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Carta de hallandale numero 4 la verdadera verdad sobre sancho panza

CARTA DE HALLANDALE NÚMERO 4: LA VERDADERA VERDAD SOBRE SANCHO PANZA

Por José Kozer*

[blockquote cite=»Franz Kafka, La verdad sobre Sancho Panza» type=»left»]Sancho Panza, que por lo demás nunca se jactó de ello, logró, con el correr de los años, mediante la composición de una cantidad de novelas de caballería y de bandoleros, en horas del atardecer y de la noche, apartar a tal punto de sí a su demonio, al que luego dio el nombre de don Quijote, que éste se lanzó irrefrenablemente a las más locas aventuras; las cuales, empero, por falta de un objeto predeterminado, y que precisamente hubiera debido ser Sancho Panza, no dañaron a nadie. Sancho Panza, hombre libre, siguió impasible, quizás en razón de cierto sentido de responsabilidad, a don Quijote en sus andanzas, alcanzando con ello un grande y útil esparcimiento hasta su fin[/blockquote]

¿Sancho Panza, autor? Imposible, era analfabeto. Sin embargo, pudo haber un Sancho oculto, una especie de sigla SP escondida, segunda naturaleza del Sancho por todos conocido. Éste no se jacta de nada para no ser descubierto.

A la caída de la tarde, luego de un arduo día de trabajo, labrando su exigua heredad manchega, por seguro se sentaba sobre el poyo de piedra a la entrada de la mal enjalbegada casa, para hacer la digestión. Teresa le había preparado unas espesas habas blancas que tuvo que bajar con pan de trigo sarraceno y un vino peleón de la zona de Argamasilla de Alba.

Pesada digestión. Modorra. Ensoñación. En aquella zona de bandoleros, no demasiado alejada de Despeñaperros, se habrá imaginado cabeza de alguna pandilla de cuatreros, leal capitán bandolero que, cual comunero irredimible, viviría fuera de la ley en aras de un ideal.

Ser libre. Robar para mejor distribuir la riqueza acumulada en pocas manos, que poco les dejaba a quienes conocían el callo, la arruga, la sequedad de la piel. Capitán de quienes darían su merecido a los verdaderos ladrones, con sus manos finas calzadas de cabritilla, hechas al roce del veludo y la marta cibelina y no a la aspereza del mango del azadón, la herrumbrosa tijera de podar, la caña de varear la aceituna para bajarla al duro suelo de resecos terrones.

Aquellas pesadas digestiones llevaron a nuestro héroe a imaginarse andante caballero. Pasaría de labrador sin ínsulas a «hijo de algo» rural, que ya es algo. Amada, galgo, adarga, lanza en ristre, un buen jamelgo: todo un salto. Un gran salto fácil de dar pues había descubierto la imaginación. Salto nada fácil de dar ya que no correspondía a su estamento social. Sólo lo dio porque entendió de una vez por todas que imaginar era carecer de estamento fijo, ser libre, romper el círculo impenetrable de una circunscripción.
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Y de tanto imaginarse caballero andante acabó por romper el ciclo repetido durante siglos por su clase social, aherrojada: las cosas cambiaban, allá estaba América, gloria y riqueza, Mundo Nuevo ampliando horizontes. ¿Qué le impedía ampliarse a sí mismo, a imagen y semejanza del Descubrimiento? Transformarse, ser finalmente el otro oculto y verdadero que en su más recóndita intimidad había descubierto.

No jactarse. No hacer galas de esa revelación.

Y para vivir su mudanza sin que ello le acarreara mayores trastornos entre la gente del pueblo, hecha a su figura retacona, su tendencia a la gordura, sus ropas ajadas y malolientes, optó de manera esclarecida por llevar a rajatabla el acto de ocultamiento. Nadie sabría jamás que él era Don Quijote: ni Teresa ni los chicos. De día cavar la tierra de pan llevar, sembrar algo de cebada o centeno, unas hortalizas para el consumo doméstico o para vender según la ley local del mercado. Y desde el atardecer hasta bien entrada la noche se dedicaría con el mayor tesón, ese tesón que pone su gente a la hora de desbaratar terrones, a una tarea inusitada para los de su condición: aprendería a leer y escribir.

