Escritor del Mes Cronopio

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Matando al padre

MATANDO AL PADRE

Por José Ovejero*

Se suele decir que la única posibilidad de volverse adulto es matar, metafóricamente, al padre, es decir, poner fin al poder que tiene sobre nuestras vidas. Una manera de hacerlo es escribir un libro sobre él. Encerrarlo en esas páginas, exorcizarlo, decidir qué se revela y qué no, imponerle tu autoridad, vengarte, idealizarlo, ajustar cuentas, perdonarlo, mentir a los demás o a ti mismo sobre él, pretender decir toda la verdad y nada más que la verdad. Todo son estrategias para cerrar ese capítulo que no se cierra nunca: la relación con el padre, que es siempre la historia de una rebelión o la de una opresión, en general ambas. En muchos casos el descubrimiento del padre es la excusa para una novela de aprendizaje y emancipación. Escribir sobre el padre significa también aceptar su herencia o rechazarla. Pero las cosas no son tan sencillas. Quien alcanza cierta edad suele llegar a la desagradable constatación de que lo que más aborrecemos en nuestros padres es aquello en lo que más nos parecemos a ellos. Nunca quisimos ser así; sin embargo, ese es el modelo que nos impregnó durante la infancia, y no es fácil borrar su huella.

La lista de autores que han escrito ficción alrededor de la relación padre–hijo (o hija) es casi interminable: me vienen inmediatamente a la memoria Mejillones para cenar, de Birgit Vanderbeke, Salir a robar caballos, de Per Peterson, Aquel sofocante verano, de Eduard von Keyserling… Otros autores prefieren escribir directamente del propio padre, más o menos ficcionalizado pero rondando lo autobiográfico: así lo hacen, además de Franz Kafka en su famosa y tristísima Carta al padre, Abdel H. Benotman, en su novela —que yo sepa aún sin traducir al español— Éboueur sur échafaud; Mohamed Chukri, en sus novelas autobiográficas y Urs Widmer en El libro de mi padre. Chukri, del que hablaré en otro momento, escribe sobre su padre con un odio perfecto, sin mancha alguna de cariño o nostalgia; pero no es lo habitual cuando el escritor en lugar de crear un padre puramente ficcional se acerca a la propia historia familiar: el ajuste de cuentas suele estar matizado por la voluntad de comprensión. Como sucede en El libro de mi padre, de Urs Widmer, con el que empiezo una serie de artículos sobre libros dedicados a los padres —y madres—, que no sé dónde publicaré, ni me importa ahora mismo.

La novela de Widmer se centra en un personaje que, aunque con otro nombre, se parece mucho al padre del autor: en sus historias de juventud, en su carrera profesional de traductor, en su amor por los libros, en sus amistades con artistas y escritores tan conocidos como Heinrich Böll, en otros muchos detalles perfectamente reconocibles. Pero en la cubierta de la edición alemana pone «Roman» —novela— y no hay motivos para desconfiar del autor. Widmer es consciente de que contar la vida del padre es siempre una invención: no podemos narrar a alguien tan cercano, que nos ha influido tanto; si la objetividad es imposible, lo es aún más cuando hablamos de nuestros padres. Y Widmer sugiere esa necesidad de reinventar al padre de una manera sutil: en la novela, el padre procede de un pueblo de Suiza con tradiciones muy arraigadas; una, que todos los adultos del pueblo tienen ya su ataúd preparado y expuesto; otra, que a partir de la adolescencia cada uno de ellos recibe un gran cuaderno en blanco en el que ir anotando los acontecimientos importantes de la propia vida; pero solo disponen de un volumen, con lo que tienen que seleccionar aquello que de verdad merece la pena reseñar. Ese es «el libro de mi padre» del que nos habla Widmer, ese libro —imaginado— en el que sí se podría descubrir aquello que para el padre fue importante. Pero el narrador de la novela nunca lee ese libro, que se pierde a la muerte del padre, y sin embargo cita amplios pasajes de él. ¿Un error del escritor Widmer, que no se da cuenta de que no se puede citar de un libro no leído? Parece demasiado obvio: más bien, hay que pensar que Urs Widmer le está diciendo al lector: no puedo saber exactamente cómo fue mi padre, solo puedo reconstruir cómo fue para mí, su hijo. Es decir, para mostrarlo tengo que mutilarlo.
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Y Widmer construye una narración distante pero sin antipatía, detallada, carente de juicios de valor. Como se podría hablar de alguien a quien no conocemos y, de hecho, ¿a quién conocemos menos que a nuestros padres? (Sé la respuesta: a nuestros hijos.) A veces pasa de la tercera a la primera persona para mostrar su ambivalencia, ese ser narrador y a la vez coprotagonista que se manifiesta también cuando tiene que referirse a la vida sexual de sus padres y no puede evitar cierto embarazo: «Todo hijo está convencido de que su padre nunca se ha acostado con una mujer; ni siquiera con esa que se convirtió en su madre, o en todo caso solo esa vez». Tenemos esa visión asexuada de nuestros padres: no podemos imaginar que tienen orgasmos, que hacen aquello que hacemos nosotros, y quizá hasta una edad en la que de verdad no podemos, y sobre todo no queremos, imaginarlo. Porque entonces ya no serían nuestros padres, serían un hombre y una mujer cualquiera.

