Como poeta ha publicado, entre otros libros, La caja de plata (Premio de la Crítica 1985), El hacha y la rosa (1993), Por fuertes y fronteras (1996), Los mundos y los días. Poesía 1972-1998 (1999; 3ª edición, 2007), Sin miedo ni esperanza (2002), La vida en llamas (Premio Ciudad de Melilla 2006), El reino blanco (2010) y Cuaderno de vacaciones (2014). Por su obra poética se le concedió el Premio de Literatura de la Comunidad de Madrid 2006 y el Premio de las Letras «Teresa de Ávila» 2008. Sería muy prolijo consignar aquí las numerosas antologías que recogen parcialmente su obra.
Entre sus libros de ensayos figuran Floresta española de varia caballería (1975), Necesidad del mito (1976 y 2008), Museo (1978), El héroe y sus máscaras (1991), Etcétera (1993), Bazar. Estudios literarios (1995), Álbum de lecturas (1996), Las cien mejores poesías de la lengua castellana (1998), Señales de humo (1999) Baldosas amarillas (2001), De Gilgamesh a Francisco Nieva (2005), Libros contra el aburrimiento (2011) Nombres propios (2011), Palabras con alas (2012) y Lección magistral (2014). Como traductor, ha centrado su actividad en el mundo clásico grecolatino y en el Medievo europeo. Por su versión del Cantar de Valtario, de autor latino anónimo (siglo X) obtuvo el Premio Nacional de Traducción 1989. Ha traducido también a Horace Walpole, Jacques Cazotte, Villiers de l’Isle-Adam, Charles Nodier, Gérard de Nerval, Lord Tennyson, Wilhelm Hauff, etc. Ha editado críticamente al poeta helenístico Euforión de Calcis, a Eurípides, la Galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas de Agustín Pérez Zaragoza, a Boscán, a Gabriel Bocángel, un texto inédito de Jardiel Poncela, a Rubén Darío, una antología poética de Calderón, etc.