Aquel secreto, aquel período de intenso aprendizaje, quedó entre Sancho Panza y el cura del pueblo.

Ya escribe su nombre, los nombres de Teresa y de los chicos, ya se firma de día Sancho Panza, de noche don Quijote. Idea peregrina la de ponerse entonces a escribir la real y verdadera historia de un labriego venido a más, cuyo nombre según algunos autores era Pancho Zampa, según otros Zanco Yanta y puede que, según los menos, se llamara Sancho Panza.

A modo de ejercicio comenzó por escribir novelas de bandoleros. Firmó con seudónimo. Usó el nombre de un soldado tudesco que por ahí pasó: Franz el Cuervo, lo llamaban en la taberna; Franz Graja le decían en el mesón. Cansado de aquel ejercicio, Sancho Panza se lanzó «irrefrenablemente a las más locas aventuras» que, dada su sobria mentalidad aparente (tendiente al aforismo, al refrán y la concisión) acabó por resumir en una sola y larga novela de caballería, que ahora también firmó con seudónimo: el de un soldado cojitranco, rojo y desdentado, que pasó un tiempo por aquellos pagos. Miguel, nombre corriente (no había que jactarse); Cervantes, apellido de origen gallego que aludía a las astas del cornudo (en efecto, no había que jactarse).
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Exorcizado el demonio del tedio, dio ahora a su demonio el nombre de Don Quijote. Andante caballero que «por falta de un objeto predeterminado», objeto llamado Sancho Panza, Franz Cuervo o Miguel Cervantes, pudo vivir su ideal sin hacer daño a nadie.

Así, aquel «hombre libre» que sólo tú y yo conocemos por su verdadero nombre de Sancho Panza, escribió la más «grande y útil» de las novelas, basada en las «andanzas» de su Don Quijote, a quien siguió, paso a paso en todo, y, por qué no decirlo, al pie de la letra. Letra impresa que hasta el final de los tiempos dará «un grande y útil esparcimiento» al lector. Y que a Sancho fue útil por igual ya que de tanto desvelo adelgazó, ganando en figura y longevidad (murió en su cama a la provecta edad de ochenta años).

Impasible.

La misma impasibilidad predeterminada con la que siempre supo que aprendería a leer y escribir, vencería a su demonio, rompería las trabas de su condición social y escribiría una gran obra que en su época nadie leería.
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* José Kozer es un poeta prolífico y traductor cubano radicado en los Estados Unidos desde 1960.  Creció en Cuba, donde alcanzó a estudiar un año en la Universidad de La Habana, pero después de la revolución emigró a Estados Unidos. Hizo una maestría y un doctorado en literatura luso-brasileña y fue codirector de la revista Enlace de Nueva York (1984-1985). Clasificado dentro de la estética neobarroca —fue uno de los editores de Medusario: Muestra de la poesía latinoamericana, Fondo de Cultura Económica, México, 1996—, ha publicado medio centenar de libros, la gran mayoría de poesía, aunque entre ellos hay también de prosa. Durante tres décadas fue profesor de literatura hispana en el Queens College de Nueva York (1967-1997); después vivió dos años en España y luego regresó a Estados Unidos; reside con su segunda esposa —española— Guadalupe en Hallandale, Florida. En 2013 obtuvo el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda. Ha traducido al castellano a autores japoneses y de lengua inglesa; sus poemas han sido vertidos también a otros idiomas. Ha recibido los siguientes reconocimientos: Premio Bienal Julio Tovar de Poesía 1974 (Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife), Beca Cintas, Beca Gulbenkian, Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda 2013.

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