Menos incomodidad le produce hablar del amor a los libros de su padre, de su incapacidad para ser feliz, de su absoluta inutilidad en las cuestiones prácticas, de los miedos que le han atenazado toda su vida. Cuenta, como si no le doliese, la tragedia que es toda existencia, porque siempre es mucho más limitada de lo que podría haber sido: cuántas posibilidades encerraba el futuro de ese adolescente enamorado de la lengua francesa que empezaba a descubrir la vida, a saborear sus promesas; y cuántas vidas frustradas hay en la de cada uno de nosotros; y al final, casi siempre, la decadencia, la enfermedad, pagar las facturas de todo lo que hicimos mal. Widmer se centra en la figura del padre —de la madre se ocupa sobre todo en otra novela— y parece querer contarnos, en medio de momentos de entusiasmo y deseo e incluso felicidad, lo difícil que es vivir una vida plena. Y cómo nuestro carácter es esa cadena que nos ata y nos impide acercarnos a lo que verdaderamente debería importarnos.
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En uno de sus ensayos, Widmer escribe: «Me prometí que, cuando fuese mayor, me ocuparía de que mi vida fuese buena, no mis libros. ¿Qué es un libro comparado con una vida? Qué aborrecibles me resultan los escritores que viven sólo para escribir sus libros. Viven al acecho y consideran la vida mero material literario… Por el contrario, mi utopía durante mucho tiempo fue que el arte resultaría superfluo porque la vida sería por fin feliz.» Ignoro si Widmer ha obtenido esa vida feliz. Pero lo que es evidente es que, como todos esos hijos que no quieren parecerse a sus padres, él tampoco consiguió que el arte fuese superfluo, más bien, siguió los pasos del padre y se refugió en los libros, en su caso en la escritura, que, como escribe Widmer en otro lugar, sería «el intento de someter con la magia de las palabras una realidad insatisfactoria». Es decir, justo lo que quiso hacer el padre. Sin éxito.
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* José Ovejero nació en Madrid en 1958. Desde que ganara el Premio Ciudad de Irún 1993 con su poemario Biografía del explorador, ha cultivado todos los géneros, siendo especialmente reseñable su libro de viajes China para hipocondríacos, merecedor del Premio Grandes Viajeros 1998, y su novela Las vidas ajenas, ganadora del Premio Primavera 2005. Desde su primer galardón hasta el último, el autor ha continuado cultivando el género narrativo con novelas como Añoranza del héroe, Huir de Palermo, Un mal año para Miki, Nunca pasa nada (Alfaguara, 2007) y La comedia salvaje (Alfaguara, 2009) —que obtuvo el Premio Ramón Gómez de la Serna 2010—, La invención del amor (Premio Alfaguara 2013), con libros de relatos como Cuentos para salvarnos a todos, Qué raros son los hombres y Mujeres que viajan solas, y con ensayos como Escritores delincuentes (Alfaguara, 2011) y La ética de la crueldad (Premio Anagrama de Ensayo 2012, Premio Estado Crítico 2013, Premio Bento Spinoza 2013).

1 COMENTARIO

  1. Resulta interesante conocer esa faceta de tantos autores. Sin duda, la figura del padre nos marca a lo largo de nuestras vidas , entonces, que mejor terapia que plasmarlo en un libro. Excelente artículo

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